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Apuntes del verde

Royalty

José Preciado
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaUn pueblo extremeño

El cine del pueblo había sido teatro de varietés en tiempos más dulces y, a pesar de su inapelable decadencia, conservaba una cierta dignidad en aquellos elementos que no había arrasado el paso de los años. Tenía suelo de mármol en la entrada, cortinajes de terciopelo rojo, voluminosas escayolas en el techo que cuando lo derribaron supe que eran art déco, y ambigú en la entreplanta (la «entrepierna», como la llamaba Lucio «el monotemático»). El patio de butacas olía a almizcle, a pis y a polvo. Tenía seis palcos en cada lateral y gallinero.

De pequeño iba mucho, hasta tres o cuatro veces a la semana, porque mis padres tenían abono: tres butacas en la fila siete impar. Con ellos recuerdo haber visto todas la películas del 007 (las de Connery, por supuesto), muchas italianas de romanos, troyanos y antiguos en general, llenas de excesivos muslos masculinos y abisales escotes femeninos, y algunas reposiciones de musicales americanos, como Siete novias para siete hermanos, Brigadoon o Un día en Nueva York. El mayor pánico cinematográfico de la infancia lo sufrí, mira qué cosas, con Diez negritos, de la que ahora sólo recuerdo que salía Oliver Reed; y el mayor placer me lo dio El libro de la selva. En un cumpleaños me regalaron un álbum de la película, con cromos en color de Baloo, Bagheera, el temible Shere Khan o el impresentable Coronel Hathi, y lo gocé hasta el destrozo.

Más tarde, claro, empezamos a ir juntos los amigos. Primero a la sesión infantil de los domingos, en la que veíamos películas de Maciste, de «los tres supermanes», reposiciones de las películas de Tarzán de Johnny Weissmuller o spaghetti-westerns donde los malos eran siempre los mismos actores. Y después, ya con otros gustos, fuimos frecuentando las películas para mayores, pues las restricciones de acceso por razón de edad eran más que laxas en el Royalty. Veíamos los thrillers de autojusticia y venganza con propina de Charles Bronson o Clint Eastwood, todas las películas de kung-fu sin excepción (todavía recuerdo el asombro que nos causaban los saltos y las coreografías de las peleas, la inverosímil habilidad letal de El luchador manco o, simplemente, Bruce Lee pidiendo todas las sopas del menú de un aeropuerto), y vimos, naturalmente, todas las de catástrofes y bichos feroces, de los poseidones a los aeropuertos, pasando por terremotos y colosos en llamas, hasta los tiburones, orcas asesinas, pirañas y una infame Barracuda australiana. Las que más nos gustaban eran las de guerra, reposiciones de los 50 y 60, como Doce del patíbulo, La gran evasión o El puente sobre el río Kwai y, por supuesto, las de destape.

No puedo recordar el título de la película, pero las primeras tetas que vimos en una pantalla fueron las de María Luisa San José en una película en la que se lo hacía con José Sacristán y Antonio Ferrandis. La impresión fue francamente memorable, pues puedo casi jurar que aquéllos fueron los primeros pechos que, en toda circunstancia, veía la mayoría de nosotros. El Lucio fue el único capaz de articular palabra («anda la hostia») y «el Bala» se cambió de butaca tres veces a ver si podía seguir viéndoselas cuando la actriz se puso de perfil. El resto permanecimos paralizados, mudos, cohibidos, asombrados y encantados de la vida.

El caso fue que obviamente nos aficionamos y, como ocurría que si la autoridad competente no intervenía puntualmente con algún título (cosa que ocurrió con La trastienda, anunciada como el primer pubis del cine español), taquillero y porteros se hacía los locos en un negocio que zozobraba, pudimos ver casi todo el cine erótico de la época, incluidas algunas clasificadas «S», con títulos tan finos y sugerentes como El fontanero, su mujer y otras cosas de meter. Íbamos hasta a las de Alvaro Vitali haciendo de Jaimito, con Edwige Fenech, Gloria Guida, Donatella Damiani, Nadia Cassini, Anna Maria Rizzoli y otras muchas maggioratte de tercera, que hacían siempre de enfermera, doctora o profesora, ligeras de cascos y de ropa, y gracias a las que pude, al fin, descubrir qué había más allá de los escotes y las túnicas de los peplums que veía con mis padres en la fila siete.

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Copyright ©José Preciado, 2001
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Fecha de publicaciónJulio 2001
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