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Liberty City

Lorenzo Silva
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaNueva York, Royalton Hotel
Vanderbilt, From E. 46th Street, Manhattan.

Para ser franco, tengo que empezar por reconocer que aquel diciembre no me encontraba en mi mejor momento. En pos de la nada caminaba por las avenidas nevadas de Nueva York, y unos días era la Sexta con sus edificios inhumanos y otros, más clementes, era Lexington Avenue. Allí, en Lexington, podía hacer escala en la estación Grand Central y sentarme bajo su bóveda, o quedarme sin más al pie del Chrysler Building, hipnotizado por su aguja que se clavaba en el cielo encapotado. Me recuerdo parado en la acera, idólatra estupefacto ante la magnificencia de la torre, esforzándome por evitar que los copos de nieve me cegaran mientras trataba de distinguir en lo alto la faz inexistente de sus gárgolas de acero.

Fue aquel diciembre cuando empecé a mirar los anuncios clasificados, en su versión más rudimentaria de los semanarios o en la infinitamente más versátil, y casi inmanejable, que se ofrecía en la red. En ningún momento llegué a considerar seriamente anunciarme, porque me desanimaba el trabajo de tener que urdir un texto que pudiera llamar la atención de alguien en la fronda de tentaciones más o menos ingeniosas que infestaban las páginas impresas o el éter electrónico. Pero sí recorrí los señuelos que habían puesto otros. Casi todos eran rutinarios: «Abogada pelirroja, atractiva, amante del espacio abierto, busca profesional blanco, no fumador; soy tímida al principio, pero espera a que se rompa el hielo.» La raza y sobre todo los hábitos respecto del tabaco eran motivo recurrente, en una ciudad donde en enero se ve a la gente fumando aterida a la puerta de los restaurantes. A veces se exigía sin contemplaciones: nonsmoker a must.

Posiblemente no hubiera probado nunca de no ser porque una noche, mientras pasaba páginas sin mayor interés, leí un reclamo que no era, para variar, escandaloso o insípido: «Bonita irlandesa-polaco-americana, genéticamente miserable, 26, sexo opuesto, disfruto con una charla inteligente y también con un rato divertido; me gusta la poesía y los cafés.»

Por supuesto, al pie del anuncio venía la dirección de la red donde se podía entrar en contacto con ella y a la que exigía, en caso de hacerlo, que se remitiese una fotografía reciente. Tomé nota de su código y estuve durante algún tiempo cavilando sobre qué podía enviar allí junto a mi imagen, si es que cabía enviar algo que compensase eso. Al final di en redactar un breve mensaje. Como identificación nacional y poética, y pensando en el gusto americano, lo cerré con la traducción aproximada al inglés de un par de versos del Grito hacia Roma de Federico García Lorca:

...hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y de la música.

Al día siguiente, al encender el ordenador, encontré un mensaje:

Trembling girl willing to break oil’s shackles, whichever they may be. Seek me in a corner of this city: 58th and Fifth, this Friday at 6:00 pm I’ll wear a red and yellow muffler for you (if I can’t buy it, I’ll have to weave it —that’ll be nice). Name is Adrienne.

O lo que es lo mismo:

Niña temblorosa dispuesta a romper las prisiones del aceite, sean las que sean. Búscame en un rincón de esta ciudad: 58 con la Quinta, este viernes a las seis. Llevaré una bufanda roja y amarilla para ti (si no puedo comprarla, tendré que tejerla; eso estará bien). El nombre es Adrienne.

Recabé el asesoramiento de mi amigo Raúl para reservar un sitio donde cenar y otro para tomar café más tarde, aunque la cita no abarcaba explícitamente esos dos puntos. Raúl era un experto acreditado en la elección de locales, y forzado a sacar de la chistera algo que estuviera a la altura de la ocasión y que no desmereciera de su bien ganado prestigio, propuso cautelosamente:

—Podría valerte el Bowery Bar, en Bowery Street. Comida diferente y luz escasa, si puede ayudarte. Lo malo es que tienes una posibilidad entre ocho de que te dejen entrar, aunque reserves. A mí me han rechazado casi todas las veces que he ido. Para el café, te doy dos: Caffé della Pace y Limbo, ambos en el East Village, no lejos. Uno es argentino y el otro no se sabe. Son bohemios, yo diría zarrapastrosos, lo que supongo que resulta apropiado.

Acepté el riesgo e hice la reserva. El viernes, veinte minutos antes de la hora indicada, estaba apostado un poco más arriba de la 58, con la conveniente clandestinidad. Ella llegó a menos diez. Era una chica espigada, de cabello pajizo y andar desgarbado. Se apoyó en un semáforo y se quedó casi inmóvil los diez minutos, mirando al frente. A la vista no había nada que me disuadiera invenciblemente de seguir adelante, así que a la hora en punto crucé y me acerqué hasta ella:

—¿Adrienne? —pregunté, porque por algo había que empezar.

—¿Tú qué dirías? —contestó ella, sonriendo y agitando la bufanda. Me dio una mano muy fría; iba sin guantes. Sus ojos eran de color verde oliva claro y sus pupilas los inundaron mientras yo escudriñaba su fondo.

—¿Tuviste que tejerla, al final?

—No. No hay casi nada que no pueda conseguirse en Bloomingdale’s. Por cierto, tengo algo que comprar. ¿Te importa acompañarme un momento?

Ella sabía que no podía importarme. Por el camino me fue fichando:

—¿De qué ciudad eres?

—Madrid.

No pasarán —proclamó en español, arrastrando horriblemente la erre.

—¿Y eso? —me sorprendí.

—Hemingway, claro.

—Claro. ¿Tú eres de aquí?

Nyet. Chicago. ¿Cuánto llevas en Nueva York?

—Cuatro meses. Menos.

—¿Y qué haces?

—Nada, en realidad.

—Ah, eso está bien. Al fin uno que se ha enterado —aprobó, risueña.

Bloomingdale’s estaba infestado de gente a la caza de los regalos de navidad. Adrienne se abrió paso con resolución hasta las escaleras mecánicas y subimos a la planta de ropa femenina. Una vez allí, se fue directa a la sección de lencería y me señaló un sofá bastante cómodo. Se hizo con un ejemplar del New York Times que alguien había dejado sobre una mesa y poniéndomelo entre las manos, prometió:

—No tendrás que leerlo entero.

Dispuse de un cuarto de hora, durante el que no desperté la más mínima reacción en ninguna de las dependientas, pese a lo anómala que pudiera ser la presencia de un hombre leyendo el periódico en medio de un bosque de bastidores repletos de sostenes y bragas. Algún otro día, después de aquél, fui allí a hojear la prensa, y tal vez fuera uno de los sitios donde más en paz podía cumplirse aquel rito. Adrienne volvió con una bolsita. De su cara no se iba aquella especie de alegría apacible, con la que me enseñó una de sus capturas, un sostén blanco de diseño púdico, casi virginal.

—Veinticinco dólares, y dura hasta que te cansas de él —lo elogió. Mientras lo extendía no pude dejar de sopesar la talla, comparando la prenda y su destino. Ella lo notó y lo guardó en seguida, advirtiendo—: Bien, esto no estaba en el programa. Vamos a tomar algo.

Dejé que ella escogiera el sitio y me condujo al Royalton, en la cuarenta y tantas, un local moderno que también era hotel y en el que solían recalar los oficinistas pudientes de la Quinta Avenida al final de la jornada. Cada mesa era distinta de las demás, y entre los asientos había desde tresillos a chaises longues. Aquellos y otros detalles ponían de manifiesto que el decorador había sido caro. Lo único que quedaba libre era una especie de mesa de juntas, al lado de la entrada. Aunque era desproporcionada para los dos, allí nos acomodamos. En seguida acudió una de las camareras. Todas eran sinuosas y mestizas. Adrienne pidió un gimlet y cuando la camarera se hubo marchado en su busca observó:

—Fíjate que ninguna lleva nada debajo de la blusa. Creo que las despiden si se lo ponen.

La observación era inocente, nada que pudiera creerse parte de la misma estrategia que la expedición a comprar ropa interior. Y también era certera: bajo los tejidos ligeros de las blusas se advertían sin obstáculos las formas, a veces demasiado alborotadas y en todo caso seleccionadas con un evidente designio. Adrienne retomó la conversación:

—¿Y tú por qué respondes a los anuncios?

—No respondo a los anuncios. Respondí a tu anuncio.

—No pretenderás que crea que es la primera vez.

—Pues sí.

—¿Y por qué el mío?

—«Genéticamente miserable».

—Sí, eso choca, ¿verdad? Pero hace falta una predisposición, leas lo que leas. Si no, te ríes y lo pasas. Quiero saber por qué tienes tú esa predisposición.

Adrienne era directa, perentoria. Supuse que debía ofrecerle algo:

—No estoy en mi país, he dejado mi empleo, me divorcié este año. Si no respondo ahora a un anuncio no responderé nunca. Aunque también tengo que confesar que he leído muchos sin que se me pasara por la cabeza la idea. ¿Por qué pones tú anuncios?

—Ésa es una buena pregunta, pero la esperaba. Tengo una teoría —afirmó, con mucha solemnidad—. ¿Te interesa?

—Desde luego.

—Mi teoría es que las mujeres tienen tres edades —dijo—. Una hasta los quince, otra hasta los treinta y cinco y otra en adelante. Y para cada una de las tres edades hay un papel que representar. Hasta los quince hay que ser angelical. Desde los quince hasta los treinta y cinco hay que ser errática. Desde los treinta y cinco en adelante hay que ser quieta y maternal.

—¿Y eso por qué?

—Es muy simple. Prueba a pensar en lo contrario. Piensa en las niñas zafias que conociste en tu infancia. Piensa en las mojigatas que están en la segunda fase. Y ah, horror, piensa en las cuarentonas que andan por ahí portándose como golfas, o en las sesentonas que ya no pueden hacer nada, aunque se empeñen. Vaya forma de arruinarse la vida.

—A veces la vida se arruina sola —alegué, por excusar a quienes ella condenaba.

—Típico razonamiento equivocado. Se puede amañar, la vida, y hay que amañarla. Cualquier cosa antes que dejar que se vuelva fea y lamentable. Tendrías que ver mis fotos de niña. Era un ángel conscientemente. Y cuando cumpla treinta y cinco me casaré y me hartaré de tener hijos con un tipo que no se haga preguntas, para no estar siempre temiendo que pueda estorbar mis planes. Así que ahora, esta noche que tengo veintiséis y estoy en la flor de mi arrebato, vengo aquí, contigo.

Adrienne estaba convencida de lo que decía, y tenía recursos para convencer a su vez a cualquiera de ello. Reclinada al otro lado de la mesa de juntas, mientras jugaba con un par de cerillas de cabeza azul, me escrutaba con malicia y a la vez tenía en el gesto una pureza inflexible. Sus cabellos se derramaban sobre su jersey rojo fuego y en sus mejillas muy blancas se marcaban continuamente dos rayitas que se abrían hacia los pómulos.

Aceptó ir a cenar al Bowery Bar. El portero, después de examinarnos de arriba abajo cuatro o cinco veces y resistirse durante un par de minutos, me autorizó a entrar sólo a mí, con la azarosa misión de lograr que le confirmasen que habíamos hecho una reserva. Me atendió un hombre inusitadamente menudo y distraído, que consiguió dar con mi nombre en un cuaderno y le hizo señal al portero de que dejase pasar a Adrienne. Ella se burló:

—Parece que eres un habitual.

El ambiente era efectivamente tenebroso, y la comida, aunque tardaban siglos en cocinarla, insólita. Al menos así me pareció la pechuga de pato Long Island que yo tomé, y a Adrienne tampoco la decepcionó su pedido. Por lo demás nos colocaron en la peor zona del local, un sitio de paso por el que iban y venían los jactanciosos personajes que se sentaban en la parte más selecta. Adrienne miraba regocijada, con la punta de la lengua asomada entre los dientes, a las mujeres que al pasar dejaban caer sobre nosotros su desprecio. Todas llevaban maquillajes explosivos y una náusea en el semblante. Adrienne apenas iba maquillada y su amabilidad era pertinaz.

Nos atendió una camarera muy joven, con aspecto de bailarina clásica. Como tal se movía y también llevaba moño. Sin embargo, ostentaba una torpeza manual extremada y una desmemoria notable, lo que la incapacitaba de forma casi definitiva para su oficio. Adrienne, siempre atenta a las mujeres (no hizo ninguna apreciación sobre un hombre, en toda la noche), se permitió elucubrar:

—Qué habrán pedido a esta chica que haga, para contratarla.

Durante la cena, al calor del vino de California con el que me cuidé de mantener en todo momento llenas ambas copas, Adrienne quiso saber más:

—¿Y cómo dirías que es tu país? —me asaltó.

—¿Qué versión quieres?

—No sé. Versión para polacas de Chicago.

—Pues diría que es un tanto anárquico y aparentemente irrazonable, pero manso y especulador en el fondo. Aseguran que antes no lo era, pero también que las fuerzas se iban a donde menos provecho daban, así que no se sabe muy bien qué preferir.

—¿Y tú que prefieres?

—No preferiría pasar por manso, aunque nunca he embestido a nadie, que me acuerde. Aparte de eso lo cierto es que en mi país hay gente de todas clases, como en cualquier otro. ¿Y el tuyo, cómo lo describirías?

—¿El mío? —se rebulló en su asiento—. Bueno, aquí todos son muy patriotas, creerás que lo veo como el más grande. Pero mi país, hasta ahora, es un trozo de Chicago y cuatro calles de esta ciudad. Pequeño y un poco de mentira, eso es lo que me parece. Me gusta, aunque a veces es demasiado solitario. ¿Cómo lo ves tú?

Pensé antes de contestar.

—La sensación es contradictoria. Como si hubiera sitio para cualquiera y a la vez no hubiera sitio para nadie. Pero no me quejo, de momento.

—¿Y a qué estás esperando?

Me encogí de hombros.

—Ni idea. ¿Tú sabes qué esperas?

—Depende. Sí sé qué espero cuando me cito con quienes responden a mi anuncio —declaró, y a continuación se mordió el labio inferior y alzó los ojos, como si hubiera cometido un desliz.

Después de la cena fuimos andando hasta el Limbo. Fue extraño bajar con ella por la Segunda Avenida, en la gélida noche de diciembre. El Limbo era un local pequeño, decorado desigualmente, que no estaba muy limpio y donde servían un café más fuerte de lo común. Lo atendía un grupo de camareras desorganizadas, aunque simpáticas. Entre la concurrencia había muchos con aspecto de estudiantes. Una mulata con gruesas gafas subrayaba un libro en la mesa de nuestra izquierda. La música era una mezcla heterogénea, tan pronto rap como Dinah Washington cantando «I Get a Kick Out of You»:

I get no kick from champagne,
mere alcohol doesn’t thrill me at all...

—Me mata esta música. ¿Y a ti? —interrogó Adrienne.

—Esta música y algunas películas son lo que me une a América.

—Di una película, por ejemplo.

Retorno al pasado.

—No falla. A todos los hombres les chiflan las zorras. Pero sólo en las películas, claro.

—A mí lo que me interesa es la historia entre Robert Mitchum y su ayudante mudo.

—Así que vas más allá. Infrecuente.

Adrienne se quedó callada, estudiándome como si estuviera midiendo lo alto o lo hondo que podía ser lo que hubiera detrás de mi máscara.

—Ya estamos en un café —dije, para zafarme—. De acuerdo con tu plan ideal nos falta la poesía. ¿Quién es tu poeta preferido?

—Baudelaire. Tan ingenuo, tan amoroso —y añadió, con un francés esmerado—: «Mais l’amour n’est qu’un matelas d’aiguilles, fait pour donner à boire a ces cruelles filles». También me enloquece García Lorca. Por eso me he citado contigo. ¿Le lees a menudo?

—Apenas. En España la poesía es cosa de maricas. Eso le llamaban a García Lorca, por ejemplo. El libro de donde saqué los versos lo escribió aquí, en Nueva York. Lo leí porque me interesaba lo que pensó de este lugar otro español, hace tantos años. Es un libro bastante airado. Casi nadie lo sabe, porque a la gente le despista que García Lorca naciera en Andalucía. Pero era un andaluz trágico. Los otros no sirven para mucho.

—¿Madrid es Andalucía? —indagó, con sincera ignorancia.

—No. Aunque yo soy medio andaluz.

—¿Trágico?

—Si hace falta.

Siempre cabe que esté descaminado, pero creo que fue en ese momento, porque no se me ocurre que pudiera ser en otro, cuando Adrienne terminó de tomar su decisión. Al menos, fue entonces cuando se procuró, sin titubear, el primer contacto físico, pasando la yema de uno de sus dedos delgados y lechosos por el arco negro de mis cejas.

La acompañé a su apartamento de Central Park West. Cuando dio la dirección al taxista no pude ocultar mi sobresalto. Debía de ser un apartamento de seis o siete mil dólares al mes, lo que revelaba que Adrienne era rica. Bajé con ella y en la puerta me dispuse a admitir que allí acababa todo.

—Si quieres, podemos vernos otro día —ensayé, porque era obligado y también porque lo deseaba, aunque no tuviera esperanza.

—¿No vas a subir?

—¿La primera noche? —alegué, por prudencia.

Adrienne rió.

—Puede que no haya otra noche.

Subí con ella. Nada más entrar, obedeciendo el mismo impulso que sufren tantos neoyorquinos, Adrienne puso en marcha el reproductor de discos compactos. Mientras yo admiraba su apartamento, unas diez veces mayor que el mío y bastante mejor amueblado, sonaron en unos altavoces invisibles unos aplausos y la voz de un hombre que decía: «Buenas noches a todos. Me gustaría saludar a mi madre.»

—Jaco Pastorius —explicó Adrienne—. ¿Lo conoces?

—No.

—Es un concierto que grabó el día de su cumpleaños. ¿No te parece adorable, acordarse lo primero de su madre? Casi todos olvidan que es una hazaña de la madre lo que se conmemora con el cumpleaños.

Hizo avanzar el disco. De pronto arrancó una animosa melodía con derroche de trompetas, cuyo compás Adrienne siguió con sus índices extendidos.

—¿Cómo se llama esto? —pregunté.

—«Liberty City». Me gusta oírla de noche, viendo el parque.

La vista que había al otro lado de sus ventanas era de veras fastuosa, lo suficiente como para merecer la presumible renta. Al tiempo que la orquesta se desbandaba, desgarrando aquella melodía uniforme hasta hacerle adquirir la soltura del jazz, Adrienne comenzó a desvestirse, como debía de hacerlo, pensé, para los otros hombres que respondían a su anuncio. La vi salir, blanca y engañosamente frágil, de debajo de su jersey rojo y de su falda oscura. Quizá no tuve que hacerlo (aunque ella era bonita, como prometía su reclamo), pero cuando me invitó prescindí de todo y traté de ser sólo lo que ella esperaba.

De madrugada, Adrienne salió a despedirme al rellano. Abrazada a mí, pasando despacio la mano sobre mis cabellos, pronunció afectuosamente su advertencia:

—Si alguna vez quiero volver a verte, te llamaré. Si vienes por aquí sin que yo te haya llamado, el portero te impedirá entrar. Si te quedas en la puerta, telefoneará a la policía. Si alguna vez me sigues, pagaré a alguien para que te haga daño.

No había sido en toda la noche tan dulce como cuando dijo las dos últimas palabras, hurt you. Conforme se abrió la puerta del ascensor me metió dentro, y antes de que se cerrara y nos separase me envió un beso soplando sobre la palma de su mano abierta. Durante muchos días después pensé que aquel leve beso soplado era todo el recibimiento que la ciudad vacía había de darme. Así era el invierno, en el corazón helado de Liberty City. En cuanto a Adrienne, no me llamó nunca.

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Fecha de publicaciónJulio 2001
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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