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Mi desierto

Bernardo Naranjo
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Nadie me preguntó cuándo, dónde, mucho menos para qué. Así llegué aquí, y bajo las mismas condiciones me iré.

Estoy en un desierto, uno muy especial, no hace calor, pero si miras girando ciento ochenta grados, sólo arena y cielo en este lugar, puedes incluso ver el punto en el que se mezclan, donde uno termina y el otro se esconde. Soledad total, casi un alivio, grata ausencia, sólo mi cerebro no se detiene.

Me acuesto en la arena, una orden no dictada, obedezco por instinto, por la costumbre de hacerlo, aquí no importa nada. El cielo pierde su color azul acuoso y se proyectan imágenes, que, por reales y vividas, adquieren tonos oníricos, fantasmales. Sucesión de incongruencias, salidas de mi mente.

En el cielo, me veo a mí mismo, como si me hubiera dividido, el que está proyectado sólo mira sus imágenes, yo los puedo ver a ambos. El del cielo tiene cuatro años, está parado junto a su padre, en una calle llena de escombros, mirando incrédulo cómo un edificio alto se ha convertido en una figura aplastada, grotesca, los pisos de abajo tienen forma, a partir del tercero, un arquitecto loco ha diseñado efectos extraños; entre dos losas de concreto cuelgan unas cortinas blancas, a las que el arquitecto les quitó las paredes que sostenían la ventana que deberían adornar, en la parte más alta de esa acumulación de piedras, un tendedero de ropa que en esas condiciones resulta irónicamente inútil. ¿Quién usará esa ropa cuando esté seca? Esa imagen de ropa me define —más claramente que nada en este mundo— el significado de la muerte, indiferencia que deja su ropa al sol.

Por la calle, o lo que de ella quedó esa mañana de septiembre, unos soldados que apuntan sus armas a quienes estamos parados a la mitad de la calle, no voltean a ver las ruinas, están de espaldas a ellas y de frente a nosotros..., ¿por qué no ayudan, Papa? Él no contesta, solo se encoge de hombros, ese gesto tan suyo ahora sé que significa «la estupidez humana no conoce límites».

Dejo de mirar al cielo y su color neutro y aburrido regresa, me siento en la arena a observar la silueta de mi cabeza, una forma oblicua coronada con ráfagas de sombras que se agitan y acaban regresando a su punto de origen. Muy mías, «las cosas se parecen a su dueño», creo haberme escuchado decir. ¿Qué caso tiene ahora ironizar?, ninguno. Dentro de este universo no hay cabida para el deseo ni para el dolor, nada que explicar ergo nada que defender.

La función continúa en el cielo, yo otra vez, estoy en el estudio de mi cuarto, grabando una cinta, el del estudio de mi casa tiene quince años, trata de programar las canciones que va a reproducir de un disco compacto mediante un aparato de control remoto, se equivoca varias veces y grita «mierda». Lo observo y su angustia por algo tan poco importante me arranca una carcajada que retumba en el desierto, como una explosión dentro de una mina. Este pensamiento proyecta al cielo imágenes de mí, a los ocho años en el Tiro de la Mina La Valenciana en Guanajuato, el del cielo siente miedo, pero no se lo dice a su Padre, sólo lo toma con más fuerza de la mano, «¿no quieres conocer una mina?, ¡es seguro!», no es miedo al túnel, agujero negro por el que baja un cable de metal hasta perderse en las sombras, es terror de que ahí, en esa obscuridad solamente rasgada por la línea luminosa de una linterna sujeta a su casco, tomen forma y vida las momias que antes vio en el Cementerio Municipal. Sólo uno de esos bizarros personajes en exhibición le provoca temor: una mujer con un niño a sus pies, una Madonna de pergamino, esqueleto con jirones de carne adheridos, deformidad esculpida por un renacentista salido del infierno, por el que en este momento baja procurando siempre mirar hacia el haz de luz, nunca a los lados.

Azul, azul que evoca la nada, Newton se equivocó, la ausencia de color no es el negro. Su prisma era de la realidad, y aquí ella no manda. Ahora aparezco en un cuarto, limpio y austero, monacal, libreros de pared a pared, de piso a techo, en tres de las cuatro paredes del lugar predilecto del abuelo, aún huele a tabaco, en su escritorio una hoja dentro de la máquina de escribir, escritura brusca y definitivamente interrumpida, para siempre dice la voz de la imagen en el cielo, en la mano derecha, apretándola contra su cadera, un ánfora, en la tapa por lo alto una cruz detenida por letras, las leo

Francisco Naranjo Desaili
1916-1995

Veo sus libros, los que me enseñaron tantas cosas, escucho su risa, de viejo fumador, tengo que completar en el bosque de la Asociación de Colonos su voluntad, se escucha una voz que dice «Sin floreros con lirios viejos, que me flagelen los huesos». El viento agita y esparce por el bosque las cenizas del hombre de los libros, del anhelo de igualdad, de la sed de justicia, de amor por el prójimo, del que me heredo media cajetilla de cigarros Ducados y trescientos veinticuatro pesos, toda su fortuna. «Al final, sólo entonces, se logrará la igualdad, la naturaleza es incorruptible.»

Cambia el cielo, otra vez yo, pelo largo, cara muy seria, ni pizca de humor, escribe en una computadora, y junto a las letras que van formando palabras, lo mira lejana una mujer, que trata de suprimir la risa que le causa la cara desencajada del escritor, queda pintada en su rostro una semisonrisa, lejana al desprecio y al amor, rictus de incredulidad que le provocan pequeños agujeros en las mejillas, recuerdos imborrables de una niña, que en esas cavidades sigue viviendo. Las letras, originalmente escritas en prosa, van transformándose en versos, magia de la mujer-niña.

Cuando la casa se queda sola
con ausencias perdidas a la luz
de una luna fría y distante
y te retrata en el instante
como agua que está en reposo
que la soledad sólo te hace
lejana y distante, un rostro
que le sonríe a la nada.
Como una ausencia perdida
en recuerdos de la tarde
como mareas sin olas
como el leño que aún arde
y va dejando por la pieza
un pobre intento de tibieza.
La pieza se queda sola
y no hay fuego que caliente
sólo un amigo que siente
ver a su tiempo perdido
que quiere sea revivido.

Camino en círculos, no quiero mirar más hacia arriba, en cada imagen un pedazo de mi alma, un instante de mi vida, tiempos que no pueden volver. Sólo llegan, se posan y desaparecen.

Igual que nosotros, igual que este instante, que tan sólo ahora, ya se convirtió en pasado, y sólo en mi desierto encontrará sentido. Pero a destiempo y sin que nadie más lo pueda saber.

Volveré a este lugar, siempre vengo cuando se hace necesario detener al tiempo, en los momentos en los que se hace difícil creer que Yo soy Yo, y nadie más. Ésta es la autocomprobación de mi existencia, la prueba determinante de que no soy un sueño, de que nací y todavía no he muerto.

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Copyright ©Bernardo Naranjo, 1996
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Fecha de publicaciónMarzo 1997
Colección RSSFabulaciones
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