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La falsa María

Wanda y Carmen

Andrés Urrutia
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Carmen se despertó con las primeras luces del alba. A su lado yacía el cuerpo desnudo de Wanda. Procuró no hacer ruido para no despertarla mientras tomaba una bata, cubría su cuerpo, calzaba unas pantuflas y se dirigía a la cocina. Preparó un café y se instaló en la terraza. La suave brisa primaveral acarició su rostro y permaneció unos segundos absorta contemplando la vista. Habían llegado la noche anterior al departamento que Wanda tenía en Punta del Este. Un piso dieciocho sobre la Avenida Roosevelt. Mientras bebía el café a pequeños sorbos fijaba la vista en la Isla Gorriti que se recortaba a lo lejos, inmóvil como si lo que tuviera ante sí fuera una postal. La altura en que se encontraba no permitía que ninguno de los numerosos edificios que se interponían entre ella y la isla obstaculizaran la vista del mar reflejando el amarillo del sol que salía a su espalda. La isla parecía una gigantesca ballena dormida mientras las estelas de luz en el agua se acercaban a ella como anguilas muy lentas.

Era el primer fin de semana que pasarían juntas desde que se conocieron, y a Carmen le parecía un desperdicio dormir. Quería vivirlo y degustarlo minuto a minuto, de la misma manera que había degustado la boca de Wanda larga y pausadamente durante la noche. La había besado casi con devoción hasta que cayeron exhaustas y ahora quería besar el día que tenía por delante con esa misma devoción.

Wanda le había llamado el miércoles para invitarla y casi no pudo dormir las dos noches que la separaban del viernes. Estaba realmente feliz, y cuando uno se siente feliz nunca quiere dormir. Carmen terminó el café y abandonó la terraza. Se asomó al dormitorio y Wanda todavía dormía. Por un instante pensó en volver a la cama y abrazarse a ella, pero temió despertarla. Quería disfrutar un poco más la contemplación de la imagen de la mujer que amaba mientras dormía. Eso le hacía sentirse protectora, destinada a cuidarla, a velar su sueño. Prefirió entonces quedarse parada en la puerta contemplándola. Se tentó con apenas acariciar su cabello pero volvió a contenerse. ¡Se sentía tan segura con ella! Esperó una hora en el living y preparó un desayuno que colocó primorosamente en una mesa de cama. Café, jugo de naranja y tostadas. Llevó la mesita hasta el dormitorio y la depositó suavemente a los pies de la cama, procurando no hacer ningún ruido que turbara el sueño de Wanda. Inmediatamente descorrió apenas la sábana que abrigaba a Wanda de modo que sólo sus pies quedaran al descubierto. Se arrodilló en el piso y comenzó a rozar delicadamente con sus labios cada uno de los dedos del pie derecho de Wanda. Suavemente colocaba su lengua entre uno y otro dedo, y cuando llegó al meñique lo colocó lentamente dentro de su boca. Lo saboreó con fruición. Hizo lo propio con los demás dedos.

—Me haces cosquillas —dijo Wanda semidespierta y con los ojos aún cerrados. Carmen se acercó a su rostro y la besó suavemente en los labios.

—Buen día, mi amor —le dijo después del beso.— Te preparé el desayuno. Abriré un poco más la ventana, es un día tan hermoso.

La luz entró de golpe en el dormitorio y Wanda tardó en abrir los ojos. Cuando lo hizo y se acostumbró a la luminosidad, se incorporó en la cama utilizando las almohadas como respaldo y haciendo a un lado la sábana, que cayó entera al piso. Quedó completamente desnuda.

—Toma —dijo Carmen acercándole la mesa de cama y acomodándola sobre el regazo de Wanda—, se te va a enfriar.

Wanda bebió un sorbo de jugo de naranja y luego otro de café. Mientras, Carmen, que se había sentado en el borde de la cama al otro lado de la mesa y de frente a Wanda, untaba con mermelada una tostada. Cuando terminó de hacerlo, con prolijidad casi religiosa, se la entregó a Wanda.

—Me estás mimando demasiado —dijo Wanda al recibir la tostada.

—Me gusta hacerlo —le respondió Carmen sonriéndole mientras untaba una segunda tostada para Wanda—. Había estado varias veces en Punta —prosiguió— pero éste será el mejor fin de semana de mi vida en esta ciudad, estoy segura de ello.

—Dime, Carmen —comenzó a decir Wanda mirándole directamente a los ojos—, ¿me amas?

Ella bajó la vista como avergonzada. Sólo por unos segundos. Luego volvió a mirar el rostro de Wanda, ese rostro hermoso, de grandes ojos entre marrones y verdosos, de labios a la vez finos y sensuales. Ese rostro de mejillas y nariz tan delicadas cuyo cabello negro tan corto le daba un aire varonil, una extraña mezcla de mujer-hombre. La contempló durante varios segundos más, en silencio, hasta que al fin dijo:

—Sí, te amo, te amo como nunca pensé que podía amar a una mujer. Eres tan tierna conmigo y a la vez tan dura. Me gusta tu refinamiento en la cama y tu cariño fuera de ella.

—¿No será que sientes eso porque soy la primera mujer en tu vida? —le preguntó Matilde con una sonrisa franca. En su interior comenzaba a sentir pena por la muchacha que tenía delante.

—No —le dijo Carmen con énfasis—. Y espero, aunque te parezca una locura, que seas la última mujer de mi vida. Te prepararé un baño —terminó diciendo como con temor de preguntarle a Wanda si ella sentía lo mismo.

Fue al baño y se ocupó de llenar la bañera con agua tibia. La probó varias veces con gran dedicación. Tan concentrada estaba en la temperatura del agua que no se dio cuenta de que Wanda estaba parada detrás de ella en la puerta del baño contemplándola. Sabía que estaba sacando muchas cosas de dentro de Carmen, y lo estaba haciendo paso a paso, contándole las historias que sabía la excitarían. No es raro, pensaba, que algunas mujeres orienten su sexualidad hacia cierto grado de masoquismo. Todos en parte lo tenemos. Lo había notado en algunos de sus clientes también y entonces ella jugaba su papel a la perfección, tanto como lo estaba haciendo ahora.

—¿Qué tal el agua? —prorrumpió la voz de Wanda sorprendiendo a Carmen. Ésta se dio vuelta inmediatamente y la vio parada frente a ella. Alta y desnuda. Era sorprendente cuánto más alta le parecía mirándola desde el piso donde estaba arrodillada probando que la temperatura del agua quedara a punto.

—Está ideal, creo. Entra —le contestó Carmen sin dejar su postura.

Wanda se acercó a la bañera y se introdujo en ella. Primero una pierna, luego la otra, y se dejó deslizar por la espalda hasta que el agua cubrió parte de su cuello y todo su cuerpo. Entonces Carmen, arrodillada fuera de la bañera, tomó una esponja enjabonada y comenzó a limpiar con ella lenta y pausadamente el cuerpo sumergido de Wanda. Comenzó por los pies y fue subiendo hasta los muslos, delicadamente lavó el sexo de su compañera, su estómago y con extrema delicadeza sus pechos y su cuello.

—Tu dedicación me recuerda El jardín de los suplicios —le dijo Wanda con los ojos cerrados mientras disfrutaba del baño, con la nuca apoyada en una almohadita que Carmen había colocado sobre la base de la bañera. Ya había ensayado mentalmente esa frase mientras la observaba desde la puerta del baño sin que Carmen hubiera advertido su presencia. Era el próximo paso, la próxima historia para continuar desabrochando el alma de Carmen, para conocer más las inclinaciones ya reveladas, para estimularlas, para que ella sintiera que había encontrado la horma de su zapato. Y es terrible encontrar la horma del propio zapato, porque puede convertirse en la felicidad más completa, en la más duradera, o puede también conducir a la destrucción.

—¿El jardín de los suplicios? —preguntó Carmen extrañada—. ¿Es que soy un suplicio para ti?

—No —dijo Wanda riendo—. El jardín de los suplicios es una novela de un tal Octave Mirbeau, escrita en el siglo XIX. Trata de un naturalista, un científico, que es seducido durante una travesía en barco por Miss Clara, una inglesa rica y rubia, que lo convence de instalarse en su propiedad de Cantón, en China. En realidad esa propiedad esconde los más perversos deseos de Miss Clara, que disfruta con la voluptuosidad de la tortura a los prisioneros chinos. Me quedó grabado de ese libro el «suplicio de la caricia». A él fue condenado un hombre cuyo crimen había sido violar a su madre y luego abrirle el vientre con un cuchillo. El suplicio consistía en una lenta, suave, minuciosa y delicada masturbación a la que una mujer sometía al condenado durante casi cuatro horas. Éste al fin muere lanzando desde su pene un chorro de sangre que da en el rostro de la paciente acariciadora. Imagina la sutileza de una acariciadora china durante cuatro horas, los movimientos suaves, calculados, que se detienen cuando se advierte la inminencia de la eyaculación, la detienen con su pasividad, con un no hacer, para luego proseguir. En otro advenimiento del fluido lo detienen apretando fuerte la base del pene, para seguir luego con la delicada tarea. Es todo un arte. El dolor de ese pobre hombre debió de ser atroz, si es que alguna vez se practicó un suplicio así.

Carmen la escuchaba sin mirarla, concentrada en la esponja que se deslizaba por el cuerpo de su amante.

—Debe de ser una obra decadente —dijo sin dejar la tarea que llevaba a cabo.

—Sí —afirmó Wanda sin abrir los ojos que había mantenido cerrados durante todo el relato, como si lo estuviera recreando en su imaginación—. Es un catálogo de torturas. El amante se asquea del descenso de Miss Clara en su propia podredumbre. Es decadente sí, quizás algún día escriba un ensayo sobre la literatura decadente, es algo que le debemos a la literatura.

—Es raro congeniar tu gusto por la literatura con tu trabajo —reflexionó Carmen mientras la ayudaba a a salir de la bañera y comenzaba a secarla con la toalla que ya había dispuesto para esa tarea—. Eres una ejecutiva importante. No es común esa combinación.

—No, no lo es —le respondió Wanda mientras dejaba que Carmen la secara y vistiera con una bata—. Por eso no quiero que vayas a mi oficina. Quiero que veas en mí sólo esta parte, la agradable, no aquella metálica oficina.

—No es por eso —le dijo secamente Carmen—. Pero lo entiendo, no se vería bien.

Ambas volvieron al dormitorio. Una vez en él Carmen se deshizo de su bata y se tendió boca arriba en la cama completamente desnuda. Abrió sus brazos y sus piernas lo más que pudo.

—Por algo me contaste esa historia —le dijo en esa posición, en un tono de voz que reflejaba una entrega casi absoluta.

—Deberé atarte —le dijo Wanda—. Cuatro horas es mucho tiempo.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 2001
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Fecha de publicaciónOctubre 2007
Colección RSSNarrativas globales
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