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Gris de tiempo gris

Barquero

Nicolás Soto
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Lenta y pausadamente, Pedro Ramón Sojo deslizó su mano derecha a través del dril del bolsillo. Estrujó con fruición el último billete de veinte bolívares que le quedaba.

—¿Cuánto es, mi querido amigo, compatriota de Camõens? —carraspeó, con acento alcoholizado.

El lusitano lo observó, desaprensivo.

—São veintidoush boulívaresh, paizano. Ounce cervecéitash.

La mirada de Pedro Ramón pareció margullirse en lejanías huidizas. A través de la gelatinosa humareda, un par de barrigudos parroquianos trataba de ganarse el favor de una fichera a la vera de una sinfonola.

Sembré una flor...

—Me va a disculpar, amable cicerone —siseó, con errática dignidad, Pedro Ramón—, pero le voy a quedar debiendo dos bolivaritos. Se los pago en el próximo viaje.

Pedro Ramón pretendió levantarse del taburete. Una mano lo asió con fuerza.

—Qué va, paizano. Ya con eshta são oushenta boulívaresh que me débesh. Ou cancéilash ahurita ou véimush coumo hacéimush, pero de aquí não te vash sim pagar.

Yo la regaba
con agua que cae del cielo.
Y la regaba con lágrimas de mis ojos...

Un intento de leve manotazo de Pedro Ramón, buscando desembarazarse del agarrón, consiguió hacerle perder el equilibrio. La brusca caída hizo que se golpeara la boca contra el filo de la barra.

Mis amigos me dijeron
ya no riegues esa flor:
esa flor ya no retoña,
tiene muerto el corazón...

Metamorfosis soez.

—¿Qué pasa, portugués? ¿Crees que no te voy a pagar tus cuatro lochas? —un vahído se le coagulaba por las romanillas del mareo. Palpó con su lengua, en la acritud del paladar, una viscosidad salada. No sentía el labio, pero percibía la creciente hinchazón.

...esa flor ya no retoña
tiene muerto el corazón.

La terrosa sensación de sangre le creó un agobio de furia. Olvidando la indignidad pasada, asió una botella de cerveza a medio llenar y la arrojó contra la rockola. Los chispazos eléctricos saltaron como sordas centellas glaciales. Con ira gutural, propinó un puntapié a una silla aledaña que, por poco, alcanza a la desnutrida meretriz. La reacción de los parroquianos ventrudos no se hizo esperar.

—Pero bueno, ¿qué le pasa a éste? —exclamó el primer barrigudo, mientras inmovilizaba a Pedro Ramón atenazándole los brazos por la espalda.

—¡Aquiétate, marrrdito borracho desgraciao! —gritó, asustada por los fogonazos que todavía seguía arrojando la agónica sinfonola, la desnutrida meretriz. Esquivaba, simultáneamente, las epilépticas patadas de Pedro Ramón, en inútil esfuerzo por zafarse.

—Llame a la policía, paisano, para que se lleve a este beodo —manifestó el segundo barrigudo, atajando las piernas frenéticas de Pedro Ramón.

—¡Suéltenme, sicarios! —la ebria voz se destejía en abismos de saliva reseca.

El portugués había cogido un garrote, parecido a un rolo de policía, y se aproximaba amenazante.

—¡Maudito deshgraciadu!

—¿Te vas a cobrar tus piches ochenta bolívares con mi vida? —Pedro Ramón pujaba con denuedo. En un recodo de su conciencia, la abrumadora vergüenza de su autoestima pisoteada le impulsaba a una patética jaquetonería—. Anda pues, miserable. ¡Mátame! ¡Mátame para que satisfagas tus rastreros instintos! ¡Cóbrate con sangre la malhadada deuda que en infausto día adquirí contigo! ¡Y que los mil demonios del paraíso de los réprobos carguen después con tu alma vil de filibustero y mercenario!

—Adiós carrizo, el tercio nos salió pico’e plata —prorrumpió el primer barrigudo, apretando aún más los brazos de Pedro Ramón.

—Mejor es que llame a la policía, paisano —aconsejó el segundo barrigudo, batallando con las exaltadas piernas de Pedro Ramón al tiempo que se apercibía de la nada saludable atención del portugués.

—¡Acaben conmigo, verdugos, energúmenos, centuriones de las tinieblas! —voz aguardentosa, pastosa, acrimoniosa en la ebriedad.

—¡La tuya, por si acaso es conmigo! —ripostó la desnutrida meretriz.

Atraídas por el escándalo, se asomaron las otras prostitutas, algunas de ellas sólo cubiertas por pantaletas y sostén, mientras que sus clientes también trataban de atisbar el rebullicio proveniente del bar desde las habitaciones del fondo del pasillo.

—¡Contémplenme, oh hetairas, oh moradoras de este sórdido mabil, en los momentos de mi pasión, cuando estos esbirros palurdos me conducen al gólgota de mi falaz destino! ¡Dispongan de mi hálito vital, malditos cancerberos del averno!

La cabeza de Pedro Ramón Sojo se zarandeaba mostrando escleróticas extraviadas.

—Este borrachín lo que está es alucinando —el primer barrigudo intentaba sujetar firmemente a su presa—. ¿Qué fue lo que le diste, portugués, para que se pusiera así?

—Ese ron que tú vendes aquí como que está adulterado, João —gritó un parroquiano en calzones junto a la puerta entreabierta de una de las habitaciones del pasillo. La chica que lo acompañaba lo haló nuevamente hacia adentro.

—No les hagas caso, João —dijo la desnutrida meretriz—, y llama al prefecto para que se lleven rápido a este revoltoso.

—¿Y quem me paga la jrrrocola? Não senhor, eshto não se queda assim.

Pedro Ramón se puso lívido, conteniendo la respiración. Los demás pensaron, instintivamente, en un ataque de apoplejía o algo similar. Todos se paralizaron, a la expectativa por un segundo cuando, de repente, Pedro Ramón bufó:

—¡Cayo Bruto! ¡Vinoni! ¡Judas Iscariote! ¡¡¡Maldito seas!!!

—¡Agárrelo bien, compay, que este elemento se echa unas revividas raras! —el segundo barrigudo pugnaba con las canillas temblequéricas del ebrio.

Pedro Ramón intentaba zafar sus miembros, como si en ello se le fuera la vida.

—¡Me vendes por cuarenta denarios! ¡Prefiero morir antes que presenciar tamaña iniquidad! ¡Llévame, Luzbel! ¡Ven por mí, ángel de las tinieblas! ¡Te prefiero mil veces antes que caer en las hediondas fauces de estos pérfidos reptiles!

—Caracho, compañero, ¡nos salió teatro gratis! —batalló el primer barrigudo, sudando copiosamente por el esfuerzo de inmovilizar al delirante intoxicado.

El portugués se aproximó, aún más amenazante.

—Borrashu do merda —masculló, con furia almidonada—: me las vash a pagar tóudash y cada una de lash que me débesh.

Ya alzaba el garrote para propinarle a Pedro Ramón un golpe por las corvas, cuando una voz retumbó desde la puerta principal del establecimiento.

—¿Qué acontece, João?

El aludido reaccionó a la autoridad de la interpelación.

—Mire, senhor Viera, não esh la primeira véish que eshte ceudadanu viene aquí a beber cervezínhash y preteinde irse sim pagar. Aparte de que acaba de deshtrouzar la jrrrocola por uma jrrrabia que agarrou.

Viera se abrió paso entre los presentes. Pedro Ramón permanecía casi lánguido, su humanidad oprimida por el abrazo sofocante del barrigudo bicéfalo.

—Ya veo —dijo el señor Viera, observando la sinfonola deteriorada.

—Iba a shamar a la policía cuando o senhor shegou —explicó, contrito, João.

—Pero, antes de eso —interrumpió el señor Viera, con escasos trazos de acento lusitano al hablar—, me imagino que pensabas darle un pequeño escarmiento a este buen amigo.

—Mais u ménush...

Viera lo miró con acritud.

—¡Ni se te ocurra!

Se tornó hacia los dos ventrudos.

—Déjenlo ir, por favor.

Los dos compadres se miraron entre sí y luego posaron su mirada en el hombre que, con reposada autoridad, los conminaba a dejar libre al borracho. La actitud de aceptación subalterna de João los acabó de decidir.

Pedro Ramón despertó de su ominoso letargo al sentir libres sus extremidades. Paseó su vista alrededor como si no comprendiera nada de lo que estaba ocurriendo.

—Amigo Sojo —Viera colocó una mano comprensiva en su hombro—, váyase a su casa tranquilamente. ¿Me ha escuchado?

A través de una confusión impregnada de brochazos de neón, la dignidad afectada de Pedro Ramón se irguió una vez más. Ensayando una pose de férula agrietada, agradeció la oportuna ayuda de su bienhechor.

—Así se habla, mi dilecto camarada, así se habla... Quiera Dios que nos consigamos de nuevo en ocasión más propicia para festejar debidamente este excelso momento. Desearía, asimismo, que fuese usted mi invitado para agasajarle merecidamente por su calidad de prohombre servicial, honesto, leal y...

—No se preocupe, señor Sojo —interrumpió Viera la locuacidad mareada de Pedro Ramón—, que ya tendremos tiempo más adelante para departir.

—Para brindar —insistió Pedro Ramón.

—Ajá, para brindar. Mientras tanto, váyase ya para su casa. No tenga pena.

João veía a su patrón con preocupación.

—Peru, senhor Viera...

—Fica tranquilo, João —lo calmó el señor Viera.

Pedro Ramón insistía con el brindis.

—Como decía el vate: «La ocasión la pintan calva». Sería bueno no desmerecer los augurios que nos ofrece el hado...

Viera hizo un gesto apremiante a los barrigudos, entregándoles sendos billetes de diez bolívares.

—Llévenlo a su casa —ordenó Viera al segundo ventrudo.

—¿Y dónde será eso? —interrogó el aludido.

—En la calle Federación, como a dos cuadras de aquí. Verán estacionado un Cadillac El Dorado enfrente.

—¿El de José Gregorio Livorini? —preguntó el primer ventrudo.

Al escuchar ese nombre, Pedro Ramón se tensó como cuerda de contrabajo.

—Ese mismo —respondió Viera, para luego susurrar pretendiendo no ser escuchado por el ebrio causante del desbarajuste—, y si están aquí de regreso en menos de quince minutos la casa les brindará otra ronda.

Pedro Ramón reaccionó con indignación cenagosa.

—No, no, no quiero ir allí. Quiero quedarme aquí, quiero brindar por el nácar de la luna, por el incienso de las grietas, por el...

—Llévenselo —reafirmó el señor Viera.

—¡No deje que me lleven, mi dilecto amigo!

Los dos ventrudos lo aferraron con firmeza a la par que lo arrastraban.

—¡Será mi sacrificio! ¡No deje que me arranquen el corazón en el teocali! ¡No, Moctezuma, no, noooo!

—¿Y cómo queda o pagu de la jrrrocola, senhor Viera?

—Mañana arreglo eso con José Gregorio Livorini, João. Él es quien lleva los asuntos de Pedro Ramón Sojo.

João se rascaba la patilla izquierda.

—¿Não é ese o cara que sempre anda con uma triguenhota buenamozota?

—Ésa es la esposa de Pedro Ramón.

—¡Casho em la manga!

A todas estas, Pedro Ramón era llevado en peso por sus dos entusiasmados guardianes, quienes ya saboreaban en su imaginación las cervezas prometidas por librar al negocio de los lusitanos de tan engorroso cliente.

Pedro Ramón, en su pegostoso delirio, continuaba con su ritornello de incoherencias.

—¿Por qué, Amalivac, dejas que me consuma en esta charca emponzoñada? Líbrame, por todos los cielos, de este amedrentamiento eléctrico para que mi verbo no se vea constreñido y pueda, al fin, revelar la verdad contenida en el arcano de los tiempos...

—Qué vaina, compay, tendremos que calarnos a este discursero.

—No afloje, compita, que ya estamos llegando.

—...mi sacrificio será un parto visionario, un suspiro que liberará al hombre del dogal de la repugnante muerte, puente de césped entre la indolencia baladí y el...

Un transeúnte, en medio de la brisa de las once y media de la noche:

—Cará, ahí llevan otra vez a Pedro Ramón, muerto de la pea y hablando más pendejadas que un guaro después de un aguacero.

Arribaron, por fin, a la casa de la calle Federación. El Cadillac estaba aparcado enfrente. Como por arte de birlibirloque, Pedro Ramón enmudeció.

—Bueno, maestro —dijo el primer barrigudo—, ya llegó. Métase para adentro y acuéstese para que se le pase esa juma.

—¿Lo dejamos aquí en el zaguán, compita? —preguntó el segundo barrigudo.

—¿Qué quiere, compay, que lo lleve cargado hasta su cama y lo arrope con una cobija pelúa?

—Por lo menos toquemos la puerta para que alguien de adentro venga y lo recoja.

—No-ó, gallo. Hasta aquí llegó el cariño.

—Monós, entonces.

—Monos, dijo Monagas.

—Nos juíiiiimos, como dicen Los Corraleros de Majagual.

Al saberse en territorio conocido, Pedro Ramón reaccionó, más por fuerza de la costumbre, guiado por una especie de tropismo desnudo, que por raciocinio consciente. Sus pasos resonaban quedamente en el piso de grises mosaicos. «Tanto tiempo viendo la misma imperturbable simetría de estas losas», pensó, «que ya debo tenerlas talladas con buril en las telarañas de mi alma.» El corazón de Jesús enmarcado en bakelita lo observaba desde la luz amarillosa del aplique cobrizo encima del anteportón, con ese atisbo acusador e impertérrito de todos los santos refugiados detrás de vidrios tibios. Pedro Ramón le devolvió la mirada, inestable por el fermento del desequilibrio nauseabundo de su cabeza. «¿Qué me ves, bellaco?», murmuró, sintiendo una opresión macilenta en la pesadez de su respiración. La saliva se le atascaba en la resequedad del paladar.

Escuchó susurros detrás de la puerta. Eran ellos, lo sabía. Se aproximaban. Intentó recuperar, en gesto desafinado, algo de altivez para disfrazar un poco la ruindad de su facha y de su porte.

La puerta se abrió.

La mirada despectiva de José Gregorio Livorini le maceró las sienes.

—Ah caramba, ¿cómo está ese gran jefe? Pase adelante, no se quede ahí —la voz gruesa y cavernosa, con su cadencia imperativa, no le dejó alternativa.

Se introdujo en el recibo con un esfuerzo que le hizo sentir en la nuca la carne de gallina. Como de costumbre, Elena ni se dignó a verlo al pasar, cual si fuera un bicho, un insecto, o peor aún, como si no existiese.

Los oía cuchichear. Quizás se estarían riendo de él, burlándose cruelmente de su miseria como hombre. Lo embargaba un pensamiento crudo, más intuido que razonado. Pero esa noche, no sabía por qué, comenzaba a mentalizarlo, a digerirlo, a desmenuzarlo. Por algún resquicio se le estaba colando una sedición, a través de una costra sedimentada de iniquidad y vileza.

La reacción condicionada por tantos años de bajeza le conducía a la pieza que ocupaba al fondo de la casa solariega. Los luceros del firmamento lo guiaban como si fuera una res nariceada. Mas no esa noche. Tenía que pensar. Tenía que sopesar su vida. Tenía que oponerse a los rebullones.

Sí. Escudriñarlo todo. Revolver todos los armarios y gavetas de su espíritu, como en un psicoanálisis visceral, íntimo y desgarrador. El autorretrato de su muerte en vida.

Llegó a la pieza. Encendió el bombillo y se quedó viéndolo fijamente, aguardando a que los mosquitos de la noche arrancaran su contoneo petulante y alocado alrededor de la luz amarillosa y tristona. Las acuarelas de su alma.

Elena. Elena. Ahora lo comprendía. Ella no era culpable de este desgarramiento inaccesible que lo emació cual carcinoma voraz desde el primer día que la vio y en las incontables ocasiones que la siguió hasta la casa del matacochino y la vieja dulcera. Era, entonces, un muchacho ingenuo aficionado a la poesía, a la música clásica y a las pocas películas de autor que acertaban a pasar en el cine Manapiare. Un joven de sensibilidad altruista en un rincón perdido del llano. Tales refinamientos provocaban en sus coetáneos burlas y chascarrillos, y aun dudas acerca de su hombría. Huérfano desde temprana edad, Pedro Ramón había cultivado sus peculiares gustos en la soledad. Nunca había sentido el aguijón ardiente de las pasiones ni el saetazo de la congoja hasta que percibió, por vez primera, el olor a humo flagrante y a hojarasca culpable de Elena.

Fue una obsesión que se le clavó como un dardo exquisito en los sueños, en los insomnios y en el bajo vientre. Los poemas abstrusos que escribía para el periodiquito de don Lorenzo Miranda Toledo —pletóricos de divertimentos pomposos sobre la exuberante naturaleza del llano y de metáforas peatonales sobre las aves y las nubes— se convirtieron en lamentos agobiados de mareas despechadas. Eran mensajes sin destinatario, ya por su timidez proverbial o, bien simplemente, porque el objeto de su delirio se saltaba la lectura de la sección literaria del periodiquito para concentrarse en la sección de sociales.

El resplandor del bombillo lo hipnotizaba, aun estando fuera de foco. Sus memorias de aquella época eran un mazacote de arias de Enrico Caruso y de sudorosas noches de vigilias poéticas con don Lorenzo, su cuasi confidente.

—Muchacho, ¿y quién es esa lejana Beatriz, esa infranqueable Dulcinea que ha cegado tu luz de esa incordial manera? —le preguntaba el viejo intelectual pueblerino.

Y Pedro Ramón se rememoraba timorato, como un leproso endeble. Sufría de vértigos indoloros ante el vislumbre de la acanelada belleza que martirizaba sus noches solitarias. Le dio por espiarla; por seguirla de lejos; por retorcerse de celos al verla pasar con Medardo Enrile, con Lino Fragachán y con aquel galanzaso de profesor («¿Era Quesada que se llamaba el tunante?») que tenía aquel convertible y que desapareció de un día para otro de estos contornos sin que se supiera más nada de él. La observaba desde la cobarde distancia de su pusilanimidad, sacudiéndose de perturbadores escalofríos cuando se proponía —de una vez por todas y para siempre— abordarla, hablarle, verla de cerca y declararle, sin cortapisas, su amor, su pasión, su locura, su creatividad desbocada en desatinados poemas sin rima para la tinta de la imprenta del periodiquito de don Lorenzo.

Y recordó también, sudando la vergüenza, aquella tarde lejana, impregnada de la fragancia de los años 50, cuando se la presentaron. Sí, ahora se acordaba bien. Nunca llegaría a borrarlo por completo de su mente, así lo guardase en los recovecos del alma.

Fue en una ternera, en un fundo de Alfredo Enrile Salom. Estaba en un corrillo, hablando de los poetas y copleros del llano con don Lorenzo y los dueños de casa. Repentinamente, se escuchó la voz carrasposa de Lino Fragachán dando las buenas tardes y uniéndose, impulsivamente, al grupo. El foco de la conversación se desvió. Sintió un disgusto marcial por la interrupción de su tema favorito. Y la vio a ella, ahí mismo, a su lado. Las rodillas se le convirtieron en atole.

—Quiero presentarles a Elena Bernárdez. Acaba de ser electa novia del estudiantado miguaqueño —dijo Lino Fragachán.

Rostro demudado de la señora Enrile quien, a duras penas, le dio la mano a Elena y pidió permiso. Pedro Ramón, haciendo un esfuerzo inaudito, logró estirar su brazo.

—Mucho gusto. Pedro Ramón Sojo —expresó, con un ligero tartamudeo en sus manos sudadas.

—Encantada. Elena Bernárdez.

Y eso fue todo. La muchacha ni siquiera le miró de soslayo. Inmediatamente, Lino Fragachán y ella se marcharon.

—Qué encanto de criatura —comentó Alfredo Enrile Salom engolosinado.

—Es una ninfa, una musa, una inspiración sublime. ¿No te parece, Pedro Ramón? —preguntó don Lorenzo.

—¿Ah? —atinó a decir el aludido.

Desde aquel instante, esa hematuria luminosa no le dejó en paz. Procuraba aparecérsele intempestivamente. Se le atravesaba en el camino, fingiendo casualidad, para ofrecerle compañía. Ella se excusaba con coqueta indiferencia: era su estado de gracia natural.

Pedro Ramón desfallecía atormentado.

Un domingo en la tarde tuvo, al fin, la ocasión de toparse con ella, a solas. «Es ahora o nunca», pensó. Como ya era usual, le ofreció escoltarla hasta su casa. Ella no rehusó. Comenzó, entonces, a hablarle con el lenguaje ampuloso de exaltación. La describió como flor de éxtasis, lucero mágico, cielo del mismísimo cielo en versos ardorosos. Le suplicó piedad para el implorante, para el asceta abochornado que era él mismo.

Si no hubiera estado poseso por esa impulsividad fluvial, habría notado una ausencia desesperanzada, una mácula lacerante en la lozanía de la muchacha. Sus ojos permanecían opacos y distantes. Su habitual actitud de princesa regalona se había disipado en aires enclaustrados.

En la acera norte de la calle Libertad comenzaba una invisible pero precisable división en la calidad social de los habitantes de Miguaque. De aquel lado, la pobreza contenida, la sordidez disimulada, la vulgaridad de la medianería. Al llegar ahí, Elena se detuvo, inexplicablemente. Las beatas que cruzaban en su camino hacia la misa de 6 la miraban de reojo, rumiando su desaprobación envidiosa. Pedro Ramón sintió el agobio poroso del tiempo decisivo.

—Elena, cásate conmigo.

Hasta ese momento, las palabras de Pedro Ramón habían sido como zumbidos de moscas en sus oídos. Se tornó y lo miró con expectativa curiosa.

—Elena, cásate conmigo —el bombillo despidió un fulgor ambarino mientras Pedro Ramón, sentado al borde del camastrón, recordaba la extraña expresión de Elena.

—No sé —dijo ella, escuetamente, prisionera de dudas rígidas.

—Debo parecerte un impulsivo, Elena, pero quiero decirte que te has convertido en una obsesión para mí. Estoy enamorado de ti.

—Hasta luego —fue su respuesta.

Pedro Ramón la vio alejarse, atravesando el polvo globular de una tarde de domingo agonizante.

Pedro Ramón insistió. Todos los días la esperaba, la acompañaba, la vigilaba. Se hizo habitual en la bodega de Cándido, su reblandecido y fofo hermano. Compartía la tertulia dicharachera de la vieja dulcera en el reducido espacio del fogón de las multifragancias.

Hasta que un día, de sopetón:

—Está bien, Pedro Ramón. Seré tu esposa.

Se quedó perplejo por lo descomunal de su oceánico regocijo.

—Pero quiero que nos casemos ahora mismo, de ser posible.

En medio de su gozo, Pedro Ramón no se hizo de rogar. A la semana ya estaban unidos en matrimonio civil y eclesiástico.

El aura nictitante del filamento se reflejaba en el sudor ambulante de sus sienes.

«Elena», pensó, «tan cerca y tan lejos de mí.» Recordó su cuerpo duro y esquivo que, al poco tiempo, lucía deforme, abombado y cruzado de vasos capilares por la gestación. Recordó sus labios incitantes desde el exterior, mas yertos y carentes de ardor cuando los besaba. Recordó sus ojos profundos y ajenos. Recordó sus repetidos fracasos por hacerla temblar de placer, por excitarla en sus brazos. Recordó sus torpes aproximaciones, sus torpes manos, sus torpes caricias. Recordó sus eyaculaciones precoces. Recordó a Elena debajo de él, indiferente, ausente, frígida en la atmósfera de sus presencias corporales, cual espíritu errante y rebelde.

La visión del bombillo ahora estaba empañada por sus lágrimas.

Su matrimonio con Elena significó el comienzo del derrumbe. Una serie de malas negociaciones inició la lenta merma de su patrimonio. Nunca había sido hombre para lidiar con la realidad, pero siempre había podido mantener una esencia básica de habilidad administrativa. No más.

Su obsesión no hacía más que crecer al confrontar su fracaso como macho ante la cercanía de Elena. Su inspiración literaria, esa secreta ambición que lo estimulaba a erguirse por sobre las miserias cotidianas, se evaporó. Don Lorenzo le recriminaba amablemente por no haber mandado más colaboraciones para la sección literaria del periodiquito. A Pedro Ramón le parecía ser objeto de zahirientes recriminaciones. Y cada año que transcurría significaba pérdidas y más pérdidas en tierras y capital.

Para colmo, el niño había salido enfermizo. Al principio, Elena se desvelaba con los achaques del pequeño: frecuentes y altísimas fiebres, ataques de asma, tosferina, sarampión, lechina, paperas, anemia. Al cabo de un par de años, comenzó a desentenderse. La vieja dulcera se hizo cargo del chipilín ante la indiferencia cada día mayor de sus padres.

No tardó Pedro Ramón en percatarse, aunque se acobardara en reconocerlo conscientemente, de que Elena había vuelto a las andadas. Nuevamente se le veía en compañía de los viejos verdes de Miguaque y Tenapa, sonsacándolos con sus mañas de apetitosa manceba. Los celos reprimidos lo llevaron al alcohol.

Y José Gregorio Livorini irrumpió en la vida de todo el mundo.

Había permanecido alejado de la civilización durante los tres años de gobierno adeco y la subsiguiente dictadura perezjimenista, ocupado en atender sus hatos. De cuando en cuando llegaban a Miguaque las noticias de sus lances personales en lejanos pueblos de Guárico y Apure, lo que acrecentaba su leyenda de hombre de armas tomar.

Un buen día, poco después del derrocamiento de la dictadura, los miguaqueños percibieron una legión de albañiles y carpinteros dándose a la tarea de restaurar el viejo caserón de la calle La Cuaima, donde había perecido Silvestre Lindano de un balazo en la frente, disparado certeramente por el ulteriormente propietario del inmueble y consolador de la viuda del finado, el general Anacleto Livorini.

Al poco tiempo apareció José Gregorio, seguido de una legión de espalderos, tomando posesión de la anchurosa residencia. Desde ahí dirigía sus negocios ganaderos, inmobiliarios y de usura. Todos los años deslumbraba a los lugareños con un vehículo último modelo, invariablemente Cadillac.

Era inevitable el que Elena y Livorini se tropezasen en el camino. Dos animales del monte, de naturaleza nada ambiguas pero equivalentes. Por un lado, la hechicera a pesar de ella misma. Por el otro, el tigre en los raudales. No tardaron en hacerse amantes. Todo el mundo en Santa Narda de Miguaque se hacía la vista gorda.

Pedro Ramón sintió que el vapor rumoroso del bombillo desguazaba la mica de indignidad y fingida ignorancia que le velaba el pensamiento. Se sabía ahíto de vergüenza. Estaba mancillado por el enojo acumulado durante años de vejaciones y fracasos. Se ahogaba de cólera.

Salió al patio y respiró profundamente. La modorra del alcohol daba paso a una determinación desconocida. Tenía que hacer algo. Pero, ¿qué?

En eso notó que Pedro Esteban llegaba de la calle y se dirigía a su habitación. Era otro ser en su cosmogonía de espíritus burlones. ¿Qué era aquel muchacho? Una nave a la deriva, quizás. Tenía que serlo puesto que ni él ni Elena nunca le habían prestado demasiada atención y, por sobre todas las cosas, los críos necesitan siempre de calor y afecto por parte de sus padres. Pedro Ramón lo sabía en carne propia porque había quedado huérfano desde muy pequeño. «Nunca es demasiado tarde para remediar los entuertos», pensó. Se encaminó hacia la habitación del adolescente.

Abrió la puerta. Sojito se desvestía. Pedro Ramón intentó sonreír paternalmente. Sojito vio una mueca en la demudada faz de aquel ser que desempeñaba en su teatro particular el rol de progenitor. Se indignó. Pedro Ramón pensaba para sus adentros, en términos sobrios, pero lo que reproducían su cara y sus gestos eran los manierismos lerdos de los beodos. Pedro Esteban lo miró con desprecio y fastidio. Pedro Ramón pretendió jugarle una chanza amable, con voz risueña y afectuosa, pero su garganta lo traicionó con un chillido baboso ribeteado de histeria.

—¿Por qué no te cortas el cabello, muchacho viejo feo, que pareces una mujercita?

Avanzó para abrazar a su hijo. Pedro Esteban vio a una especie de zombie maloliente y grasiento que se le aproximaba con intenciones de molestarlo y abrumarlo con monsergas de loro ebrio. Fuera de sí y presa de una furia relampagueante, lo expulsó con saña, cerrando violentamente la puerta. Pedro Ramón trastabilló y cayó de bruces por segunda vez en la noche.

Sojito se acostó en su chinchorro sintiendo violentos espasmos en toda su escasa estatura. «Tengo que irme de aquí», pensó una y otra vez. La respiración le fallaba y la vista se le nublaba. «Tengo que irme de esta maldita casa de locos antes de que yo también sucumba.» La reiteración del mismo pensamiento plenó su mente hasta que el sueño lo venció.

Pedro Ramón palpó el hilillo de sangre que brotaba de sus labios partidos. Rio para sus adentros sin saber por qué. Se levantó desmañadamente. «Otra vez el condenado mareo», rumió. Se sintió mal. El instinto lo llevó de nuevo a su pieza. Hurgó en un viejo baúl y consiguió una carterita de caña clara. Tragó largo y recuperó en parte su memoria perdida.

Súbitamente los vio con claridad supina, sin brumas, como si estuvieran allí mismo, de cuerpo entero. Refocilándose en su cama cual bestias, salvajemente y sin treguas. Livorini pasaba su lengua bífida de mapanare por todo el cuerpo de ella y posaba sus ojos amarillosos y manchados de tigre cebado (o, más bien, ¿era el bombillo que se había transformado en sus pupilas?) en la mata tupida del sexo de Elena mientras se le veía el vientre latir desaforadamente y él era un cunaguaro ágil y artero y fálico sobre ella.

Pedro Ramón se abalanzó sobre la visión.

Quedó con la cara sobre la almohada, manchándola de sangre, mientras sollozaba, sin freno, su impotencia.

—¡Por mi madre que los voy a matar! ¡Así sea lo último que haga! ¡Por mi madre!

Lo repitió infinitas veces en aquella noche larga como una cerbatana de indio Panare.

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Copyright ©Nicolás Soto, 1997
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Fecha de publicaciónJulio 2002
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