A las seis de la tarde del sábado 5 de febrero, Clara llegó a la localidad de Cura Brochero, una apacible villa serrana, a casi cinco kilómetros de la residencia, también sobre el río Panaholma. El Zaragozano se encontró con ella frente a un pequeño café, a pocos metros de la Iglesia de Nuestra Señora del Tránsito, con vista a la plaza Centenario, que data del siglo XVIII. Se dieron un cariñoso abrazo con algunas lágrimas en los ojos; la adversidad había vigorizado los vínculos afectivos de nuestros amigos. Algunos transeúntes los miraron con una media sonrisa que expresaba sorpresa; otros con cierta desaprobación ya que habida cuenta de la diferencia de edad entre ellos, el comportamiento del Zaragozano y de Clara resultaba equívoco. De todas maneras, poco les importaba a nuestros compañeros cuál era el efecto que su demostración de recíproca estima podía causar en el medio social de Cura Brochero. Todavía emocionada, Clara expresó:
—Gracias por venir, Zaragozano. Es mejor así porque si tomaba un taxi nos arriesgábamos todos. Vos viste que este es un lugar muy chico y cualquier cosa extraña enseguida se chusmea entre los pobladores.
—Deberíais haberlo dicho antes, mi niña, ahora es demasiado tarde. Los curabrochenses pensarán que somos dos amantes enfrentados a la cronología o bien que eres una inocente muchacha pervertida por un anciano libidinoso, ¿no creéis que deberíamos haber sido menos efusivos?
—No seas hincha, Zaragozano. Ni el peligro te sosiega; sos incorregible, ¿cómo está Pedro?
—Bastante bien, teniendo en cuenta que lo han castigado y herido mucho. ¡Tiene cicatrices hasta en las posaderas! El chico está lúcido. Le sacaron el vendaje de la cabeza y de la pierna, ya no sufre tanto los jodidos mareos, cojea menos, la pierna herida se le ha fortalecido. El problema es que al majo le han quebrado el espíritu. De noche lo asaltan pesadillas aterradoras; siempre está como temiendo que le den otra zurra monumental. Le va a costar mucho recuperarse.
Clara lo miró como quien contempla una catástrofe. Se le representó la imagen de Pedro en el medio de una crisis depresiva. Con la vista humedecida, tomó el brazo del Zaragozano y dijo:
—Pobrecito... vayamos Humberto. ¡Me duele tanto que sufra...! Vamos a la casa. Tengo muchas ganas de verlo.
Llegaron en pocos minutos. Pedro los estaba esperando en la entrada de la vivienda. Conmovido, abrió los brazos invitando a Clara a dar unos pasos hacia él. Ella se le acercó rápidamente y se fundieron en un abrazo. No hubo ninguna formalidad entre ellos, ni argumentos circunstanciales, ni pretextos otrora utilizados; sólo se limitaron a disfrutar el contacto de sus cuerpos, aspirando mutuamente sus aromas, sintiendo la textura de sus pieles, escuchando el sonido de su respiración agitada. Los segundos iban transcurriendo; no se podían separar. Aunque ninguno de los dos se atrevió a ensayar un beso, era como si un pegamento invisible los hubiera unido de manera definitiva. Poco a poco fueron tomando conciencia de la situación que estaban viviendo y recordaron la presencia del Zaragozano como único espectador. Recién en ese instante Clara se dio cuenta de que estaba presionando firmemente su pubis sobre Pedro; sintió su masculinidad como algo familiar; no experimentó ningún tipo de rechazo, ni se avergonzó, hasta que pensó en Humberto Marcel, partícipe involuntario de una escena pública subida de tono. Se apartó de Pedro con una sonrisa, con la mirada humedecida de felicidad, asiéndose a sus manos igual que un náufrago se aferra a un madero. Volvió a abrazarlo levemente, se retiró de inmediato apartándose apenas y haciéndose la desentendida, dijo:
—Che, esto es hermoso, es el paraíso, no se puede creer. Miren lo que son esos árboles, la casa; es una preciosura, ¿no tienen ganas de que nos metamos en el río? El lugar está divino, el aire calentito, este vientito te acaricia, nunca había estado en un sitio tan sensacional. Estoy contentísima..., extrañé mucho... a los dos...
El Zaragozano la miró con cierta ironía, y expresó:
—Pues mira chavala, que no me sorprende nada que estéis deseosa de bañaros, ni tampoco que juzguéis que está caldeado el vientecillo. No os ofendáis si os digo que pienso que no es tan culpable la divinidad del arroyo, ni esta amable brisa. Sé que hablasteis sinceramente, os ruego que no os enfadéis conmigo, sólo que me parece que os habéis dado con Pedro un achuchón tan desmesurado que hasta este zaragozano que carga con peso seis décadas sobre sus hombros, ha experimentado un tremendo impacto emocional y hasta transpirado la poca testosterona que aún le queda en sus entrañas. Os puedo jurar que me costará permanecer en el anonimato, que como bien lo sabéis, debemos preservar. No os sorprendáis si salgo a raptar damas por la noche o si aúllo entre las montañas como un lobisón. Vuestra juventud me ha contagiado, joder, aunque la realidad llamará rápida a mi puerta y me amansará, no os preocupéis.
Clara se ruborizó sin remedio, no esperaba una chanza semejante. Su comportamiento había sido espontáneo, sus impulsos naturales la habían dejado en evidencia. Miró con vergüenza a Pedro, quien le sonreía cálidamente. Demasiado cálidamente, pensó la joven con real satisfacción; haciéndose la enojada, dijo:
—Siempre el mismo jodón, Zaragozano..., no tenés cura. ¿Hasta cuándo te vas a burlar de mí? Hace muchísimo que no lo veo a Pedro; sólo porque fui cariñosa con él, me tomás el pelo como si fuera ninfómana..., sugerís que estoy caliente como una pipa...
—Nada más lejos de mi ánimo, mi querida Clara, que no es mi costumbre mofarme de nadie y menos de las personas que aprecio, creédmelo. Sólo quise pitorrear un poco con vosotros. Bastantes problemas serios habéis padecido. No os mantengáis adustos y desabridos con este zaragozano, coño, agradeced que estáis con vida. Pedro se está recuperando muy bien; pronto lo veremos corriendo como un gamo por la serranía. Ya lo veréis.
Clara sonrió, manifestando:
—Tenés razón, Zaragozano. Viene bien un poco de humor. Hace demasiado tiempo que estamos separados. Estoy feliz por estar con ustedes de nuevo. Seamos optimistas, pensemos que si zafamos de esta pasaremos al frente. Alguna vez a los hijos de puta que nos quieren matar los meterán en cana y no joderán más.
Pedro asintió levantando el pulgar, diciendo:
—Estoy de acuerdo con vos, Clara. Bienvenido sea que el Zaragozano sea bromista. Tratemos de pasarla lo mejor que podamos. Ya bastante hemos sufrido; todavía me duelen los golpes y las heridas y no me puedo olvidar del mal trato recibido. Propongo que nos regalemos una merienda en el parque; hay una mesa y sillas al lado del arroyo, disfrutémoslo. Si te querés bañar, estoy dispuesto a acompañarte Clara, a pesar de que toda mi vida he sido friolento.
Como aceptando que había pasado una situación extremadamente tórrida, la muchacha dijo sonriente:
—La verdad es que en este momento ya no tengo tanto calor. Me encantó tu propuesta de merendar. Yo me encargo de prepararles algo. ¿Dónde está la cocina?
Disfrutaron el improvisado refrigerio como compañeros de colegio. Se pusieron al día con las noticias familiares y laborales. Pedro y el Zaragozano narraron sus dolorosas experiencias. De lo único que no se habló fue del novio de Clara. Hubo sobre ese tema como un manto de silencio; el nombre «Julio» estuvo tácitamente prohibido.
Esa noche comieron en el quincho. El Zaragozano preparó un cabrito al asador que les resultó delicioso; corrió generosamente el vino. Los tres estaban eufóricos, por unos momentos casi se olvidaron del grave peligro que estaban corriendo, esperanzándose en que serían preavisados de cualquier eventual incursión de los narcotraficantes.
Copyright © | Ricardo Ludovico Gulminelli, 2012 |
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Fecha de publicación | Junio 2013 |
Colección | Narrativas globales |
Permalink | https://badosa.com/n375-38 |
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