Como Pigmalión actuó también conmigo.
Moldeándome a su imagen y semejanza por amor a ella. Procuró dotarme de las cualidades que consideraba éticamente correctas y procuró rodearme de las atenciones debidas, asegurándome y asegurándose que mi desarrollo y realización personal y profesional trascendiesen el futuro para el que fatalmente estaba destinado.
Nunca he podido quitarme de encima el lastre que esto supone para mi; lastre por el peso emocional y de responsabilidad que sobre mi conciencia gravita. No es que no le esté agradecido, es que creo que lo debería estar aún más —que no lo logro, generando así un débito culpable—.
Ahora se lo quisiera contar... ¿Ahora?
Su vida lo abandona sin remedio. He vuelto al hospital y no hay otra noticia. Esteban se apresura en darme sus más pésimas impresiones, impregnadas de un fatalismo de clase, arraigado.
¿Por qué las clases humildes son fatalistas impenitentes?
Se sugiere que es un refugio frente al imponderable, una respuesta lógica ante lo que no se domina ni comprende. Algunos indican que es consecuencia de la alienación religiosa, pero yo creo que es al contrario, que la religión únicamente da cuerpo formal y doctrinario a un sentimiento o una intuición que va en el colectivo de generación en generación. Las masas ante la crudeza de lo cotidiano necesitan alienarse y uno de los métodos puede ser el fanatismo religioso. Total, trasladado el problema, su génesis, desarrollo y desenlace, a las manos de una entidad (o entidades) superior todo queda fuera de nuestro control y es innecesario el luchar contra ello, ya que otro lo resolverá. Son muchas las religiones que llevan a estas conclusiones tan taumatúrgicas y es posible que a veces hasta hagan el bien en la psicología colectiva e individual, ¿qué sería de un mundo lleno de desesperados? Claro, el no conformismo nos conduce al revisionismo, la indagación, el progreso, como efectos positivos y también a la desesperación, la locura o la revolución, como aspectos negativos... Los dos poderes, las dos fuerzas, la dualidad universal enfrentada, creando equilibrio y caos, según sus niveles y posiciones. Todo, si se observa bien, se resume en esta dinámica tan sencilla y compleja a la vez.
Mi padre se muere y no podré comunicarme con él, ni él conmigo.
¿Qué me tendría que decir como últimas palabras?, ¿qué debería transmitir para la posteridad?, ¿se habrá perdido la oportunidad de obtener una revelación importante?, ¿y me creo yo con derecho a obtener de él todavía más?... Mirando tras el cristal su triste imagen me dedico a pensar en ello. Fantaseo sobre estas posibilidades...
Una bomba, me lanzaría una bomba si ahora me confesase que en verdad yo era su hijo carnal, auténtica sangre de su sangre... No, no, ¿por qué entonces mantener tantos años este entramado de equívocos?, ¿a qué hacerme creer pues lo contrario?, hubiese sido una tremenda crueldad. De pronto descubrir que mi madre vive ¿no sería un último regalo, el mejor que nunca me hiciera?, ¿y anunciarme la existencia de otro hermano?
Se me desboca la sinrazón. En cuanto a otras confidencias ¿qué me confiaría si ya todo me lo había dado y dicho? Yo era su sucesor legítimo a todos los efectos y ya disponía no solo del bufete sino de sus activos financieros, sus posesiones, sus archivos, su biblioteca... No había para mí secretos. ¿Eso creo, que no los hay?, ¿y si los hubiese?... Toda persona tiene un rincón, al menos uno, donde deja en olvido o esconde, entierra siempre, algo que no quiere manifestar, execrable, molesto, vergonzante... ¿No lo iba a tener también él?, tal vez abrirlo o descubrirlo fuese su último alivio. Sí, tal vez...
La Iglesia Católica lo comprendió así. El bien no es pedir perdón por las culpas —que se puede hacer esto en lo íntimo y conectado al Supremo—. Lo benéfico es soltar lastre, abrirse, vomitar frente a otro u otros con desgarro de parto lo que nos quema el alma. Pero la costumbre nos lleva a la rutina y la rutina no ejerce ya efecto; y aquí es donde la Iglesia se equivoca. El judío Freud se inventó una confesión laica pero la trivialización y comercialización del método y sistema lo llevan a la inutilidad.
—Don Antonio María... —el director del centro me apelaba—, tiene usted visita, pero antes quisiera comentarle la situación si no tiene inconveniente... Seré breve.
—No, no lo tengo.
—Ya ve usted que el proceso es irreversible. Cuando esta mañana me acogí a posibles cambios lo hice esperanzadamente, pero desde luego a estas alturas ya no. Si le seguimos aplicando las ayudas podremos mantenerle algo más las constantes pero yo, en confianza se lo digo, si fuese mi padre no lo consentiría. Aún tengo en mi retina la prolongada agonía de Franco y no lo puedo aguantar, pero mi deber es brindarle todas las posibilidades permitidas.
—¿Qué sugiere?
—Si usted quiere lo iremos desconectando poco a poco, para ver como responde, hasta podría ser que ya sin aparatos pudiese morir en su cama.
—Hágalo y manténgame informado. ¿Quién me busca?
—Aquí tiene usted su tarjeta.
Me alargó una pequeña tarjeta de visita donde en letras tipográficas góticas se podía leer:
Luisa Fernández de Segorbe
— Salones de Belleza «Diana» —
Y la dirección y el teléfono de la razón social citada.
Luisa, Luisita que fue en su barrio. Amiga a su pesar.
Había hecho realidad el sueño de su vida. Se casó con un gerente de la radio, antiguo locutor, que puso a sus pies todo lo que ella quería. Y ella, mujer práctica, decidió dedicarse al negocio que más conocía, la belleza femenina. Montó una excelente perfumería en la calle más chic y la complementó de inmediato con un salón de belleza. El éxito la animó a ampliar no sólo el local inicial sino crear una cadena de los mismos en otras zonas capitalinas. Pensaba ya en abrir sucursales en Barcelona.
Bajé a la recepción. Allí, entre un gentío tremendamente agitado, presuroso, inquieto o despistado, estaba ella, destacando por su porte y por su elegancia. El pelo de oro blanco, perfectamente peinado, favorecía su cara todavía bella. Conservaba un cuerpo que debía ser envidiado por muchas más jóvenes y sus piernas quedaban insinuadas bajo una estrecha falda de corte sastre. Se había convertido en una dama con clase, aunque a veces la traicionaba su origen; pocas, es verdad, pero sonadas.
En cuanto me vio avanzó con pasos rápidos y cortos hacia mí.
—¡Antonio María, hijo mío! —me abrazó y besó efusivamente.
—¿Qué tal Luisa?
—Yo bien, bien... ¿Cómo anda tu padre?
—Mal, muy mal. ¿Cómo te has enterado?
—¡No por ti, desde luego! Llamé al despacho por un asuntillo que quería me asesorases y me dijeron lo que pasaba. Enseguida me vine para acá.
—No hacía falta mujer, si aquí no hay nada que hacer... —cogidos del brazo avanzaron hasta los ascensores para llegar al reservado.
A Luisa y Jaime les unió el amor que sentían por la misma persona, pues Rafaela, alejada de la sombra de Juan de Dios, volvía a ser la de antes y se refugió en su única amiga. Retomó Luisa de muy buen grado la relación con la otra y mejor todavía la que se mantenía con Jaime. Ahí, ahí era donde había que insistir, ahí donde debía aplicar sus energías y no desperdiciarse en compañía de un sujeto tan despreciable como el preso.
Rafaela le contaba las salidas, visitas y citas y a ella se le alegraba infantilmente el corazón, aunque no podía evitar le punzara el pequeño alfiler de la envidia. Le pedía consejo y ella generosamente se lo brindaba, dirigido siempre a su preconcebido fin. A pies juntillas creía en la bondad de su doctrina y despreciaba la fuerza del corazón enamorado, por cosa nefasta y las más de las veces equivocada. Pero al despreciarla, la subvaloraba. ¿Cómo se le iba a ocurrir ni plantear que se perdiese Rafaela por un don nadie cuando tenía rendido sin condiciones a un partido tan importante?...
Y sin embargo así sucedería.
Como era de esperar Jaime Echávarri conoció a Luisa y sabiendo que era un pilar importante en la seguridad de Rafaela trató de cuidarla. La otra se lo agradecía a su manera, pues no en vano con tal amistad podría acceder al conocimiento de las personas que tanto deseaba y envidiaba. A lo mejor surgía también su oportunidad... A veces se producen asociaciones inesperadas e improbables en condiciones normales que, sin embargo, en determinadas circunstancias hasta prosperan, asociaciones de intereses que luego trascienden la mera utilidad para llegar a afianzarse en una nueva forma y razón, más verdadera y profunda. Se fue consolidando una amistad sincera y sólida que no acabaría cuando las circunstancias torciesen sus expectativas.
Aquel verano Echávarri decidió llevar a la muchacha hasta su querido Pirineo.
Allí había una casona bien arreglada y custodiada por sus guardeses que esperaba le gustaría a ella. Como igualmente le debía placer recorrer aquellos valles llenos de verde vida. Allí lograría hacerse con el alma de aquella mujer, herida por el peor de los males, el del esclavizante amor. Para ello la estrategia pasaba por marchar no solo con la chica sino contar con la suficiente cobertura emocional que procuraría la compañía de otra pareja, y a la vez se cuidaban las apariencias.
Previamente le habían presentado a Luisa un conocido hombre de negocios de la radio, superviviente de las depuraciones de posguerra, aunque el peligro lo tuvo muy cerca al haber trabajado en el Madrid sitiado. Para evitarse problemas decidió pasar a un lugar secundario como la producción de programas y en los seriales radiofónicos había encontrado su mina de oro. Ramón Tusquets tenía fe en los consejos de Echávarri y no le hizo ascos a los planes que este le sugirió. Ramón conservaba su alma republicana a buen recaudo, muy en el fondo y a la espera de mejores tiempos. Mientras, su ascendente catalán le facilitaba la navegación en proyectos rentables, fiado de su olfato y de la asesoría del abogado, y así siguiendo en el mundo de la radio él extendía sus acciones dentro de lo que se podía permitir en la paupérrima España salida del conflicto bélico y de la autarquía decrépita. Sin mancillar sus ideas. A Ramón Tusquets no se le vio nunca con el brazo levantado.
Hasta Pamplona llegaron en tren. El expreso nocturno, lento y monótono, debería recorrer en la práctica toda Castilla La Vieja hasta Alsasua, ya en Navarra, donde una pequeña sección derivaba hasta la capital. En su vagón de primera, apenas ocupado, podían ir relativamente cómodos, lo que no podían decir los que se hacinaban en los viejos coches de tercera clase. Para amenizar la noche, antes de acabar dormitando, Jaime empezó a narrar las hazañas que un antepasado había realizado en el siglo anterior al socaire de las interminables guerras carlistas que asolaron Navarra. Y las declaró especialmente interesantes puesto que en parte se desarrollaron en el pueblo de Aoiz y su partido, a donde precisamente iban.
—En Aoiz vivía mi tatarabuelo Pedro María Echávarri, huérfano de su padre que había caído frente a los franceses en la Guerra de la Independencia. Era el cabeza de familia pues. Y no lo digo por decirlo, porque debéis de saber que el mayorazgo ahí en Navarra es la base de la estructura familiar, social y económica.
Tenía apenas dieciocho años cuando Carlos María Isidro, hermano del difunto Fernando VII, decidió reivindicar sus derechos a la Corona, frente a los que representaba la viuda María Cristina en nombre de su hija Isabel. Bueno, no os mareo con el asunto de la ley sucesoria que existía hasta entonces o la que se reinterpretaba; el fondo en realidad de todo el entramado era más doctrinario que familiar; se estaba confrontando la tendencia de la reforma, del cambio liberal a la arcaica y tradicional e inmovilista España...
—Como siempre —interrumpió Ramón.
—Bueno, eso es casi cierto Ramón, porque tú bien sabes que...
—¡Vaya, no interrumpas Ramón y deja que siga contando su historia! —a la vez cortó Luisa.
—En estas tierras que vamos a visitar la tradición siempre ha sido un pilar maestro, necesario para la propia autodefinición de la existencia como pueblo. Los vascones, o vascos, como queráis, poblaron sus montañas y valles en tiempos antiquísimos... Allí desarrollaron sus estructuras económicas y sociales basadas en el pastoreo y en la dispersión en pequeñas aldeas y caseríos, lo que los hizo independientes, poco amigos de atarse a normas o leyes externas, enemigos por sistema de los habitantes de las riberas y llanos, de la economía agrícola y de, en suma, las ciudades. De éstas procedían todos sus males, resumidos en leyes e impuestos.
—¡Y no dejaban de tener razón! —una mirada admonitoria de Luisa obligó a callar de nuevo a Ramón, que sentía hervir, con la confianza, de nuevo su espíritu revolucionario del Madrid rojo.
—No me alargo. Es para que entendáis por qué esta provincia, alejada de la capital de España, tomó inmediatamente parte por «el Pretendiente», que así se le denominaba y se denominaría desde esos momentos. El espíritu más ultramontano, lo más cerrado de sus clérigos, animaban a enrolarse en las filas de los llamados Apostólicos. Es cierto, era lo religioso lo que impelía a la sublevación contra los franceses y ahora y siempre contra el demonio liberal.
—¿Pero qué pasó con tu abuelo? —se impacientaba Rafaela.
—Mi bisabuelo, nena, que estoy hablándote del año mil ochocientos treinta y tres. En Navarra se hizo cargo del levantamiento el coronel Zumalacárregui, un hombre que había hecho su carrera en la Guerra de la Independencia y por su valor probado en combate, pero reconocido enemigo de los liberales que entonces predominaban en el Ejército.
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2010 |
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Fecha de publicación | Julio 2012 |
Colección | Narrativas globales |
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