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El día esperado

Héctor Torres
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Cual un profundo pozo es el solitario. Fácil es tirar en el pozo una piedra: mas una vez que ha llegado al fondo, ¿quién quiere sacarla? Guardaos de ofender al hombre solitario, pero si lo habéis hecho, matadle además.
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra

Una vez acomodado en su asiento, Alejandro Kreig repasaba mentalmente los remotos acontecimientos que daban origen a ese día, y pensaba no sin agitación sobre el posible desenlace. Remontarse a un origen exacto era intrincado y doloroso. Habría que empezar por la alarma de su abogado sobre las divergencias entre ciertos documentos, luego vendrían aquellos hombres, todos con maletín negro, todos con la misma neutralidad en la expresión, como el que enciende las máquinas todas las mañanas en una fábrica. Expusieron sus argumentos con breve claridad, y con la misma claridad le explicaron que el restaurante pasaba a manos de una sociedad, dirigida por su (hasta entonces) socio. Un profundo estremecimiento se deslizó por su cuerpo. «El Buffalo Steak» —pensó con repentina nostalgia. «Cuántos sacrificios tan inexpresables. Cuánta energía consumida detrás de esa idea. Cuántas alegrías dio el verlo crecer y convertirse en realidad».

Pero El Buffalo Steak se había esfumado hacía quince años, después de diez de esfuerzo, y de haberlo llevado a ser el mejor restaurante de la ciudad. Su gran orgullo, levantado de la nada y vuelto de nuevo de la nada, «como los hombres y como sus sueños», pensó amargamente.

Luego, como era de esperarse, las inclemencias, el abandono de los que le rodeaban, las puertas cerradas; el volver a luchar con esfuerzo sobrehumano sin las energías de aquella época; las privaciones en su hogar sin el candor de entonces. Sólo un recuerdo le era grato: la entereza con que Helena, su mujer, sobrellevó con valentía aquellos tiempos.

Durante un tiempo buscó en vano a su ex socio, porque su sentido de la honradez necesitaba una explicación de lo sucedido. Abandonó la idea cuando se resignó a que no habían quedado de él. Luego se enteraría que a los pocos años había vendido su jugosa parte. Después, y durante mucho tiempo, sólo quedó la amargura que dejó una larga estela.

Pero ese rostro simbolizaba la traición; y cuando en su casa pasaban penurias, ese rostro vil venía invariablemente a su memoria, y cuando los acreedores apretaban, ese maldito rostro ruin se plasmaba en su cabeza. Incluso cuando era infeliz por cualquier otro motivo, ese rostro aparecía (en vigilia o en sueños, invariablemente) a acosarle y a escupir su percepción de la ética, su firme visión de la honradez. Lo que realmente hizo más doloroso y obsesivo ese hecho fue —ahora lo reconoce— no haber asimilado esa traición como un hecho posible, como cualquier otra reacción humana. Maldijo durante años cada una de las facciones de ese rostro, hasta que un día, ya bastante repuesto económicamente, comprendió que seguía siendo víctima (incluso en sueños) de ese ultrajante rostro, porque más que haberlo traicionado, había corrompido su alma con el rencor y había roto para siempre su confianza en los hombres.

Se impuso entonces la terrible y decidida tarea de suprimir para siempre esa dolorosa pesadilla, y comprendió que no había otra manera que... aniquilando al infame; de manera que cuando el dolor sobreviniera, lo aliviaría el pensar que nunca más se iba a tropezar en ninguna parte con ese rostro. Estaba convencido que sólo así podría mitigar sus pesadillas.

En seguida vino la tortuosa búsqueda. Contactó a mucha de la gente de entonces. Muchos no recordaban —fingieron no recordar— mucho sobre Alonso Ubiedo (hubiese preferido no volver a escuchar ese nombre). A alguno no le quedó más remedio que recordar algo. Así, poco a poco, con la paciencia sigilosa de la pantera, tejió la trama que acorralaría al traidor. Días y noches duró buscando información, hasta dar por fin con el sitio preciso.

Ahora estaba ahí sentado, después de haber planeado minuciosamente todos los detalles. Sólo llevaba una dirección en un papelito arrugado (el cual tragaría una vez llegado allí), un pesado revólver envuelto entre trapos dentro de un bolso (el cual tiraría en el camino del tren, porque no podían pescarlo armado), y una coartada que juzgó perfecta (esa noche su mujer estaría en la farmacia rogándole al regente que fuese a inyectar a su marido que ardía en fiebre. El regente iría e inyectaría en la penumbra de la habitación a la persona que estuviese acostada en su cama: su primo, que emborrachó previamente para tal fin). Aunque a decir verdad, no presumía que él fuese un sospechoso después de tanto tiempo y distancia.

Quizá acompañaría su acción vengadora con un ecuánime discurso vindicador. Le diría que lo iba a eliminar como un símbolo, que ya no era personal, que eliminaba con ese acto a la traición en el mundo, que él sólo limpiaba su parcela de tierra, y otras tantas cosas que en el camino se le ocurrían. Pensar en todo eso le provocaba hondos escalofríos, pero se dijo que no podría fallar, no después de tantos años esperando por ese instante. «La vida se compone de instantes —se decía—, instantes históricos, o más bien fatales, por lo tanto fortuitos, lo que nos libera de culpas».

Repasaba su plan cuando levantó la vista y leyó en un cartel el mismo nombre que había escrito días antes en el papelito que llevaba consigo: Villa Franca. —Qué ironía —se dijo respirando afanosamente. Se bajó del tren con ensayada naturalidad; «debo asimilarme entre la gente cuanto antes», pensó, y caminó por el andén, en busca de la dirección que ya de tanto leerla había memorizado, aunque no se atrevía a destruir el papel porque era el amuleto que garantizaba el éxito de la operación.

Mientras un taxi lo llevaba hasta el poblado más cercano de donde vivía Ubiedo, fatigaba las formas en que sucedería todo. Concluyó que mientras más rápido fuese, sería mucho mejor. Revolvería la casa y desaparecería algunos objetos de valor; luego aprovecharía la noche para caminar hasta la estación, y, ya en la madrugada, saldría en el primer tren con rumbo a Puerto Viejo, dos estaciones más allá de la que le correspondería para que en su pueblo nadie lo viera llegar en tren.

Todo su plan estaba saliendo conforme a lo pautado cuando, lo que eran unas pequeñas nubes en el atardecer, se habían apilado ya en la noche, y súbitamente, se convirtieron en una furiosa tempestad, justo en el momento que atravesaba el camino de tierra que conduce a la casa. Caminó bajo la pertinaz lluvia algo así como media hora por senderos fangosos, de marcadas pendientes, hasta que divisó, después de la curva en que se detuvo, las luces de la casa. Suspiró hondo, buscó y empuñó con firmeza la cacha del revólver, prosiguió su marcha.

Quince años de dolor, seis horas de tensión y media hora de lluvia, fango y camino llevaron a Alejandro Kreig al borde de sus fuerzas cuando estuvo a unos pasos de la casa. Sintió plomo en las piernas y en los párpados, sintió algo parecido al vértigo, pero ligeramente más agradable. Luego, sólo recordó dormirse con el olor de la tierra húmeda muy cerca de sí.

De la casa salieron un hombre y una mujer (los criados y únicos acompañantes de Alonso Ubiedo), cargaron con el hombre exhausto y con el bolso, y los condujeron dentro.

Algunos minutos después (aunque él sintió que habían transcurrido horas) despertó en una sala desconocida. Su mano instintivamente buscó el bolso y al no encontrarlo se sobresaltó, pero una voz amistosa y vagamente familiar le calmó:

—El bolso está guardado, descuide.

Buscó de dónde salía la voz cuando encontró detrás de un grueso libro a un hombre de unos cincuenta y tantos años, con las mismas facciones leoninas de aquel infeliz rostro que lo perseguía en sus pesadillas, pero más blancas y suavizadas.

Algunas arrugas surcaban su rostro, y si hubiera dudado en algo, era acaso en que ese rostro tenía algo impensable en aquél: apacibilidad y dulzura. Por un instante pensó que estaba descubierto, y temió que lo que parecía un gesto amistoso, fuese una celada para confundirlo. Receloso, se incorporó del sofá donde reposaba, y le dio una mirada de reconocimiento a la inmensa sala. Entrevió un exquisito gusto en la sobria decoración. Aquél seguía sonriendo y su mirada parecía franca. Esperó pacientemente que éste observara toda la sala para luego señalar:

—No es común ver gente por estos parajes.

Para ganar tiempo, Alejandro repuso rápidamente:

—Creo que me perdí en la intersección...

—En mal momento, pues lo agarró el temporal, ¿amigo...? —interrumpió Ubiedo.

Alejandro no sabía si aquél fingía, pero debía seguir el juego, pues desconocía su situación y si ya había sido despojado del devólver.

—Facundo... Facundo Meneses —mintió con tanta naturalidad como pudo.

—Es un placer, amigo Meneses. Mi nombre es Alonso Armando Ubiedo y soy el dueño de esta casa. Hace unos minutos mis criados lo divisaron bajo la lluvia, y ya que no es común ver gente por aquí, lo siguieron con la vista hasta donde cayó desmayado. Yo los autoricé a que lo trajeran adentro.

—Gracias, ha sido usted verdaderamente amable —contestó Alejandro abstraído, a lo que agregó temeroso: —¿Me permite mi bolso?

Ubiedo le hizo buscar el bolso no sin antes rogarle que no se fuera en esas condiciones. Alejandro pudo cerciorarse disimuladamente de que el revólver permanecía en su sitio.

Luego de convencerlo, y de éste hacerse el convencido (sus argumentos eran irrefutables: era muy improbable que llegase a Villa Franca bajo la tempestad que aún no amainaba), pasaron al estudio, donde ordenó que les trajeran algo de comer. Comieron, charlaron y poco a poco se fue formando en la mente de Kreig la agradable idea de no haber sido reconocido. Esa idea lo animaba, porque le seguía dando posibilidades.

No recordaba qué tema encendió la animada conversación que ahora acompañaba con una botella de vino, pero estaban allí, hablando del genio indiscutible del maravilloso Beethoven. Otra botella y ahora hablaban de libros, frente a un ejemplar de Quevedo en la vasta biblioteca de Ubiedo. Alejandro fingía naturalidad, pero lo más desconcertante era que Ubiedo parecía natural. Kreig comenzaba a admitir a Ubiedo infinitamente más agradable de lo que obviamente pudiese recordar; las frecuentes conversaciones de negocios que libraban, le impidieron conocer a un hombre con gustos muy afines a los suyos, que si lo hubiese conocido como amigo, hubiese disfrutado mucho de su compañía. Era una lástima, porque iba a matarlo.

El tiempo más que transcurrir se deslizó, y junto a él, un número indefinido de un excelente vino blanco francés, acentuado como su idioma. La noche, que comenzó tormentosa, ahora era interesante y espléndida, como pocas noches recordaba haber disfrutado en su vida. Ubiedo destacaba que no era frecuente recibir visitas, pero que esto era algo sorprendente. «Un desconocido que más bien parece un amigo del alma», decía entre los vapores del vino. Curiosamente ninguno de los dos hablaba mucho de su vida, y definitivamente nada de su pasado. La madrugada los sorprendió departiendo fraternamente. Ubiedo le suplicó que repusiera energías reposando un poco y, aunque no llovía desde hacía horas, le acomodó el cuarto de huéspedes y lo hizo acostarse.

Por la mente de Alejandro pasaron muchas cosas, pero lo que más le espeluznaba era la idea de que alguien se deslizara dentro del cuarto durante el sueño. Total, se había empeñado en no ser visto por esos lados, podía morir en ese lugar y nadie lo buscaría allí. Esa idea bastó para que, pese a los efectos del vino, la vigilia alternara con cortos períodos de angustiante sueño. Así se mantuvo hasta que el sol ya estuvo muy alto. Por el silencio de la casa advirtió que su dueño no se había despertado aún. Sin quererlo, se entregó al sueño...

Durmió hasta pasado el mediodía, y después de almorzar con su anfitrión, Alejandro Kreig se despidió de Ubiedo. Casi se traiciona cuando se extrañó por ser llamado Meneses, pero recordó de inmediato la presentación y trató de no inmutarse. La despedida fue efusiva y fraterna. Ubiedo le hizo prometer que cuando estuviera cerca le visitaría, esté juró que así lo haría y comenzó a bajar por el camino, después de negarse a que el jardinero de Ubiedo lo llevara hasta el pueblo.

Caminando lentamente, se sorprendió evocando la velada con grata complacencia. De pronto despertó su vivo y ardiente veneno. Se aborreció al haberse frustrado su propósito, y cuando intentó justificarse por las circunstancias en que se presentó todo, a su memoria (renovadas, con más vehemencia) vinieron inmediatamente tantas imágenes desoladoras, tanta estrechez, tantos sacrificios, tanto dolor, que se detestó por haberse dejado entorpecer por la compasión. Una imagen, la que más le hirió, prevaleció ante todas las demás: Helena, la Helena que lo acompañó estoicamente en las penurias, la que le animó cuando estaba afligido, la que le daba alimento de consuelo en esas noches de pesadilla, la que no estuvo de acuerdo con su insensato plan, pero que seguramente había hecho algo que estaba contra sus principios: mentir. La noche anterior Helena había cumplido su parte del plan, sólo por complacerlo, ¡y él había fracasado! Se detuvo en el camino, ya pasando las primeras casas donde comienza el pueblo, y se sintió miserable, estúpido, cobarde. Se percató de que no tendría voluntad para presentarse ante ella con ese fracaso. Se metió en un solitario bar, pidió un trago y lo tomó en silencio. Anocheció y buscó el baño; frente al espejo del sucio lavamanos, sacó el revólver del bolso, revisó el tambor y se lo colocó dentro de la camisa. Salió observando todo con cuidado.

Frente a la casa reinaba el silencio. Tocó la puerta con firmeza. Nadie abrió. Volvió a tocar y se percató de que la puerta estaba atascada pero no cerrada con llave. Empujó con vigor, y con un sofoco que le estrangulaba a intervalos regulares caminó por la oscuridad de la casa. Cerca del estudio donde habían conversado animosamente la noche anterior, descubrió una luz, y caminó hacia ella consciente de que allí terminaría una historia. Descansando en un inmenso sillón, con el rostro fatigado y melancólico, Ubiedo bajó el pesado libro y lo miró fijamente, y antes de que Kreig dijera algo, le manifestó:

—Pensé que no ibas a tener el valor. Cuando te vi por primera vez aposté a la cordialidad para ganar tiempo, pero sabía que si me llegaba la hora sería justo. Cuando te fuiste despaché a los criados con la secreta esperanza de que volvieras. Me alegro de que hayas tenido la firmeza de cumplir con lo que te propusiste. Sé que no es fácil para un hombre íntegro como tú, pero ahora estamos aquí.

Mientras Ubiedo decía esto, ya Alejandro Kreig, sudando pesadamente, había desenfundado el arma, y levantaba firmemente el percutor. Sabía que debía apuntar ligeramente más abajo de donde quería dar, por lo que colocó el cañón donde ya no veía la garganta.

—Ya revolví la casa y boté algunas joyas —fue lo último que dijo Alonso Ubiedo.

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Copyright ©Héctor Torres, 1994
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Fecha de publicaciónFebrero 1997
Colección RSSFabulaciones
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