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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XVII

El Zaragozano visita a Magaliños

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

El miércoles 13 de octubre, a las dieciocho, el Zaragozano tocó el timbre de la oficina de Magaliños. Estaba en un edificio oscuro, en el barrio de Flores. Las paredes algo despintadas, dejaban vislumbrar cierto abandono, una posición económica nada próspera. Una madura secretaria lo hizo pasar rápidamente al despacho del síndico.

—Mucho gusto, contador Magaliños, soy Humberto Marcel. Me ha dicho el Dr. Mazzini que estabais interesado en hablar conmigo. Pues bien, aquí me tenéis a vuestra disposición, ¿en qué puedo ayudaros?

—La verdad es que no encuentro palabras, señor Humberto, para disculparme por hacerle perder su valioso tiempo. Créame que no tuve más remedio que pedirle que viniera a mi oficina, es mi intención prevenirlo de algunos riesgos que a mi pesar se han generado, que todos deberíamos atender prudencialmente para que nadie resultara perjudicado. Estoy enterado de que usted es un empresario muy inteligente y dinámico; tiene una trayectoria envidiable. Al igual que lo hiciera con el Dr. Mazzini, deseo transmitirle de corazón que nunca ha estado en mí ánimo hacer algo que lo pueda perjudicar. En algunas oportunidades, como sucede en este caso, se advierte cómo se movilizan extrañas fuerzas para hacer daño, personas muy malas que actúan con el objetivo de lastimar, de saciar su sed de venganza. Algunos acreedores se sienten perjudicados por la quiebra de La Campana Mágica S.A. Sé que me dirá que no tiene nada que ver con este resultado falencial y le anticipo que estaré de acuerdo al cien por ciento con usted, pero no puedo dejar de transmitirle que la situación se está tornando muy peligrosa para sus intereses. El juez está convencido de que ha existido una maniobra fraudulenta mediante la cual se han extraído dos valiosos bienes de la sociedad fallida, sin que haya existido una real contraprestación de dinero. Frente a este panorama, usted entenderá que mi obligación es pedir la ineficacia de las ventas realizadas a las dos sociedades que lo tienen a usted como principal inversor y al doctor Mazzini como único director. Repito, le ruego que no piense que esto es una amenaza y menos una acusación, estoy persuadido Sr. Marcel de que su inocencia no se debería poner en duda, pero ante los hechos que le he referido, ¿qué debería hacer? Con sinceridad, estoy haciendo lo que mi conciencia y mis convicciones cristianas me dictan: ayudarlo en todo lo que pueda, impedir que se cometa una injusticia... no sería agradable que después de haber invertido tanto dinero, se viera comprometido en un conflicto jurídico de grandes proporciones... que fuera acusado de fraude.

—No os imagináis cuán agradecido estoy por vuestra generosa preocupación que ya quisiera yo encontrar más a menudo en este mundo, actitudes tan nobles como la vuestra, que son tan extrañas en esta Tierra como los milagros virginales de los que mucho se comenta pero que tan poco se experimentan personalmente. Habla muy bien de vos vuestra actitud, mucho la valoro, mi señor. Descontad que este zaragozano estará a vuestra entera disposición, sabiendo de vuestro desinteresado aporte, guiado solamente por el afán de hacer justicia, de respetar lo que sanamente hemos realizado. Si algunos maliciosos agresores quisieran destruirlo, no tendrían éxito, os lo afirmo, ya que todo lo hecho por este zaragozano y por las sociedades en las cuales ha invertido, es de una absoluta transparencia. Os imaginaréis mi apreciado Contador Magaliños que luego de tantas décadas en la actividad empresarial dedicándome a comprar bienes de empresas en dificultades, no soy propenso a cometer errores graves ni a comprometer inversiones para ligeramente dilapidarlas. Tened por seguro que hacer las cosas bien no ha sido gratuito. He invertido en estos negocios lo necesario para que no surjan problemas y por tanto quisiera obtener los réditos, aprovechar las ventajas de haber tomado tantas previsiones.

—No me cabe ninguna duda. Llámeme Juan Antonio, por favor y si usted me lo permite, lo llamaré Humberto, ¿está bien?

—Mejor llamadme Zaragozano, que es como me conocen mis amigos y no veo razón para que nosotros no lo seamos, después de todo, sois un experto en situaciones empresariales críticas, tal como lo soy yo. ¿Por qué, entonces no entendernos mejor? No creo equivocarme al suponer que vuestro lenguaje debe ser similar al que yo utilizo.

—No se equivoca, mi estimado amigo. Con humildad, le anticipo que me agrada su actitud, la comparto plenamente y además, me encanta su modo de hablar, Zaragozano, ¿Cómo es que se sigue expresando de este modo, como un aragonés clásico, cuando hace tanto tiempo que vive en la Argentina? Es realmente notable, muy simpático.

—No os ocultaré que me place que os resulte agradable mi forma de hablar. Como lo habéis comprobado, no tiene nada que ver con los modismos orales rioplatenses. Desde la más tierna infancia me han aleccionado para que me exprese de esta manera; especialmente mi abuela decía siempre que un hablar castizo constituiría una ventaja para mi futuro, en un país como la Argentina, en el cual los europeos en general siempre fueron respetados. Esto no quita que cometa frecuentemente errores de lenguaje porque la influencia del medio, especialmente del lunfardo porteño, ha modificado en gran parte mi modo de expresión. Os debo confesar que me agrada hablar como mis abuelos porque hace que sea muy distinto del resto de los habitantes de esta gran nación, lo que de alguna manera me distingue y reivindica mi origen.

—Me resulta sumamente interesante tratarlo, Zaragozano. Siempre es un placer conversar con alguien tan inteligente, que conoce perfectamente cómo y hasta qué punto le conviene defender sus intereses empresariales. Esa actitud con seguridad le da una enorme ventaja, hace más fácil que nos entendamos porque ambos sabemos cuáles son nuestras apetencias. Deberíamos privilegiar armonizarlas, ¿no lo cree así?

—Desde luego, Juan Antonio. Vos sabéis que de ninguna manera estaré dispuesto a dar un paso en falso, tampoco me veréis dispuesto a invertir en rubros innecesarios o en evitar riesgos que considere inexistentes. Mi curtida piel está acostumbrada a sufrir embates de personas mal intencionadas, de agresores ambiciosos, de extorsionadores sin argumentos, de magistrados que fingen ser moralistas sin serlo o de quienes pregonan convencidos de tener una personalidad impoluta; al final, son malignas criaturas que sólo buscan una trascendencia pública o ascender en la carrera judicial, la fama y la búsqueda de un mal llamado «prestigio», una forma más del interés económico. Os debo decir para que me conozcáis, que este zaragozano es inflexible en el cuidado de sus inversiones. Una vez planificado un negocio, no consiento que nadie por ningún motivo me desvíe del rumbo trazado porque esta conducta resulta esencial para que los espectadores e interesados en obstaculizar mi actuación, comprendan que no les ha de salir gratis el esfuerzo de atacarme y de procurar causarme perjuicio.

—Aplaudo su discurso. Me parece apasionante la forma en que defiende sus derechos. Tal vez sus expresiones estén algo sobredimensionadas si considera que soy su aliado y de ninguna manera alguien que pretenda perjudicarlo. ¿No cree que es fundamental que comprenda esto? No quiero actuar rígidamente, como si estuviera en una burbuja de cristal, sin valorar lo difícil que es invertir en la Argentina. Tampoco quiero seguir a ciegas cualquier instrucción injusta o inconveniente que dé el juez de la quiebra. En definitiva, estoy diciendo que me gustaría actuar en forma razonable en cada caso, dialogando con el magistrado concursal para que no tome resoluciones injustificadas o sin real fundamento. Soy lo suficientemente viejo como para priorizar mi propia dignidad, por tanto, quiero hacer lo que realmente considere que está bien. En este caso, he tomado partido por usted, señor Humberto. Lo que más quiero es ayudarlo y por supuesto, ayudarme, lo que creo que he de conseguir habida cuenta de su enorme experiencia y de la sabiduría que es ostensible que usted tiene, ¿me entiende, mi querido Zaragozano?

—Que los ángeles del cielo acudan prestamente a martirizarme, si mis buenas intenciones no concuerdan con las suyas, mi estimado Juan Antonio. Es evidentemente una fortuna que nos hayamos encontrado porque bien podríais haber sido un necio obsecuente y estar llevando a cabo las órdenes más disparatadas en contra de quienes hemos actuado correctamente, beneficiando a la comunidad toda, pagando a buen precio dos excelentes propiedades de la fallida, como bien lo habréis comprobado, me imagino.

—He investigado todos los movimientos de fondos, mi amigo Zaragozano. Lo mío es actuar profesionalmente. La vinculación entre las partes interesadas ha preocupado mucho al juez, más aún cuando no ha quedado ni un céntimo del dinero de las ventas en La Campana Mágica S.A. Usted lo sabe, señor Humberto. Esta circunstancia es considerada muy grave por el juez, quien está persuadido de que se vació fraudulentamente a la sociedad.

—¿Creéis que ha sido así, mi estimado Juan Antonio? Si analizáis cuidadosamente los hechos, veréis sin posibilidad de error que el dinero ingresó puntualmente a la sociedad por medio de entidades bancarias, comprobaréis también sin dificultad que todos los retiros de la plata correspondiente al precio abonado los hizo el anterior presidente del directorio de la sociedad, ¿no es acaso obvio esto que os digo, señor Juan Antonio? ¿Acaso el señor magistrado pretende que este zaragozano actúe como un Dios?, ¿qué controle lo imposible de controlar? Por favor, amigo Magaliños, cualquier acto en contra de nuestras compras estaría destinado al más absoluto fracaso; seguramente lo sabéis.

—Pero mi buen Zaragozano, me sorprende usted. Su actitud no es la que esperaba de alguien tan perspicaz. Sabe bien que cuando comienza a rodar la bola de nieve por la pendiente, cada vez se hace más grande y nunca faltan los que se quieren unir a ella. Si algún malintencionado comenzara a agredirlo, a acusarlo, usted conoce muy bien que la situación se tornaría muy complicada, se formularían denuncias penales. Frente a este contexto, hasta el más preparado testaferro podría flaquear y decir cosas inimaginables, ¿le parece que vale la pena correr ese riesgo? Además, si piensa vender los inmuebles adquiridos como sería lógico, no le conviene que el río truene porque muchos interesados se retirarán de escena.

—Juan Antonio, os agradezco que tengáis tanto interés en el éxito de mis negocios, pero creo que no os debéis preocupar ya que los mismos se encuentran muy bien cautelados. No veo por qué habría de pensar lo contrario, que en tales condiciones —como lo imaginaréis—, no aceptaré mayores costos que los ya asumidos que no son pocos, os lo garantizo.

—No me cabe duda, señor Humberto de que usted sabe perfectamente cómo actuar en este tipo de emprendimientos. También estoy seguro de que los mejores empresarios son los que evitan los riesgos, más cuando lograr este resultado no resulta costoso. Si tomara al pie de la letra su razonamiento nadie contrataría seguros, lo que sería un grave error de gerenciamiento, ¿no lo cree?

—Os debo decir que escucharos hablar de contrato de seguro me resulta alentador. Pagar una prima se puede considerar una inversión mínima, comparada con el beneficio. En ese sentido, podría aceptar un ofrecimiento de vuestra parte ya que tampoco soy necio ni me gusta comer vidrio que quien así actúa, poca vida tiene en estas operatorias, tan complicadas y preñadas de riesgos. Esto, mi querido Juan Antonio, siempre que no creáis que me place abonar primas costosas en extremo porque si el premio del seguro es demasiado alto, preferiré autoasegurarme y confiar en mis propias precauciones, que nunca son pocas; creedme.

—Nos estamos entendiendo, Zaragozano, ¿cuál considera usted que sería una prima razonable para asegurar tan valiosos bienes? Tengo entendido que los dos inmuebles que adquiriera usted a través de dos sociedades anónimas, tienen un valor aproximado de seis millones de dólares, ¿no es cierto? Ya sé, usted me va a decir cómo fijé exactamente ese valor; se lo diré para ganar tiempo, mi amigo: han concurrido a mi Estudio unos inversores alemanes que negociaron con usted, quieren saber cómo es la situación falencial y están dispuestos a invertir mucho dinero si las ventas quedan fuera de toda sospecha. Comprenderá usted que no puedo permanecer ajeno a este tipo de información. Es mi obligación ponerlo en conocimiento del señor Juez. Aún no lo hice porque consideré conveniente hablar primero en confidencia con usted.

—Me desilusionáis, Juan Antonio. ¿Cómo podéis dar crédito a la versión de cualquier desconocido? ¿Consideráis acaso que estoy jugando a una sola punta? Este zaragozano los escucha a todos. La oferta de estos caballeros ha sido demasiado generosa como para creerla; es su costumbre simular que apuestan fuerte para luego efectuar una estratégica retirada, ofreciendo pagar precios sensiblemente inferiores. Con seguridad lo habréis imaginado, ¿no es así mi estimado amigo? Para manejaros en estos temas, debéis tener los pies muy bien puestos sobre la tierra. Este zaragozano está más allá de las maledicencias, provengan las mismas tanto de extraños como de personajes conocidos, sean o no magistrados. Como me he adecuado a la ley, poco me importan las agresiones externas, o que aparezcan mil espadas de Damocles sobre mi cabeza, que la tengo bien cubierta. ¡Vive Dios!

—Estimado amigo, usted lo presenta demasiado complicado y tortuoso. En estas condiciones, pese a que tengo la más completa predisposición para llegar a un entendimiento, se me hace muy dificultoso comprometer mi prestigio, realizar un esfuerzo tan grande para ayudarlo. Las funciones de síndico me insumen mucho tiempo, implican una gran responsabilidad y sólo en raras ocasiones como en este caso, cuando advierto que estoy luchando por algo justo, me permito algunas licencias. Estoy dispuesto a defenderlo ante el juez y ante los acreedores con todas mis fuerzas, no es razonable que quien ha invertido tan sanamente se vea perjudicado. Llevar a cabo tal desgaste, seguramente usted no lo ignora, importaría correr grandes riesgos de mi parte; con frecuencia, quienes desean destruir a un adversario, atacan con la misma energía a quien los defiende. Usted me está pidiendo, mi amigo, que actúe de manera benevolente sin incentivo de ninguna naturaleza, lo que me parece impropio de quien como usted, conoce a fondo la naturaleza del ser humano. En síntesis, hay seiscientas mil razones verdes que motivan mi pedido. Usted debería atenderlas en forma inmediata, mi estimado Humberto.

—¿Nada menos que seiscientos mil? Ahora el sorprendido soy yo, mi amable interlocutor, ¿creéis por ventura que soy un pródigo? Mal os encaminaríais si así lo supusierais, que si bien este zaragozano no pisaría jamás un campo cenagoso ni tampoco se arrojaría de un avión sin paracaídas, tampoco se amilanaría ante los peligros del camino ni ante las amenazas más violentas. Estoy forjado del más duro material, creédmelo. Si no lo creyerais, lo comprobaríais a la brevedad. Dinero no me hace falta; a esta altura de mi existencia es menos necesario para mí acopiarlo que mantener en alto mi amor propio, que mucho lo valoro. Si lo perdiera, os lo puedo asegurar, me despreciaría a mi mismo. Antes de que eso sucediera, tenedlo por cierto, preferiría morir dignamente. Por tanto, mi apreciado Juan Antonio, os aconsejo que despleguéis vuestro velamen, que naveguéis hacia otros territorios buscando mejor suerte, ya que si os enfrentarais a este zaragozano, no lucharíais contra alguien frágil y poco vigoroso; por lo contrario, os enfrentaríais con quien es por todos conocido como alguien fuerte como una roca, frío ante las peores vicisitudes, capaz de arriesgarlo todo sin vacilación alguna; alguien a quien los enfrentamientos, las grandes complicaciones y las batallas definitorias, le apasionan enormemente y en definitiva, no le hacen mella al patrimonio que con tanto esfuerzo ha logrado construir. ¿Sería igual en vuestro caso, mi amigo? En síntesis, reconociendo que es mejor obrar con prudencia, que debo cuidar el dinero de quienes confiaron en mí, apreciando vuestra buena voluntad, vuestro constante pregonar a favor de nuestra causa, la confesada intención de postular nuestra inocencia frente al juez de la quiebra y frente a los acreedores, creo que puede haber cien mil razones del color que habéis referido para apoyaros. Ni una sola más. Tenedlo por indudable, querido síndico.

—Aprecio su reconocimiento, Zaragozano, pero creo que está usted muy lejos de la realidad. Esto es lamentable porque cuando comience a actuar siguiendo las directivas del juez, ingresaremos en un camino sin retorno. Con seguridad todos nos perjudicaremos, ¿no lo cree así?

—No, Juan Antonio. Pienso totalmente distinto que vos, ya lo comprobaréis en breve lapso. Mi apreciado síndico, os he de demostrar en el campo de batalla que he tomado todas las previsiones, a pesar de que no he tenido ningún contacto con los acreedores, estoy convencido de que la mayoría de ellos se opondrá a la promoción de acciones para que se declare la ineficacia de las compras que realizaran las sociedades en las cuales he invertido. Por otra parte, demostraré cabalmente que ningún acreedor se puede sentir perjudicado porque los inmuebles fueron adquiridos a buen precio y el dinero ingresó a la sociedad debidamente a través de instituciones bancarias. Si un directivo anterior de La Campana Mágica S.A. ha dilapidado esos fondos, como bien lo podréis imaginar, no es posible imputar esas maniobras a las sociedades adquirentes o a sus directores. Por otra parte, también sabéis que el pobre Paolo Galleri ha fallecido; os será difícil obtener su testimonio, a menos que tengáis contactos de primera con el más allá. Tenedlo presente, os lo diré por última vez: hay como máximo cien mil razones para agradeceros vuestra preocupación, lo que creo deberíais considerar como una demostración de buena fe, como una prueba de que deseo colaborar con vos porque pretendo seáis equitativo y evitéis que nos ataquen injustamente. Pero ni actuando con la mayor de las benevolencias hacia vuestra persona, hallo una mínima razón que me impulse a aumentar la estimación definitiva que os he exteriorizado. Pensadlo bien y rápido; luego de cuarenta y ocho horas, sin ampliar este lapso ni un solo segundo, mi oferta ya no existirá. Ha sido muy satisfactorio conversar con vos ya que respeto la función que estáis cumpliendo. Después de todo, es muy común en este tipo de circunstancias lo que no es comentado a menudo como es comprensible. Si sois razonable, tendréis en mí el más fiel aliado, el más reservado confidente, podréis dormir tranquilo al respecto. También puedo aseguraros que tendréis al más peligroso enemigo si os enfrentáis sin causa a este zaragozano, que se fortalece enormemente cuando es agredido, se convierte en un hombre temerario y sumamente cruel; creedme, mejor que nunca lleguéis a conocerlo. Os saludo gentilmente, mi amigo Juan Antonio. Debo asistir a una reunión de negocios.

—Que tenga usted suerte, Humberto. Lamentablemente veo que estaremos enfrentados. Ojalá que recapacite, mi amigo. Espero que Dios lo ilumine; tiene usted 24 horas para pensarlo. Espero su llamada.

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Fecha de publicaciónNoviembre 2012
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