Mi nombre es Miguel Doreau y soy antropólogo.
Eran los últimos días de marzo de 1982; yo andaba de aquí para allá con mi título recién estrenado sin poder justificar los años de estudio; no puedo decir que las puertas me fueran cerradas violentamente en las narices, aunque lo hubiese preferido como una excusa para descargar las tensiones que mi cuerpo iba almacenando prolijamente; la forma tan gentil como me despedían de todos los institutos que visitaba, diciéndome que no necesitaban mis servicios, que probara el año siguiente, me arrugaba como un papel descartado. Así fue que retiré el dinero del último plazo fijo que me quedaba con el fin de pasar unos días en la costa y poner distancia con mis fracasos.
La noche anterior a mi partida, unos compañeros de la universidad, todos ellos hijos de familias de buen pasar, habían organizado una fiesta. Al principio dudé de que mi humor me permitiese disfrutarla, pero finalmente, dado que al otro día abandonaría la ciudad, decidí que podría distraerme y salir rumbo al descanso con otro ánimo.
Ustedes deberán de hacerse una idea de lo que son las fiestas de los estudiantes de antropología; en general, si se las mira como a un televisor con el volumen en cero, se parecen bastante a cualquiera, pero cuando damos paso al sonido el tema es siempre el mismo: hallazgos, estudios, teorías, consecuencias... Yo ya sabía eso, siempre me había causado cierto malestar, pero no se me hacía intolerable; por otra parte, se trataba de un resto de mi pasado juvenil, algo así como un adiós.
La fiesta era en Palermo, en un departamento cerca del mío, en un piso muy alto; se podía apreciar buena parte del río. Salí al balcón-terraza a tomar un poco de fresco y descansar de la charla. Me habría quedado allí el resto de la noche de no haber sido por el extraño.
Estaba sentado en uno de los sillones de esterilla, me tomó varios segundos deducir que debía de encontrarse allí desde hacía buen rato, imperceptible debido a su silencio y a la poca luz. Pasada la sorpresa, me senté frente a él. Su primera pregunta se refirió directamente a mi huida de la fiesta, es decir: a mi aburrimiento; como apenas hice un gesto con los hombros, se quedó callado unos minutos, hasta que me preguntó:
—¿Qué le parece esa nueva noticia sobre los hallazgos en Miramar?
Había estado escuchando, a poco de haber llegado, que se había fundado un centro de estudios en Miramar. La cuestión me había parecido muy delirante, así que le contesté:
—Suponer la existencia de alguien llamado «el Pez» era, hasta ayer, lo bastante dudosa como para ahora debatir la posibilidad de que hubieran existido otros como él. El Centro de Investigaciones de Miramar funciona gracias al dinero de ese millonario que se apasionó con la historia, por no hablar de los muchos crédulos que viajan hasta allá como modo de encontrar una salvación a sus vidas inútiles o desgraciadas.
El extraño no me quitaba los ojos de encima. Al rato, continuó:
—¿Usted no cree que lo del Pez y los arts sea verdad?
—Mi vida no cambia, se lo aseguro. Mi problema actual consiste en que no tengo adónde ir ni qué hacer; mis conocimientos no le sirven a nadie, o quizá deba decir que no son lo que el gran público devoraría con ansias —utilicé un tono grandilocuente para desahogar esas últimas palabras.
—Justamente... —la voz del extraño parecía dejar algo entre sombras—. ¿Usted no escribía?
—Eso fue hace mucho... —mis palabras se cortaron. ¿Cómo podía saber que yo había escrito poesía durante la adolescencia? Sonrió al ver la cara que ponía y, sin darme tiempo a nada, saltó desde el sillón, dio una vuelta en el aire y cayó parado justo sobre el borde de la baranda que nos separaba del vacío.
Ahogué una exclamación y me puse de pie, enfrentándolo, fue una reacción que no tuve tiempo de pensar, estaba rígido como una piedra, aterrado.
Sin decir una palabra, sacó del bolsillo un objeto parecido a una linterna, apuntó y cerró los ojos. Un haz luminoso partió del metal y un rectángulo de madera se materializó sobre la mesa; recién entonces volvió a hablar:
—Lo espero mañana, en la plaza de Pueyrredón y Las Heras, después del almuerzo —dio otro salto y volvió a la fiesta; intenté seguirlo pero fue inútil, no estaba por ninguna parte.
Volví al balcón y revisé la madera; había una inscripción:
«Las cosas son
lo que parecen
justamente.»
Me fui por la puerta de la cocina sin despedirme de nadie. Cuando llegué a casa, me preparé una buena taza de café y no dejé de pensar en lo que me había pasado. Finalmente, me dormí hasta cerca del mediodía; había perdido el micro pero no me importó, me interesaba más encontrarme con el extraño. Mi casa estaba a cuatro cuadras de Las Heras y Pueyrredón, era posible que todavía estuviera ahí.
Lo encontré sentado en uno de los bancos, con una bolsa de maíz y rodeado de palomas.
—Hola —le dije—; parece que lo hice esperar.
—No; recién llegué —levantó la cabeza—. Yo soy el Pez.
Así tuve mi primer encuentro con quien cambiaría mi vida. Nunca supe por qué me eligió a mí, aunque mi amistad de hoy con aquel hombre parece explicarlo todo, como si el pasado se viera con más claridad cuando el tiempo nos aleja de él. Después, vinieron mis viajes a Miramar, mis estudios para el Centro de Investigaciones y mi tesis de doctorado. Meses más tarde, cuando le comenté que mi trabajo sería publicado, me sugirió modificarlo para que fuese una novela.
—Y, de ser posible, una que los jóvenes puedan entender —éstas fueron sus textuales palabras. Y yo espero haber cumplido.
Forzar una guía es matar la libertad;
inventar el juego es cambiar las reglas
justo antes de obedecerlas.
Yeie-Sbi
Libro de los Arts.
«Año del Mar»
Copyright © | Daniel Rubén Mourelle, 1999 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Septiembre 1999 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n066-01 |
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