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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXXXII

El operativo final

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

El do­min­go 13 de fe­bre­ro a la una de la ma­ña­na, el Za­ra­go­zano es­ta­ba fren­te a una es­ta­ción de ser­vi­cio, a dos cua­dras del juz­ga­do fe­de­ral. Tenía un in­ter­co­mu­ni­ca­dor ma­nual. Sobre la lu­ne­ta del ca­mión había una pe­que­ña pan­ta­lla en la que se podía ver la ac­ti­vi­dad fuera del Tri­bu­nal, gra­cias a una cá­ma­ra que sus ami­gos ha­bían ins­ta­la­do en las in­me­dia­cio­nes. Dos de­lin­cuen­tes ocu­pa­ban un Peu­geot blan­co es­ta­cio­na­do cerca de la puer­ta del Juz­ga­do. El Za­ra­go­zano ape­nas podía con­tro­lar sus ner­vios; le había cos­ta­do ope­rar la pa­lan­ca de cam­bios, es­ta­ba casi sin con­trol, temía que su al­te­ra­ción le im­pi­die­ra ac­tuar en forma efi­caz. No com­pren­día cómo había acep­ta­do par­ti­ci­par en una cam­pa­ña tan pe­li­gro­sa y cruel; pro­ba­ble­men­te ten­drían que matar a va­rias per­so­nas... Desechó de su mente tan an­gus­tian­te idea. No había mar­cha atrás. Su vida es­ta­ba en juego; ade­más, tenía una deuda de honor con sus com­pa­ñe­ros de aven­tu­ras. Ellos se ha­bían me­ti­do en esa si­tua­ción de apuro para ayu­dar­lo. No se podía ol­vi­dar de esta cir­cuns­tan­cia: era una per­so­na agra­de­ci­da; su or­gu­llo no le per­mi­tía ser pu­si­lá­ni­me.

A una cua­dra de dis­tan­cia había un pa­tru­lle­ro. Dos de sus alia­dos es­ta­ban den­tro. Le ha­bían dicho que in­ter­ven­drían si fra­ca­sa­ba la pri­me­ra fase del plan, pen­sa­da para can­ce­lar a los ma­lean­tes que vi­gi­la­ban.

Como sa­li­da de la nada, una mujer apa­re­ció en la es­qui­na del Juz­ga­do. Con un sen­sual bam­bo­leo se fue acer­can­do a los dos nar­co­tra­fi­can­tes que es­ta­ban en el Peu­geot. Te­nían poco más de cua­ren­ta años y una larga tra­yec­to­ria cri­mi­nal. La mi­ra­ron con in­te­rés. No era di­fí­cil ima­gi­nar que se tra­ta­ba de una pros­ti­tu­ta: su ves­ti­men­ta era es­ca­sa y su­ma­men­te pro­vo­ca­ti­va. Era un ejem­plar mag­ní­fi­co. Ca­mi­na­ba como un fe­lino en celo. Sus pier­nas pa­re­cían fir­mes como co­lum­nas. De­ma­sia­do fir­mes pensó el Za­ra­go­zano... Re­cién en ese mo­men­to com­pren­dió que la puta que me­ro­dea­ba era Jua­ni­to, muy bien ca­rac­te­ri­za­do y con abun­dan­te ma­qui­lla­je. Trató de lla­mar la aten­ción de los de­lin­cuen­tes para que lo de­ja­ran apro­xi­mar­se a ellos. Se co­lo­có fren­te a la puer­ta de­lan­te­ra de­re­cha del auto y le­van­tán­do­se la mi­ni­fal­da, dejó al des­cu­bier­to su só­li­do tra­se­ro. Ca­re­cía de ropa in­te­rior. Ese gesto fue de­fi­ni­to­rio: de in­me­dia­to fue in­vi­ta­do a en­trar en el auto. Pidió que le abrie­ran la puer­ta de atrás y se des­li­zó sua­ve­men­te mien­tras sa­ca­ba de su bolso de mano una pis­to­la de ca­li­bre nueve mi­lí­me­tros con si­len­cia­dor. Fue todo muy rá­pi­do: en menos de tres se­gun­dos le había dis­pa­ra­do a cada ma­fio­so dos tiros en la ca­be­za. Ambos mu­rie­ron en forma in­me­dia­ta. Llamó por su wal­kie tal­kie a los demás efec­ti­vos. Dos pa­tru­lle­ros lle­ga­ron. Cinco per­so­nas des­cen­die­ron. Una de ellas era el Se­cre­ta­rio del juz­ga­do que con el caño de una pis­to­la apo­ya­da en su es­pal­da, llamó a la puer­ta. Cuan­do lo aten­dió el se­reno, se iden­ti­fi­có con nom­bre y ape­lli­do mos­trán­do­se fren­te al visor ins­ta­la­do en la en­tra­da. Sus cap­to­res le ha­bían ex­pli­ca­do cuál era la si­tua­ción: si co­la­bo­ra­ba, nada le pa­sa­ría; no podía co­me­ter nin­gu­na im­pru­den­cia por­que sabía que su vida de­pen­día de ello. Trató de ser muy con­vin­cen­te al decir:

—¿Cómo le va, Fran­cis­co? Ábra­me la puer­ta rá­pi­do, es una emer­gen­cia. Hubo un aten­ta­do: rap­ta­ron a un im­por­tan­te po­lí­ti­co. El juez me or­de­nó que bus­ca­ra unos do­cu­men­tos que están agre­ga­dos a un ex­pe­dien­te de ho­mi­ci­dio. Debo en­con­trar datos de los po­si­bles se­cues­tra­do­res, ¡está en juego la vida del go­ber­na­dor de la pro­vin­cia! Si lle­ga­ra a pasar algo irre­ver­si­ble, nos echa­rán la culpa a no­so­tros por de­mo­rar.

El se­reno no va­ci­ló. Tenía ins­truc­cio­nes pre­ci­sas de obe­de­cer las ór­de­nes del Se­cre­ta­rio, quien ex­hi­bién­do­le las lla­ves y ro­dea­do de po­li­cías, le hacía re­cor­dar que el de­pó­si­to es­ta­ba a su cargo, por tanto no podía dudar ni un ins­tan­te en se­guir sus di­rec­ti­vas. Ape­nas el fun­cio­na­rio puso un pie den­tro del juz­ga­do, cua­tro agen­tes po­li­cia­les, todos con guan­tes, apun­ta­ron al ros­tro del guar­dián del juz­ga­do. En ese pre­ci­so ins­tan­te, el Za­ra­go­zano puso en mar­cha el ca­mión para ir ca­len­tan­do el motor. En pocos se­gun­dos ten­dría que di­ri­gir­se hacia el tri­bu­nal para que fuera car­ga­da la co­caí­na en el vol­que­te del vehícu­lo.

To­rres di­ri­gió el ope­ra­ti­vo: dis­pu­so que abrie­ran pron­to la puer­ta blin­da­da, algo que el se­cre­ta­rio hizo con suma ur­gen­cia; usa­ron dos ca­rri­tos li­via­nos que ha­bían lle­va­do para car­gar rá­pi­da­men­te la droga; en ape­nas vein­te mi­nu­tos la aco­mo­da­ron en el Sca­nia que ma­ne­ja­ba Hum­ber­to Mar­cel. Todo es­ta­ba listo para huir con ce­le­ri­dad. De­ja­ron al se­reno en­ce­rra­do en el de­pó­si­to. El doc­tor Ál­va­rez fue obli­ga­do a acom­pa­ñar­los.

Cuan­do sa­lie­ron, se en­con­tra­ron con una des­agra­da­ble sor­pre­sa: un auto había es­ta­cio­na­do atrás del ro­da­do de los de­lin­cuen­tes muer­tos. Tres ma­lean­tes más ha­bían ad­ver­ti­do que un ca­mión es­ta­ba es­ta­cio­na­do fren­te al Tri­bu­nal y que sus com­pa­ñe­ros no es­ta­ban ac­ti­vos en su pues­to. Al ver que una pros­ti­tu­ta es­ta­ba sos­pe­cho­sa­men­te cerca, se ba­ja­ron pre­su­ro­sos y le apun­ta­ron a la ca­be­za. En ese mo­men­to vie­ron que cua­tro po­li­cías sa­lían del juz­ga­do; no de­mo­ra­ron nada en com­pren­der que se es­ta­ban lle­van­do la droga.. Jua­ni­to apro­ve­chó la dis­trac­ción de sus agre­so­res para sacar su arma. Le pegó un tiro en la sien a uno de los de­lin­cuen­tes, pero los otros dos lo acri­bi­lla­ron a ba­la­zos. Mien­tras tanto, los cua­tro po­li­cías di­ri­gie­ron hacia ellos sus ame­tra­lla­do­ras y los ma­ta­ron de in­me­dia­to. En se­gui­da lle­ga­ron hasta Jua­ni­to. Luego de cons­ta­tar que ya no res­pi­ra­ba, lo lle­va­ron hasta el ca­mión de­ján­do­lo re­cos­ta­do en el asien­to de ade­lan­te, al lado del Za­ra­go­zano. Par­tie­ron a mo­de­ra­da ve­lo­ci­dad para no lla­mar la aten­ción. Los dos pa­tru­lle­ros ade­lan­te, el Sca­nia con el Za­ra­go­zano de­trás. Hum­ber­to Mar­cel es­ta­ba acon­go­ja­do. Jua­ni­to había re­ci­bi­do va­rios im­pac­tos en la ca­be­za. Puso su mano en el cue­llo del joven po­li­cía. Era claro que es­ta­ba muer­to. Hizo un es­fuer­zo para se­guir a los autos que trans­por­ta­ban a sus ca­ma­ra­das; se ale­ja­ban del lugar sin hacer ruido, casi nadie an­da­ba por la calle en ese mo­men­to.

Una hora duró el tra­yec­to. Lle­ga­ron a una zona por­tua­ria e in­tro­du­je­ron los ro­da­dos en un gal­pón muy gran­de, en la ori­lla del río de La Plata. Allí des­cen­die­ron todos. El Za­ra­go­zano tapó la ca­be­za de Jua­ni­to con una toa­lla. Bajó del Sca­nia muy an­gus­tia­do. Nadie se sor­pren­dió: todos sa­bían que había muer­to al ins­tan­te. No lo ha­bían de­ja­do en el lugar de los he­chos por­que era un com­ba­tien­te alia­do. Ade­más, in­ves­ti­gan­do quién era el fa­lle­ci­do, los nar­cos ha­brían po­di­do de­du­cir la iden­ti­dad de todos los in­te­gran­tes del grupo.

El doc­tor Ál­va­rez es­ta­ba en el más ab­so­lu­to des­con­trol. Se había ori­na­do y de­fe­ca­do, su as­pec­to era la­men­ta­ble; llo­ra­ba como una cria­tu­ra que ha sido cas­ti­ga­da, ro­ga­ba que no lo ma­ta­ran, decía que tenía fa­mi­lia, hijos y mujer. El co­mi­sa­rio Ba­rrien­tos pa­ra­pe­ta­do tras su gorra, un gran bi­go­te y una exi­gua barba, le dijo:

—Mire, doc­tor, no lo ma­ta­re­mos. Hemos te­ni­do que li­qui­dar a esos de­lin­cuen­tes por­que no te­nía­mos otro re­cur­so, no se preo­cu­pe, che. Lo hemos traí­do so­la­men­te para que nos sirva de tes­ti­go. Vamos a des­truir la puta droga. Que­re­mos que usted pueda dar fe de ello. ¿Me ha en­ten­di­do, se­cre­ta­rio?

El fun­cio­na­rio con­tes­tó su­pli­can­te:

—Sí..., se lo juro señor, no me mate. Diré lo que usted quie­ra... No me hagan nada, no tengo nada que ver con la droga.

Ba­rrien­tos si­guió ex­pli­can­do:

—Es­cu­che­me bien, che, no lo voy a re­pe­tir. Te­ne­mos muy poco tiem­po y no quie­ro co­rrer ries­gos. Usted vio cómo sa­ca­mos la co­caí­na del Juz­ga­do, no tiene dudas de que lo hi­ci­mos, ¿no es así?

—Sí, señor, lo vi todo, diré lo que usted me or­de­ne.

El co­mi­sa­rio mayor fue ca­te­gó­ri­co:

—¡No, ca­ra­jo, tenés que decir sólo la ver­dad, lo que real­men­te pasó! ¿Me en­ten­dis­te? Oíme bien: este car­ga­men­to lo vamos a tirar al río. Sé que no es la mejor forma de des­truir­lo. No po­de­mos que­mar­lo; con­ta­mi­na­re­mos un poco el agua, mala leche. El ob­je­ti­vo es que esta blan­ca de mier­da des­apa­rez­ca del mer­ca­do. En pocos días los nar­cos se iban a afa­nar la merca. No lo qui­si­mos per­mi­tir. En esta hoja te­ne­mos los nom­bres y ape­lli­dos de todos los po­lí­ti­cos que están apo­yan­do a Gan­dul­co. Que­re­mos que los hagas pu­bli­car, ¿me es­cu­chas­te? Cui­da­di­to con ol­vi­dar­te de esto. Te man­da­re­mos fotos de la des­car­ga de la co­caí­na por co­rreo elec­tró­ni­co. Vos ten­drás que de­cla­rar que son ver­da­de­ras. Quie­ro que no haya nin­gu­na duda de nues­tras bue­nas in­ten­cio­nes. Nadie debe cues­tio­nar que hemos ti­ra­do la droga al río. ¿Me es­cu­chas­te bien?

—Es­cu­ché, se lo juro. Voy a con­tar­lo todo.

—Bien mi amigo, no se cague tanto, ya le dije que no le íba­mos a hacer nada. Cor­ten todos los pa­que­tes, rá­pi­do che, que es­ta­mos co­rrien­do pe­li­gro.

Es­po­sa­ron al se­cre­ta­rio a una co­lum­na y los cinco so­bre­vi­vien­tes se de­di­ca­ron a ta­jear las bol­sas con afi­la­dos cu­chi­llos. A los trein­ta mi­nu­tos no que­da­ba nin­gu­na in­dem­ne. Ba­rrien­tos si­guió dando ór­de­nes:

—Dale con el vol­que­te, com­pin­che. Tirá toda la ba­su­ra blan­ca al agua. Mirá bien lo que ha­ce­mos, Ál­va­rez. Con­tá­se­lo con pelos y se­ña­les a tu juez y a la pren­sa.

El Za­ra­go­zano hizo ele­var la parte de atrás del ca­mión. La va­lio­sa carga se pre­ci­pi­tó en el río.

Ba­rrien­tos si­guió ha­blan­do:

—Bueno mu­cha­chos, hemos ter­mi­na­do la faena. Es­cu­cha­me bien, doc­tor­ci­to. Tenés que guar­dar estas hojas y este pen dri­ver. Se trata de una de­cla­ra­ción nues­tra. Cui­da­te muy bien de en­tre­gar­la a todos los dia­rios im­por­tan­tes del país. Allí ex­pli­ca­mos por qué hi­ci­mos esto, quié­nes son los que de­fien­den a Gan­dul­co, los des­en­mas­ca­ra­mos... Vamos a ver si si­guen pro­te­gién­do­lo des­pués de que hayan que­da­do en evi­den­cia. Te vamos a dejar en la puer­ta de un dia­rio muy im­por­tan­te. Allí te van a re­ci­bir. Te es­ta­rán es­pe­ran­do para ayu­dar­te a que te tran­qui­li­ces, to­ma­rán nota de tu his­to­ria. A los pocos mi­nu­tos ten­drás todos los ca­na­les de te­le­vi­sión pre­gun­tán­do­te cosas, serás un ídolo na­cio­nal gra­cias a no­so­tros. Nadie te podrá echar la culpa por­que ac­tuas­te bajo ame­na­zas. Dirás que es­tu­vis­te obli­ga­do a en­tre­gar a la pren­sa nues­tro co­mu­ni­ca­do. ¡Ojo! Si decís que uno de nues­tros efec­ti­vos murió, te ha­re­mos bo­le­ta, ¿está claro?

—Sí, señor. Cum­pli­ré todas sus ór­de­nes, lo tengo muy claro. Si me dejan vivir, les es­ta­ré eter­na­men­te agra­de­ci­do, ha­bla­ré bien de us­te­des, diré que son sal­va­do­res de nues­tra ju­ven­tud... Créa­me, los haré que­dar como hé­roes.

Ba­rrien­tos dio las úl­ti­mas di­rec­ti­vas:

—Vamos, chi­cos, ra­je­mos que es­ta­mos ex­pues­tos. Vos acom­pa­ña­me. Vamos a lle­var a Ál­va­rez. Ter­mi­ne­mos esta mi­sión. Guar­den el ca­dá­ver de nues­tro com­pa­ñe­ro. Le da­re­mos cris­tia­na se­pul­tu­ra.

Un pa­tru­lle­ro se de­tu­vo cin­cuen­ta mi­nu­tos des­pués en la en­tra­da del dia­rio de mayor cir­cu­la­ción de la Ar­gen­ti­na. Ba­rrien­tos y To­rres es­pe­ra­ron a que el se­cre­ta­rio fuera re­ci­bi­do. Cuan­do lo cons­ta­ta­ron, se ale­ja­ron ve­lo­ces.

Los que par­ti­ci­pa­ron del ope­ra­ti­vo se en­con­tra­ron en la quin­ta de Ba­rrien­tos, en la ciu­dad de Vi­cen­te López. Allí hi­cie­ron un pro­fun­do pozo y en­te­rra­ron a Jua­ni­to. Todos llo­ra­ban. Des­pi­die­ron al amigo con una ce­re­mo­nia sen­ci­lla y breve. Cuan­do se com­pro­me­tie­ron a in­ter­ve­nir en el ope­ra­ti­vo, sa­bían que era pro­ba­ble que mu­rie­ran. Ac­tua­ron como sol­da­dos. Se en­fren­ta­ron a la muer­te con dig­ni­dad. Ter­mi­na­do el en­tie­rro, pren­die­ron el te­le­vi­sor. Bus­ca­ron un canal que per­te­ne­cía a la misma ca­de­na em­pre­sa­rial que el dia­rio. El doc­tor Ál­va­rez apa­re­ció en pan­ta­lla, to­da­vía an­gus­tia­do, con se­ña­les de his­te­ria y de te­rror. Su ros­tro es­ta­ba des­en­ca­ja­do. Al­guien le había pres­ta­do ropa para cam­biar la que había en­su­cia­do. Es­ta­ban pre­sen­cian­do el pri­mer re­por­ta­je re­la­ti­vo a su trá­gi­ca in­cur­sión. El pe­rio­dis­ta pre­gun­tó:

—Dí­ga­me, doc­tor Ál­va­rez, ¿sus se­cues­tra­do­res lo tra­ta­ron bien? Se lo ve muy afec­ta­do... ¿lo las­ti­ma­ron?

—No señor, me tra­ta­ron bien. Estos in­di­vi­duos no eran afi­cio­na­dos. Su ob­je­ti­vo era des­truir la droga que había sido de­co­mi­sa­da en un es­ta­ble­ci­mien­to de San Fran­cis­co. Cons­ta­té per­so­nal­men­te cómo la ti­ra­ban al río. Me en­tre­ga­ron una de­cla­ra­ción y un video para que los hi­cie­ra lle­gar a los me­dios, me di­je­ron que si omi­tía ha­cer­lo to­ma­rían re­pre­sa­lias con­mi­go y con mi fa­mi­lia. No creo que sean la­dro­nes. No se guar­da­ron nada de co­caí­na para ellos. Des­tru­ye­ron los pa­que­tes y los ti­ra­ron al río. Aquí están los datos del gal­pón por­tua­rio que uti­li­za­ron. La po­li­cía se­gu­ro hará una pe­ri­cia en el agua para cons­ta­tar que se ha arro­ja­do droga allí; en­con­tra­rán los en­vol­to­rios ori­gi­na­les tam­bién.

El pe­rio­dis­ta pre­gun­tó:

—¿Doc­tor, usted es con­cien­te de la gra­ve­dad de esta de­cla­ra­ción?, ¿usted cree que es cier­to lo que en ella se dice?

— No puedo ase­gu­rar­le nada, no soy el autor de la nota, sim­ple­men­te me usa­ron como in­ter­me­dia­rio bajo ame­na­zas. La jus­ti­cia in­ves­ti­ga­rá esas acu­sa­cio­nes, re­sol­ve­rá en su mo­men­to. No pien­so emi­tir opi­nión, des­co­noz­co los he­chos.

El pe­rio­dis­ta acotó:

—Se­ño­res te­le­vi­den­tes, esta de­cla­ra­ción es una ver­da­de­ra bomba. Se in­vo­lu­cra a po­lí­ti­cos muy co­no­ci­dos y se los acusa de estar aso­cia­dos a un tal Gan­dul­co. Según los de­nun­cian­tes, es un capo nar­co­tra­fi­can­te que con­tro­la la cir­cu­la­ción de la droga en los Par­ti­dos de San Fran­cis­co, de Merlo, de Morón y de La Ma­tan­za. En apa­rien­cia, iban a robar la co­caí­na. Para evi­tar­lo se llevó a cabo el pro­ce­di­mien­to en el Juz­ga­do Fe­de­ral. Los se­cues­tra­do­res del doc­tor Ál­va­rez han con­vo­ca­do a todas las fuer­zas po­li­cia­les a unir­se para com­ba­tir a Gan­dul­co, a sus cóm­pli­ces y a sus en­cu­bri­do­res. Piden que sean todos arres­ta­dos, pues­tos a dis­po­si­ción de la jus­ti­cia. Dan nom­bre y ape­lli­do de de­ce­nas de per­so­nas que pue­den ates­ti­guar con­tra Gan­dul­co y sus aso­cia­dos; co­no­cen sus ac­ti­vi­da­des ilí­ci­tas; están en con­di­cio­nes de pro­por­cio­nar datos cla­ves para in­cri­mi­nar­lo. Re­la­tan los hi­po­té­ti­cos ase­si­na­tos que Gan­dul­co ha or­de­na­do que se co­me­tie­ran. Es algo ho­rro­ro­so, cues­ta creer que en este ben­di­to país pasen estas cosas. Ha lle­ga­do a nues­tro canal un cable que in­di­ca que se en­con­tra­ron cinco ca­dá­ve­res en las in­me­dia­cio­nes del Juz­ga­do. Al pa­re­cer se trata de per­so­nas con fron­do­sos an­te­ce­den­tes de­lic­ti­vos, re­la­cio­na­dos con Gan­dul­co. Es­ta­mos fren­te a una te­la­ra­ña que re­cién co­mien­za a ser des­ar­ti­cu­la­da. Nues­tro canal los ten­drá per­ma­nen­te­men­te in­for­ma­dos, dando de­ta­lles de lo su­ce­di­do, pro­por­cio­nán­do­les nue­vos ele­men­tos, ana­li­zan­do la reac­ción de la po­li­cía bo­nae­ren­se y de la fe­de­ral fren­te a estos he­chos. Es­ta­re­mos a la es­pe­ra de más no­ti­cias; se­gu­ro se pro­du­ci­rán mu­chas no­ve­da­des. In­vi­ta­mos a nues­tra au­dien­cia a estar aten­ta; todos los ar­gen­ti­nos de­be­mos tener en cuen­ta cuál será la reac­ción de los po­lí­ti­cos y de la je­rar­quía po­li­cial fren­te a de­nun­cias tan gra­ves. Ha lle­ga­do el mo­men­to de que le mues­tren a la ciu­da­da­nía de qué lado están. Si son cier­tas las acu­sa­cio­nes, el go­bierno no ten­drá ex­cu­sa para ha­cer­se el dis­traí­do. Nin­gún ar­gen­tino de bien puede per­ma­ne­cer im­pá­vi­do fren­te a tan gra­ves he­chos. ¡El pue­blo quie­re saber de qué se trata! Hay que ter­mi­nar de una vez por todas con este fla­ge­lo que es el nar­co­trá­fi­co. Nos des­pe­di­mos hasta el pró­xi­mo in­for­ma­ti­vo. Ten­gan us­te­des muy buen día.

Ba­rrien­tos abra­zó con afec­to al Za­ra­go­zano di­cien­do:

—Mi que­ri­do Za­ri­to, te pido dis­cul­pas por ha­ber­te hecho par­ti­ci­par de un ope­ra­ti­vo tan san­grien­to. Te ne­ce­si­tá­ba­mos, lo la­men­to mucho. Ma­ña­na ten­dre­mos que ha­blar con la fa­mi­lia de Jua­ni­to. Nos que­da­mos con una buena can­ti­dad de droga. Con el di­ne­ro que ob­ten­ga­mos por su venta, le da­re­mos una im­por­tan­te suma a su es­po­sa para que pueda vivir y edu­car a sus hijos dig­na­men­te. Nues­tro com­pa­ñe­ro se lo ha ga­na­do ofre­cien­do su vida. Gra­cias a él pu­di­mos cum­plir la mi­sión. No nos ol­vi­da­re­mos nunca de nues­tro amigo.

To­rres, emo­cio­na­do, miró al co­mi­sa­rio a los ojos y dijo:

—Jua­ni­to era como un her­mano para mí, jefe. Te­ne­mos la obli­ga­ción de ayu­dar a su fa­mi­lia, que­da­mos en deuda con él. Du­ran­te todo el tiem­po que nos quede de vida de­be­re­mos estar a dis­po­si­ción de sus fa­mi­lia­res. Tal vez no vi­va­mos de­ma­sia­do des­pués de lo que hi­ci­mos; es po­si­ble que tra­ten de ma­tar­nos. Se ima­gi­na­rán que hemos sido no­so­tros. Por otra parte, cuan­do Jua­ni­to no apa­rez­ca será mo­ti­vo de sos­pe­cha. Ten­dre­mos que cui­dar­nos mucho en las pró­xi­mas horas. Mejor que nos se­pa­re­mos. Tra­te­mos de que nues­tras fa­mi­lias sal­gan de nues­tros do­mi­ci­lios. Gan­dul­co tiene mu­chos se­cua­ces que pue­den estar bus­can­do ven­gan­za. No ol­vi­de­mos que li­qui­da­mos a cinco tipos de su or­ga­ni­za­ción cri­mi­nal.

El Za­ra­go­zano se atre­vió a opi­nar:

—Mis que­ri­dos com­pa­ñe­ros, os ha­béis por­ta­do como va­lien­tes. Es tris­te que ha­ya­mos per­di­do a Jua­ni­to. Tam­bién, hoy ha­béis ma­ta­do a cinco per­so­nas. Eran cri­mi­na­les pero igual eran vidas hu­ma­nas. Pese a todo, este za­ra­go­zano está per­sua­di­do de que ac­tua­mos en le­gí­ti­ma de­fen­sa. Hi­ci­mos lo co­rrec­to.

El co­mi­sa­rio Ba­rrien­tos for­mu­ló sus con­clu­sio­nes:

—Hemos pa­tea­do el ta­ble­ro. Los po­lí­ti­cos son co­bar­des: re­cu­la­rán como ratas cuan­do vean que ha ex­plo­ta­do la bomba; que­rrán des­truir las an­ti­guas fotos que los mues­tren como co­no­ci­dos de los que hemos nom­bra­do. El car­tel de Ma­za­ca­te se ha que­da­do sin su blan­ca. Cin­cuen­ta mi­llo­nes de dó­la­res han que­da­do de mues­tra en el río. Gan­dul­co no podrá per­ma­ne­cer al fren­te de su te­rri­to­rio. Su nom­bre es mala pa­la­bra, nadie lo que­rrá sos­te­ner. Tengo la es­pe­ran­za de que la po­li­cía nos dará pro­tec­ción. Hemos omi­ti­do de­li­be­ra­da­men­te men­cio­nar al­gu­nos nom­bres y ape­lli­dos; qui­zás los más im­por­tan­tes. Re­ci­bi­rán el men­sa­je. Estos se­ño­res se cui­da­rán muy bien de que la in­ves­ti­ga­ción no lle­gue hasta ellos. Ten­drán que ven­der una ima­gen santa de su vida, abs­te­ner­se de darle a Gan­dul­co el más mí­ni­mo apoyo. Se alia­rán a otros nar­co­tra­fi­can­tes que es­ta­rán de pa­ra­bie­nes por tomar el con­trol de cua­tro par­ti­dos tan im­por­tan­tes del Gran Bue­nos Aires. Con­cuer­do con el Za­ra­go­zano: hemos hecho lo co­rrec­to.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 2012
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Fecha de publicaciónAgosto 2013
Colección RSSNarrativas globales
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