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La fragilidad de los cangrejos

Patricia Iriarte
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Byrd Airport terminal

Son casi las once de la noche cuando el avión toca la pista, tras un vuelo tranquilo de hora y media. Durante cada uno de aquellos noventa minutos, Mariana había imaginado el encuentro que iba a ocurrir al medio día siguiente. Había dibujado, borrado y vuelto a dibujar la escena en todos sus detalles: la ropa que llevarían; el perfume que, de nuevo, se elogiarían mutuamente; las primeras frases, que, como de costumbre, versarían sobre el viaje de él por carretera, el hotel escogido por ella, el restaurante donde irían a almorzar. Luego él le diría que estaba muy bella y ella le preguntaría por qué estaba tan hermoso.

Después, seguramente, habrá un silencio, mientras él conduce hacia la ciudad vieja y ella mira el mar y se pregunta cuándo volverá para quedarse junto a él. De ahí en adelante ya no podrán escapar de la nostalgia, porque ese día, por primera vez en mucho tiempo, no vendrá una ola de besos ávidos al cerrar la puerta de la habitación. No se quedarán en ese abrazo para entregarse al deseo por tantos días postergado. Ella sabe que mañana el temblor de las manos delatará la incertidumbre, y que al separar los labios, tras el beso, ambos se encontrarán con los ojos de un ciervo solitario.

El avión apenas comienza a detenerse y Mariana ya siente la humedad penetrando en la cabina. Su mente se empeña en anticipar los diálogos y sus desenlaces, pero ella trata de aquietarla invocando una sensación más próxima, como el aliento salobre del mar sobre su rostro cuando, en unos minutos, el taxi recorra la avenida. Se vuelve hacia la ventana mientras termina de cumplirse la maniobra de siempre: el aparato girando a la derecha para dejar su carga frente al pequeño edificio blanco, la voz de la tripulación dando las últimas instrucciones, los pasajeros apresurándose a sacar sus maletines de los compartimientos.

Esta vez, sin embargo, el momento de tedio termina con algo que Mariana ve bajo las alas del avión. Las linternas a ras de pista iluminan una multitud de cangrejos que trata desesperadamente de abandonar el asfalto para alcanzar la arena. Las luces azules y los faros del avión proyectan alrededor de ellos un juego de sombras que convierte a los pequeños crustáceos en enormes espectros. La imagen perturba profundamente a la mujer, que empieza a hacer conjeturas sobre la presencia de los animales en ese lugar. Seguramente habían cavado cerca de allí sus cuevas desde hacía siglos y siguieron haciéndolo a pesar de que el hombre les construyó encima un aeropuerto. De pronto siente el impulso de compartir su hipótesis con alguien, pero sabe que el extraño al que tiene como vecino de asiento a lo sumo tratará de lanzar una mirada hacia la pista y hará un comentario insulso. Entonces piensa otra vez en él. Está segura de que se sorprendería tanto como ella, y de que también se conmovería al ver cómo esas criaturas, que en su medio natural logran intimidar a sus enemigos con sus tenazas absurdas y sus ojos proyectados en antenas, perecen, indefensos, bajo un tren de aterrizaje.

En el trayecto hacia el hostal el taxi pasa por la galería artesanal donde unos meses atrás habían comprado para él una pulsera idéntica a la que ella usaba y que se convirtió desde entonces en una suerte de alianza. Luego acaricia el anillo que lleva en la mano derecha; un regalo cuyo significado ella había tardado en comprender. O, tal vez, en creer. Y así, uno tras otro, llegan los recuerdos a reclamar su sitio en esa historia.

Aquella noche Mariana lleva a cabo una vez más el rito de deshacer la maleta en otra ciudad para darle la bienvenida al amor. Sólo que esta vez lo hace para iniciar la despedida. Mientras llega el sueño se pregunta de nuevo por qué los cangrejos no mudan sus refugios al lado opuesto de la pista, evitando la peligrosa travesía nocturna en medio de los reflectores.

Con la mirada fija en las vigas de cedro de aquella casona convertida en hostal, Mariana vuelve a proyectar en su mente las horas que tiene por delante. Se ve entregándose y entregándolo todo, una vez más. Se ve regresando a su casa dos días más tarde, en el mismo avión, con la mirada vacía, y se pregunta si al final de aquel viaje llegará viva al otro lado de sí misma. Esa noche que, de alguna forma, está dominada por el miedo se pierde en el silencio y se abriga con sombras espectrales.

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Copyright ©Patricia Iriarte, 2000
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Fecha de publicaciónMarzo 2001
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