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Un día, una bomba

Epopeya

Mariano Valcárcel González
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Los na­va­rros, desde Ron­ces­va­lles, están acos­tum­bra­dos al do­mi­nio de su tie­rra y en ella com­ba­ten con mag­ní­fi­co co­no­ci­mien­to de causa. Por ello, lo nor­mal era for­mar par­ti­das más o menos re­du­ci­das que te­nían una alta mo­vi­li­dad y que zahe­rían al enemi­go en cuan­tas oca­sio­nes había.

»Así fue como en Es­pa­ña real­men­te se luchó con­tra el fran­cés y esa en­se­ñan­za tan re­cien­te la uti­li­za­ron los jefes su­ble­va­dos. Si aña­di­mos ade­más los otros fac­to­res que os he apun­ta­do como la anar­quía, la dis­per­sión y más cau­sas ve­réis que no podía ser de otro modo.

»Bien. Es­ta­ba como os dije mi bi­sa­bue­lo Pedro María ejer­cien­do de ca­be­za del clan en Aoiz, cui­dán­do­se de que ani­ma­les y per­so­nas cum­plie­sen sus obli­ga­cio­nes para con la ca­so­na, Se­ño­río del Valle del Arce, obli­ga­cio­nes que a su vez él como señor tenía que co­rres­pon­der. Las re­la­cio­nes no con­trac­tua­les pero como dicen en In­gla­te­rra con­sue­tu­di­na­rias eran leyes que se de­bían cum­plir en es­tric­ta co­rres­pon­den­cia de unos para con los otros y vi­ce­ver­sa, de ahí su vi­gen­cia y su au­to­ri­dad.

»No os ex­tra­ñéis cuan­do lle­gue­mos del tra­ta­mien­to que re­ci­bo y es que ahí no po­dría ser de otro modo, re­cha­zar­lo equi­val­dría a rom­per los víncu­los, a la ofen­sa; os lo ad­vier­to por­que os puede dar una ima­gen de­for­ma­da de la reali­dad o tal vez cho­can­te.

—¿De ma­ne­ra que como en cier­tas zonas de An­da­lu­cía si­gues sien­do el ca­ci­que, el «se­ño­ri­to» de la zona?... —an­da­ba a la sorna el ex lo­cu­tor.

—¡Pero Ramón!, ¿otra vez metes tu ro­je­río en la con­ver­sa­ción?, ¿a que vamos a tener pro­ble­mas como apa­rez­ca «la pa­re­ja» por aquí? —Luisa reía con sor­di­na cons­cien­te de la inuti­li­dad de hacer que el otro se aguan­ta­se los co­men­ta­rios, pero la voz baja in­di­ca­ba un ver­da­de­ro temor.

—¡Qué va a venir por aquí, Luisa! ¿Tú has visto, claro que no por­que nunca has via­ja­do en pri­me­ra, que la Guar­dia Civil mo­les­te a los de esta zona? ¡Si ni les piden la do­cu­men­ta­ción! Bas­tan­te tie­nen con mo­les­tar a todos los que lle­nan los de­par­ta­men­tos de ter­ce­ra clase...

—Hay cier­to pa­re­ci­do pero muy re­mo­to... No, Ramón. En An­da­lu­cía estas re­la­cio­nes de, lla­mé­mos­le va­sa­lla­je, se asien­tan en el do­mi­nio total del sis­te­ma pro­duc­ti­vo al es­ti­lo que im­plan­ta­ran los re­po­bla­do­res cas­te­lla­nos; el pue­blo no tiene de­re­cho a nada y re­ci­be gra­cio­sa­men­te la li­mos­na que el señor le quie­re dar, pero aquí en el Norte, más con­cre­ta­men­te en mi tie­rra, como os he dicho toda la es­truc­tu­ra viene de los con­cier­tos y acuer­dos an­ti­guos es­ta­ble­ci­dos entre los hom­bres li­bres. Aquí no se con­ce­bi­ría una si­tua­ción so­cial se­me­jan­te a la an­da­lu­za.

»Tal es que no se con­ci­be que nues­tros hom­bres, in­clui­do yo, nunca com­pren­di­mos cómo los co­mu­nis­tas po­drían do­mi­nar en Es­pa­ña, ni el por qué... No co­no­cía­mos o no nos in­tere­sa­ba co­no­cer nada que tras­cen­die­se de nues­tros ama­dos va­lles y mon­tes, y nos pa­re­cía que fuera de acá y nues­tro orden per­fec­to lo demás po­dría ser ex­tre­ma­da­men­te pe­li­gro­so. Por ello nos su­ble­va­mos otra vez.

—¿En dónde es­ta­mos? —pre­gun­tó Ra­fae­la con un deje de can­san­cio.

El tren, nunca ex­ce­si­va­men­te veloz, tran­si­ta­ba por va­ci­lan­tes ca­mi­nos, como du­bi­ta­ti­vo, plan­chan­do ma­cha­co­na­men­te los di­la­ta­do­res del raíl con ca­den­cia de mar­cha fú­ne­bre y tem­blan­do con­vul­si­va­men­te cuan­do en­tra­ba en agu­jas. La tenue ilu­mi­na­ción in­ter­na y ex­ter­na ape­nas si per­mi­tía adi­vi­nar lo que se su­ce­día en el ex­te­rior, solo masas, blan­cos, par­dos y ne­gros para su­po­ner y de tarde en tarde una pro­ce­sio­na­ria bujía con­fir­ma­ba que en­tra­ban en al­gu­na es­ta­ción.

—Aquí han de cam­biar la má­qui­na... ¿Que­réis bajar? —pre­gun­tó Jaime.

—Yo no —dijo Ra­fae­la aco­mo­dán­do­se aún más en su asien­to. La misma ac­ción por parte de Luisa in­di­ca­ba a las cla­ras lo que al res­pec­to pen­sa­ba.

—Vamos a salir no­so­tros a fumar tran­qui­los y a tomar un café en la can­ti­na; que no os ocu­pen los asien­tos... —Ramón iro­ni­za­ba.

El úl­ti­mo tem­blor re­tro­ac­ti­vo in­di­có que el con­voy pa­ra­ba. Ba­ja­ron los dos hom­bres, abri­gán­do­se en la tre­men­da noche cas­te­lla­na de agos­to. La in­fa­me can­ti­na sur­tía un café al es­ti­lo ame­ri­cano, esto es mucha agua ca­lien­te y poco café en las ca­zue­las, que se ser­vía al más puro modo cuar­te­le­ro para los via­je­ros que como hor­mi­gas sa­lían del tren de­te­ni­do. La ha­bi­li­dad del mozo, sir­vien­do el bre­ba­je desde lo alto a los vasos ali­nea­dos, era de ad­mi­ra­ción por lo rá­pi­do de la ope­ra­ción y la pul­cri­tud y se­gu­ri­dad de la tra­za­da, sin que se de­rra­ma­se ni una gota. Había mu­chos cafés ser­vi­dos en ese ma­qui­nal mo­vi­mien­to.

Abi­ga­rra­da mul­ti­tud de per­so­nas ma­ci­len­tas, dor­mi­das, ma­cha­ca­das y tiz­na­das del humo es­pe­so de la lo­co­mo­to­ra, que bus­ca­ba de­ses­pe­ra­da­men­te agua o al­cohol para so­por­tar la égida. De los va­go­nes de esa ter­ce­ra clase su­fri­da y ma­cha­ca­da sa­lían en ge­ne­ral mu­chos emi­gran­tes de las tie­rras del sur, fá­cil­men­te dis­cer­ni­bles por sus uni­for­mes de mi­se­ria común que los mar­ca­ban. Iban al po­de­ro­so norte, imán in­dus­trial que los ne­ce­si­ta­ba aun­que los des­pre­cia­se. La guar­dia civil de ser­vi­cio en el tra­yec­to vi­gi­la­ba a esa turba bas­tan­te de cerca in­clu­so, a veces, so­li­ci­tán­do­les las do­cu­men­ta­cio­nes. La at­mós­fe­ra de la ma­dru­ga­da era tur­bia y desa­pa­ci­ble.

Pu­die­ron ha­cer­se de sen­dos vasos de in­fu­sión. Luego op­ta­ron por coger otros dos para las mu­je­res. Al can­ti­ne­ro le pi­die­ron una bo­te­lla de coñac, de marca y sin abrir, con la con­di­ción de lle­var­se tam­bién los vasos. El pobre hom­bre buscó afa­no­sa­men­te algo tan pre­cio­so pues el coñac de marca y sin abrir era mi­la­gro ha­llar­lo en tales es­ta­ble­ci­mien­tos; en­con­tró­lo o fa­bri­có­lo, lo que es igual, y en pre­ven­ción des­pa­chó a sus clien­tes dos vasos de prue­ba «del que le que­da­ba»...

Salió el con­voy de la té­tri­ca es­ta­ción con re­so­pli­dos y tem­blo­res de fie­bres pa­lú­di­cas mien­tras los dos ca­ba­lle­ros, algo más en­to­na­dos, lle­va­ban como triun­fos sus cafés y el coñac hasta el de­par­ta­men­to pri­vi­le­gia­do de pri­me­ra.

No muy con­ven­ci­das con la no­ve­dad que­da­ron las dos, mi­ran­do y re­mi­ran­do los vasos y em­pe­zan­do a sor­ber­los con pre­cau­ción de sá­tra­pa. Aún más re­pa­ros pu­sie­ron a la bo­te­lla, pero al final ac­ce­die­ron a tomar un poco de licor mez­cla­do con el café «solo para es­pa­bi­lar­se». Ellos se sir­vie­ron dos bue­nas me­di­das y se si­tua­ron có­mo­da­men­te cerca de las chi­cas.

—Bueno, Jaime, que tiene más ca­pí­tu­los tu his­to­ria que El Qui­jo­te, ¿nos la si­gues con­tan­do o no? —Luisa siem­pre di­ri­gía.

—Claro, mujer. Decía que se inició la su­ble­va­ción y cada clan se apres­tó a la lucha bus­can­do re­cur­sos, hom­bres y armas. Como es na­tu­ral mi ta­ta­ra­bue­lo era el jefe in­dis­cu­ti­do en su pue­blo y quedó al fren­te de sus gen­tes, pre­via lim­pie­za de los ele­men­tos li­be­ra­les.

»Ha­blar de lim­pie­za es en sen­ti­do es­tric­to, no había cuar­tel, o se es­ta­ba con o en con­tra y se arros­tra­ban las con­se­cuen­cias.

»En lo alto del valle, que tam­bién se le de­no­mi­na Valle del Aéz­coa como luego ve­réis, hay una fá­bri­ca de armas que en­ton­ces es­ta­ba ac­ti­va y bien pro­te­gi­da. Estas fá­bri­cas es­ta­ban en tales lu­ga­res para apro­ve­char el car­bón que los mon­tes pro­por­cio­na­ban y las menas de hie­rro pró­xi­mas. Fun­dían mu­ni­ción para ca­ño­nes fun­da­men­tal­men­te. Era un ob­je­ti­vo clave y mi pa­rien­te puso todo su em­pe­ño en al­can­zar­lo. Zu­ma­la­cá­rre­gui, jefe del bando car­lis­ta en Na­va­rra, se movía a golpe de em­bos­ca­das y sor­pre­sas in­ten­tan­do con­so­li­dad sus po­si­cio­nes y, sobre todo, alle­gar re­cur­sos para for­mar algo pa­re­ci­do a un ejér­ci­to. Pedro María se pre­sen­tó en el cuar­tel ge­ne­ral pro­po­nién­do­le una ac­ción arries­ga­da pero que podía dar­les bue­nos re­sul­ta­dos, el asal­to a la fá­bri­ca de Or­bai­ce­ta. Cuan­do el ge­ne­ral co­te­jó los in­for­mes y con­fir­mó el co­no­ci­mien­to del te­rreno que su joven fac­cio­so le mos­tra­ba fue ges­tán­do­se en su mente la ope­ra­ción, que no dudó en con­sul­tar a su no­ví­si­mo te­nien­te.

»La gra­dua­ción no se le daba gra­tui­ta­men­te. Debía lle­var el peso del efec­to sor­pre­sa sien­do quien fa­ci­li­ta­se el asal­to, como co­rres­pon­día a su do­mi­nio del en­torno. Mar­chó a Aoiz y or­ga­ni­zó la par­ti­da.

»En la Na­vi­dad del trein­ta y tres, en ri­gu­ro­so in­vierno, sus hom­bres fue­ron as­cen­dien­do por el Valle del Arce y sus ver­tien­tes, tam­bién por el pa­ra­le­lo Valle del Iratí. Lo ha­cían a veces como pas­to­res que te­nían que vi­gi­lar algún re­ba­ño re­tra­sa­do en bajar a los va­lles, otras como con­tra­ban­dis­tas o via­je­ros que que­rían tras­pa­sar el mí­ti­co Ron­ces­va­lles ca­mino de Fran­cia. Se po­si­cio­na­ron en los altos con­ti­guos a los sen­de­ros. El grue­so del ejér­ci­to se tras­la­dó a las in­me­dia­cio­nes de la Sie­rra de Leire dando la falsa im­pre­sión de que tra­ta­ban de es­ca­par hacia Ara­gón y los gu­ber­na­men­ta­les se lan­za­ron tras ellos. En­ton­ces en­tra­ron en ac­ción los si­tua­dos en la zona a batir y ata­ca­ron por el ca­mino de Ron­ces­va­lles, para cor­tar las ayu­das que lle­ga­sen de Pam­plo­na y si­mu­lar el ver­da­de­ro ob­je­ti­vo. El brazo prin­ci­pal, con mi pa­rien­te al fren­te, as­cen­dió por el Río Iratí... Como dia­blos arra­sa­ron a los pocos guar­dias que es­ta­ban en las al­deas del valle, en Oroz fu­si­la­ron de in­me­dia­to al pe­lo­tón que se rin­dió sin dis­pa­rar, los que tra­ta­ban de es­ca­par eran ca­za­dos por los hom­bres de las al­tu­ras, ex­per­tos en la caza del lobo y del oso. A los ne­gros, como les de­cían a los cris­ti­nos, por la Re­gen­te, no se les daba cuar­tel.

»Pedro María se coló hasta el ob­je­ti­vo sin es­pe­rar la lle­ga­da de re­fuer­zos. Allí, al pie de las al­tu­ras que ro­dean la in­me­dia­ta fron­te­ra, los car­lis­tas se en­con­tra­ron a unos sor­pren­di­dos de­fen­so­res que tra­ta­ron de­ses­pe­ra­da­men­te de con­tac­tar con sus tro­pas; inú­til, todo lo que se movía era aba­ti­do. Como que­rían lle­var­se la glo­ria del su­ce­so aco­sa­ron con fie­re­za, pie­dra a pie­dra se ade­lan­ta­ron hacia las cons­truc­cio­nes, mi pa­rien­te arran­ca­ba bo­ca­dos de rabia y cuen­tan que con sus manos acabó con los des­gra­cia­dos que se le pu­sie­ron por de­lan­te... La es­truc­tu­ra de las edi­fi­ca­cio­nes, ra­cio­nal y or­de­na­da, per­mi­tía des­pla­zar­se entre las zonas re­si­den­cia­les y ad­mi­nis­tra­ti­vas y las fa­bri­les con cier­ta co­mo­di­dad, por sus pa­tios de en­la­ce, sin es­pe­rar em­bos­ca­das o cue­llos de bo­te­lla que im­pi­die­sen el pro­gre­so del ata­que. Lo que lla­ma­ban «el pa­la­cio y de­pen­den­cias anejas«, que era lo pri­me­ro en el com­ple­jo, a su vez era ob­je­ti­vo prin­ci­pal, pues allá se en­con­tra­ban sus po­si­bles de­fen­so­res. Fun­di­cio­nes y ta­lle­res que­da­ban luego para ser ocu­pa­dos.

»Los ecos de los dis­pa­ros, de las ex­plo­sio­nes, se mul­ti­pli­ca­ban entre las es­tri­ba­cio­nes pi­re­nai­cas, au­men­ta­dos, re­pe­ti­dos, mul­ti­pli­ca­dos como si una tor­men­ta tre­men­da se hu­bie­se desata­do sobre la co­mar­ca. El bello pai­sa­je man­ci­lla­do por el hom­bre se es­tre­me­cía ante los he­chos de cruel­dad inau­di­ta que se su­ce­dían en su in­te­rior y todas las fie­ras huían del lugar, menos las fie­ras hu­ma­nas a las que la san­gre de sus con­gé­ne­res ex­ci­ta­ba. Los hom­bres, su­do­ro­sos en plena nieve, se ma­ta­ban como po­dían y los cuer­pos iban que­dan­do en el manto blan­co sien­do tes­ti­mo­nio del paso de la vio­len­cia. Aque­llos mon­ta­ñe­ses te­nían más con­si­de­ra­ción con la vida de una de sus vacas u ove­jas que con la de un enemi­go, aun­que fuese casi un niño.

»De­trás subía el ge­ne­ral in­ten­tan­do lle­gar a tiem­po.

»Cuan­do llegó, la fá­bri­ca aca­ba­ba de caer. Pedro María em­pu­ja­ba en per­so­na al co­man­dan­te de la guar­ni­ción para en­tre­gár­se­lo al jefe. Siem­pre dijo, y lo llevó a ga­lar­dón, que el abra­zo de Zu­ma­la­cá­rre­gui le valía más que los as­cen­sos o me­da­llas que pos­te­rior­men­te ob­tu­vo du­ran­te la cam­pa­ña.

»Muy pa­ga­do de sí mismo en su vejez re­con­ta­ba la his­to­ria sin dejar de enu­me­rar la can­ti­dad de mu­ni­cio­nes, pól­vo­ra y fu­si­les que pu­die­ron ob­te­ner en aquel golpe de mano y sin el cual, re­pe­tía, «nunca Zu­ma­la­cá­rre­gui hu­bie­se po­di­do armar a su ejér­ci­to».

—¿Pero esta his­to­ria no te la has in­ven­ta­do? —pre­gun­tó Ra­fae­la.

—No, se­ño­ri­ta. Es tan real como los lu­ga­res que en­con­tra­rás al lle­gar. Por allí os lle­va­ré y re­co­rre­re­mos los mis­mos si­tios que fue­ron es­ce­na­rio de estos he­chos.

—¿Por qué vives en­ton­ces en Ma­drid?

—Pedro María se de­silu­sio­nó pron­to de la po­lí­ti­ca que acom­pa­ña­ba a aque­lla causa, pero aún en la ter­ce­ra gue­rra car­lis­ta ayudó a es­ca­par por Ron­ces­va­lles al úl­ti­mo de los lla­ma­dos «pre­ten­dien­tes» que lo in­ten­tó. Su hijo José María, mi abue­lo, pasó a Fran­cia con los res­tos del desas­tre y en París hubo de vivir una tem­po­ra­da mien­tras de­ja­ba a su mujer em­ba­ra­za­da en la villa.

»Pudo co­no­cer los gran­des avan­ces del siglo que fi­na­li­za­ba en la gran ciu­dad, lla­ma­da desde en­ton­ces la Ciu­dad de la Luz, y ello le vol­vió algo es­cép­ti­co y lo des­arrai­gó de­fi­ni­ti­va­men­te. Al re­tor­nar con la Res­tau­ra­ción acep­tó un cargo gu­ber­na­men­tal de cier­ta im­por­tan­cia y se vino para Ma­drid.

—Ya com­pren­do por qué te gusta tanto París —dijo Ramón.

—¿Es tan bo­ni­ta como dicen? —a Luisa le in­tere­sa­ba mucho más este nuevo tema.

—París es París. Es in­des­crip­ti­ble y quien lo in­ten­te siem­pre que­da­rá corto. No son sólo sus pa­la­cios, sus gran­des bu­le­va­res, es su es­pí­ri­tu, tiene es­pí­ri­tu pro­pio que la hace única. La ciu­dad...

Mien­tras el tres sil­ba­ba por los pá­ra­mos, des­per­tan­do en la noche ecos no res­pon­di­dos, mien­tras las almas su­frían una pe­no­sa tra­ve­sía, unos en los pa­si­llos, otros en los bal­co­nes de las pla­ta­for­mas, mez­clan­do char­las, sue­ños, cuer­pos y es­pe­ran­zas, en otra parte del con­voy la ciu­dad de Víc­tor Hugo, de Bo­na­par­te, de la Re­vo­lu­ción, iba sur­gien­do como en un mi­la­gro gra­cias a la vo­lun­tad y a los re­cuer­dos de Jaime Echá­va­rri.

Y las horas fue­ron pa­san­do hasta que el coñac y el can­san­cio hi­cie­ron su tra­ba­jo. Cuan­do ama­ne­cía en el de­par­ta­men­to 121 de pri­me­ra clase del ex­pre­so Ma­drid-Pam­plo­na, cua­tro per­so­nas dor­mían plá­ci­da­men­te.

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