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El invierno

Patricia Suárez
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaSanta Fe, cerca de la laguna
Un cuento triste es mejor para el invierno.
William Shakespeare

—Me voy —dijo él.

Se levantó del silloncito verde de cretona y se alisó el pantalón de corderoy con las manos.

—¿Qué? —dije.

Yo estaba zurciendo el dobladillo de una cortina para la sala grande. No entendí de qué me estaba hablando. Creí, al principio, que le molestaba el olor de la estufa a querosén; no otra cosa. De la habitación del fondo escuchaba a Cleo cantar «Mañana campestre», una y otra vez. Su voz retintinaba en los agudos, y caía de golpe como un cristal estrellándose contra el piso en los graves. Mañana campestre; mañana tan feliz, decía la canción.

—Me voy —repitió—. No aguanto más.

Dejé la costura. Fui hacia la ventana que da a Rioja y miré hacia afuera. Hacía mucho frío y el vidrio estaba empañado. La verdad es que no me sorprendí completamente. Uno sabe que algo anda mal pero no sabe qué y el hilo acaba cortándose por lo más fino. En la calle un hombre con gorra de lana llevaba de la mano a una nena. Iban a paso muy rápido. Me pregunté adónde irían. La nena tenía una cola de caballo tiesa debajo de una gorra de lana idéntica a la del hombre. De pronto pasó un coche de la policía haciendo sonar la sirena y profanó mi visión. Cuando el coche pasó, la pareja ya no estaba. Quién sabe dónde se habrían metido.

El invierno hace que la gente huya de todas partes. Todos los días estuvieron nublados este último tiempo. Es algo que me pone triste.

Yo dije:

—Ya va a cansarse de cantar, pobre Cleo: estará contenta —lo dije como si fuera una rareza estar alegre.

Él permaneció mudo. Me corrió un escalofrío y todo el conocimiento cayó sobre mí como un rayo. Uno sabe que llegará el día; lo que no sabe es cuándo. Me sentí desfallecer. Pregunté:

—¿Irte? ¿Cómo, Javier? ¿Así, de repente? —pero él ya se había ido de la salita hacia un punto indeterminado de la casa. Durante un instante me avasalló la angustia: ¿cómo habíamos logrado encontrarnos cada día en esa casa? Nuestro hogar era un sitio increíblemente grande: dos alas, seis dormitorios, placares enormes como habitaciones, dos baños, vestíbulos, cocina, una biblioteca, una sala, escaleras, cuarto de estar, un comedor elegante y un comedor diario. Había sido extraordinario que pudiéramos juntarnos cada mediodía en la misma mesa y cada noche en la misma cama sin un mapa de por medio. Nunca debimos alquilar esta casa. Es un lugar de frío: la frialdad rezuma de las paredes en invierno.

Si me pongo a recordar, incluso, ni siquiera hemos llegado a tener un pensionista verdadero que nos durara, y que pagara en término y no huyera con la mitad de nuestras cosas. Hemos debido comprar sábanas en cantidades industriales: todos los pensionistas se enamoran de las sábanas que usan y las llevan de pensión en pensión, como un souvenir. Las pobres sábanas hacen el camino de las golondrinas. Alguien me confió una vez, que había visto el bordado con la leyenda «Pensión Emma M. Ribera» en el cuarto de un muchacho peruano que residía en Quito. Yo soy Emma Ribera. Bordo las esquinas de las sábanas con hilo perlé color turquesa: son inconfundibles. Las letras las hago siguiendo el tipo de las góticas inglesas. La música de mis pensionistas consiste en hacer sonar alabanzas acerca del cuidado que le doy a la ropa de cama.

—Sí: así —dijo Javier. Su voz llegó desde lejos. Yo me sentí incapacitada para atravesar el pasillo hacia su voz.

Yo gemí:

—¿Adónde? —y no era sólo retórica.

Al cabo de media hora, más o menos, fui hacia él, en el ala donde nosotros vivíamos. Tropecé con la lámpara de pie. Era de cerámica blanca y medía un metro sesenta de altura. Yo la odiaba: era bella pero se estaba descascarando. Todas las tardes había cáscaras de cerámica alrededor del pie: era como una odalisca ya anciana que se despreciara a sí misma y no le importara despojarse de los velos.

Él metía su ropa en un bolso de nylon. Ahí iban dos pantalones de pana, un chaleco de lana roja, las medias que yo le había tejido, ropa interior, una bufanda de angorina comprada a unos coreanos a mitad de precio y el suéter peludo de cuello alto.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué te hice?

Y él me dijo:

—Conocí a otra persona hace algún tiempo.

—Qué fácil —dije por decir algo.

—Es mejor así, ¿no te parece? Sería peor que te estuviera mintiendo.

No contesté. Tosí, porque el olor a querosén de la estufa me estaba matando.

—¿Quién? —pregunté al rato, y volví a toser, pero esta vez de histeria—. ¿Quién es esa «persona»?

No dijo una sola palabra y se marchó al baño de azulejos destinado a los pensionistas. Yo lo seguí como me perseguía mi madre, de chica, con una amenazante chancleta en la mano, cuando le había dicho alguna mentira. Entonces dije: Es mentira, me estás mintiendo, no es eso, no es por eso.

Él me miró con asombro. Hacía quince años que me veía y ahora se sorprendía. Yo estaba parada en el dintel de la puerta. La cerró de un solo golpe y me quedé afuera. A él siempre le habían gustado las mujeres de una manera obsesiva. La lista entre rubias y morochas es infinita. Sin embargo, se podía sufrir o se podía no sufrir por eso. Yo había elegido no sufrir. Ya se sabe, para el que está casado, los celos hacen de sus sábanas campos de ortigas.

Tenía ganas de llorar, pero no iba a hacerlo delante de él. En una revista leí que eso espanta a los hombres. Me dije que él tendría que caerse muerto antes de verme llorar a mí, y después me dije que tendría que vigilar atentamente que él no se llevara el pequeño reloj de péndulo de caoba que suena tan bonito cuando marca las horas; ni la toallas Cristhian Dior de pasamanería de seda que nos regalaron cuando nuestro casamiento: son la única ropa blanca fina que tengo. Al fin y al cabo después de tantos años de vida en esta casa, él también se habrá vuelto un poco como un pensionista.

Mi madre tenía una pensión en Santa Fe, cerca de la laguna, cuando yo era chica. Se llamaba «Pensión familiar santa Catalina de Siena», porque era la santa patrona de mi madre. Le rendía pleitesía de una manera extraña: no permitía, por ejemplo, que la llamaran Caty: exigía que dijeran su nombre completo: Catalina.

Siempre paraban extranjeros en la casa y gente notable —mi madre dice que en el 47 Perón paró de incógnito en la pensión— que alababan el fondo, el largo seto de buganvillas, donde, igual que una herida, solía asomar una achira. La pasión de mi madre eran las plantas. Teníamos dos gatas blancas como de estuco, estilizadas, altivas. Una vez se pelearon entre ellas y destrozaron el arriate de camelias. Mi madre se deshizo de las gatas esa misma noche. Nunca me dijo cómo, yo tenía apenas ocho años; supongo que las envenenó.

Supongo que las plantas y la gente eran diferentes en aquel entonces. La gente no robaba como hoy en día, y yo no he tenido suerte con las plantas. La santa rita de la pared del sur del patio y las macetas con bocas de león fueron invadidas por las orugas. En menos de dos meses, terminaron con mi intento de jardín. En aquel tiempo, doña María todavía vivía con nosotros y dijo, en cambio, que las plantas fueron comidas por un bicho que volaba de noche y al que ella escuchaba zumbar desde su pieza. No lo sé. Dijo doña María: Ya se sabe cómo son los animales a la hora de destruir: un zorro que tiene un hambre tremenda puede acabar con un bosque.

Mi padre se llamaba Marcelino Ribera. Murió cuando yo tenía dos años. Era policía: recibió un tiro en la espalda de un ladrón que huía. No guardo de mi padre ningún recuerdo. Nos dejó la casa en Santa Fe. Yo me crié sola. No sé lo que es tener hermanos.

Cuando yo tenía doce años mi madre se enamoró de un luxemburgués. Su nombre era Jules Dolkin. Lo habían traído negocios a la Argentina, y los negocios se lo llevaron. Mi madre lloró mucho cuando él se fue, y ya no se conformó. Permaneció encerrada en su pieza dos días, sin comer ni tomar nada, untándose el cuerpo con una colonia importada; salía solamente para ir al baño.

Yo solía imaginarme que Jules era un espía. Para ese entonces había visto El tercer hombre y leía novelas de espionaje donde los comunistas eran un mal tan corrosivo como la leucemia.

Una vez le pregunté a Jules cuál era el idioma que se hablaba en Luxemburgo, y él me respondió: El luxemburgués. Yo dije: ¿Es como el francés? Él dijo: Es parecido. Yo dije: Es un dialecto. Entonces él empalideció y contestó: No quiero hablar de dialectos. ¿Qué son los idiomas? Dialectos triunfantes. No volvió a dirigirme la palabra en mucho tiempo, ofendido. Para cuando hicimos las paces, él volvía ya a su país.

Fui al baño que usábamos nosotros y me encerré ahí. Nosotros vivíamos en otra ala de la casa. Yo solía imaginarme que el nuestro era un castillo como en las películas viejas, como en Rebeca, una mujer inolvidable. Igual, cualquiera que conociera las dos alas de la casa, nunca habría pensado que esto se parecía ni remotamente a un castillo.

Me lavé la cara con agua bien fría. Y mi pensamiento cayó en los recuerdos. En una perra vieja que nos siguió toda una tarde por la playa y que al final adoptamos y vivió con nosotros un par de años más, hasta que se murió. No tenía nombre: nunca le pusimos nombre a esa perra. Era tan vieja que supusimos que ya tendría uno. Así que le decíamos: Hola, hola, aquí, vamos, vamos, y dábamos palmadas para llamar su atención. Cuando la encontramos llevaba un collar de cuero rojo muy gastado, y unas letras indescifrables como runas escritas en su interior. Yo creo que esa perra no se perdió, sino que el dueño la había abandonado en la playa, y ella se había acostumbrado a la vida un poco salvaje. Tenía un ladrido agudo, como jocoso. Mucho después, cuando pusimos calefacción en el ala de los pensionistas, el sonido de la caldera, durante la noche, nos recordaba los ladridos de aquella perra.

Hice una lista mental de los nombres con que él me llamaba. Me hubiera gustado, en ese momento, tener lápiz y papel para anotarlos. Los motes no respondían a ninguna razón lógica; quizá alguna broma, un sueño, una película que veíamos lo desencadenaba. Empezó llamándome chiquita, y rápidamente pasamos al mi amor, mi negrita, maíz, capullito de alhelí, pimpollo de rosa, Gaitán, mi vida, sol, gatita, etc. Había muchos más, pero preferiría no recordarlos ahora.

Fue el 5 de enero de 1994, al día siguiente era Reyes: nunca voy a olvidar esa fecha. Teníamos una pensionista: Edith Simoncini, era una chica muy joven, de ojos negros, no castaños, sino negros. Yo nunca había visto a alguien de ojos negros. Era de Santiago del Estero, de La Banda, o más adentro. Estaba embarazada. Era de buena familia, y supongo que no quería que sus padres se enteraran. Mucho tiempo he pensado en la vida que habría llevado Edith Simoncini. Parió su hijo, acá a escondidas, el 5 de enero de 1994, y se marchó dejándonos el bebé. Era una nena. Lloraba todo el tiempo y, cuando lo hacía, se ponía roja como un tomate. Nosotros la criamos como una hija. Javier estaba contento. Le pusimos de nombre Edith, por la madre: habíamos pensado en decirle que no era hija nuestra cuando ella fuera mayor. Cuando tuvo tres años se escapó al balcón. Era un día de agosto que parecía plena primavera: yo había pensado en llevarla a tomar un helado. Se inclinó de más, y una laja se soltó.

Siempre he creído que el accidente ha sido culpa mía. La nena amaba más a Javier que a mí; y yo quería ser mundo entero. Odié a Javier porque la nena lo amaba más: fue el odio el que atrajo la desgracia. Después que Edith murió, él y yo ya nunca volvimos a hacer el amor. Es extraño, porque ella no era hija de nuestra carne, por decirlo así, y sin embargo no volvimos a hacer el amor, como si nos dolieran los genitales, como si hubiéramos temido volver a engendrar.

Y me he preguntado muchas veces si una pareja puede subsistir sin hacer el amor.

—¡Emma! —gritó él— ¡Emma!

Yo me dije que si él se quería ir que se fuera, yo ya no podría impedir nada. El mal estaba hecho. Hubiera sido bueno que no dijera nada, que no comentara nada, que se hubiera ido sin una palabra, pero lo había dicho. Siempre he admirado a aquellos hombres que tienen el valor de dejar su casa con una excusa tan torpe como la de salir a comprar cigarrillos. Al menos son personas que aman la aventura. Dejan detrás de sí la estela del misterio, y la del resentimiento, claro. ¿Qué ha pasado con ellos?, se pregunta la gente. ¿Se habrán subido a un barco que zarpaba hacia la China?, ¿se habrán ocultado en la casa de una pelirroja capaz de hipnotizar con la mirada como la serpiente a las lauchas? Y otras voces doloridas arremeten: Ojalá el barco en que naveguen sea hundido por la tormenta, son las voces de sus mujeres desde el abandono. Ojalá, la pelirroja lo contamine con sus llagas y sus pústulas. Ojalá, tal como maldicen los árabes en el desierto, se enamore como yo me he enamorado, y lo abandonen.

(Si yo, en cambio, hubiera podido desear algo, en ese momento, solamente habría deseado que mi corazón se rompiera, así de simple, como se rompe un reloj barato que atrasa las horas estrellándolo contra el piso: eso o que los muertos revivieran. Que resucitara mi madre, la pequeña Edith, mi padre, que el luxemburgués volviera...) Era mejor quedarme en el baño y evitar la escena. Yo odio las despedidas.

—¡Emma! —siguió gritando él, desencajado. Seguro que no encontraba alguna cosa. Cada vez que perdía algo me echaba la culpa a mí. Era injusto conmigo.

—¡Será posible! —aulló.

Nunca tuvo el menor respeto por los pensionistas, por eso hemos fracasado en este negocio. Hubo un tiempo en que a la hora de la siesta practicaba con su oboe. Así fue como perdimos a Dimitrio, que era un hombre tan bueno y puntual con su pago. Era sereno en una peletería; únicamente tenía el día para dormir. Y también se marchó doña María que era modista. Ella había tenido un hijo de soltera, que era alcohólico y la despreciaba (uno se entera de todo estando a cargo de una pensión), y tuvo que irse a la casa de él. La pobre tenía verdadero miedo de que su hijo le pegara durante una borrachera. Si un hijo le levanta la mano a una, me dijo, es lo último: una entonces se convierte en una nada. Pero a Javier le molestaba que doña María cosiera a máquina en la mañana temprano. Le daba pesadillas, decía él, el sonido de la máquina Singer mientras él aún dormía le daba pesadillas, y le destrozaba los nervios, recalcó.

Acostumbro a contarme cuentos a mí misma. Me digo que mi padre vive en el extranjero, en una hermosa casa de campo, que colecciona monedas, que fue un héroe de la Segunda Guerra Mundial. Me cuento estas cosas, y también que me casé en una iglesia, con vestido de crep color tiza, gran cola, canutillos de adorno y un ramo de azucenas.

Todo es mentira. Son cuentos que me cuento para pasar el invierno.

Al cabo de un rato sentí los lejanos pasos de Javier por la escalera y el portazo. Abrí de un sopetón la cómoda y ahí estaban mis toallas finas. Eran amarillas, suaves como la piel de un niño. Las toqué un instante, y me dio la sensación de que si las apretaba se desharían. También había en el cajón unos retazos de rayón que me habían sobrado de la temporada pasada. (Yo uso rayón viscosa o rayón fibrana, según el caso, para la mantelería y los pequeños arreglos de las cortinas: la polilla no ataca el rayón, y es más duradero). Me quedé sentada un tiempo en el inodoro, oyendo la lenta pérdida del botón del baño, y luego observé que el techo tenía manchas de humedad. Unas manchas horribles, alargadas y verdosas, como algas. Pensé, entonces, que él no iba a estar este verano para rasquetearlo y pintarlo. Había quedado una lata de pintura al látex color manteca en el desván. Yo la había guardado. Todos los veranos él pintaba los cielorrasos. Se ponía un mameluco rotoso, se subía a la escalera doble y pintaba parsimoniosamente. Tardaba mil años en terminar cada techo, pero lo hacía: no puedo quejarme.

Cuando pensé que alguien, en su lugar, deberá hacerlo también este verano, sentí que lo iba a extrañar, que era como si él hubiera prendido fuego a la casa antes de irse, y yo me hubiera quedado dentro, sentada, aplastada sobre las cenizas viendo caer los pedazos, y oyendo el tétrico péndulo de mi reloj de caoba. (Eran las cuatro, cada campanada parecía que me llamaba lúgubremente por mi nombre: Em-ma. En cambio, antes, cada vez que Javier lo oía dar las horas decía: Qué bonito, qué bonito suena ese reloj. Voy a extrañar aquellas palabras suyas.)

Para levantarme el ánimo, me dije que habría que comprar el diario y leer los avisos para buscar un pintor. A veces salen avisos en los diarios, y en las revistas de compra y venta de objetos de segunda mano. También está Cleo, la pensionista cuyo hermano Demóstenes es pintor de brocha en un pueblo cercano. Podría decirle que viniera a mi casa este verano: él haría los techos, y con eso cubriría los gastos de su estada. Podría ser buena idea, es cierto. No estoy segura: un pintor, un pintor es una idea a la que no termino de acostumbrarme.

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Copyright ©Patricia Suárez, 1999
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Fecha de publicaciónFebrero 2000
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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