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Miramar

La gesta del Pez

Había una vez

Daniel Rubén Mourelle
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—¿Cómo es la memoria?

—Oscura.

—¿Qué pasa entonces con los recuerdos claros?

—Son la mirada de los recuerdos oscuros.

—No serás un niño para siempre.

—¿Estás enojado?

—No, no; ha sido el aliento del dragón, un soplo a contrapelo.

—Me gusta jugar con los soplos y fingir que soy el viento que cabalga entre la foresta... ¿Se volverá esto un recuerdo oscuro?

—Probablemente.

—Ojalá pudiera entenderlo mejor.

—¿Y qué es «entender»?

—No sabría decirlo con precisión; es algo así como apresar, sí, eso es, es como apresar lo que se dice.

—No puedes apresar lo que dices pero sin embargo lo dices. ¿No es absurdo?

—Tan absurdo como criar aves para cazar otras aves, cuando no vuelven, ¿es porque no han tenido suerte?

—Pequeño amigo, la suerte es un sueño que nunca llega solo. ¿Qué sueñas?

—Me veo nadando por un río y después en la profundidad del mar, entre el barro del fondo, en el torrente y en la calma. Claro que después el maestro me enseña que eso nunca podrá ser; primero porque no soy un pez, y segundo porque los peces de río no van al mar ni viceversa...

—¡Eso está por verse! Pero, de todos modos, ¿qué clase de maestro es ése que únicamente da información? Una evidencia más del mal reino que se avecina... Serás mejor que los peces; serás mucho mejor.

El bosque que bordeaba la costa presenció muchos diálogos como aquél. Corrían tiempos tumultuosos, las creencias estaban cambiando y eso siempre venía acompañado de bruma y tormenta. Ellos no estaban ajenos a lo que pasaba, pero sí a sus dimensiones.

El niño se llamaba Bruvald y nunca había conocido a sus padres biológicos; había sido adoptado por un granjero. Su amigo, Mildin, era uno de esos enanos llegados en las carretas del teatro, todo el mundo los llamaba «arts». Se habían encontrado de modo casual: Bruvald jugaba y Mildin, que paseaba reflexionando ensimismado, se sorprendió al ver la veracidad con que llevaba adelante su juego, con mucha más decisión que los otros niños; después, su forma de hablar, de apariencia superficial y absurda, lo llevó a encrucijadas insólitas. Desde aquella primera vez, siguieron encontrándose cada tarde.

Nadie se había hecho muchas preguntas acerca de los arts, ni sobre el resto de la compañía, acostumbrados como estaban a los prodigios de sus propios hechiceros; imaginaban que vendrían de alguna parte de la isla vecina, pero no se inquietaban en lo absoluto por obtener datos precisos. En consecuencia, los encuentros entre Bruvald y Mildin no llamaron la atención de modo sobresaliente.

—¿Qué es el mundo? —preguntó Bruvald.

—Una fundación de la palabra, con sus luces y sus sombras —contestó Mildin arrugando la frente—, por eso es que tienes que recordar, a tu manera, estos momentos que hemos pasado juntos. Todo lo que veas no será más que una parte, no hay «nunca» al igual que no hay «siempre»; el hoy no es más que una brisa para nosotros y eso no quita que este sol que nos acaricia esté aquí en realidad.

—¿La realidad es un reino?

—Es realeza —contestó Mildin triunfante— y la realeza se lleva en la sangre. Hay un misterio que nos acompaña donde quiera que vayamos, somos nosotros quienes lo olvidamos algunas veces, y le damos su lugar en otras.

—Como cuando el puño se cierra sobre la espada— Bruvald continuaba el camino comenzado por su amigo—; hay presagios de calamidades, yo mismo me despierto sobresaltado en la noche.

—La inquietud enseña —interrumpió Mildin, entornando los ojos— el sendero del don. Traes contigo cualidades poco usuales, otras te serán obsequiadas a lo largo del camino. Pero recuerda: el don te hará diferente.

Cierta vez, Mildin le pidió que lo acompañara:

—Quiero que Vivian te conozca, ella vive en el lago, pero no podrás verla. Cuando estemos por llegar, te pondrás este pañuelo sobre los ojos y no intentarás quitártelo ni espiar por debajo.

—¿Para qué es el pañuelo? ¿Qué puede pasarme?

—Ningún humano puede verla, su belleza es tan grande que se torna peligrosa, igual que es peligrosa y escalofriante la extrema fealdad, puedes perder la vista o volverte loco o caer al lago y transformarte en una bestia. Muchos caminantes la han visto desde lejos y han relatado luego esos encuentros como los más terribles de sus vidas.

—Tu amiga debe de ser una bruja.

—Podría decirse que se aproxima a serlo; es mortal como enemiga, pero puede ser una aliada formidable, ha hecho mucho por nosotros desde que llegamos a estas tierras.

Mildin colocó el pañuelo sobre los ojos de Bruvald. El niño percibió que alguien más se encontraba junto a ellos; después de una corta espera, la presencia dijo:

—Veo que has encontrado al elegido por el don.

—Así es, Dama; lo busqué por las islas sin pensar que pudiera ser un humano, la profecía no lo advierte y aún no puedo creer que lo haya encontrado, aunque quizás fuera él quien estaba destinado a encontrarme a mí.

—Parece fácil ahora que ha sucedido, cuando la profecía se cumple nadie duda, pero antes... Ése es el territorio de los valientes. Cuando lo imposible está por suceder, los pensamientos se resisten... ¿Lo sabe el rey?

—Hoy por hoy, Arturo tiene graves problemas de los que ocuparse como para desviar su atención hacia nosotros.

—Si ustedes me disculpan —interrumpió Bruvald—, no entiendo gran cosa de lo que dicen, pero creo haber sido elegido por la suerte...

—¡No! —lo corrigió Vivian—. La suerte no es lo que vulgarmente creen estos «nuevos maestros» que deberían perder la lengua sólo por decirse tales. La suerte es una forma del deseo, hija de la elección y de la voluntad.

—Pero yo nada sé de mi origen, nací y eso es lo más que puedo asegurar.

—¡Casi nada, Bruvald! —exclamó la Dama—. Nacer es una elección.

El niño ladeó la cabeza extrañado.

—¡Imposible!

—Sí, Bruvald —intervino Mildin—; y no sólo es una elección de las principales y más obvias, sino que la renuevas cada día al despertar.

—Entonces, por oposición, ¿también sería una elección la muerte?

Vivian miró a Mildin e hizo un gesto afirmativo:

—No hay duda de que es él; el don ha comenzado a hablar.

—Pero, ¿y lo que acabo de preguntarles? —insistió Bruvald, inquieto.

—Ya hablaremos de eso alguna otra vez, ya hablaremos.

Los encuentros con su amigo fueron haciéndose imprescindibles para Bruvald. Su regocijo crecía con cada descubrimiento. Esperaba cada tarde con ansiedad y fue grande la sorpresa cuando se percataron de que el marrón de sus ojos había cambiado, se habían vuelto verdes.

—¿Por qué esta niebla no penetra en la foresta y aun así la encierra como si fuese una gran campana?

—No olvides esta niebla, Bruvald, es el aliento del dragón; será uno de los pilares de tu memoria.

—No entiendo por qué, pero me siento muy triste.

—Es por la despedida. Bruvald levantó los ojos con muy poco asombro.

—Sí; es la despedida, el intervalo indefinido. Los trovadores la han llamado con muchos nombres.

—¿Te vas?

—Así es, me voy con mis hermanos... —contestó Mildin también con pesar—. Hay otras tierras más allá del mar. En éstas, las razas mágicas correrán mala fortuna; un gigantesco ogro se ha propuesto eliminarnos y le da lo mismo que sea por la dilución o por la espada. En los antiguos relatos, nuestros padres mencionan una vieja tierra y, para llegar, deberemos atravesar las aguas, hacia el sudoeste... Nunca olvides el aliento del dragón.

—Mildin; no permitiré que el ogro gane territorios con sus mentiras...

—No hay mentira alguna —corrigió Mildin—, ése es precisamente el peligro, el ogro nombra y la verdad se hace. Esquívalo, busca la forma de eludirlo, sólo así tendremos una oportunidad, que el don hable y te guíe. Ése es el único modo de tener un nuevo encuentro.

—Así lo haré y tendremos ese encuentro.

—Lo tendremos, amigo; sé que lo tendremos.

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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónSeptiembre 1999
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