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Cuando ya no hay nada que hacer

Gustavo Albanece
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Siempre detesté a los pintores que pintan escenas de pintores, a los músicos que componen canciones sobre músicos, a los periodistas que escriben sobre periodismo y, especialmente, a los escritores que escriben historias de escritores. Los considero apenas unos pobres ególatras que consideran que el mundo digno de ser representado en sus obras empieza y termina en sus propias realidades y que, además, suponen que ésta es tan distinta a la de cualquier mortal que los demás deben, seguramente, sentir algún interés en conocerla. Empiezo esta historia con esta aclaración porque sé que no soy el único que piensa así y, por ende, sé también que no faltará aquél que, con este mismo argumento, la critique razonablemente.

Pero me disculpo con la siguiente también razonable explicación: esta historia no es escrita con el fin de que alguien la lea, por lo cual, entonces, si alguien lo hace no podrá atribuirse el derecho de adjudicarme el defecto de egocentrismo que menciono.

La historia es la siguiente.

Cierta vez, hojeando no recuerdo ya qué papeles, encontré una frase que sin entenderla me llamó la atención no sé si por la belleza de sus palabras, por lo extraño de su construcción o por algún insondable motivo imposible de ser explicado. Decía exactamente así:

«Lentamente caen las hembras melancólicas al río. Hay veces que setiembre es una fuga de mujeres pálidas menstruando sin piedad en las escalinatas de los muelles. Luego se arrojan distraídamente. Nunca más se las ve.»

Una firma (Erica Mirfis), un nombre de mujer absolutamente desconocido para mí, se adjudicaba su autoría. Leí esas palabras durante largos minutos, seducido por la idea de enorme y resignada tristeza que creía adivinar en ellas. Finalmente, copié la frase en un papel y la guardé junto con un montón de cosas inútiles pero queridas que siempre tenía a mano.

Varias noches, antes de dormirme, leí ese papel tratando de descifrar el extraño mensaje que me llegaba profundamente. Finalmente aprendí esas cuatro oraciones de memoria y a menudo, durante el día, las recitaba mentalmente, disfrutando en forma privada el placer que me producían.

A partir del ignoto nombre de su autora traté de imaginar a esa mujer con la que terminé sintiéndome estrechamente unido ya que, razoné, no es común que alguien logre llegar de tal manera a los sentimientos de otra persona utilizando un conjunto de palabras aparentemente sin sentido o significado.

¿Por qué «caen lentamente las hembras melancólicas al río»?, me pregunté una y otra vez. ¿Cómo es eso de «menstruar sin piedad»? ¿Por qué «en las escalinatas de los muelles»? ¿Qué motivos tienen para «arrojarse distraídamente»? ¿Por qué «nunca más se las ve»? Miles de veces intenté respuestas a esas preguntas, pero nunca ninguna de las que imaginé me pareció satisfactoria, y esa incertidumbre sólo logró aumentar mi fascinación hacia la autora y hacia su minúscula obra.

Pasaron años, muchos años, no sé exactamente cuántos, hasta que un día por casualidad detuve el incesante subir y bajar por los canales del televisor en una escena en la que un periodista entrevistaba a una mujer que hablaba sobre libros. Las letras impresas al pie de la pantalla indicaban que esa mujer era Erica Sirfim. Era ella, la autora de aquellas palabras.

Era una mujer madura pero aún joven (aparentaba unos cuarenta y cinco años más o menos) y hablaba con tono pausado, monocorde, mientras el hombre que la entrevistaba la miraba embelesado. Si bien era muy distinta a la que yo había construido en mi imaginación durante todos esos años, ella irradiaba una rara especie de encanto; encanto que yo no podía distinguir si residía en su voz, en sus palabras o en alguna característica física.

El programa era uno de ésos en los que el público tiene la posibilidad de participar telefónicamente, y el número del canal aparecía en forma constante al pie de la pantalla.

Marqué el número con nerviosismo varias veces, hasta que logré comunicarme.

—Quiero hablar con Erica —dije cuando me atendieron.

Unos minutos después, tras una breve presentación del periodista, mi llamado era sacado al aire, mientras yo observaba la cara de la mujer ocupando toda la pantalla.

—Erica, necesito conocerte —dije sin pensar que tal vez varios miles de televidentes estuvieran siendo testigos de mi osadía.

Ella pareció sorprenderse y sonrió algo nerviosa. La cámara enfocó entonces al tipo que conducía el programa.

—¿Cómo es su nombre, amigo? —dijo el tipo algo canchero, exagerando su profesionalismo.

A mí no me interesaba hablar con él, así que ignoré su pregunta.

—«Lentamente caen las hembras melancólicas al río...» —recité de memoria.

La cámara volvió a la cara de Erica.

—«...hay veces que setiembre es una fuga de mujeres pálidas...» —continuó ella.

—«...menstruando sin piedad en las escalinatas de los muelles» —completé.

El director del programa pareció desorientarse tanto como lo estaba el periodista, ya que la imagen mostró durante algunos segundos la cara de Erica, luego la del conductor y finalmente sonó la música que utilizaban para finalizar cada bloque y dieron paso a un corte comercial.

—Señor —casi me gritó una voz del otro lado del teléfono— esto es TELEVISIÓN. No es una línea privada.

—Yo sólo quiero hablar con Erica —repetí, tranquilo.

Tras unos instantes de silencio escuché que la voz que había gritado decía: «Dice que quiere hablar con usted».

—¿Quién sos? —me preguntó entonces la voz de Erica.

—Quiero conocerte, Erica —le dije.

—¿Es por lo que escribí? —me preguntó.

—Tal vez. Pero no solamente por eso.

Ella dudó. Seguramente estaba interesada en conocerme, pero la detenía el miedo a aceptar la propuesta de un desconocido.

—Bueno —dijo finalmente.

—Esperame en la puerta del canal. Salgo para allá.

—¿Cómo sé que puedo confiar en vos? —me preguntó.

—No lo sabés —le respondí, y colgué el teléfono.

Eran casi las once de la noche cuando el taxi me dejó en la puerta del canal y prácticamente me arrojé hacia la vereda. El programa había terminado y ella estaba allí parada, bajo una gran farol, esperándome.

—«Luego se arrojan distraídamente...» —le dije a modo de contraseña cuando estuve a su lado.

—«...Nunca más se las ve» —me respondió sin sonreír.

—¿Por qué aceptaste? —pregunté.

—No sé. Esto es muy raro.

—Es muy raro... sí, muy raro.

—¿Qué querés hacer? —me preguntó. No parecía asustada (de hecho estoy seguro de que no lo estaba) sino más bien intrigada, sorprendida. Me miraba con curiosidad.

—No sé —le respondí.

Nos quedamos parados uno frente al otro, bajo la luz del farol de mercurio, que de a ratos se apagaba. La noche estaba helada y ella se frotó las manos y luego cruzó los brazos sobre el pecho. Yo sentí frío también y levanté el cuello de mi abrigo, mientras miraba a algunos empleados del canal que salían del edificio rumbo a sus casas. Ninguno se fijó en nosotros.

—No podemos quedarnos acá —me dijo con sensatez.

Yo miré hacia ambos lados y vi el resplandor de las luces de un viejo bar en una de las esquinas.

—Tomemos algo —le dije—. Y hablemos.

No había nadie en el bar, salvo dos viejos que jugaban a las cartas en silencio en un rincón.

Nos sentamos en una mesa junto al vidrio y pedimos café para los dos.

Yo sentía que le debía alguna explicación, pero ella no parecía dispuesta a reclamármela.

—Nadie recuerda esas palabras que escribí —me dijo.

Cada gesto, cada palabra, cada idea reforzaba mi sensación de que estábamos más cerca el uno del otro de lo que la lógica de esa situación sugería.

—Yo nunca pude olvidarlas —confesé.

—¿Las entendiste?

—Más que eso: las sentí.

Mi respuesta pareció satisfacerla.

—Durante años —continué— me pregunté quiénes eran esas hembras melancólicas, por qué se arrojaban distraídamente, por qué nunca más se las veía. Hasta que esta noche, al verte, me di cuenta de que esa búsqueda era estúpida. Que esas palabras no estaban escritas para ser entendidas a partir de su significado, de su relación con las cosas que representaban...

Me detuve para darle la posibilidad de que me corrigiera si mi razonamiento era errado.

—Seguí —me pidió.

—...esta noche, cuando te vi, súbitamente entendí que esas palabras estaban escritas para que una persona, una única e individual persona, las sintiera como yo las sentía. Esta noche, cuando te vi, descubrí ese código indescifrable que estaba oculto en lo que vos escribiste; ese código que me dedicaste, Erica, que vos inventaste para mí cuando escribiste aquello. Esta noche, cuando te vi, supe que vos me habías escrito eso y te habías sentado a esperar que yo apareciera y te buscara.

Permaneció largos minutos en silencio, revolviendo el café que se había enfriado en el pocillo.

—¿Por qué tardaste tanto? —me preguntó al fin.

No le respondí. No había respuesta, y además no era necesaria.

—Pasaron quince años desde el día que lo escribí —intentó justificarse—. Eso es demasiado tiempo para una mujer sola.

—¿Es tarde, Erica? —pregunté.

—Es tarde —respondió.

Golpeé la mesa con fuerza y los viejos interrumpieron su partida para mirarme. Ella se recostó sobre el respaldo de la silla con calma y cerró los ojos.

—No me podés acusar por haber pensado que no existías —dijo sin abrirlos.

—Te puedo acusar por haberte conformado —le dije, hiriente.

Se paró, cerró su abrigo y me miró con pena, mientras yo seguía sentado en la silla y no hacía nada por impedir que se marchara.

—A veces —me dijo en voz muy baja— llegar tarde es igual a no llegar.

Salió a la vereda y al pasar delante de la mesa me miró, a traves del vidrio, con una mirada triste. Entonces yo me levanté, caminé hasta la puerta del bar y mientras el mozo me reclamaba el pago de los cafés la miré alejarse por la calle oscura, abrazando su abrigo y sin darse vuelta.

—«Nunca más se las ve» —le dije al mozo mientras le pagaba, y luego yo también me marché.

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Copyright ©Gustavo Albanece, 1999
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Fecha de publicaciónEnero 2000
Colección RSSFabulaciones
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