Mi estimado Esteban Lijalad, leí su cuento La casa en la montaña, me gustó, le confieso. Tiene buena factura y me agrada además iniciar con ese «Siempre amé las montañas...»: enlaza el tiempo de los deseos desde casi la infancia de un habitante urbano en Buenos Aires, hasta el maravillo encanto del suicidio como el mejor ejemplo del vértigo.
Lo pensé, debe ser un hombre viejo, hablo del escritor. Con agradable sorpresa, encuentro en su biografía que tenemos la misma edad, que lo que usted y yo escribimos no lo lee casi nadie y que lo mejor que puedo hacer es saludarle.
Los otros dos cuentos son buenos... Muchas gracias por la oportunidad de conversar con vos... al leerte.
(Un capítulo de una antigua novela mía, hoy trasnochada y anacrónica la puedes encontrar en Casinada.)
Un saludo cordial,
No he llegado, lo sospecho, a desvelar el auténtico sentido de este relato, pues, de lo contrario, tendría que aceptar que es un texto totalmente absurdo y sin valor alguno. Espero que otros sepan interpretarlo mejor que yo.
Parece destino inevitable de quien llega a la cima de su montaña. Allí, conoce el vértigo que años atrás había negado mientras subía. Parece que, no, se acabó el camino. La búsqueda se volvió delirio, suicidio o quizá otro sueño de esos que aspiran el cielo, más allá de la montaña. Sin culpar a nadie, sin culparse a sí mismo. Muchas gracias autor por no culparme, muchas gracias por compartir su delirio...