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Miramar

La gesta del Pez

Final

Daniel Rubén Mourelle
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Yeie-Sbi los vio aproximarse:

—Pez... ¡Mildin!

La alegría fue desbordante; hasta DerTalbi se vio contagiado. Mildin anunció:

—Debemos continuar; el altar del Api-Nos no está lejos.

El estómago del Pez se comprimió una vez más, el malestar crecía; caminó hasta Norah y la abrazó. Ella lo miró a los ojos, pero no dijo nada, apenas sonrió y lo apartó con delicadeza.

El paso del grupo era rápido, Ezequiel le indicó al Pez que caminara a su lado en la vanguardia:

—¿Te acordás de cuando hablamos de la muerte?

—Recuerdo la imposibilidad de hablar sobre lo desconocido.

—Cierto, muy cierto... Pero hay, en la muerte, algo que sí es conocido.

—¿Y qué puede ser eso?

—El miedo. Cuando hablamos de la muerte, hablamos en verdad del miedo que nos produce, el padre de todos los miedos.

—No lo había pensado así, pero se me ocurre ahora que el miedo está en los hombres desde su nacimiento; casi diría que la vida misma es la materialización de ese miedo.

—Eso es si pensás en la vida exclusivamente desde lo material; fijáte que nuestro enemigo resultó no ser precisamente la Ciencia, sino la palabra hombre, o más aún: su peso sobre la verdad.

—La palabra inventó el miedo...

—Y la vida; a no olvidarlo.

—¿A qué viene todo esto ahora que estamos a un paso del triunfo?

—A que te tocará beber el Api-Nos.

El Pez continuó caminando por una mera cuestión de inercia; sus pensamientos habían encallado en esas últimas palabras.

—¡Eso me matará!

—¿Por qué?

—¡Cómo «por qué»! —exclamó fuera de sí—. ¡Es el brebaje más venenoso que existe!

—DerTalbi lo bebió y sigue tan campante, ¿o no lo has notado?

—Es que él no sabía que era un veneno.

—¿Y cuál es la diferencia?

—Si el enemigo es la palabra hombre, desde ya que hace la diferencia.

—Pero tu tarea principal era llegar hasta aquí para beberlo.

—No lo haré.

—¿Por el miedo a morir?

—¡Por supuesto!

—¿Y lo que hemos hablado?

—Desde el Cronos, lo que ocurrió con Der es imposible. Desde el Kairós, no debería temer. Pero algo me dice que no funciona de ese modo.

—¿Entonces?

—Lo pensaré.

—No te queda mucho tiempo para tomar una decisión.

—Una palabra tras otra.

Ezequiel sonrió pero trató de disimularlo. El Pez aminoró la marcha y fue quedando rezagado. DerTalbi se le acercó:

—¿Algo anda mal?

—No me siento bien desde hace un buen rato; para colmo, Ezequiel acaba de informarme que tengo que beber el Api-Nos.

—¡Caramba!... Bueno, pero yo lo bebí y nada me ocurrió.

—Porque no sabías lo que «debía» pasar; jugadas que ocurren en la lucha entre el Kairós y el Cronos. ¿Qué tal si, justo cuando lo estoy bebiendo, mi propio temor me situara totalmente dentro del Cronos? Ya podrías irme diciendo chau.

—Pez —DerTalbi habló en voz baja, pero como para ponerlo en alerta—. Hay ertubis cerca.

La reacción del Pez fue instintiva:

—¡Cuidado; los ertubis!

Ezequiel ordenó:

—A correr; cada uno en una dirección diferente. Que el Pez siga solo hacia el altar, ya sabe lo que tiene que hacer.

Y salieron a la carrera sin mayores despedidas; solamente Norah alcanzó a hacerle un gesto con la mano. A pesar de la indicación de Ezequiel, Der corrió hacia el altar junto al Pez.

—Me temo que el grueso de los enemigos viene tras nosotros. ¿Podrás seguir entre los árboles, dando un rodeo y sin dejar marcas?

El Pez parecía iluminado:

—Claro que sí, mi levedad ha regresado.

—¡Ahora, entonces!

La primera voltereta puso al Pez en una de las ramas altas del árbol más próximo. Desde allí, observó cómo los ertubis rodeaban a Der; en el instante en que iban a capturarlo, el escudo se lo tragó. El Pez aprovechó la confusión para deslizarse de árbol en árbol, sin ser visto, hasta llegar frente al altar.

El Api-Nos estaba en una botella de cristal transparente; su color era rojo intenso. Ezequiel llegó al lugar justo en el momento en que alzaba el brazo para alcanzar la botella; el Pez, al estar de espaldas, creyó que se trataba de un ertubi y quiso apurar el movimiento.

—¡Cuidado! —gritó Ezequiel, pero fue tarde: una piedra, lanzada desde la arboleda, rompió la botella, regando el líquido por todas partes; una gota cayó sobre la mejilla derecha del Pez y lo quemó.

Ambos amigos se quedaron en silencio, frente a frente, incapaces de moverse. Ezequiel habló primero:

—Ibas a beberlo.

—No sé... No estoy seguro.

—Sí; yo sé que ibas a beberlo y veo que el Pez nunca antes fue mejor elegido. La lucha se ha terminado.

En ese instante, un iunicq apareció corriendo hacia Ezequiel. El Pez sintió que el temor se transformaba en poder y odió a ese enemigo con todas sus fuerzas, aunque, inmediatamente, comprendió su esclavitud y cambió su sentimiento por el de una lástima irrefrenable. El ertubi nunca llegó a tocar a Ezequiel, se esfumó en el aire sin un sonido ni un destello, como ceniza que se arroja al viento.

—Tu poder ha crecido; nunca imaginé que podría llegar a tanto —Ezequiel estaba abatido, pero tenía un resto de brillo en los ojos—. Espero que te sirva de aquí en más, el que te otorgamos y el que has desarrollado solo.

—¿Que ustedes me otorgaron?

—Los arts te creamos; necesitábamos a alguien, un héroe, o mejor aún: un dios tan poderoso como el de ellos, pero que fuera capaz de confundirlos hasta el último minuto. Nosotros te creamos a imagen y semejanza de los hombres, pero te dimos el don para que amalgamara tu memoria. Generación tras generación del Cronos, cada ciento doce de sus años, nacía un niño y era reconocido como el Pez. Aquí, en el Kairós, el Pez siempre es único, el escudo garantiza eso. Hasta que naciste vos y fuiste capaz de romper ese ciclo, indicando que había llegado el momento. Fuiste concebido para cumplir con una tarea, pero con el paso de los ciclos te fuimos amando, fue inevitable. Ninguno de los arts quería que bebieras el Api-Nos, pero así estaba escrito y debía cumplirse, para eso habías sido creado y tu propia existencia corría peligro si no llegabas hasta el final.

—Ezequiel —el Pez hablaba como quien ya sabía eso que le estaba relatando—; esa piedra no fue arrojada por el iunicq, sino desde más atrás.

—Nunca lo sabremos... Lo que sí sé es que fuiste haciendo crecer tus poderes, sin abandonarnos aun sabiendo que te necesitábamos para un fin muy específico; nuestro interés siempre fue claro y explícito. Iremos desapareciendo; yo mismo ya no debería estar aquí, es posible que éste sea un último regalo del escudo para que pudiera despedirme del mejor Pez de todos.

Una ráfaga levantó las hojas secas que estaba sobre el suelo y Ezequiel desapareció entre ellas. El bosque no había cambiado; el Pez conservaba sus recuerdos y las enseñanzas de los arts latían en su interior. El mar podía escucharse no muy lejos; comprendió que había regresado al Cronos. Faltaba poco para la puesta de sol y quiso presenciar el ocaso desde la playa. No pudo contener las lágrimas, la mejilla derecha le ardía pero no le importó; había ganado y perdido el amor, la aventura y un puñado de excelentes amigos en unos pocos días, quizá en unas pocas horas si las midiera desde el Cronos, no sabía en qué fecha se encontraba. Llegó a la playa y se sentó sobre una roca.

Descansó hasta que del sol no quedó más que un resplandor; revisó la mochila para asegurarse de que sus pertenencias siguieran ahí, y vio que no había uno sino tres cuadernos; no los abrió puesto que supo perfectamente lo que contenían. Se acomodó la mochila a la espalda y comenzó el regreso. El malestar había desaparecido, pensó que todo lo que le quedaba era esa cicatriz en la mejilla. Pero no era tan así, el don no lo abandonaría; su poder había disminuido, eso era cierto, pero no había desaparecido. Recordó al niño y a Bruvald, uno reflejo del otro, el niño era la parte humana y Bruvald, el primer Pez. La energía extra que había hecho crecer el don había provenido del niño; ¿por qué, entonces, había fracasado en su empresa?

«El niño previó ese fracaso», pensó, «no era posible tener éxito. Yo no podía destruir la palabra hombre sin destruir a los hombres, no puedo separar un concepto del otro. Sin embargo, Ezequiel no desapareció en el mismísimo momento en que se derramó el Api-Nos, ¿estará muerto?»

El eco del don daba indicios de que la lucha interior no había terminado, apenas había cambiado su intensidad o quizá se tratara de una tregua. Sus pensamientos crecieron para dar paso a una voz:

«Ezequiel no desapareció de inmediato porque vos necesitabas una explicación; tu malestar, eso que te hace humano, impidió que así ocurriera. Después, él mismo, al despedirse, te liberó de su presencia y pudo así enredarse para siempre con tus recuerdos. El ciclo está roto y eso no es más que el modo como el futuro se presenta ante tu paso; nada se repetirá de aquí en más, cada amanecer será un enigma. Algún día dejarás de ser el Pez y eso será por tu sola decisión.»

El cielo estaba salpicado de nubes y la luna se asomaba entre ellas. Las luces de la ciudad estaban ahí nomás, el corazón le latía con fuerza. Ahora sabía dónde estaba y qué fecha era, lo sabía a la perfección aunque eso, precisamente, era lo que volvía el mañana más incierto; esa ciudad no era Miramar, sino Necochea. Se secó la última lágrima, se pasó la mano por el pelo, y levantó la cara hacia el viento húmedo y salado de la noche. Allá adelante, alguien contemplaba el mar; al escuchar que se aproximaba, lo miró: era una mujer.

FIN
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Copyright ©Daniel Rubén Mourelle, 1999
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Fecha de publicaciónAgosto 2000
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