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As-Sâh Mât

Antonio Gómez Hueso
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Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es infalible, omnisapiente y no duerme) que hace muchos años, tantos que no pueden contarse con las estrellas del desierto negro, hubo un rey llamado Sams al-Rachid que vivía en la ciudad de Merw, célebre por sus tejidos, en la remota Persia. Era un monarca pacífico, justo y devoto fiel de Alá (loado sea por siempre). Sólo tenía una pequeña debilidad: su desmesurada afición al juego que dan en llamar escaque, definido por nuestro poeta Al-Gazal (que ya goza en la presencia del Misericordioso) como «impío y satánico».

Había dedicado el rey muchos años de su vida al estudio de pergaminos sobre estrategias, trucos y estratagemas, y se había enfrentado con éxito a los más reputados jugadores de Persia, Siria, Egipto, India y muchas tierras más. Con el tiempo, llegó a dominar el escaque a la perfección y no tenía ya rival ni en su reino ni en las regiones colindantes. El anciano visir Abu Cháfar fue su primer maestro. Todavía jugaba contra él largas partidas, la mayoría de las cuales ganaba el rey. De vez en cuando el visir vencía, mas esto no trascendía a los visires, valíes, siervos o capitanes del ejército; para todos, el rey Sams al-Rachid era invencible. Abu guardaba bien en secreto sus escasas victorias, ya que el monarca le había amenazado con cortarle la lengua si hablaba de ello. Por este motivo sus enfrentamientos ante el tablero se realizaban en privado y, durante el transcurso de cualquiera de ellos, Sams al-Rachid no podía ser molestado por causa alguna. Dos fornidos guardianes custodiaban la puerta del salón donde jugaban. El anciano visir estaba satisfecho de haber sido el maestro principal del rey y todavía se sentía útil presentándole dificultades en las partidas. Siempre que Al-Rachid tenía constancia de la existencia de algún buen jugador, mandaba a un grupo de soldados para que lo trajesen a palacio. Si el jugador era de otro reino, enviaba un mensaje al monarca correspondiente exhortándole, en nombre del Altísimo, que permitiera al hombre viajar hasta Merw para enfrentarse con él. Los súbditos estaban muy orgullosos de ser gobernados por un monarca tan sabio.

Un día, poco antes de comenzar la habitual partida, habló el visir de esta manera:

—He sabido, ¡oh, mi rey!, que en la ciudad de Kufa habita un soldado que sabe jugar extraordinariamente al escaque. Según han referido unos viajeros venidos de allí, sus partidas se cuentan por victorias. Ha sido llamado a jugar en bastantes ciudades y ha ganado a importantes rivales, como Alí ibn Zaida, Ahmad Dánif y Dul-l-Samat. El pueblo empieza a murmurar que es el mejor jugador de Persia.

El rey, sobrecogido por la noticia, estalló airado:

—¡Por Alá! ¡Cómo se puede decir semejante desatino! Nadie puede ostentar ese galardón, sino yo! He ganado a esos mismos rivales y a bastantes más. ¡Visir! Debes buscar a ese guerrero y traerle aquí a jugar contra mí.

—Mi señor, si se me permite decirlo, debemos actuar con cautela. ¿Y si las noticias son ciertas y el rival es tan fuerte? ¿No sería demasiado riesgo concertar una partida sin conocer la fuerza de su juego? Su majestad podría perder, aunque esto es muy difícil, y todo su prestigio se vendría abajo.

—¿Qué podemos hacer entonces, visir?

Abu Cháfar, pensativo, tomó un peón blanco y, mientras lo observaba, dijo:

—He pensado que, con el permiso de mi señor, yo podría viajar a Kufa en una visita de inspección con un grupo de soldados. Allí podría jugar varias partidas con el guerrero y saber así de su juego. Luego, a mi vuelta, os informaría detalladamente de la agudeza y sabiduría del jugador.

Sams al-Rachid pensó que era buena la idea del visir.

—Sea como dices. Mañana saldrás con cuarenta soldados hacia Kufa. Estarás allí veinte días con sus noches. Jugarás cuantas partidas te sean posible. Yo daré instrucciones al valí Harúm al-Din para que libre al soldado de sus obligaciones y le permita jugar contigo. Le diré también que no revele tu identidad. Luego vuelve y cuéntamelo todo.

—Oigo y obedezco.

—Ahora, vamos a jugar.

A la mañana siguiente, tal y como estaba previsto, partió la expedición de Merw en dirección a Kufa. Sams al-Rachid, desde el balcón principal de palacio, despidió a Abu Cháfar con un semblante grave; permaneció inmóvil, siguiendo con la mirada la columna de soldados, hasta que ésta se perdió tras el lejano horizonte. Los veinte días y las veinte noches que sucedieron fueron para el rey un periodo de desasosiego; perdió el apetito, desatendió los asuntos gobierno y mostraba un carácter malhumorado y nervioso.

Y llegó el día del regreso. El remoto horizonte devolvió a la comitiva. Allí, en el balcón, se dibujaba de nuevo la figura del rey Sams al-Rachid, que no había abandonado su semblante grave. Abu Cháfar, ya en el patio principal, descendió de su caballo y penetró en palacio. El rey le esperaba en el salón. Tras los saludos rituales, habló el visir:

—¡Oh, rey afortunado! He hecho cuanto me ordenaste. Llegué a la ciudad de Kufa. Me presenté al valí, a quien entregué vuestra misiva. Él me llevó a la tienda donde moraba Hátim-l-Kurá, que es el nombre del jugador soldado. Me presentó como un experto en escaque, el mejor de Persia, exceptuando a tu serena majestad. Jugué con él una primera partida y la perdí. Luego jugué diecisiete más, una por día. Todas acabaron con «as-sâh mât» y mi rey caído. Las noticias son, pues, malas, majestad. Hátim es un jugador extraordinario. Domina la ciencia del escaque con una maestría desconocida para mí. Tuvo soluciones para todos los ataques que preparé y mueve las piezas con una precisión increíble. No he podido contemplar ninguna mala jugada.

Sams al-Rachid dejó pasar unos momentos de silencio antes de atreverse a preguntar:

—Entonces, ¿crees que podría ganarme?

—Por voluntad de Alá, debo ser sincero con mi rey. Creo que vos, majestad, sois un jugador sapientísimo. Yo mismo he sido vuestro maestro y he comprobado con satisfacción que me habéis aventajado. Sin embargo, debo decir, en servicio al Altísimo y a vos, que el soldado os supera en conocimientos sobre el juego.

—Responde con claridad a mi pregunta. ¿Crees que puede ganarme?

El visir, muy serio, respondió:

—Me temo que sí, majestad. Además oí comentarios en el campamento aclamando a Hátim-l-Kurá como el mejor jugador del reino. Algunas voces piden ya un enfrentamiento con vos.

Al oír esto, Sams al-Rachid montó en cólera, se rasgó las vestiduras y abandonó el salón. El visir tuvo que esperar largo tiempo antes de que su señor regresara. Éste, con el semblante ceñudo y las manos cogidas por detrás de su cuerpo, atravesó el salón y fue al balcón. Desde allí contempló la ciudad, adornada con las voces de los mercaderes, el trajín de los compradores y el ruido de los caballos. Permaneció pensativo durante un rato, mirando el horizonte. Tuvo entonces, por inspiración del Maligno, una idea perversa, cosa rara en él, ya que era muy virtuoso. Cuando estuvo seguro, se dirigió rápidamente al visir:

—Dime, Abu, ¿cuántos soldados tenemos en guerra, ayudando al rey de Himyar?

—Eran mil, menos las bajas. Deben de quedar unos setecientos, a juzgar por las últimas noticias recibidas.

—Y, ¿cuántos soldados hay en Kufa?

—Alrededor de quinientos.

—Envía el mismo número de soldados desde aquí para que reemplacen a los de Kufa. Ellos deben llevar un mensaje mío ordenando al valí Harúm al-Din que se desplace con su ejército a la guerra de Himyar. Cuando lleguen allí deben regresar los soldados que ahora luchan. Antes de enfrentarse a mí quiero que Hátim-l-Kurá se enfrente a los infieles. Veremos si vence también en tal valiosa partida al servicio de Alá. ¿Entendiste?

—Sí, mi alteza. Es una buena idea probar antes su temple en el campo de batalla.

—Redacta los mensajes y tráelos luego para que yo los selle.

—Oigo y obedezco.

Se hizo como ordenó el monarca. Así, Hátim-l-Kurá se vio inmerso en una descomunal guerra que hacía peligrar su vida. Era lo que deseaba el rey Sams. Sin embargo, la esperada noticia de su muerte no llegaba a palacio. Pasaron los meses y, finalmente, llegó una nueva mala: la guerra había terminado con la victoria del rey de Himyar sobre los infieles. Era inminente el regreso a Merw de los supervivientes, unos doscientos, entre los que se encontraba Hátim-l-Kurá. Éste había perdido su brazo izquierdo en una batalla, pero se encontraba bien de salud y fuerte de ánimo, aunque algo cansado. Cuando llegó la comitiva de soldados todos los habitantes de Merw salieron de sus casas y recibieron como héroes a aquellos que habían derrotado a tantos infieles para la gloria de Alá (loado sea). Sams al-Rachid felicitó al valí Harúm al-Din y le hizo partícipe de grandes honores.

Al cabo de unos días, algunos soldados, Hátim entre ellos, al que el rey no quería tener en Merw, fueron enviados de nuevo a Kufa, esta vez con un nuevo valí, ya que Harúm al-Din se quedaba en calidad de consejero real.

Pasaron meses y la fama como escaquetista de Hátim-l-Kurá fue en aumento. Seguía sin conocer la derrota y había vencido a nuevos y afamados rivales venidos de diversos lugares del mundo. Los rumores de que el rey Sams al-Rachid temía al soldado y no deseaba enfrentarse con él fueron esparciéndose por toda Persia. Los amigos de Hátim proclamaban a los cuatro vientos:

—¡El rey Sams al-Rachid no puede llamarse el mejor jugador de Persia si no ha vencido a Hátim-l-Kurá!

Un día el visir le habló al rey:

—He llegado a saber, ¡oh, rey afortunado!, que el ejército está inquieto. En todo el reino se oyen voces pidiendo el enfrentamiento entre el soldado y vos delante de un tablero de escaque. Pueden producirse desórdenes si no se atienden los deseos del pueblo. Además, ¡oh, rey!, vuestra reputación de monarca ecuánime podría resentirse. Creo que es hora de que juguéis contra Hátim. Con la ayuda de Alá, el Misericordioso, podréis vencerle; y si Él no lo dispone así, tampoco es ninguna vergüenza para un rey reconocer que hay un jugador mejor que él. Reyes, emires, sultanes y visires han perdido numerosas partidas ante gente de inferior ralea.

—Dices verdad, visir, pero no me gustaría dejar de ser el mejor jugador de Oriente.

—Todo acaba, menos Alá. De cualquier modo, ¡oh, rey glorioso!, podéis poner vuestras condiciones e incluso ganar, si os preparáis bien y tenéis la ayuda del Omnipotente.

—Sea como dices, visir. Convoca al jugador. Mis condiciones son éstas: jugaremos una sola partida, con reloj de arena. Es un jugador joven y el jugar sometido al tiempo, algo a lo que no está acostumbrado, puede favorecer la aparición de errores en su juego. Además es más fácil tener un error en una sola partida que en varias de ellas; por este motivo impongo solamente una.

—Son justas las condiciones.

—La partida tendrá lugar cuando la luna llena despunte, en la fiesta de Zurasín. Prepáralo todo.

—Oigo y obedezco.

Los preparativos para el esperado acontecimiento fueron espectaculares. Se dispuso que el enfrentamiento tendría lugar en el salón principal del palacio y que sólo acudirían de espectadores la corte del rey, los generales del ejército y varios invitados de otros reinos. En total, cuarenta personas. Se desmanteló el zoco sito próximo a palacio y se pintó un grandioso tablero con el fin de que el pueblo pudiera desde el exterior seguir el desarrollo de la partida, utilizando figuras humanas ataviadas imitando las piezas del juego. Cada movimiento sería transmitido por tres esclavos especialmente escogidos, quienes se turnarían, jugada tras jugada, en recorrer la distancia entre el salón y el zoco y mover cada una de las piezas vivientes. Igualmente, se instaló otro tablero en el salón, hecho de cerámica yemení, en donde se adherían las finas piezas de madera, forradas con terciopelo de Merw; este segundo tablero estaba colocado verticalmente sobre una de las paredes y permitía seguir la partida a los invitados del interior. El juez sería el visir Abu Cháfar. Se ordenó la preparación de un gran reloj de arena. En cada uno de sus dos depósitos se pondría igual cantidad de materia, pesada previamente a la partida, y estaría el reloj en posición horizontal antes del comienzo. El visir debía colocarlo en posición vertical al inicio de la partida para que empezara a contar el tiempo del jugador que debía hacer la primera jugada con blancas. La arena que gastara cada jugador mientras pensaba caía en beneficio del rival. Al efectuar una jugada, el jugador volteaba el reloj para que el proceso se invirtiese. La partida podía, pues, durar muchísimo si los jugadores pensaban aproximadamente igual tiempo, pero si uno de ellos era más lento podía agotar su arena al cabo de un buen rato. En este caso, perdería.

Y llegó el día. Desde muy temprano fue llenándose el zoco con gentes venidas de diversos lugares del reino. Los invitados fueron acomodándose en el salón. Llegó Abu Cháfar y, poco después, Hátim-l-Kurá. Finalmente, apareció Sams al-Rachid. Los presentes se pusieron de pie en señal de respeto. El rey, con un gesto, les ordenó que se sentasen. Delante del tablero de marfil y de las piezas de jaspe y de cristal esperaban el visir y el rival. Éste se adelantó al rey, hizo un signo de reverencia y exclamó:

—¡Que Alá, mi rey, te mantenga virtuoso y justo como hasta ahora!

—Así sea, noble soldado. Que Él decida quién es mejor en esta partida que vamos a iniciar.

Se acercó el visir con una bolsa negra. El rey introdujo la mano en ella y extrajo un peón blanco. Luego Hátim-l-Kurá hizo lo mismo, sacando un peón negro. El sorteo de piezas se había hecho. Sams al-Rachid se alegró en su fuero interno del resultado del sorteo. Era una pequeña ventaja ser el jugador que iniciara la partida, ya que le permitía llevar la iniciativa. El visir colocó los peones en sus sitios e indicó con un gesto a los jugadores que podían tomar asiento. El monarca lo hizo en primer lugar; luego se sentó el soldado. Abu compuso las piezas, miró a los dos y exclamó:

—¡Sea Alá, el Misericordioso, Omnipotente y Justo, quien señale al ganador! ¡Comienza la partida!

Levantó el reloj y lo puso en su posición normal. Empezó a caer arena sobre el depósito de Hátim, marcado con una media luna amarilla. Pero enseguida el monarca movió dos casillas su peón de rey e invirtió el reloj. La arena caía ahora en el depósito del rey, marcado con una media luna roja. El soldado manco no tardó demasiado en responder y lo hizo moviendo otros dos pasos su peón de alfil de alferza.* A Sams al-Rachid le incomodó algo esta respuesta no tan frecuente, pero sabía cómo responder. Sacó su caballo de rey y lo colocó en la casilla tres del alfil. Las negras siguieron con un avance del peón de alferza. Ambos jugadores intentaban controlar su nerviosismo ante tal trascendental envite. El monarca persa sabía que debía, en esta primera fase de la partida, controlar el centro y mantener la iniciativa. Movió dos pasos su peón de alferza y el cambio de peones no se hizo esperar: el joven soldado tomó el peón; el monarca hizo lo mismo con su caballo. Las negras sacaron el caballo que amenazaba comer el peón blanco adelantado, mas el rey persa hizo lo mismo con su otro caballo para proteger tal peón. Las negras respondieron con la misma jugada. Cada movimiento era seguido de la correspondiente inversión del reloj. Cada jugador estaba empleando aproximadamente el mismo tiempo en pensar, por lo que el reloj de arena no había sufrido variación alguna. Hasta ahora los movimientos de ambos jugadores habían sido correctos y la partida estaba totalmente igualada. Las blancas se decidieron a seguir desarrollando piezas y entró en juego el alfil de rey hasta colocarse en la casilla cuarta del alfil de alferza, que presionaba sobre el importante peón negro situado en una casilla diagonal al rey. Sin embargo, Hátim-l-Kurá supo contestar: avanzó un paso el peón de rey para neutralizar la presión. Sams al-Rachid vio bueno el momento para enrocarse y así lo hizo. Las negras también consideraron que sería bueno preparar su enroque y movieron el alfil que le estorbaba para hacerlo. Las blancas siguieron con su plan de desarrollo de piezas y en esta ocasión fue el alfil de alferza quien salió de su primitivo lugar para situarse en la casilla tres de rey, produciéndose entonces el esperado enroque de las negras. Tras cada movimiento, uno de los dos esclavos situados detrás de los jugadores, salía al zoco para dictar el movimiento realizado; otros dos movían el tablero vertical del salón. Abu Cháfar contemplaba la partida sentado a unos dos metros del tablero de juego.

Sams al-Rachid pensó mucho su siguiente movimiento. La partida estaba igualada, pero él debía estar atento para seguir manteniendo la iniciativa y para evitar cometer cualquier error. Su rival jugaba con precisión, tal y como podía esperarse. Al fin, decidió retrasar su alfil de alferza una casilla y colocarlo en la tres del caballo, en previsión de que las negras intentaran atacar por el centro para romper el equilibrio, avanzando un paso el peón de alferza, lo que le podía costar una pieza si no jugaba bien. Las negras, sin embargo, jugaron moviendo un paso el peón de torre de alferza. El monarca decidió hacer una jugada de ataque claro y avanzó dos casillas su peón de alfil de rey, para impulsar un ataque por el flanco derecho y romper el centro. Esta jugada pareció desconcertar algo a Hátim, que no la esperaba, y pensó bastante tiempo antes de contestar con el avance del peón de alferza, jugada que intentaba contrarrestar el anterior movimiento de las blancas. Un leve murmullo se oyó en la sala. Abu se levantó e hizo un gesto de silencio a los espectadores. Luego observó con sus ojos cansados por los años y descubrió que el movimiento de las negras, aunque no podía considerarse un error, no era tan bueno como parecía. Mejor hubiera sido trasladar el caballo a la casilla cuarta de torre de alferza o mover la alferza a la casilla de su alfil. El joven soldado sin duda estaba condicionado por el reloj de arena y había hecho una jugada débil. El monarca avanzó su peón de rey amenazando con él al caballo. Las negras habían previsto este movimiento de las blancas y enseguida respondieron colocando al animal en el único lugar posible: la casilla dos de alferza. Las blancas iban consiguiendo, poco a poco, espacio.

Sams al-Rachid estaba ufano por el cariz que estaba tomando la partida, pero pensó que debía serenarse. Tenía una buena posición, perspectivas de ataque, pero seguía habiendo igualdad de piezas y Hátim-l-Kurá estaba defendiéndose bien. Una nueva jugada ofensiva puso Alá (ensalzado sea su nombre) en su mente. La meditó mucho antes de realizarla, porque podía ser peligrosa. Al fin, cogió su alferza y la colocó en la casilla quinta de torre, esperando que las negras responderían atacando la importante pieza con el peón de caballo; la alferza debería retroceder, pero el movimiento de peón negro debilitaría la defensa del rey. Hátim, adivinando la intención de las blancas, dedicó mucho tiempo a pensar, buscando otro movimiento. Sams al-Rachid observó que, por primera vez, su depósito contenía más arena que el de su rival. Era un buen presagio ir ganado en tiempo, ya que aún no lo había conseguido en piezas. Finalmente, las negras optaron por mover la torre de rey, seguramente con el propósito de volver el alfil a su posición original y sacarlo más tarde por la casilla segunda del caballo, después de haber avanzado el consiguiente peón para echar a la alferza.

Sams al-Rachid quedó sorprendido por esta inesperada jugada y no tenía entonces idea clara de cómo seguir. Absorto miraba a su alferza inmóvil que apuntaba en diagonal al peón alfil de rey de las negras, situado al lado del rey. «¡Ay!», se dijo, «¡si pudiera capturar ese peón sin que el rey negro consiguiera a su vez la alferza, el mate estaría próximo!» Por unos instantes, incluso, imaginó la loca jugada de comer el peón con la consiguiente pérdida de la alferza. Naturalmente, no lo haría, pero, y si... Algo empezó a agitarse en su mente. Si jugara así perdería la valiosa pieza, pero el rey negro se habría colocado en un lugar embarazoso, dada la proximidad de los peones, alfiles y caballos blancos; claro que, después de todo, las negras dispondrían también de todas estas piezas, manteniendo además la valiosa alferza. ¿Y si...? De pronto, tuvo la iluminación más inaudita que podría imaginar. ¡No, no podía ser cierto! Volvió a pensar detenidamente. Parecía que Alá, desde su inmensidad, le estaba dictando el milagro. ¡Sí! ¡Podía regalar un caballo y la alferza y, pese a todo, dar jaque mate, «as-sâh mât»! Volvió a repasar la idea mentalmente y a asegurarse de todas las posibles respuestas de las negras. Sus cálculos eran exactos: había encontrado una combinación increíble, una jugada excepcional que le permitía sacrificar su alferza y un caballo, pero que le llevaría a un final glorioso. Seguro ya de sus posibilidades, capturó con su caballo el peón de alferza de las negras y giró el reloj. Se oyó un murmullo en la sala. Los espectadores creían que el rey había cometido un grave error al ofrecer su caballo a cambio de un peón. Cuando la jugada fue conocida en el zoco, el murmullo se intensificó. Hátim-l-Kurá no esperaba tal movimiento y estuvo pensando mucho tiempo antes de tomar el caballo con su peón de rey. Intuía que el sacrificio de las blancas tenía algún propósito, mas no fue capaz de prever la espectacular jugada que seguiría. Entonces Sams al-Rachid realizó el milagroso movimiento, el mejor de toda su vida, el que elevó los murmullos de la sala y del zoco, el que hizo que todos los asistentes pensaran que el monarca había perdido el juicio y que regalaba generosamente la partida a su rival: con su alferza tomó el peón de alfil, dejando la valiosa pieza sola ante el rey negro, que podía tomarla sin dificultad. Hátim era un jugador excepcional y, naturalmente, no consideró la jugada de las blancas como una locura; analizó la situación y llegó al convencimiento de que si tomaba la alferza, las blancas podían montar un fuerte ataque contra su rey; era un regalo envenenado el que le había servido el soberano de Merw, pero llegó a la conclusión de que ya era tarde para remediar la situación y que su única posibilidad era esperar a que las blancas hicieran alguna imprecisa jugada que le permitiera a él imponer la enorme ventaja de piezas adquiridas. Tomó, pues, la alferza con su rey y giró el reloj. Sams al-Rachid experimentaba en aquellos momentos una gran agitación interna, una euforia que no disimuló al dar su primer jaque, capturando con su alfil el peón de alferza.

Se levantó y anduvo hacia el amplio ventanal. Desde allí podía observar la partida humana y se entretuvo mentalmente en repasar la combinación que le llevaría a la gloria, confirmando una vez más sus cálculos. El estado de júbilo que poseía le hizo pensar que se había valorado muy bajo cuando consideró que Hátim-l-Kurá podía vencerle; él era un jugador con más experiencia y había tenido la suerte de que Alá (bendito por siempre) le dictara tan genial movimiento, que nadie podía prever. Volvió la cabeza hacia la mesa de juego y vio que las negras aún no habían movido el rey en jaque. Siguió mirando el nítido cielo azul (¡qué bello día!) y respiró hondo. Estuvo un rato con los ojos cerrados, intentando calmar su euforia interna. El rey negro tenía dos posibles movimientos: ir a la casilla uno de alfil o a la casilla tres de caballo; con cualquiera de ellos montaría su combinación de mate; entonces el visir se levantaría de su asiento y pronunciaría las palabras que sentenciaban la partida: «as-sâh mât».

Pero, ¿por qué tardaban tanto las negras en mover? Sólo había dos posibles movimientos. Hátim-l-Kurá miraba inmutable al tablero; su mano estaba colocada en la frente, ocultando con ella los ojos. El rey retornó a su sitio, pero no se sentó. Observó la concurrencia que, silenciosa, seguía el transcurso del juego. Su vista se posó en el visir Abu Cháfar. Éste tenía los ojos muy abiertos y miraba fijamente al rey. Luego, el visir movió bruscamente la dirección de su mirada llevándola al tablero de juego. Sams al-Rachid entendió: ¡su visir le alertaba de algo! Quizás había descubierto algún fallo en la continuación de las blancas. Algo preocupado, se sentó de nuevo y volvió a examinar sus cálculos sobre la continuación del juego. No, no había error posible. Todo era correcto. Las negras iban a perder la partida. Volvió a encontrarse satisfecho.

Fue entonces cuando serenamente Hátim-l-Kurá se levantó, hizo un gesto ceremonioso ante el rey y dijo:

—Alá (loado sea su nombre) ha querido que vuestro humilde servidor gane esta partida. Aceptemos su designio.

Sams al-Rachid no entendió nada durante unos segundos. Su mente estaba confusa. ¿Se habría vuelto loco el soldado de repente? Sin embargo, vio y oyó levantarse a los asistentes y venir el visir hacia él. Cuando llegó, el fiel Abu Cháfar señaló un sitio de la mesa. El rey miró y vio el reloj. Toda la arena estaba depositada en el cono inferior, señalado esta vez con una luna amarilla. Entonces Sams al-Rachid, el monarca persa, comprendió: había perdido su tiempo. Excitado con la perspectiva de la victoria, había olvidado invertir el reloj en su último movimiento. Por este motivo, las negras no movían: estaban agotando el tiempo del rey, sabedor el joven soldado de que tenía perdida la partida y que sólo le quedaba el recurso de aprovecharse del despiste del monarca.

Cuentan (pero sólo Alá sabe la verdad) que Sams al-Rachid jamás volvió a jugar al escaque y que incluso prohibió este juego en su palacio. Cuando algún emir le preguntaba sobre la partida, él decía que Alá movió sus piezas blancas, pero Satán movió el reloj de arena. La derrota le provocó una enfermedad nerviosa que le llevó a la muerte al cabo de once meses; en su agonía Sams al-Rachid gritaba lleno de espanto: «¡El reloj, el reloj...!» Hátim-l-Kurá se convirtió en el más famoso jugador de todos los reinos del Misericordioso hasta que un día, ya muy mayor, perdió varias partidas con un joven músico venido de la lejana Córdoba de Al-Andalus y llamado Ziryab.

Y ahora digámonos «selam» y que cada cual regrese a sus asuntos. ¡Que Alá, el único que nunca pierde al escaque, vele por todos nosotros!

Apéndice

La partida referida en el relato puede ser reproducida en un tablero de ajedrez solamente con la lectura cuidadosa de la descripción que de la misma hace el texto. Ofrecemos ahora la continuación prevista a la espectacular combinación de las blancas, frustrada, como hemos podido comprobar por las causas indicadas, en el movimiento 15 de las blancas.

Blancas: Sams al-Rachid
Negras: Hátim-L-Kurá

15. ...R3C (Si 15. ...R1A, 16. C6R+, R1C; 17. CxD+, R1T (o 17. ...R1A; 18. C6R+, R1C; 19. C7A+ y 20. CxTD) 18. CxC, PxC; 19. AxP, T1CD; 20. P6R y las blancas ganan fácilmente.)

16. P5A+ (Aquí las blancas podrían haber anunciado mate en seis jugadas. Atención a ellas.)

16. ...R4T

17. A3A+, R5T

18. P3C+, R6T

19. A2C+, R5C

20. T4A+, R4T (Si 20. ...R4C, 21. T4T++)

21. A3A+ (y a cualquier movimiento del rey le sigue 22. T4T++.)

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Fecha de publicaciónAgosto 2000
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