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El expreso de Santa Apolonia

Miguel A. García Andrés
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaRua de Santo António da Glória, Lisboa

Yo estaba sentado en un extremo del vagón de camas. En el vagón contiguo, detrás de mí, estaban cocinando la cena. Una comitiva muy particular empezó a desfilar entre el espeso olor del pollo asado y la fritanga. El hombre andaba con un pie descalzo y la pernera del pantalón correspondiente al otro remangada. Las mujeres eran muy semejantes entre sí, entre sonámbulas y mantecosas. Los tres abrían aquellas puertas de compartimento que no se resistían. Echaban un vistazo al interior y las cerraban. Cuando recorrieron el pasillo volvieron sobre sus pasos escoltados por un revisor malhumorado. Las empujaba ostensiblemente. Al pasar a mi lado el movimiento del tren tiró contra mí a una de las mujeres. Balbució alguna palabra en un idioma que no pude identificar, pero su rostro permaneció insípido y achatado. Luego se internaron en el vagón donde se preparaba el guiso.

Unos gritos precedieron al portazo. En el pasillo había aparecido una mujer rubia que vestía un suéter azul brillante y el pantalón gris de un chándal. Era corpulenta aunque su rostro ofrecía unos rasgos delicados y sin mella. Tenía un aspecto como de niña grande. Siguió un rato murmurando improperios en francés. En medio de aquella angostura era inevitable que nuestras miradas acabaran por encontrarse.

—¿No cree usted que este trajín es muy adecuado para hacer el amor? —quise poner a prueba mi francés. Conseguí que se riera, y también la otra, la muchacha joven del fondo del pasillo—. Deberíamos hacer las presentaciones. —Se produjo una pausa enojosa, permanecían expectantes, ninguna de ellas se atrevía a dar el primer paso—. Empezaré yo. Mi amigo roncaba tan fuertemente que opté por abandonar el compartimento. Tengo mucho sueño, he tratado de silenciarlo de diferentes maneras, haciendo ruido, poniéndolo de lado y boca abajo, incluso lo despertaba, pero era inútil, al momento estaba como un tronco rugiendo con una fuerza renovada. Hace tres noches que viajamos compartiendo la habitación de hotel o tren y aún no he podido acostumbrarme y dormir varias horas seguidas. Comprenderán mi decisión de escaparme al pasillo a leer. Me llamo Serafino, pero los amigos me llaman Fino.

Les había sorprendido la irrupción. No apreciaba ningún signo que revelara que iban a secundar mis peticiones. Tal vez me había comportado de un modo brusco con ellas o mi francés había experimentado un empobrecimiento súbito por la falta de uso. En cualquier caso no cabía otra opción que la de seguir parloteando ante aquel par de mujeres atónitas.

—Probablemente he estado desafortunado al abordarles de manera tan directa. Si lo prefieren yo sigo leyendo en el rincón y ustedes se dedican a la contemplación de las estrellas o del cometa.

El cielo estaba despejado con un sarpullido de constelaciones brillantes. El cometa había tomado idéntico rumbo que nosotros hacia occidente. Los ratos en que el tren no se sumergía en el paisaje vegetal y montañoso era posible divisar las estrellas y envanecerse un rato creyendo adivinar su misterio. Por esto mi alusión no estaba carente de un matiz intencionado.

—Bien, juguemos —rompió a decir la rubia del suéter azul—. Para empezar soy parisina. También me he percatado de las estrellas. Es cierto que es un espectáculo soberbio. He discutido con mi marido por primera vez. Aunque esto les parezca algo trivial, sí es un récord puesto que acabamos de iniciar hoy la luna de miel.

—En uno de sus libros de cuentos Chéjov reúne a varios personajes, jurados de un tribunal, que se retan a contar las historias más fuertes que hayan protagonizado —observé a la chica del pelo lacio, se sonreía con los brazos en jarras—. No hace falta que imitemos a estos exagerados contertulios empeñados en impresionarse con abandonos sentimentales, ahogamientos, suicidios... Cada uno de nosotros tiene su biografía, que es una historia abierta, como dicen ahora los pedantes. Lo curioso del asunto es que nunca se nos presenta la ocasión de contarla a nadie. Los cercanos la conocen, les vamos dando unas pequeñas anécdotas que ellos van encajando en ese particular puzzle que han armado sobre nosotros. En el caso de los desconocidos, no nos atrevemos a importunarlos. Estamos juntos por esta noche, no importa si revelamos algún secreto escondido, ninguno de nosotros nos haremos daño. Sólo debemos jurarnos lealtad a nuestra historia.

—Me parece muy difícil contar bien una historia. No tengo apenas costumbre —dijo la muchacha morena del pelo lacio—. Sin embargo antes de nada voy a presentarme. Me llamo Teresa. Mis padres eran campesinos del sur de Portugal. Aún recuerdo un sol feroz y plano macerando mi piel, cayendo como fuego sobre mí que iba sentada en un trillo dando vueltas y más vueltas en la era. Los hermanos éramos niños cuando mis padres vendieron la casa de las vigas de madera con el palomar. Madre, una mujer instruida y limpia, convirtió en una pensión decente el piso de la Rua Santo António da Glória. Primero hubo un huésped, delgado y cascarrabias y moroso, después vinieron otros que pagaban sin rechistar. Padre se aficionó al juego porque en aquel negocio se sentía un inútil. Madre trabajó hasta pocos días antes de que una enfermedad la desplomara en la cama. Le amputaron los dos pechos pero el mal estaba más adentro. Al morir madre mis dos hermanos huyeron del hogar porque, según decían, aborrecían profundamente la estampa de borracho triste de padre. Uno se estableció en Sintra y otro en el barrio de Alfama. La pensión empezó a languidecer. Sólo yo aguanté junto a él pues no había terminado los estudios obligatorios. Pero sabía que mi vida se arruinaría si no lo remediaba pronto. Así que aprendí idiomas para desenvolverme sin él. Cuando alcancé la mayoría de edad me fui a Amberes y entré en el servicio doméstico. Le conté que la separación sería para unos pocos meses, él estaba sentado en su cama mugrienta a medio vestir. Desconfiaba de mis palabras, mejor dicho no se tragó ni una. Me miraba con toda la tristeza que es capaz de irradiar un perro abandonado.

»Desde entonces he sufrido su chantaje. Las veces en que nos telefoneábamos me imploraba sollozando que volviera con él porque de lo contrario se mataría. Regresaba de vez en cuando, por vacaciones, pero ya no soportaba ni su olor avinagrado ni sus lamentos faltos de hombría. Al segundo día tomaba el tren de vuelta aunque hubiera de apearme en cualquier estación del camino para gastar el resto de las vacaciones. Luego, un hombre entró en mi vida y mi padre me auguró que aquel intruso me alejaría de él y no era cierto. También me dijo que me haría daño y sí era cierto. La voz en portugués de la última llamada no era ya la suya. Por las preguntas comprendí que su caso era grave. Parece que lo recogieron inconsciente en la acera, en la Rua da Rosa. Había sufrido un cólico hepático. Está ingresado en un hospital, ninguno de mis hermanos había podido ser localizado. Este viaje es de despedida. En adelante nada me unirá con Lisboa. Mi duda es si llegaré a tiempo para verlo vivo. Tampoco sé si deseo encontrarme con sus ojos implorantes o justicieros.

—En otras circunstancias, de mediar un auditorio más numeroso, hubiera pedido un aplauso —dije batiendo tímidamente las palmas—. Ha demostrado con creces que sabe contar historias. Pone muy alto el listón de esta tertulia improvisada. Como habrán adivinado vengo de Italia. He vivido estos últimos años en el Trastevere romano. La razón fue una mujer que me aventajaba en todo, sobre todo en edad: era diez años mayor. Cuando la conocí yo no era más que un universitario alocado y frívolo. Ella vestía un corpiño y una falda transparentes. Visitaba uno de los museos capitolinos. Yo no podía apartar mi vista de su silueta esbelta y recorrí las salas imantado por aquella mujer que se entregaba rendida a la contemplación de las estatuas de los dioses. Cada instante que transcurría me parecía más perfecta. Tenía una forma sensual de entregarse al arte, con todos los sentidos. Hacia el final de la visita tuve intención de abordarla pero ya antes se había adelantado para interrogarme: «¿Por qué me has estado siguiendo?». La vergüenza me hizo enrojecer. Me dijo si tenía hambre y yo no pude rehusar su invitación. Enseguida caí en la cuenta de que la iniciativa le correspondería siempre a ella. Patricia era chilena y tenía cuanto un jovenzano de procedencia humilde podía soñar. Una casa luminosa, una biblioteca especializada en arte y una herencia para dilapidar. A su lado me olvidé de los estudios, malgasté el tiempo, escribí poemas que nadie me publicaría jamás. Aprendí los juegos del amor en los que ella era la experta que guarda el secreto de sus maestros. Mi pasión se fue mitigando y ella concibió conmigo la hija que anhelaba. Todo fue bien hasta que la niña nació.

»La criatura tenía unas facciones hermosísimas. Una sonrisa plácida que ni el llanto conseguía borrar. Sólo su cerebro estaba cruelmente dañado. Le faltaba la corteza. Patricia pasó del espanto inicial de la revelación a una esperanza leve alimentada por el interés de médicos sin escrúpulos. Viviría, nos aseguraron los especialistas. Acudimos a las mejores clínicas de Suiza, de Austria. Recibió llamadas de gente que prometía una sanación rápida y que le saqueó los bolsillos. Telepatía, echadores de cartas, hipnosis, ungimiento de manos... Patricia daba crédito a cualquier timador con alguna dosis de labia. La estoy viendo inclinada sobre el bebé, masajeando, estirando sus extremidades, incorporándola hasta conseguir que se sostuviera abrazada a ella unos segundos. Interpretando cualquier guturalidad inexpresiva como un inicio balbuciente del habla. Una pesadilla que duró seis años. La pequeña se fue extinguiendo sin un quejido, continuaba mirándonos con la misma dulzura con la que había saludado al mundo. A pesar de toda la tragedia mi convencimiento era que sólo su muerte me devolvería a la mujer que amaba.

»Era un rectángulo muy descuidado de tumbas infantiles con lápidas de angelotes. La enterramos allí y Patricia se aferró a la cruz blanca de la tumba. Hubo que soltarla violentamente, se despellejó las manos, se manchó la ropa de hierbajos y barro. Siguió comportándose como si la niña aún viviera. La acunaba y cantaba. Me costó aceptar que estaba irremediablemente trastornada. Cuando la evidencia de la locura volvió la convivencia insoportable, hubo que encerrarla en un manicomio. Sus padres se mostraron de acuerdo y ello alivió mi culpa.

»Me convencí de que debía rehacer mi vida. Por esto al ofrecerme un puesto de contable en un Academia de Italiano en Lisboa acepté sin rechistar. Este viaje inicia para mí una vida nueva.

Se hizo un silencio áspero después de mi narración. La emoción me impedía añadir algún comentario. Ellas tampoco parecían dispuestas a ayudarme. Teresa y yo como por un acuerdo tácito nos habíamos apoyado en la pared lustrosa de los compartimentos, la mujer rubia quedó enfrente entre los dos.

—Me encuentro cohibida por un doble motivo. Ustedes han contado unas historias sinceras que tocan el corazón. Me siento sin derecho a contar mi vida casi de color de rosa aunque les parezca mentira por la escena cuyo final han presenciado. Profanaría su dolor, es como si irrumpiera vestida de carnaval en un velatorio.

Protestamos los dos a la par. Era su turno, insistimos. Teresa y yo nos habíamos aproximado espiritualmente lo que se traducía en reacciones similares.

—Un compatriota del XIX venía a decir que con sentimientos felices sólo se hacen novelas estúpidas. Temo que los dioses me castiguen si proclamo mi pasado. Yo fui la primogénita esperada. Me bautizaron con el nombre de Annie. Del piso de la rue Lepique revivo los acordes armoniosos del piano y las mejillas saludables y perfumadas de papá. Mi madre, Hélène, se ocupó de despertar mis aficiones musicales. Mi padre, François, me declamaba fábulas de Lafontaine y fragmentos de Racine en verso. Había tenido el sueño de ser actor pero los negocios lo habían enredado, solía excusarse. Hélène había estudiado en el conservatorio superior, había hecho giras y dado conciertos exitosos. Pero había decidido que vivir junto a su marido le exigía una entrega completa. Lo declaraba con alegría y sin rencor. Ningún recuerdo desgraciado empaña esa infancia. Tuve a manos llenas cuanto un niño pudiera ambicionar: regalos, fiestas, cariño. El colegio era una prolongación natural de la casa donde era feliz, las monjitas se encargaban, quizás por los donativos de papá, de que mi educación transcurriera sin ningún sobresalto. Me acogía un aula llena de flores y colores alegres y una profesora que cotidianamente se interesaba por la salud de papá y mamá. Había procesiones en el patio alrededor de una estatua del Corazón de Jesús en las que me daban siempre un puesto destacado enarbolando el estandarte del colegio. Otra de sus distinciones consistía en sacarme a leer delante de la clase porque según ellas mi dicción era la más exquisita. No creo que lo fuera especialmente. Pero como en otros aspectos vivía en la burbuja feliz que ellas habían fabricado.

»Cuando apagué las siete velas de cumpleaños formulé un deseo, que luego revelé a mi padre porque con François nunca tuve secretos. Él cabeceó afirmativo, no tardaría en cumplirse. Sin embargo, la hermana no vino y su vacío lo fueron llenando con un setter, una pareja de pájaros exóticos, un gato persa. Cuando creyeron que tenía edad suficiente para entenderlo, en un viaje a Amsterdam, me revelaron que uno de los dos era estéril. Nunca supe quién, para que su culpa no salpicara mi cariño. A decir verdad aquella contrariedad no les agrió el carácter. Marcel, mi actual marido, me fue presentado por François en el primer año de Universidad. Era un amigo de papá que había poseído plantaciones en el Brasil. Hechas las presentaciones Marcel se encargó del resto. Me sedujo como había leído que les sucedía a las heroínas en las novelas del XIX. Por cualquier motivo me hacía regalos caros, como joyas y pieles, me invitaba a la ópera, me llevaba a navegar. Me corrompió lo suficiente como para ser capaz de distinguir varias decenas de marcas de champagne y otras tantas de whisky. Pasé de ser una niña malcriada a convertirme gracias a él en una Bovary fantasiosa. Cuando me propuso matrimonio me di cuenta de que no tenía libertad de elección: estaba atrapada. Éste es nuestro viaje de luna de miel. Esta noche cuando le he preguntado si me quería, me ha respondido que no tenía necesidad de conquistarme pues ya era su prisionera. Nuestro matrimonio es, me temo, una prisión modelada por él. Si tuviera que decirles en una palabra qué es para mí Lisboa, les diría: incertidumbre.

Annie calló. Ni Teresa ni yo quisimos hurgar en ese misterioso final. Habíamos admitido respetuosamente el silencio al término de nuestras historias particulares, que ahora también nos pertenecían de alguna manera. Teresa bostezó y ésta fue la señal. Instintivamente miramos los tres por la ventanilla. Los letreros indicaban que estábamos en territorio portugués y el cometa seguía escoltándonos fiel. Ahora podíamos retirarnos a descansar, entregarnos a unos sueños que quizá compartieran las historias oídas.

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Copyright ©Miguel A. García Andrés, 1998
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Fecha de publicaciónDiciembre 2000
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