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Ficción incluida en Nocturnos, primera antología de la mejor narrativa publicada en Badosa.com.

La noche ya no es tan noche

Rafael Trujillo Navas
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A Martín Civeira Morales, in memoriam

«Calma, deja que esa gubia apun­te hacia el co­ra­zón o algo más arri­ba del na­ci­mien­to del cue­llo, sin hos­ti­gar­la con la mu­ñe­ca, a su que­ren­cia, que las armas tie­nen que­ren­cias como las per­so­nas y los bi­chos», le ha­bría su­su­rra­do Ci­vei­ra con aque­lla voz que tanto podía, de ha­ber­se ha­lla­do esta noche en la celda. Pero a pesar de dicha au­sen­cia, hacia el pecho y hacia la nuez de Ma­cha­co está mi­ran­do Ju­lián con una gubia en la mano, dando ar­ca­das al pen­sar lo que va a hacer con ella, cuan­do la noche sea más noche.

Casi seis años antes, el juez de Ca­sa­ban­do había or­de­na­do el le­van­ta­mien­to del ca­dá­ver de Mar­tín Ci­vei­ra. Un ex­pen­de­dor de bi­lle­tes en­con­tró el cuer­po de ma­dru­ga­da en la es­ta­ción de au­to­ca­res, per­fu­ma­do por la em­pa­la­go­sa fra­gan­cia de la dama de noche y del jaz­mi­ne­ro que bro­ta­ban de un arria­te en­ma­ra­ña­do y pol­vo­rien­to. Es­ta­ba sen­ta­do en un banco del apea­de­ro con una flor de jaz­mín entre los la­bios y el pelo ne­grí­si­mo on­dean­do al soplo de una brisa que olía a maíz. Tenía la es­pal­da apo­ya­da en una co­lum­na, la ca­be­za er­gui­da y li­ge­ra­men­te ade­lan­ta­da, como si mi­ra­se con cir­cuns­pec­ción hacia las pa­lo­mas que pi­co­tea­ban su san­gre en­char­ca­da en el andén. Un agen­te ju­di­cial le des­abo­to­nó la pe­che­ra de la ca­mi­sa y des­pe­jó la rala pe­lam­bre del pecho para que la fo­ren­se ca­li­bra­se el ori­fi­cio por el que se le había de­rra­ma­do la vida a aquel hom­bre de her­mo­sos ras­gos ára­bes.

Horas antes del le­van­ta­mien­to del ca­dá­ver, la po­li­cía había abor­ta­do el robo de una far­ma­cia en el ba­rrio de Santa Paula (el úl­ti­mo de una es­ca­la­da de robos de psi­co­fár­ma­cos en far­ma­cias y en hos­pi­ta­les de la pro­vin­cia). Vie­ron a Ci­vei­ra en plena fuga y, al rato, a un hom­bre en­ca­ra­ma­do a la te­rra­za de la far­ma­cia que se eva­po­ró en la os­cu­ri­dad azul.

Trans­cu­rri­dos esos años, Ju­lián Ce­ba­llos re­cor­da­ba a Ci­vei­ra con desa­so­sie­go, como si el hecho de haber sido el autor de aque­lla muer­te fuese el único de sus actos que lo man­tu­vie­se idén­ti­co a sí mismo, a salvo de la di­lu­yen­te masa hu­ma­na que bu­llía en la pri­sión. No obs­tan­te, la causa in­me­dia­ta de tan an­gus­tio­sa re­mem­bran­za no re­si­día en la pro­pen­sión ner­vio­sa de Ju­lián o en un re­cru­de­ci­mien­to pa­sa­je­ro de su culpa, sino en Ma­cha­co. En ese hom­bre que ahora está dor­mi­do sobre la cama alta de una li­te­ra, ajeno a que Ju­lián Ce­ba­llos está pe­sán­do­le la muer­te a cinco pasos mal con­ta­dos.

Ju­lián había oído a Ma­cha­co ha­blar de Ci­vei­ra en va­rias oca­sio­nes. La pri­me­ra fue a la se­ma­na de que Ju­lián lle­ga­se tras­la­da­do de otra pri­sión. Pa­sea­ba por la zona de­por­ti­va, con la mente pues­ta en su re­cien­te in­cor­po­ra­ción a la car­pin­te­ría del cen­tro, cuan­do captó ca­sual­men­te un co­men­ta­rio sin­gu­lar: «Mar­tín Ci­vei­ra me aban­do­nó a mi es­tre­lla; me dejó ti­ra­do en aque­lla far­ma­cia.» Al oír el nom­bre de Mar­tín Ci­vei­ra, Ju­lián sin­tió un vahí­do y se de­tu­vo. Con di­si­mu­lo se dio la vuel­ta y ca­mi­nó con len­ti­tud, atis­ban­do a los tres o cua­tro hom­bres cuyas es­pal­das des­can­sa­ban sobre el muro de la­dri­llo del gim­na­sio. Se situó al al­can­ce de lo que es­ta­ba con­tan­do un in­terno ba­ji­to, chu­pa­do, ves­ti­do con una su­da­de­ra bur­deos y un pan­ta­lón de chán­dal negro. «Ci­vei­ra no me hizo lle­gar ni un mal aviso...», dijo echán­do­se hacia atrás la ca­pu­cha de la su­da­de­ra y de­jan­do al des­cu­bier­to una mata de pelo lacio, «no dio un pi­ti­do largo y otro corto como ha­bía­mos acor­da­do; ni si­quie­ra chi­fló...; con un chi­fli­do de los suyos me hu­bie­se dado tiem­po a salir y a me­ter­me en el coche.» Sólo ha­bla­ba el hom­bre me­nu­do; los otros lo mi­ra­ban. «Pero el coche arran­có sin mí...“¡Ahí te pu­dras, Ma­cha­co!”, se diría Ci­vei­ra al ver por el re­tro­vi­sor a los po­li­cías sa­lien­do de la fur­go­ne­ta», agre­gó y es­tu­dió los exi­guos ges­tos de sus acom­pa­ñan­tes. Acto se­gui­do, ex­ha­ló una nu­be­ci­lla de humo y lanzó la pava del porro que dejó un ras­tro in­can­des­cen­te en el aire.

Ju­lián se sin­tió alu­di­do, mor­bo­sa­men­te in­cul­pa­do por el preso de la su­da­de­ra bur­deos. Es­ta­ba con­ven­ci­do de que éste había em­plea­do su pro­pio nom­bre, Ma­cha­co, en la his­to­ria del robo para des­pis­tar. De otro modo no se ex­pli­ca­ban tan­tas coin­ci­den­cias entre lo que había oído y lo que su­ce­dió en Santa Paula. Un sen­ti­mien­to de in­de­fen­sión cre­ció den­tro de Ju­lián. Cuan­do pasó ante el grupo, la idea de que es­ta­ban al tanto de su caso le hizo ca­mi­nar re­ple­ga­do, vul­ne­ra­ble, como si sú­bi­ta­men­te se hu­bie­se que­da­do en cue­ros.

Du­ran­te un tiem­po, por no to­par­se con la mi­ra­da acu­sa­do­ra de aque­llos hom­bres, rehu­yó las zonas co­mu­nes de la pri­sión. Mas una tarde que fue al eco­no­ma­to a com­prar es­pu­ma de afei­tar y algo de co­mi­da, la voz de Ma­cha­co vibró cer­ca­na. Ju­lián apoyó los an­te­bra­zos en el mos­tra­dor y miró con el ra­bi­llo del ojo hacia un lado. Otra vez el de la su­da­de­ra bur­deos le es­ta­ba bus­can­do las cos­qui­llas. «Salté de te­ja­do en te­ja­do, a por todas», dijo Ma­cha­co mien­tras cor­ta­ba de un pe­lliz­co la pes­ta­ña de un te­tra­brik de zumo. «Tenía que lle­gar a Ca­sa­ban­do antes de que des­pun­ta­se el día por­que tuve la co­ra­zo­na­da de que Ci­vei­ra es­ta­ría allí, es­pe­ran­do a que abrie­sen las ven­ta­ni­llas para com­prar un bi­lle­te y tomar el pri­mer au­to­bús con des­tino al Sur», aña­dió des­ple­gan­do una mi­ra­da sagaz a su al­re­de­dor. La co­ro­ni­lla de Ma­cha­co que­da­ba por de­ba­jo de los hom­bros de sus com­pa­ñe­ros del equi­po de ba­lon­ces­to. Como cuan­do es­ta­ban en el muro del gim­na­sio, ellos frun­cían le­ve­men­te el ceño y lo mi­ra­ban. El te­tra­brik fue pa­san­do de mano en mano. Ju­lián es­ta­ba tenso y asom­bra­do, pen­dien­te del hilo de la con­ver­sa­ción.

Ma­cha­co dijo que al verlo una pa­re­ja de guar­dias de trá­fi­co re­pos­tan­do en la ga­so­li­ne­ra de Ca­sa­ban­do, con la ropa hecha ha­ra­pos y des­fi­gu­ra­do de de­sollo­nes, le pi­die­ron la do­cu­men­ta­ción del vehícu­lo: un Ford Orion blan­co, con ma­trí­cu­la de Se­vi­lla. Contó que mien­tras de­cla­ra­ba el robo del coche en la co­mi­sa­ría de Ca­sa­ban­do vio rayar el sol a tra­vés de una ven­ta­na, y que el mismo po­li­cía que le llevó a la mesa un café car­ga­do y un pa­que­te de ga­lle­tas, halló el arma de­ba­jo de una al­fom­bri­lla del coche. Y que más tarde, cuan­do ya em­pe­zó a hacer calor, aquel guar­dia lo in­cul­pó del ase­si­na­to de Ci­vei­ra y le tomó una se­gun­da y de­fi­ni­ti­va de­cla­ra­ción.

La lú­gu­bre lla­ma­da de re­cuen­to re­so­nó en el edi­fi­cio. Ma­cha­co arro­jó el en­va­se arru­ga­do del zumo a la pa­pe­le­ra y salió del eco­no­ma­to. Ju­lián lo vio ta­po­nán­do­se los oídos con los cas­cos del walk­man que por­ta­ba su­je­to al cinto como una car­tu­che­ra. Lo vio avan­zar por los pa­si­llos, entre sus co­le­gas altos y par­si­mo­nio­sos, hasta que su ca­be­za de pelo liso se per­dió entre la pe­re­zo­sa turba que anega­ba los co­rre­do­res del mó­du­lo Norte.

Ju­lián aguar­dó per­ple­jo a que ter­mi­na­sen de pasar los in­ter­nos para di­ri­gir­se al lugar de re­cuen­to. An­da­ba por los pa­si­llos sin­tién­do­se fuera de su cuer­po. Le dio vuel­tas a las pa­la­bras de Ma­cha­co. Lo que es­cu­chó el otro día y hacía unos mi­nu­tos en el eco­no­ma­to no eran mur­mu­ra­cio­nes ai­rea­das con la in­ten­ción de per­ju­di­car­lo o de hu­mi­llar­lo ante al­guien. Eran sus pro­pios he­chos re­la­ta­dos por un ex­tra­ño, por aquel des­co­no­ci­do de la su­da­de­ra bur­deos, se dijo Ju­lián, oyen­do los nom­bres que emi­tía la voz des­na­tu­ra­li­za­da de Leiva a tra­vés del me­gá­fono.

Ju­lián lleva una por­ción in­de­ter­mi­na­da de tiem­po sen­ta­do fren­te a Ma­cha­co, mi­rán­do­lo desde que a éste lo rin­die­ron los ca­nu­tos o la mú­si­ca. Oye pasos pro­ve­nien­tes del co­rre­dor. Oye el fra­seo apre­mian­te de uno de los mé­di­cos y el torpe llan­to de un hom­bre. Ig­no­ra qué ha su­ce­di­do. Per­ci­be el aje­treo y el chi­rri­do de las rue­das de una ca­mi­lla. El llan­to ahora pa­re­ce una risa tonta. Siem­pre en vilo, es­pe­ran­do una des­gra­cia in­cier­ta. Sus dedos es­tre­me­ci­dos hur­gan den­tro de su mono y sacan un es­pe­ji­to cua­dra­do. Se ve el men­tón y las cejas es­pe­sas y res­pi­ra, res­pi­ra ali­via­do. Se guar­da el es­pe­jo y mira hacia de­lan­te.

Es­tu­dia el fí­si­co con­tra­dic­to­rio de Ma­cha­co: la cara y las manos pa­re­cen de un viejo y el resto de un mu­cha­cho: dos eda­des mez­cla­das en un mismo cuer­po.

Debió des­men­tir­lo en el eco­no­ma­to o en cual­quier otro sitio; no le fal­ta­ron oca­sio­nes para abor­dar­lo. Pero la ofen­sa había sido tan de­vas­ta­do­ra que cuan­do lo tuvo cerca se quedó sin vo­lun­tad, aga­rro­ta­do, con la len­gua ma­ta­da den­tro de la boca. Pese a todo, Ju­lián aún puede evi­tar que la gubia se hunda en el cuer­po des­or­de­na­do de Ma­cha­co. Ba­ra­ja la po­si­bi­li­dad de za­ran­dear­lo y una vez des­pier­to bas­ta­rían dos pa­la­bras para des­en­mas­ca­rar­lo. Pero en­se­gui­da des­car­ta dicha hi­pó­te­sis. Quién le ase­gu­ra­ba a él que Ma­cha­co, una vez en la calle, no iba a con­ti­nuar su­plan­tán­do­lo.

Hus­mea la at­mós­fe­ra sa­tu­ra­da de aro­mas de ta­ba­co y de ha­chís y des­li­za la yema de su dedo ín­di­ce sobre el filo cor­tan­te de la gubia.

El vér­ti­go de la muer­te le pro­vo­ca una ar­ca­da.

La idea fija de ani­qui­lar a Ma­cha­co cris­ta­li­zó en la mente de Ju­lián el mismo día que le es­cu­chó la ver­sión de cómo murió Mar­tín Ci­vei­ra. Desde en­ton­ces, Ju­lián co­men­zó a ex­pe­ri­men­tar la sen­sa­ción de que las bas­tar­das pa­la­bras de Ma­cha­co lo es­ta­ban di­fu­mi­nan­do, como bo­rrán­do­lo del pa­sa­do.

Du­ran­te se­ma­nas, Ju­lián per­si­guió se­cre­ta­men­te a Ma­cha­co. Pro­cu­ró no per­der­se un gesto o una con­ver­sa­ción, aun­que fue­sen tri­via­les. Pro­ba­ble­men­te, se hu­bie­se ol­vi­da­do del asun­to si Ma­cha­co se hu­bie­ra ce­ñi­do a char­lar de fút­bol o de tri­pas de co­ches y de motos, como era ha­bi­tual en él; pero no fue así. Ma­cha­co ne­ce­si­ta­ba que le guar­da­sen dis­tan­cia, ocul­tar su de­bi­li­dad in­ter­po­nien­do aque­lla cró­ni­ca vio­len­ta entre él y los demás.

Ju­lián mal­gas­tó mu­chas horas de in­fruc­tuo­sa pes­qui­sa antes de oír de nuevo a Ma­cha­co ha­blar de Ci­vei­ra. Es­ta­ba cinco o seis filas de­trás de Ma­cha­co, en la sala de vídeo. Cuan­do fi­na­li­zó el par­ti­do de fút­bol y la ha­bi­ta­ción se quedó prác­ti­ca­men­te de­sier­ta, fin­gió estar ab­sor­to en lo que es­ta­ban dando por te­le­vi­sión. Por las bra­gui­tas rojas que Ma­cha­co les mos­tró a los del equi­po de ba­lon­ces­to, y por al­gu­nas fra­ses suel­tas, Ju­lián de­du­jo que éste había go­za­do de un «vis à vis» ese sá­ba­do. Poco a poco, como si ha­blar de los pol­vos que le había echa­do a su mujer guar­da­se una in­son­da­ble re­la­ción con Ci­vei­ra, Ma­cha­co fue va­rian­do el curso de su con­ver­sa­ción y em­pe­zó a re­tra­tar­lo: «No se me­re­cía estar en el mundo..., ga­llean­do por ahí, ti­ran­do de na­va­ja como los ban­do­le­ros de antes o como si fuese un ni­ña­to. “El ma­ne­jo de la na­va­ja tiene su arte”, me decía el mamón, “hay quien nace con ángel para mo­ver­la”, me decía cor­tan­do ro­da­jas de aire con la hoja». Ma­cha­co se llevó las bra­gui­tas casi tras­lú­ci­das de­ba­jo de la nariz y as­pi­ró ce­rran­do los ojos, tras­pa­sa­do, como cuan­do re­te­nía en sus pul­mo­nes el humo de un porro. «Si te veía una pis­to­la ya em­pe­za­ba a va­ci­lar­te», pro­si­guió Ma­cha­co apre­tan­do las bra­gas es­pon­jo­sas en su puño. Ju­lián sin­tió ganas de aplas­tar­le su na­ri­ci­lla acha­ta­da y res­pin­go­na con­tra el suelo mu­grien­to; pero si­guió mi­ran­do con falsa in­ten­si­dad la pan­ta­lla de la te­le­vi­sión. «Me­nos­pre­cia­ba las armas de fuego... nos tenía en menos a los que las usá­ba­mos», in­di­có Ma­cha­co ante los ros­tros ines­cru­ta­bles de aque­llos re­clu­sos del mó­du­lo Norte. «Él, pre­ci­sa­men­te él, que se des­in­fló como un globo en Santa Paula y no di­ga­mos en Ca­sa­ban­do, nos mi­ra­ba por en­ci­ma del hom­bro. “La pipa es lo que tie­nen las tías entre las pier­nas”, era el chis­te de Ci­vei­ra. ¡Mamón!... Se lo sol­ta­ba a cual­quie­ra que tra­ba­ja­se con una ca­cha­rra, bur­lón, atu­sán­do­se el pelo con la mano, lu­cien­do aquel pal­mi­to ca­na­lla que les pi­rra­ba a las tías», pro­fi­rió Ma­cha­co me­tién­do­se el liote rojo en el bol­si­llo.

Ju­lián temió que lle­ga­se un mo­men­to en el que no su­pie­se quién era él. Las pa­la­bras de Ma­cha­co iban so­ca­van­do una de las re­fe­ren­cias más es­ta­bles y se­gu­ras del pa­sa­do de Ju­lián. Por la noche de­mo­ra­ba el ins­tan­te de aban­do­nar­se al sueño. Le in­quie­ta­ba ese pa­rén­te­sis de os­cu­ri­dad en el que la cons­cien­cia se di­suel­ve y uno queda con­ver­ti­do en nadie. Por aquel en­ton­ces ad­qui­rió el vicio de verse re­fle­ja­do en los es­pe­jos, en los cris­ta­les, en el acero bru­ñi­do de las he­rra­mien­tas de la car­pin­te­ría.

¿Cómo Ma­cha­co había lle­ga­do a saber tan­tas mi­nu­cias de Ci­vei­ra?, se pre­gun­ta­ba aca­na­lan­do ma­de­ras con la gubia en la car­pin­te­ría de la pri­sión. Era im­po­si­ble que todo lo hu­bie­se apren­di­do en los pe­rió­di­cos, ca­vi­la­ba, re­le­yen­do los so­ba­dos y es­cue­tos re­cor­tes del ABC y de El País sobre el robo de psi­co­fár­ma­cos y la muer­te de Ci­vei­ra. En nin­gu­na oca­sión lo había visto Ju­lián en com­pa­ñía de Ci­vei­ra. Y tam­po­co, al menos en su pre­sen­cia, éste o sus co­no­ci­dos ha­bían men­ta­do el nom­bre de Ma­cha­co. En­ton­ces... ¿cómo ha­bla­ba con tanto fun­da­men­to de las pi­ca­das de Ci­vei­ra, de su manía por las na­va­jas, de sus ma­ne­ras?, se pre­gun­ta­ba días antes de co­no­cer la res­pues­ta en el lo­cu­to­rio de la pri­sión.

Ju­lián llegó a pen­sar que Ma­cha­co es­ta­ba pi­ra­do y, en con­se­cuen­cia, nada de lo que éste hu­bie­se dicho o di­je­se en ade­lan­te sobre Ci­vei­ra tenía peso. In­clu­so, aun­que Ma­cha­co es­tu­vie­se en sus ca­ba­les, su re­la­to tam­bién se­gui­ría sien­do ino­cuo, pues los he­chos ha­bían sido pro­ba­dos en la Au­dien­cia. De­be­ría so­brar­le con eso y con la evi­den­cia de que él es­ta­ba pa­gan­do en la cár­cel la muer­te que Ma­cha­co se atri­buía como mé­ri­to pro­pio.

Pero el plan­tea­mien­to de Ju­lián se des­mo­ro­nó du­ran­te un cer­ta­men mu­si­cal or­ga­ni­za­do en la pri­sión. Ju­lián se apro­xi­mó a la ca­ma­ri­lla de Ma­cha­co hasta que pudo es­cu­char­los. Se que­ja­ron del re­gus­to a jabón de las co­mi­das de la cár­cel. Más tarde Ma­cha­co dis­cu­tió sobre tru­ca­je de motos y des­pués, en algún mo­men­to in­cier­to, habló de Ci­vei­ra. «Se le acabó la chu­le­ría al verme en el andén. Se le afinó aque­lla voz tan honda que tenía. “Per­do­na, Ma­cha­co, per­dó­na­me...”, far­fu­lló el mamón. La cara tan blan­ca como una sá­ba­na, sa­béis. “Han sido los putos ner­vios”, dijo pal­pán­do­se el bulto de la na­va­ja en el cos­ta­do, “no los pier­das tú tam­bién ahora, Ma­cha­co...”, bal­bu­ció con una voz que no le salía del cuer­po, de ro­di­llas, mo­quean­do, con su cara guapa del color de la luna. No apar­ta­ba la vista del ojo de la pipa.» Ma­cha­co clavó su vista en el es­ce­na­rio te­cha­do de lona. Sus pa­la­bras ha­bían pro­du­ci­do un círcu­lo de grave si­len­cio. Ana­li­zó los vagos ade­ma­nes de su ca­ma­ri­lla y si­guió ha­blan­do con la vista per­di­da en la carpa. «Sién­ta­te en ese banco, Mar­tín, y aguár­da­me en las ti­nie­blas, le dije antes de pe­gar­le un tiro», aña­dió Ma­cha­co.

Ju­lián ya no vol­ve­ría a oír las pa­la­bras de Ma­cha­co hasta que Leiva lo tras­la­dó a la celda de trán­si­to.

Am­pa­rán­do­se en su plan de re­den­ción de con­de­na y en su tra­ba­jo en la pri­sión, Ju­lián so­li­ci­tó el tras­la­do desde el mó­du­lo I al mó­du­lo Norte, si­tua­do muy cerca de la car­pin­te­ría. Sabía que si le apro­ba­ban la so­li­ci­tud de reasig­na­ción de mó­du­lo, lo en­via­rían a una celda común. La única con li­te­ras dis­po­ni­bles en el mó­du­lo Norte era la de los pre­sos de trán­si­to.

Ju­lián se tornó más hu­ra­ño y me­di­ta­bun­do que nunca. Re­du­jo su ac­ti­vi­dad a re­mo­zar el ma­de­ra­men del lo­cu­to­rio y a deam­bu­lar por la pri­sión. Evi­ta­ba el con­tac­to con los demás in­ter­nos. Los per­ci­bía como si fue­sen un mon­tón de seres di­fu­sos, sin iden­ti­dad, como si la co­rro­si­va con­vi­ven­cia entre aque­llos muros hu­bie­se li­ma­do sus ras­gos di­fe­ren­cia­do­res. A veces, Ju­lián tenía la ilu­sión óp­ti­ca de que sus caras se pa­re­cían, de que se iban asi­mi­lan­do im­per­cep­ti­ble­men­te a un ros­tro co­lec­ti­vo en per­pe­tua cris­pa­ción. Cuan­do el pá­ni­co a anu­lar­se entre ellos no lo de­ja­ba res­pi­rar, se mi­ra­ba com­pul­si­va­men­te en el es­pe­jo y se to­ca­ba su cara alar­ga­da y car­ti­la­gi­no­sa, como cer­cio­rán­do­se de que era el de siem­pre.

Antes de que a Leiva, el fun­cio­na­rio en­car­ga­do del mó­du­lo I, se le es­ca­pa­se de­lan­te de Ju­lián que Ma­cha­co es­ta­ba en la cár­cel úni­ca­men­te por que­mar una moto ro­ba­da, una mujer entró en el lo­cu­to­rio acom­pa­ña­da de uno de los guar­dias. Ju­lián se la quedó mi­ran­do tras una tur­bu­len­cia de se­rrín. Pa­ra­pe­ta­do tras la hoja de la puer­ta que es­ta­ba li­jan­do en el suelo, ob­ser­vó cómo la mujer aten­día con tí­mi­da su­mi­sión las ex­pli­ca­cio­nes del guar­dia. Aun­que hu­bie­sen trans­cu­rri­do mu­chos años desde la úl­ti­ma vez que la vio en la sala de la Au­dien­cia, Ju­lián hu­bie­se re­co­no­ci­do aque­lla cara sal­pi­ca­da de lu­na­res y aque­llos oja­zos que pa­re­cían dudar de la pre­sen­cia del guar­dia y de Ma­cha­co. El pelo ve­tea­do de rubio, aleo­na­do, o la an­chu­ra que había ad­qui­ri­do con el tiem­po la en­ve­je­cían a los ojos de Ju­lián. Se­gu­ra­men­te, pensó, si Mar­tín Ci­vei­ra es­tu­vie­se vivo y de­lan­te de ella en este mo­men­to, le hu­bie­se lim­pia­do el car­mín antes de be­sar­la. «Sus la­bios pul­po­sos, ca­lien­tes, sin me­jun­jes, ahí me pier­do», le había re­fe­ri­do Ci­vei­ra de Fe­li­sa con aire desam­pa­ra­do y el mismo bri­llo de la fie­bre ad­he­ri­do a los ojos.

Fe­li­sa y Ma­cha­co cru­za­ron la puer­ta me­tá­li­ca que con­du­cía a las ha­bi­ta­cio­nes de vi­si­tas con­yu­ga­les. Ju­lián si­guió mi­ran­do du­ran­te unos mi­nu­tos la puer­ta ce­rra­da. Tal vez, se dijo cons­ter­na­do, hu­bie­se pre­fe­ri­do no saber quién le había re­ve­la­do a Ma­cha­co tan­tas cosas de Ci­vei­ra. Aun­que era muy pro­ba­ble que Fe­li­sa ig­no­ra­se hasta qué punto sus con­fi­den­cias ha­bían sido ter­gi­ver­sa­das por Ma­cha­co, pensó en des­car­go de ella.

«No te dejes cau­ti­var por el mo­vi­mien­to de la mano del que ten­gas de­lan­te de ti, mí­ra­lo a los ojos, y verás por an­ti­ci­pa­do el ca­mino que va a se­guir su na­va­ja», le había oído decir al­gu­na vez a Ci­vei­ra. Sin em­bar­go, aquel con­se­jo no le sirve ahora. Pues el hom­bre que Ju­lián ve ten­di­do sobre la cama, ni es­gri­me una na­va­ja ni lo está re­tan­do. Tam­po­co sus ojos dicen nada, ocul­tos como están bajo dos pár­pa­dos tier­nos y pe­sa­dos. No hace mucho, antes del apa­gón ge­ne­ral del mó­du­lo Norte, esos ojos tan mudos ahora, pa­re­cie­ron agran­dar­se al ver a Leiva en la celda y luego ha­cer­se dos ra­nu­ras in­qui­si­ti­vas al re­pa­rar en el hom­bre del­ga­do y fi­bro­so que lo acom­pa­ña­ba. Des­pués, cuan­do Leiva ac­ti­vó el cie­rre de la puer­ta y se mar­chó, esos mis­mos ojos pa­re­cían dos bo­li­tas claus­tro­fó­bi­cas y hui­di­zas. Algo tur­bio debió de cap­tar Ma­cha­co en su nuevo com­pa­ñe­ro que saltó de la li­te­ra y le brin­dó una aco­gi­da ex­tre­mo­sa, me­li­flua, casi ser­vil.

Ma­cha­co re­co­no­ció al hom­bre cuya mano rea­cia se apre­su­ró a es­tre­char. Lo había visto erran­te en los pa­tios, es­qui­vo, ca­vi­lo­so, plan­ta­do mis­te­rio­sa­men­te ante los es­pe­jos del re­ci­bi­dor. In­clu­so lo había visto cerca del grupo: ace­chan­te, so­la­pa­do, agu­zan­do la oreja. Con suer­te, pensó Ma­cha­co, mi­ti­gan­do con dicha ex­pec­ta­ti­va su re­ce­lo, Ju­lián lo había es­cu­cha­do con­tar lo de Ci­vei­ra y, en ese caso, sa­bría que no es­ta­ba en la celda con un cual­quie­ra, sino con al­guien que había sido capaz de matar a un hom­bre.

Ma­cha­co es­pe­ró a que Ju­lián le pi­die­se opi­nión sobre la ta­qui­lla y la cama que podía usar; pero Ju­lián ni si­quie­ra lo miró. Co­lo­có sus en­se­res en una de las cinco ta­qui­llas y puso sá­ba­nas y man­tas sobre una cama hun­di­da en su cen­tro. Ma­cha­co apa­ren­tó estar con­cen­tra­do en la mú­si­ca que le lle­ga­ba por los dos ca­bles ne­gros a los oídos. Pero al rato, harto de ta­ra­rear y de ba­lan­cear la ca­be­za, se ex­tra­jo los mi­núscu­los al­ta­vo­ces de los oídos y se fijó en los di­bu­jos que Ju­lián había sa­ca­do de una car­pe­ta. Ma­cha­co no pre­gun­tó. Quemó mo­ro­sa­men­te una china de ha­chís, la des­hi­zo sobre un mon­ton­ci­to de ta­ba­co y vio unos ojos ful­gu­ran­tes fijos en los suyos. En­tre­tan­to Ma­cha­co dis­tri­buía la mez­cla en un lecho del papel de arroz, pro­cu­ró la con­ver­sa­ción de Ju­lián. Pero Ju­lián si­guió con la ca­be­za gacha, ana­li­zan­do cro­quis de en­sam­bla­je de ma­de­ra, sin emi­tir un gesto. El fo­go­na­zo del fós­fo­ro que en­cen­dió Ma­cha­co sí le hizo le­van­tar la ca­be­za de los pa­pe­les y en­tre­ver, mien­tras duró la llama, las fac­cio­nes es­tra­ga­das de Ma­cha­co ba­ña­das de oro.

A la celda lle­ga­ban los rui­dos y las voces ines­pe­cí­fi­cas de siem­pre. El mismo ruido en todos los cen­tros pe­ni­ten­cia­rios en los que había es­ta­do, pensó Ju­lián. Nunca el si­len­cio in­ma­cu­la­do, sin rayar por un so­ni­do; eso nunca. Du­ran­te una pausa, Ju­lián dejó de per­ci­bir la pre­sen­cia de Ma­cha­co, se sin­tió irreal, solo en aque­lla ha­bi­ta­ción es­pa­cio­sa, hú­me­da, ta­pi­za­da de posters de co­ches y de motos. Pero Ma­cha­co es­ta­ba allí, apu­ran­do el úl­ti­mo ca­nu­to de la noche, som­no­lien­to, he­ri­do por la im­pe­ne­tra­ble ce­rra­zón del hom­bre que pa­sa­ba de una lá­mi­na a otra y cuyos an­te­ce­den­tes des­co­no­cía.

El flexo en­cen­di­do pro­yec­ta­ba sobre la pared una di­fu­sa man­cha ama­ri­llen­ta. Las ta­qui­llas, el ta­blón con patas que ser­vía de mesa y el inodo­ro ado­sa­do al muro del fondo, ha­bían des­a­pa­re­ci­do tras una os­cu­ri­dad gru­mo­sa. En algún mo­men­to, mien­tras la pe­num­bra fue tras­for­mán­do­se en una sus­tan­cia negra y cú­bi­ca, Ma­cha­co se dobló y se quedó dor­mi­do sobre la col­cha gas­ta­da. Ju­lián es­cu­chó la res­pi­ra­ción honda y des­com­pa­sa­da de Ma­cha­co. Guar­dó sus lá­mi­nas y surcó la os­cu­ri­dad con la car­pe­ta apre­sa­da en el so­ba­co. Al cabo de unos mi­nu­tos re­gre­só a su cama y se sentó apre­tan­do fuer­te­men­te las man­dí­bu­las, como si con ese gesto amor­ti­gua­se el cru­ji­do que hizo el so­mier al re­ci­bir el peso de su cuer­po. Me­ticu­losa­men­te, des­en­ro­lló un paño basto y tomó la gubia que desde hace más de tres horas tiene entre las manos.

Se fija en los bo­ti­nes de as­tro­nau­ta de Ma­cha­co, en su cuer­po breve, inú­til para jugar en el equi­po de ba­lon­ces­to del mó­du­lo Norte. No cua­dra con el equi­po, aun­que nin­guno se atre­ve a re­cri­mi­nar­le abier­ta­men­te sus sal­ti­tos im­po­ten­tes ante la can­cha. Ju­lián pa­re­ce estar vien­do bajo la su­da­de­ra bur­deos de Ma­cha­co. Se ima­gi­na un pecho es­cu­rri­do, las cos­ti­llas como palos com­ba­dos, el co­ra­zón pal­pi­tan­te, fa­ti­ga­do, quizá dis­pues­to a re­ci­bir la lle­ga­da del acero para des­ba­ra­tar­se y pu­drir­se den­tro de esa cár­cel de ba­rro­tes blan­cos.

Se oyen pasos; van a de­te­ner­se al otro lado de la puer­ta... pero pro­si­guen por el co­rre­dor cada vez más te­nues. Ju­lián tiene ahora la gubia en la mano de­re­cha; mira las manos gran­des de Ma­cha­co, con pun­tos ta­tua­dos más arri­ba del pul­gar una de ellas. Con­ci­be esas manos pe­ne­tran­do den­tro de Fe­li­sa, con­te­nien­do sus pe­chos, re­co­rrien­do sus mus­los y su cara... y esos lu­na­res que quizá Ci­vei­ra con­ta­ba como se cuen­tan las es­tre­llas le­ja­ní­si­mas e hip­nó­ti­cas. Puede ver en su mente esas manos aca­llan­do la boca de Fe­li­sa para no es­cu­char el nom­bre de Mar­tín su­su­rra­do, ge­mi­do en esos ins­tan­tes en los que el deseo es de­ma­sia­do ti­rá­ni­co y el pla­cer ad­quie­re un nom­bre y una fi­so­no­mía y un olor que no son los del hom­bre que la está po­se­yen­do.

Ma­cha­co tan­tea a cie­gas sobre la cama y se cubre de mala ma­ne­ra bajo un re­bu­jo de man­tas y fra­za­das. Ju­lián ha re­tro­ce­di­do un paso con la gubia es­con­di­da de­trás del muslo. Mira el pelo en­de­ble y cas­ta­ño de Ma­cha­co; los dos ca­bles ne­gros ca­yén­do­le por los mo­fle­tes re­la­ja­dos. La som­bra de la gubia repta por la pared. Cómo va a con­sen­tir que un la­drón de motos se atri­bu­ya la muer­te de Mar­tín Ci­vei­ra. Aprie­ta con todas sus fuer­zas la em­pu­ña­du­ra de la gubia.

Bien sabía Ju­lián cuá­les ha­bían sido las cir­cuns­tan­cias que ro­dea­ron la muer­te de Ci­vei­ra. Aque­llos he­chos que jamás se­rían oídos por Fe­li­sa, ni por Ma­cha­co ni por nin­gún otro. Sólo es­ta­ban im­pre­sos en la me­mo­ria de Ju­lián, tan vivos para él en este mo­men­to como la nariz acha­ta­da y res­pin­go­na de Ma­cha­co.

«¡Dios! Vaya pinta que traes, Ju­lián..., pa­re­ce que has an­da­do a la gres­ca con una jau­ría de lobos...», le dijo al verlo en­trar des­ga­rra­do bajo la por­ta­da de la es­ta­ción. Ci­vei­ra se le acer­có con una ex­pre­sión com­pa­si­va y lim­pia. «Los te­ja­dos y los ta­bi­ques de Santa Paula muer­den más que los lobos, ¿no?... Menos mal que estás aquí y no en la co­mi­sa­ría». Ci­vei­ra se­guía apro­xi­mán­do­se con los bra­zos se­mi­abier­tos a Ju­lián. Avan­zó hacia él a pesar de ad­ver­tir el torvo re­lum­bre de la pis­to­la. Sólo cuan­do lo vio dar ar­ca­das se de­tu­vo y el ros­tro de Ci­vei­ra se des­col­gó. «Larga, Ju­lián; tú y yo siem­pre hemos ha­bla­do en plata.» Ju­lián lo miró como si no en­ten­die­se lo que es­ta­ba oyen­do y se llevó una mano a la boca para abor­tar la sen­sa­ción de vó­mi­to in­mi­nen­te. «Lo de esta noche ha sido un con­tra­tiem­po, un gaje de este ofi­cio...; de sobra sabes que soy legal.» Ju­lián que­ría ha­blar­le, pero las ar­ca­das se lo im­pi­die­ron. Su mi­ra­da vagó fa­ti­go­sa­men­te por la es­ta­ción. «Se me vi­nie­ron en­ci­ma, Ju­lián», dijo pe­si­mis­ta y con­tra­ria­do. «Si me paro un se­gun­do más, nos hu­bie­sen trin­ca­do a los dos sin du­dar­lo, ¿de qué hu­bie­se ser­vi­do avi­sar­te en­ton­ces? Pensé, o no lo pensé por­que en esos mo­men­tos uno hace lo que le man­dan las tri­pas, que yo te sería más útil fuera que den­tro de la trena» Ci­vei­ra an­da­ba hacia atrás, em­pu­ja­do por la do­lien­te mi­ra­da de Ju­lián. «Deja de bo­quear, hom­bre, pa­re­ces un pez fuera del agua», le dijo Ci­vei­ra con una son­ri­sa vo­lu­ble, que­rien­do con­te­ner con sus manos abier­tas la las­ti­mo­sa e inexo­ra­ble mar­cha de Ju­lián. «Debí de­jar­te en la fá­bri­ca de mue­bles donde tra­ba­ja­bas, pu­lien­do ta­ble­ros, Ju­lián. Le temes de­ma­sia­do a la muer­te para andar con­mi­go.» Ju­lián desea­ba de­te­ner­se, arro­jar el arma con­tra el lim­pia­pa­ra­bri­sa de al­guno de los au­to­ca­res apar­ca­dos a ambos lados del andén; pero si­guió ade­lan­te, con aque­llas pa­la­bras por decir que­mán­do­le aún más que sus codos des­tro­za­dos. Sú­bi­ta­men­te, Ci­vei­ra se paró, chas­queó la len­gua y le habló mi­rán­do­lo con hu­mil­dad: «Pien­sa bien lo que vas a hacer, Ju­lián... Yo voy a sen­tar­me en aquel banco de allí, en­fren­te del au­to­car rojo que va a Má­la­ga; deseo que Fe­li­sa sepa que mi úl­ti­ma in­ten­ción fue la de ir a verla.» Ju­lián vio a Ci­vei­ra arran­car una flor del jaz­mín, oler­la y apre­tar­la entre los la­bios.

Nunca, por más que lo in­ten­ta­se Ju­lián, re­cor­da­ría el ins­tan­te exac­to en el que su dedo ín­di­ce se ani­lló como un gu­sano oron­do y vis­co­so sobre el ga­ti­llo pro­du­cien­do un solo dis­pa­ro. Sin em­bar­go, jamás ol­vi­da­ría a Mar­tín Ci­vei­ra, sen­ta­do en el banco, con aque­lla flor blan­ca plan­ta­da en la boca, mi­ran­do con des­dén el cañón que le apun­ta­ba tem­blo­ro­sa­men­te al pecho.

Ju­lián nota sobre el pó­mu­lo el leve peso del llan­to. Se res­trie­ga con el an­te­bra­zo y seca lá­gri­mas an­ti­guas, re­tros­pec­ti­vas. Hasta esta noche, sus sen­ti­mien­tos y sus re­cuer­dos ha­bían sur­gi­do in­co­ne­xos, como si entre ellos ac­tua­se una fuer­za dis­gre­ga­do­ra. Ha hecho falta mucho tiem­po para que su co­ra­zón re­cor­da­se y no su in­te­lec­to. Ju­lián tiene a la vista el cue­llo de Ma­cha­co, blan­do e in­de­fen­so sobre la flaca al­moha­da. Lo mira sin dar ar­ca­das, con una desa­zón que le aflo­ja la mano afe­rra­da a la gubia. Lleva allí va­rias horas, dis­pues­to a matar para ase­gu­rar­se la pro­pie­dad ab­so­lu­ta del acto más ruin que ha co­me­ti­do en su vida. Hay es­pan­to en sus ojos abier­tos. Au­sen­cia. Si el true­que fuese via­ble, le ce­de­ría a Ma­cha­co el abo­mi­na­ble triun­fo de haber ma­ta­do a Mar­tín Ci­vei­ra. A cam­bio, Ju­lián acep­ta­ría ser un la­drón de motos tan in­sig­ni­fi­can­te que se viese obli­ga­do a in­ven­tar­se a sí mismo.

Ju­lián suel­ta la gubia en su cama.

La noche ya no es tan noche.

Mueve los dedos como si es­tu­vie­se apre­cian­do el tacto de la pe­num­bra. Se ha tum­ba­do en la cama, des­pués de haber pues­to sobre la re­pi­sa de su ta­qui­lla la gubia y el es­pe­jo. Ya no le hacen falta en la celda, por­que ni va a cla­var la gubia en el co­ra­zón o en la gar­gan­ta de Ma­cha­co ni va a con­tem­plar­se en el es­pe­jo para exor­ci­zar el ho­rror a trans­for­mar­se en otro. Está ex­haus­to, ape­nas puede hil­va­nar el pen­sa­mien­to, pero ya es tarde para des­ca­be­zar un sueño. Muy pron­to la cla­ri­dad ce­ni­cien­ta que entra por la ven­ta­na ilu­mi­na­rá la celda y en los pa­si­llos cre­ce­rán los pasos y las voces des­pe­ja­das del cam­bio de turno. Ma­cha­co se des­per­ta­rá cuan­do suene el pri­mer aviso de re­cuen­to y le di­ri­gi­rá al­gu­na pa­la­bra o una mi­ra­da es­cru­ta­do­ra y apren­si­va. En­ton­ces Ju­lián le con­tes­ta­rá sin ren­cor, como si nunca lo hu­bie­se oído ha­blar de Ci­vei­ra, como si la idea de ma­tar­lo jamás la hu­bie­se con­ce­bi­do. Y cuan­do abran la puer­ta, Ju­lián sal­drá al pa­si­llo y se mez­cla­rá con los demás re­clu­sos con la ilu­so­ria es­pe­ran­za de dejar de ser él mismo, de con­ver­tir­se en un ser cuyos he­chos no sus­ci­ten ni miedo ni ad­mi­ra­ción. En nadie, al fin.

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