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Pianoforte

Saturno de Echebarri
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Cuando nos mudamos a la nueva casa, mi tía María nos regaló su piano porque ella ya no lo tocaba y ahora nosotros teníamos espacio de sobra. Durante los primeros meses, mis padres estuvieron ocupados en la mudanza y la adaptación al nuevo domicilio, de modo que el piano permaneció solo, a cuatro patas en un extremo del inmenso salón, como una mascota olvidada, mientras Marta y yo explorábamos los rincones ocultos de la casa y perseguíamos con la mirada los bichos que poblaban el jardín. Luego mi madre pensó que había que sacar algún provecho de aquel regalo y aquel verano una institutriz comenzó a darnos lecciones a mi hermana y a mí dos días a la semana.

Se llamaba Cristina de Brizblau. Los lunes y los miércoles, poco antes de la hora de comer, la veíamos aproximarse por la vereda con un fajo de partituras bajo el brazo y el paso decidido de quien llega tarde. Divisábamos primero su silueta blanca y alargada en el arranque del camino, diminuta entre las tierras baldías y el cielo opalino. Ya entonces podía apreciarse que su indumentaria —las mangas largas, aquello que se intuía en su cabeza— se compadecía mal con el calor sofocante del mediodía. Sentados sobre el césped del jardín, Marta y yo abandonábamos de inmediato nuestros juegos y, con una mezcla de curiosidad y temor, nos quedábamos absortos mirándola. A medida que se acercaba, su ropa —siempre la misma— se iba perfilando: la falda plisada, la blusa blanca con chorreras en el pecho y volantes en los puños. En la cabeza llevaba encasquetado un absurdo gorrito amarillo del que brotaba apelmazado su cabello pajizo. Enfilaba el último tramo de la vereda con gran agitación de su único brazo libre y levantando polvo a su paso. Luego traspasaba la cerca, precedida de aquellos dos ojos de cristal que pendían de su nariz, severos y abombados.

Recuerdo que el primer día mi tío Federico exclamó:

—¡Vaya adefesio!

Expresión que no entendí pero que, por el tono que empleó, supe que no significaba nada bueno. Y también porque mi madre le regañó con la mirada. Mi tío Federico era el hermano pequeño de mi madre. Se había instalado en una habitación del segundo piso de la nueva casa hacía tan sólo una semana con la intención de pasar el verano con nosotros. Marta y yo, que somos hermanos gemelos, no entendíamos por qué no lo disfrutaba en su propia residencia con su esposa, la tía Cecilia, pero nuestros padres nos habían dado a entender con palabras esquivas que aquél no era asunto de nuestra incumbencia y nosotros estábamos convencidos de que la presencia del tío Federico estaba relacionada con la nueva casa.

Los lunes y los miércoles mi hermana y yo no nos atrevíamos a decir palabra en toda la comida. Como mi padre solía hablar con mi tío Federico, era mi madre la que debía esforzarse por entablar conversación con la institutriz. A mí siempre me parecía que ella escuchaba desdeñosa lo que le contaba mi madre y que mi madre se daba cuenta y buscaba sin descanso nuevos temas de conversación. Después del café, Cristina de Brizblau nos hacía pasar al salón cerrando la puerta tras de sí. Nosotros nos sentábamos en el canapé que había junto a la entrada mientras la institutriz caminaba hasta los ventanales que daban al jardín y corría las cortinas. El piano, sinuosa mancha sobre el suelo resplandeciente, ocupaba ahora el centro mismo de la pieza y el resto del mobiliario parecía girar a su alrededor. Cristina de Brizblau se acomodaba en la banqueta y atacaba algunos compases. Yo sentía una oleada de notas que se alzaban en bandada y después condensaban en el cielo raso y goteaban arrimadas a las paredes, aunque seguramente estas visiones eran imaginaciones de mi hermana.

Luego Cristina de Brizblau se detenía de golpe, dejando aquella reverberación sonora en el aire, como un nubarrón negrísimo flotando sobre nuestras cabezas, y miraba con sus ojos abombados aquellos bultos temblorosos que eran nuestros cuerpos sobre el canapé. «Marta», decía. O «Alejandro». Y mi hermana o yo debíamos caminar hasta el centro del salón, arrimarnos a ella en la banqueta y demostrarle que habíamos practicado. A mí me producía pánico aquel instante en el que Cristina de Brizblau abría la partitura salpicada de notas y señalaba un punto que a mis ojos era igual a cualquier otro punto, diciendo secamente:

—Toca.

Luego venía el castigo, porque Marta y yo no lográbamos aprender nada, y Cristina de Brizblau no nos dejaba abandonar el salón hasta la hora de la cena. Ella se quedaba con nosotros casi hasta el anochecer para comprobar que cumplíamos la condena, a pesar de que mi madre solamente le pagaba por impartir lecciones de tres horas. Volvía a abrir la partitura por la primera página y mi hermana y yo debíamos turnarnos en la banqueta repitiendo una y otra vez aquellos ejercicios interminables mientras el verano se escurría fuera...

En el salón las horas se arrastraban lánguidas hasta que oíamos dos golpecitos muy tímidos en la puerta y mi madre decía «con su permiso, Cristina» y anunciaba la cena y nosotros salíamos corriendo, no hacia el comedor, sino hacia el jardín, donde olía a césped recién regado y los pinos eran apenas unas siluetas que se recortaban sobre el cielo tenue y donde poco a poco se invertían los papeles, la silueta del cielo se recortaría sobre las copas de los pinos y las estrellas brillarían al son de los grillos y regresaríamos apesadumbrados al interior de la casa en la que mi madre se acabaría de despedir de la institutriz.

En aquellas largas tardes de encierro sólo la imaginación contagiosa de Marta me libraba de la desesperación. Yo trataba de seguir la partitura como podía, pero la sabía allí, pequeñita, sentada en el canapé con los pies colgando, la mirada perdida en el piano y en su rostro una mueca perversa. Luego, cuando Cristina de Brizblau la llamaba, cruzábamos unos ojos cómplices, y, al sentarme en el canapé, veía, entre admirado y horrorizado, lo que había imaginado Marta. En el centro de la pieza había un formidable insecto negro con un ala alzada, a punto de emprender el vuelo. Era semejante a aquellas cucarachas de avance espasmódico que había visto sobre el suelo acanalado de la estación. Sólo que ésta se estaba quietísima sobre las relucientes baldosas del salón y tenía una inscripción que decía: Steinway.

—¿Qué, cómo van las clases?

Mi madre se dirigía amistosamente a Marta pero era Cristina de Brizblau quien recogía la pregunta.

—Verá, Marta es perezosa. Se esfuerza poco...

Cristina de Brizblau me pasaba por la cabeza su garra tensa y a mí se me atragantaba el pedazo de níspero que tenía en la boca.

—... pero Alejandro se niega a aprender.

La institutriz me clavaba los ojos y hacía como que pensaba. Finalmente añadía:

—Aunque eso tiene fácil arreglo.

Mi madre la miraba amablemente, invitándola a responder:

—El chico necesita un poco de disciplina.

—¿Usted cree? —decía mi madre por decir algo, sin perder la sonrisa.

—Desde luego.

Y de nuevo nos encerraban en la inmensidad del salón y yo maldecía aquel regalo envenenado de mi tía y a mi madre que ya no debía de querernos pues nos abandonaba a la voluntad de Cristina de Brizblau.

«Alejandro».

Tendría que ir hasta el centro de la pieza, subirme a la banqueta. Enderezarme procurando que mi cuerpo no tocara el cuerpo de la institutriz, que olía raro. Como siempre, me esforzaría por recordar la lección, contemplando las notas bailar de la mano. Luego alargaría los brazos y posaría los dedos sobre el lomo distante de la cebra. Al volverme, Marta me sonreiría desde el canapé, pensando también en la cebra que se ocultaba bajo el caparazón negro y brillante. Tendría que inclinarme un poco hacia adelante porque de lo contrario mis dedos no alcanzarían las franjas negras de su lomo blanco. Sería una postura incómoda. Pero todo resultaría más sencillo a poco que el animal flexionase sus finas patas delanteras...

—¿A qué esperas? ¡Comienza de una vez!

Por fortuna, luego venía la mañana luminosa del jueves y Cristina de Brizblau desaparecía de nuestras vidas. También el piano y el salón, que no visitábamos nunca, aunque seguíamos guardando un silencio respetuoso ante su puerta cerrada. Pasábamos los días jugando en el jardín, estirados sobre el césped o correteando entre los pinos, contemplando una línea de hormigas que salía de la boca de un hormiguero o el aleteo apacible de los peces rojos en la balsa. Jueves, viernes, sábado y domingo. El lunes era distinto: no lográbamos concentrarnos del todo en nuestros juegos porque sabíamos que Cristina de Brizblau aparecería por la vereda poco antes de la hora de comer.

—Toca usted tan bellamente... —decía mi madre a la institutriz.

Mi padre hablaba con mi tío Federico. Yo miraba a Marta y creo que pensábamos lo mismo porque los ojos le brillaban. Por la mañana, habíamos presenciado arrobados cómo un sapo oscuro se zampaba con delectación un insecto alargado. Luego habíamos permanecido durante un buen rato de cuclillas sobre el césped, dejándonos llevar por nuestra imaginación.

—Espero con impaciencia el día en que Alejandro y Marta interpreten a Chopin tan bien como usted... —seguía diciendo mi madre.

Cristina de Brizblau nos miraba a mi hermana y a mí con aquella severidad ampliada por las lentes y respondía convencida:

—Eso es imposible.

—¿Cómo? —replicaba mi madre, en realidad no muy asombrada.

—Alejandro y Marta practican muy poco. ¡Poquísimo!

De modo que a partir de entonces recibiríamos las lecciones de la institutriz también los viernes. Yo dejé caer un tenedor rechinante sobre el plato y mi hermana devolvió al vaso el agua turbia que tenía en la boca. Con nuestras almas infantiles odiamos más que nunca a Cristina de Brizblau y un poco también a nuestra madre que a la proposición de la institutriz se había limitado a contestar, con tanta naturalidad como poca lógica:

—Si usted lo juzga necesario, es sin duda porque se trata de una excelente idea.

Tomanos el postre apesadumbrados. Después llegó el café y la institutriz golpeó con la cucharilla en el costado de la tacita de porcelana, que era la forma que tenía de anunciarnos que había acabado de comer y que debíamos levantarnos.

Lo vimos nada más entrar en el salón. Cristina de Brizblau fue a correr las cortinas como si no pasase nada. Marta y yo nos sentamos en el canapé, contentos aunque un poco asustados, sin dejar de mirar al enorme sapo negro que ocupaba el centro de la pieza.

Recuerdo con nitidez aquella mañana de lunes en la que jugábamos distraídos por la evidencia de que Cristina de Brizblau aparecería al mediodía. Yo le había chutado el balón con desgana a Marta y ella se había quedado de pronto pensativa y lo había dejado pasar, sin mover siquiera la cabeza para seguir su trayectoria. El balón había caído en la balsa pero yo también había permanecido inmóvil mirando a mi hermana en lugar de correr a rescatarlo, a pesar de que era un balón de cuero. No había podido dormir mucho la noche anterior y creo que Marta tampoco. Durante la cena, mi padre había discutido con mi tío Federico y, aunque normalmente mi madre defendía a su hermano, en esta ocasión se había puesto de parte de mi padre.

—Pero Federico trata de comprender... —insistía mi madre.

—Con esa actitud no conseguirás nada —le informaba mi padre.

—Has de ser razonable —imploraba mi madre.

—Ponte en su lugar —añadía mi padre.

Luego había hablado muy exaltado mi tío Federico durante un buen rato. Había utilizado palabras difíciles que yo no entendía bien aunque sí había podido darme cuenta de que se había estado refiriendo a la tía Cecilia. Al final, mi madre le había puesto una mano en el hombro y le había interrumpido diciendo, tajante:

—No delante de los niños.

Entonces el tío Federico se había levantado y se había ido a su habitación enfadadísimo. Había seguido un silencio inmenso lleno de tenedores y cuchillos y sorbos y respiros.

Mientras recogía los platos, mi madre le había lanzado una mirada interrogativa a mi padre. Como que éste había hecho con la cabeza un ademán aprobatorio, mi madre se había vuelto a sentar y, dirigiéndose a mi hermana y a mí, había resumido así la situación:

—Vuestro tío Federico y la tía Cecilia ya no son amigos.

A mí esta frase me había desconcertado porque entonces pensaba que entre adultos aquellas cosas no pasaban. Durante la noche, la imagen de mis tíos dándose la espalda de brazos cruzados había asediado mi pensamiento con la tenacidad circular de un arpegio. En sueños había vuelto a ver al tío Federico y a la tía Cecilia de pie en medio del salón, malhumorados. Extrañamente, el piano había desaparecido y la tía Cecilia llevaba gafas pero, mientras lo soñaba, esto a mí me había parecido de lo más natural. De pronto me invadía una desazón inexplicable, me bajaba del canapé —porque ahora veía que había estado todo el rato sentado en el canapé— y caminaba hacia mis tíos. Alzaba la vista hacia la tía Cecilia y descubría con horror que había sido suplantada por Cristina de Brizblau. Entonces me había despertado bañado en sudores y ya no había podido dormir durante el resto de la noche.

Inmóvil sobre el césped, mirando a Marta, recordé este sueño. Luego algo llamó mi atención, miré hacia otro lado y divisé la figura diminuta de Cristina de Brizblau en el arranque de la vereda. Los dos sabíamos que debíamos hacer algo. Fue Marta la que habló primero. De golpe su mirada perdida confluyó en mis ojos y dijo con firmeza:

—Tenemos que hacernos amigos.

Yo la entendí enseguida. Se refería, claro, al piano. Los dos teníamos de pronto la certeza de que sólo el piano podía librarnos de la institutriz. En su ausencia, debíamos ganarnos su amistad. Había que cubrirlo de atenciones, convertirlo en el centro de nuestros juegos, como al perro que mi padre nunca nos había dejado tener. Acariciarle suavemente el caparazón negro con la palma de la mano, limpiarle las patitas cuidadosamente. No dejarlo nunca encerrado allí solo.

A partir de entonces, el jardín dejó de ser el escenario de nuestros juegos. Pasábamos las horas en el salón haciéndole compañía, con la puerta cerrada y las cortinas corridas para que nadie nos viera. Cuando mi madre se daba cuenta de nuestra presencia en el salón solía gritarnos «¡Id a jugar fuera!», pero Marta y yo nos estábamos tan callados que mi madre se olvidaba pronto de nosotros.

Al principio él nos recibió receloso. Era comprensible, porque hasta entonces nosotros habíamos entrado siempre de mala gana en el salón. Sin embargo, poco a poco fuimos venciendo su desconfianza. Empezamos ofreciéndole bolas de pingpong. Las hacíamos rodar por las baldosas hasta que chocaban con alguna de sus patas negras. Los primeros días, él se mostraba indeciso porque no sabía en qué consistía el juego. Después, cuando comprendió lo que esperábamos de él, pasamos a las pelotas de tenis. Así estuvimos un buen tiempo.

—Y es que a mí me da vergüenza, sí, ver-güen-za, la forma de proceder de nuestros gobernantes —decía con énfasis mi padre, seguro de provocar así al tío Federico.

—Mmm —musitaba él.

Me acuerdo de que, en aquella época para nosotros esperanzadora, mi tío no salía de su cuarto en el segundo piso sino para comer. Se sentaba a la mesa huraño, contestaba a mis padres con monosílabos y no levantaba la vista del plato. Durante la comida no se mencionaba nunca a la tía Cecilia. Yo llegué a convencerme de que estaba aquejado de alguna dolencia y no comprendía muy bien porque no mandaban llamar al médico. Sobre todo desde que Cristina de Brizblau, al verlo tan cambiado, le había preguntado:

—¿Está usted enfermo?

Y mi madre, contestando por el tío Federico, había dicho:

—En cierto modo, sí.

Por aquel entonces él comenzaba a responder a nuestras órdenes con prontitud y agradecimiento. Yo tenía un balón viejo y otro nuevo que me había regalado mi padre al principio del verano. Un sábado le entregué el balón que tenía el cuero más resquebrajado, por el cual yo ya no sentía mucho apego desde que había permanecido toda aquella mañana flotando en las aguas verdosas de la balsa. Él lo aceptó como un premio. Se notaba que rebosaba de felicidad. Por eso, Marta no tardó en pedirme que le ofreciera el otro balón, que era blanco y con polígonos negros brillantísimos. A mí me costó un poco desprenderme de aquel regalo de mi padre pero luego pensé que él se lo merecía y que mi sacrificio marcaría la culminación de su entrenamiento.

Marta, sin embargo, quería hacerle pasar una última prueba. Arrimadas a las paredes del salón había entre diez y quince sillas forradas de terciopelo verde. Marta separó una y me pidió que la ayudara a desplazar las otras para que no se notara su ausencia. Luego acercó al piano la silla escogida. Se alejó unos pasos y comenzó a animarle agitando los brazos. Creo que él estaba tan sorprendido como yo porque tardó en reaccionar. A Marta le centelleaban los ojos como pavesas mientras hacía girar los brazos cada vez con más vehemencia. Parecía poseída. Yo no me atrevía a hacer nada, sólo miraba. Luego, los dos nos llevamos las manos a la cabeza y de la silla no quedó ni rastro. Al salir del salón y cerrar la puerta todavía no habíamos intercambiado palabra alguna, pero los dos teníamos una diminuta sonrisa en la comisura de la boca.

—Lo que sucede es que es usted demasiado blanda con ellos —le estaba diciendo muy seria Cristina de Brizblau a mi madre, que asentía con la cabeza, como si le hubieran formulado una pregunta—. Y, claro, eso dificulta enormemente mi labor.

Aquel día, Marta y yo sorbíamos con fruición los espaguetis, inmunes a las amenazas de la institutriz.

—Si usted me dejara...

Sonreíamos con la seguridad que nos daba sentir que él estaba preparado y que aquél iba a ser el día, aunque en realidad estábamos inquietos y creo que a los dos nos dolía un poco el estómago pero sorbíamos los espaguetis igual.

—¡Veis como podéis hacerlo bien cuando queréis!

Sentado en la banqueta junto a Cristina de Brizblau, yo estaba tocando como no lo había hecho nunca porque aquel día notaba las teclas más blandas y en ocasiones ni siquiera las notaba, como si se hundieran justo antes de que las yemas de mis dedos se posaran sobre su superficie lisa. La institutriz había colocado su mano en mi hombro y cada tanto me daba palmaditas como para felicitarme, aunque yo sabía que lo hacía a regañadientes y de mal humor. En el fondo, yo tenía la certeza de que era él quien estaba interpretando la pieza. Yo más bien tironeaba de sus riendas para que no tocara tan deprisa porque cada vez me costaba más trabajo seguirle, pero era en vano. Mis dedos farsantes bailaban sobre el teclado persiguiendo aquel ritmo frenético con la lengua fuera. Él había comprendido que aquel día tenía derecho a un regalo enorme y, excitado, trataba de hacer méritos sacudiéndose las notas con violencia.

La pieza musical acabó por fin.

—¡Bien, muy bien! —dijo enojada Cristina de Brizblau—. Se nota que has practicado.

Yo me levanté y comencé a caminar hacia el canapé. Me temblaban las piernas porque, además de agotado, estaba nervioso y un poco asustado. Cuando llegué al canapé Marta no se levantó.

—¿Vienes o qué? —oí que decía Cristina de Brizblau a mis espaldas.

Entonces Marta ejecutó aquel ademán con la mano —haciéndola girar bruscamente por la muñeca y extendiendo los dedos, como si hubiera querido espantar una mosca que no estaba allí, como barriendo el aire—. Me volví. Cristina de Brizblau tenía alzado un dedo conminatorio y miraba a mi hermana con ojos fulgurantes de ira. En ese momento, una vibración apenas perceptible obligó a la institutriz a girar la vista hacia el piano.

Cristina de Brizblau estaba sentada en la banqueta mirando hacia el piano, el pie derecho en el pedal, el brazo todavía en alto pero el dedo lánguido, en forma de interrogante, como el principio de una percha, cuando, sin que tuviera tiempo de reaccionar, él la sorbió de golpe.

Pudo sólo con medio cuerpo. De su caparazón negro salía la otra mitad: la falda plisada blanca, extendida como un abanico, las dos piernas, bien quietas y bien blancas, pendiendo sobre el teclado. Un zapato cayó al suelo, junto a la banqueta vacía, y dejó ver un piececito que se movía un poco, como encogiéndose dentro del calcetín blanco con ribete rosa.

Marta y yo nos habíamos dado la mano y permanecíamos inmóviles, clavada la vista en el centro del salón, nuestras respiraciones acompasadas. Transcurrieron unos segundos larguísimos en los que no sucedió nada. Luego advertimos un espasmo en las piernas de la institutriz y en el mismo momento la falda plisada comenzó a alzarse como un telón, lentamente engullida por el caparazón negro. Con un repicar de notas graves fueron desapareciendo poco a poco aquellas dos piernas que ahora parecían vivas, aquellas dos piernas blancas con su movimiento de tijera, como si nadasen hacia el interior del capazarón. Al final, hubo un acorde rotundo que nos penetró el pecho y que después se deshizo en el aire.

Nos lo quedamos mirando durante un rato. A él, y también al zapato en el suelo, de costado, junto a la banqueta. Luego abandonamos el salón, todavía de la mano.

Una semana antes de acabar el verano, mi tío Federico regresó a su casa. Los días anteriores había habido cierto revuelo porque mi tío Federico había recibido una carta de la tía Cecilia pero se había negado a abrirla aduciendo que él a aquella mujer no la conocía. Luego se había encerrado en su habitación. Desde el otro lado de la puerta, mi madre había intentado persuadirle, sin éxito, de que era mejor que saliera y abriese la carta. Por eso se había decidido a leerla ella, primero para sí, y, al descubrir que contenía buenas noticias, en voz alta, pegada a la puerta para que mi tío Federico la pudiera oír. Mi tío Federico había acabado por salir de la habitación. Había abrazado a mi madre y enseguida habían comenzado los preparativos para su regreso. Mi tío Federico y la tía Cecilia quizás podían volver a ser amigos, nos había explicado mi madre.

Aquellos últimos días del verano fueron especiales, sin mi tío Federico, sin Cristina de Brizblau. Nos sentábamos los cuatro a la mesa y mi madre hablaba con mi padre y yo con mi hermana. Recuerdo que mi madre estaba radiante, supongo que porque los problemas del tío Federico habían empezado a solucionarse y seguramente también porque no tenía ya que conversar con la institutriz. Marta y yo abandonábamos la mesa cuando mis padres se servían el café. A esa hora, él solía interpretar alguna pieza. Era su forma de reclamarnos desde el salón. Mientras íbamos a reunirnos con él podíamos todavía oír a mi madre que exclamaba:

—¡Qué bien toca la señorita Cristina!

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Fecha de publicaciónEnero 1996
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