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Tenía frente a mí el plano de Manhattan que tú me regalaste. Me entretenía recorriendo las bien trazadas líneas amarillas que representan las calles de la ciudad, tratando de seguir el rastro imaginario de tus pasos, intentando, sin conseguirlo, desentrañar la trama imposible que tu perfume había ido tejiendo por las esquinas de la Gran Manzana... Tan pronto creía adivinarlo prendido a la ajada tapicería de un taxi que hacía su rutinario recorrido por la zona más oscura del Bronx, tan pronto lo encontraba entre la confluencia de la calle Essex con Houston, donde hay un precioso escaparate de la firma Rolex, con decenas de lujosísimos relojes que sólo a base de titánicos esfuerzos consiguen marchar en sincronía. Y allí estabas, imaginaba, mirando distraídamente los relojes cuando caíste en la cuenta de la hora. Dios mío, pensaste, pero si ya son las dos.
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