Y dando media vuelta tiró de mí hacia el retorno.
Yo no era capaz de preguntarle nada. Andábamos aprisa. Al subir al coche le pregunté incrédulo y angustiado.
—¿Mi mamá?, ¿mi mamá está muerta?
—Sí. No me vuelvas a preguntar por ella hasta que yo considere que ha llegado el momento de contártelo todo.
—Pero...
—El tema queda zanjado —afirmó con voz autoritaria—. Sólo recuerda donde está y lo que te he pedido.
Otro día fuimos a la parroquia de don Eugenio. Me dijo que íbamos a ayudarle a celebrar misa y entrando en la sacristía, tras saludar al sacerdote que allí estaba esperando, empezó a disponer los utensilios utilizados para el oficio. Fue revistiendo al oficiante mientras yo encendía los cirios del altar. Observé que realizaba sus acciones con parsimonia, sin prisa, al igual que el sacerdote que musitaba oraciones incomprensibles. Daba la impresión de que lo que hacían pertenecía a los arcanos misteriosos de las iniciaciones, a los ritos exclusivamente reservados a los elegidos. A mí me extrañó que en la iglesia no hubiese nadie: sólo nosotros tres.
La única luz de los cirios y la que correspondía al presbiterio hacía más triste aquella liturgia, resonando los rezos latinos y las contestaciones de los acólitos con monotonía multiplicada en las sombras. Por mi experiencia en el colegio sabía que aquel oficio lo era aplicado a difuntos: la casulla negra lo delataba. Mi padre comulgó. Tras las oraciones fúnebres el sacerdote dio por terminada la misa. Recogimos los útiles y los dejamos en la sacristía, donde olía a cerrado, a perfume de flores marchitas, a incienso. En otras circunstancias y servicios yo me hubiera permitido el gusto de beberme a hurtadillas lo sobrante de la vinajera, que era lo que hacíamos siempre los monaguillos y por lo que siempre nos peleábamos: por el vino y por las hostias sobrantes sin consagrar.
Don Eugenio se terminó de desvestir con la misma parsimonia inicial, guardó las vestimentas y agarrando a mi padre del brazo nos dirigió hacia una puertecita que daba salida a la calle.
—Antonio María, ¿qué es lo que hemos hecho? —me preguntó.
—Una misa...
—¿De qué?
—De difuntos, padre.
—Bien. ¿A quién le hemos aplicado esta misa?
—¡Ejem, ejem...!, don Eugenio, que no se lo he dicho al niño —suplicó mi padre.
—¿Cómo? ¿Que no se lo has dicho? ¿A qué esperas, Jaime?
—Se lo iba a decir en casa...
—En casa, en casa... Antonio María, esta misa celebrada en familia la hemos hecho así porque era sólo para tu madre, ¿entiendes? Sólo para ella. Es la primera cosa, ¡y qué gran cosa!, que has hecho tú por ella y créelo que te estará muy agradecida y te bendecirá desde el cielo.
Yo no sabía qué decir ni qué hacer y me eché a llorar amargamente.
En verdad que las emociones se me agolpaban de tal modo que entenderlo me era imposible; pero yo sabía ya que en todo aquello había algo tan oscuro y diáfano a la vez, tan importante para mí, que todas y cada una de aquellas acciones tenían el sentido del cumplimiento del deber y del cumplimiento de una penitencia. Habían declarado la existencia de mi madre y a la vez su no existencia y ese tránsito carecía de tiempo y de espacio, dándoseme a la vez. Pero mi padre me había ordenado silencio.
La venganza es un plato que se consume mejor en frío.
La fría y calculadora mente de Jaime Echávarri se afanaba en planearla para que fuese efectiva y sin fallos.
La visita a la madre de Rafaela podía aplazarse; la venganza no. Sus contactos en la policía le permitieron hacer un seguimiento, casi a diario, de las actividades de Juan de Dios. Supo que el sujeto seguía metido en sus turbios negocios, negocios que abarcaban no sólo ser chulo de putas sino también matón por encargo, tratante, hombre de paja, vendedor de contrabando y todo lo que significase ganancias fáciles y rápidas. A escala doméstica, es cierto, y por eso la policía lo dejaba hacer y hasta se aprovechaba de sus confidencias y soplos contra rivales en sus negocios. Cuando existía cierto peligro le avisaban para que se quitase de la calle y él por un tiempo prudencial volvía a la obra.
No eran motivos tan delicados o criminales según los policías como para deshacerse de él y Jaime así lo comprendía; estaría unos meses, a lo sumo un par de años entre rejas y luego otra vez a lo mismo. Cuando se diese el golpe contra Juan de Dios debería ser de tal efectividad y amplitud que no se pudiese olvidar del mismo en toda su vida porque toda su vida restante la pasaría sufriendo.
Para asegurarse del éxito, y asesorarse también, decidió visitar a un antiguo camarada de lucha: Bernardo Soté.
Bernardo Soté había afrontado los inconvenientes de la recién iniciada guerra civil como forma de garantizarse un porvenir que hasta esos momentos no veía alcanzable.
En todo conflicto, en toda situación hasta cierto punto inusual que implique subversión de las reglas, remoción de los estados y cambios sin control las ocasiones que permiten prosperar son pocas y muy pocos los avisados que las entienden y las saben aprovechar. Soté era uno de ellos.
Había escapado de la zona republicana y ese instinto de supervivencia le iba a ir guiando certeramente sin graves contratiempos. Se pasó de trinchera a trinchera llevando consigo nombres, datos de unos y de otros que pensaba utilizar convenientemente.
Su versatilidad y habilidad para enterarse de cosas, o conseguirlas y facilitarlas a quienes más podían favorecerle le granjeó fama en el frente y en la retaguardia. Estas habilidades y las informaciones que poseía lograron que al poco tiempo Bernardo Soté ejerciera ya como agente del servicio de información, conseguidor y confidente. De él contaban que se había hecho pasar por un escritor extranjero para acudir al Congreso de Escritores Antifascistas que se celebró en Valencia, capital accidental de la República; volvió del mismo con un estupendo listado de intelectuales desafectos de segunda fila, o colaboradores, a los que habría que depurar, procesar o simplemente eliminar.
Echávarri tuvo que conocerlo por esas fechas. Soté hacía de anfitrión de periodistas ansiosos de acercarse a la batalla, a la lucha, en un malsano interés —con más morbo que otra cosa— por contemplar cómo los españoles se mataban unos a otros; pocos los hubo en la contienda que sintieran de veras la trascendencia de lo que estaba sucediendo o que mostrasen verdadera empatía y conmiseración por aquellas desgracias y los que hubo, en ambos bandos, lo fueron quienes en verdad de una forma u otra servían a sus causas. La retaguardia estaba llena de estos elementos que jugaban a hacerse los héroes de salón ante sus lectores. Soté los vigilaba y a la vez vigilaba a los militares, por si se iban de la lengua. Llegaron a las avanzadillas que trataban de apuntalar el frente endemoniado de las sierras aragonesas —calvario para bestias, máquinas y hombres—, tierras malditas que venían de la nada, nada valían y mandaban a la nada a los contendientes de los dos lados. Zona donde el romanticismo supuesto de la guerra, para los plumillas, se trocaba en cruel y desgarrada realidad; nunca fue tan crudo aquello de «polvo, sudor y hierro» en las tierras cabalgadas por el Cid, y el frío, la nieve y el hielo.
Por el sector donde se encontraba Jaime pasaron los visitantes y quedaron agradablemente sorprendidos al conocer al comandante del mismo, todo un aristócrata a la vieja usanza. El agente de información no pasó por alto las cualidades del oficial, que cumplió a la perfección el papel asignado como si se lo hubiese aprendido con anterioridad. Los de la prensa vieron y sintieron exactamente lo que le convenía a la propaganda del bando sublevado; tales fueron las crónicas que enviaron a sus periódicos y emisoras. Parece ser que tenía una espina clavada de aquellas misiones propagandísticas, y era que no había sabido descubrir al agente doble Kimby.
Aquel Bernardo Soté continuó su carrera en los servicios de la policía gubernativa, donde había llegado a comisario-jefe y tenía plantados y echando raíces sus bien ganados esfuerzos en la Dirección General, Puerta del Sol de Madrid.
Cualquiera que lo viese por la calle no pensaría que aquel hombrecillo de cara afable, pulcramente afeitado, andares ligeros que aparentaban siempre llevarlo con prisa, mascota calada y el abrigo a veces al brazo, era uno de los hombres más temidos por quienes con asiduidad frecuentaban comisarías y otras dependencias policiales. No era conocido sino odiado, pero sólo de los que se habían cruzado en su camino.
Jaime lo llamó por teléfono.
—¡Hola!, ¿don Bernardo Soté al aparato?
—¡Sí, el mismo!, ¿quién al habla?
—¡Jaime Echávarri, excomandante de requetés a sus órdenes!
—¡Jaime, amigo!, ¡cuánto tiempo!... ¿cómo es que me llamas?
—Tengo un asuntillo que consultarte Bernardo y quisiera...
—¿De qué se trata?
—No creo conveniente decírtelo por teléfono.
—¿Tan grave es?, ¡que soy policía!...
—Pues por lo mismo. Preferiría que lo hablásemos tranquilamente; así de camino nos vemos.
—Bien, bien, de acuerdo. Tú me dices dónde y cuándo.
En una cafetería de la Calle Mayor se encontraron.
Aún habiéndose sentado se notaba que Echávarri superaba a Soté en estatura. Tras intercambiar frases de saludo y otras cortesías, el policía, fiel a sus métodos, fue al grano.
—¿Qué es lo que te pasa?
—Quiero solventar un asunto con un personajillo que me ha jodido la existencia y quiero hacerlo bien, de raíz, que quede todo zanjado para siempre y bien zanjado —le brillaban los ojos de odio y el comisario sabía advertir esa mirada: tanto la había contemplado.
—¿Venganza personal?
—Venganza.
—¿De las que nunca luego se tiene que hablar?
—De las que deben quedar en la tumba.
—¿Por qué no te pones en manos de algunos matones? Los hay que son efectivos y por precios razonables...
—Nada de eso Bernardo; no quiero caer en manos de gentes que luego me hagan chantaje: no me puedo permitir ese fallo.
—Es cierto, es arriesgado, siempre cantan de una forma u otra, o porque quieren más y más o porque los cazamos, y ahí, ahí sí que cantan...
—Pues eso, que por ahí no voy. Quiero algo efectivo y que no tenga fisuras; que quede bien guardado y protegido porque a quienes lo hagan no les convenga largar... Y por eso es por lo que lo podéis hacer vosotros.
—Jaime, si fueses otro te había hecho detener ahora mismo, o te largaba un par de hostias...
—Pero no soy otro, soy yo, y tú sabes muy bien a qué me estoy refiriendo.
Les interrumpió el camarero con el servicio. Los dos suspiraron al mismo tiempo, los dos se relajaron en sus asientos. Soté le daba vueltas al sombrero. Le pidió a Echávarri que le contase todo. Cuando lo hubo puesto al corriente del caso, algo sucintamente, el policía le expuso a su vez su parecer.
—Bien, creo que es un mierdecilla que no vale la pena por lo que dices; ese tío con media hostia va que chuta, Jaime.
—No, qué va, no lo creas; está acostumbrado a que le soben la cara de vez en cuando. No se asustaría con un tratamiento común...
—Bueno, tengo hombres que cuando se emplean con dedicación hacen trabajos muy finos —ironizó—, pero es que no llego a comprender bien lo que deseas. ¿Asustarlo sólo, meterle un puro y a la trena?... ¿Que se esfume de este mundo?
—Quiero que lo que se le haga aparente ser lo normal, dentro de vuestra normalidad. Que no tengan que intervenir los jueces pero que quede tan marcado, tan tocado, que se convierta en un despojo humano para toda su vida.
—Veamos, lo que tú quieres es que lo apartemos de la circulación pero sin matarlo...
—Como un desguace.
—Puede que pueda ayudarte... Dame tiempo para pensarlo y planearlo. Yo te avisaré de lo que tenga.
Siguieron con comentarios banales. Luego salieron del local, hombre alto metido en terno impecable y hombre bajo que quedaba todavía más bajo cuando se caló el sombrero. Caminaron juntos hacia la Puerta del Sol y a su entrada se despidieron, cada uno a su negocio.
En la espera Jaime Echávarri decidió visitar a su suegra.
Vivía la mujer todavía en el piso barato de antaño con uno de sus hijos que estaba soltero; los otros dos se habían independizado. Vivía la mujer oculta entre sus sombras y sus recuerdos en un continuo ir y venir y girar con ella y a través de ella, secándola como el viento frío seca y momifica. Vivía porque tenía que vivir.
Subió las mismas estrechas escaleras, muy deterioradas y maltratadas por el abandono y la desidia de sus usuarios, las que había subido y bajado sólo una vez que llegó hasta aquí: el día de la petición de mano de Rafaela.
Pulsó el timbre brevemente. La puerta no tenía mirilla y se oyó tras la misma una voz opaca, de infinito cansancio, preguntando quién iba hasta allí. Se oyó también correr un cerrojo y lentamente, con precaución, la puerta se entreabrió; detrás de la misma se adivinaba una oscura y menuda figura. Echávarri empujó con suavidad. Ella no se apartó.
—¿A qué viene usted don Jaime?
—A verla..., a darle el pésame...
—¿De qué, de quién? ¿El pésame de quiénes? ¿El de mis padres, el de mi marido? ¿El del niño que se me murió nada más nacer, el de tantos como se me han muerto?... — sonaba desafiante el desgarro, iracundo.
—Sabe usted de quién...
—¿Ah, pero usted también lo sabe? ¿Sabe que tuve una hija que se llamaba Rafaela? ¿Sabe que era muy guapa, que llegó a casarse con un señorito de familia pudiente? ¿Sabe que la pobrecilla se me maleó por las malas compañías y que su marido ricacho no la ayudó? ¿Sabe usted que se me murió de mala manera y que ese orgulloso marido señorón no fue ni siquiera al entierro?... —había desprecio en su boca.
—Juana, no me martirice ni se martirice usted más. He venido a pedirle perdón, sí; perdón por lo que tenía que haber hecho y no hice; perdón por tanto daño...
—¿Se come el perdón? ¿Se cambia en el banco?... ¡El perdón es lo adecuado cuando no se quiere hacer nada, cuando no se tiene intención de corregir el mal hecho! ¡Perdóneme usted y a otra cosa! ¡Qué barato sale el perdón!... No, eso ya no me vale señor don Jaime; eso se lo puede ahorrar usted, eso no lo quiero ni de usted ni de nadie. Ni recibo ni doy perdón y así estamos en paz, señor.
—Lo siento de veras, créame.
—Se murió una pobre como tantas, una de mala vida, como tantas. Se acabaron sus penalidades y esa es mi alegría. Mi pena morirá conmigo pero no me arrancará ni una lágrima. Así que vaya usted con Dios, don Jaime. Está usted cumplido.
Cerró con decisión la puerta y Jaime no se atrevió a impedirlo. Oyó el cerrojo correr mientras lentamente bajaba la estrecha escalera.
Pensó en las diferencias que marcan los hombres entre los hombres mismos, diferencias que en realidad nunca existieron, surgidas sólo de la dominación de unos sobre otros. ¿En qué se diferenciaba él, de cuna señalada, solar y origen sin mancilla, de apellidos arrastrados por generaciones y cuidados como oro en paño, de aquella mujer campesina aferrada a su miseria pasada, presente y futura y con sólo su rabia como todo patrimonio? ¿En qué, si ella había demostrado más nobleza, más humanidad y más orgullo que él y que los demás?... «Nobleza obliga»... ¿A quiénes, a los nobles o a los plebeyos? Cuando todavía se marcaban esos límites entre las gentes, en tiempos que habían visto llegar revoluciones, cambios, el asalto de los plebeyos al poder total en las naciones que se desangraron por su supremacía en un mundo alterado, era tan irreal que en la España vencedora se tratase de mantener el viejo orden como tratar de alterar el giro del planeta. Y sin embargo ahí estaban todavía pretendiendo medrar los lechuguinos y las brujas de sangres mugrientas con sus tómbolas, sus cuestaciones, sus estolas de piel en misa de domingo y sus ventas de patrimonio para poder subsistir... Pero, sí, con mucha clase y mucho título. (¡Dios —pensaba—, qué porquería de mundo me ha tocado vivir y en qué porquería me he convertido yo mismo!).
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2010 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Febrero 2014 |
Colección | Narrativas globales |
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