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Un día, una bomba

Criminal

Mariano Valcárcel González
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Juan de Dios, como muchos de su calaña, tenía enemigos por todos los lados. La soberbia de su espíritu chulesco le impedía ver el peligro a su alrededor cuando ese peligro procedía de seres considerados por él débiles o inferiores. Y es generalmente de los maltratados, de los despreciados, de donde suelen surgir reacciones, por inopinadas más brutales. Cuando del subsuelo profundo, dormido por siglos, nace la actividad sus efectos son devastadores.

Aquella tarde de fútbol, como casi siempre, se habían reunido los amigos de la obra. Y de la misma forma se fueron a beber tras el partido. Andaban los ánimos caldeados porque el juego había sido pésimo y el resultado acorde. La discusión se centraba en la actuación de algunos jugadores, si era de ellos la culpa o del entrenador. Se tiende a perdonar a la «estrella» pero no al que le debe exigir y obtener mayor rendimiento; mientras los entrenadores son desalojados en cuanto surgen las dificultades los jugadores se mantienen en las plantillas porque el público les apoya.

Y ahí se situaba la discusión de la peña, cada vez más agriada. Salían a relucir, a falta de otros argumentos, los asuntos personales y aún los familiares ajenos al tema de debate.

Hay palabras que se dicen pero que alguien no olvida jamás; y eso había sucedido con Jeromo, desde el día en que Juan de Dios insinuó algo sobre la virtud de su mujer. En su mente fueron fraguándose las piedras con las que se construyen los celos y tras los celos las certezas y tras las certezas las venganzas. El grueso sedimento del rencor acabaría por provocar, lento pero seguro, el cataclismo.

—¡Que no, qué vas a saber tú...! –despreciaba con suficiencia Juan de Dios.

—¿Pero no lo has visto, no está claro que así no puede jugar un extremo?, ¡si ha perdido el partido él solo!

—¡Mira, Jeromo, tú no entiendes ni sabes nada de nada!, ¡ni siquiera sabes que tienes cuernos!

—¡Claro, que me los habrás puesto tú!, ¿no es verdad?

—¿Y si es verdad, tú qué...?

Un hombre curtido en lides violentas no le habría dado tiempo a saber la respuesta, pero el albañil no lo era. Se puso blanco y luego rojo, la rabia le saltaba tras los ojos y un temblor creciente se apoderó de él; con torpeza bajó la mano al bolsillo del pantalón y extrajo una navaja que abrió de inmediato. Juan de Dios rápidamente rompió una botella contra la barra. Al crujido del vidrio sonó el silencio. Nadie intentaba separarlos, el miedo se abría paso en todos los ojos, en otros se mezclaba con la malsana curiosidad, en el olor a sangre próxima. Había entre los presentes quienes deseaban un desenlace fatal para el chulo. Pero Jeromo no era un asesino y el otro sí.

Al primer intento de atacar con la navaja, adelantando el brazo agarrotado, Juan de Dios retrocedió con gesto burlón y encerrándose contra el mostrador.

—¡Venga cabrón, si no eres capaz! –abría los brazos enseñando el pecho.

Había algo taurino en la escena y en las formas. En el centro de la atención estaba el matador chulesco, seguro del final del acto, citando al animal noble que, sin saberlo, se metía en los terrenos donde creía estar más seguro y sin embargo le serían fatales, encerrado y sin visión, sin escape, a merced de su verdugo. Los espectadores ansiaban la muerte de alguno de los dos y jaleaban el encuentro. Sólo faltaba que sonase un pasodoble.

Continuó incitándolo, insultándolo mientras el otro caía ciego en la trampa de la provocación. Manoteaba contra aquel gigante, que no odre de vino —como al Hidalgo sucediera—; gigante que se tornaba gnomo invisible, al que no veía y solo oía.

A la ocasión propicia silbó el brillante cristal segando la yugular del infortunado que quedó de pie, abiertos espantosamente los ojos y tratándose de sujetar la vida que escapaba en chorro fuerte. Cayó hacia delante en su propia sangre con un chapoteo siniestro.

Inmediatamente el local se vació de clientes que escaparon a toda marcha, sólo los que estaban en la cuadrilla y el tabernero se miraron consternados. El dueño fue el primero en hablar.

—Tengo que llamar a la policía, yo no quiero follones ni líos, ¿comprendéis?... Si te vas, mejor.

—¡Desgraciado!, ¿habéis visto lo que me ha hecho hacer?

—¡Anda, márchate ya y no vuelvas por aquí más!

Salieron con rapidez y se disolvieron. Juan, el hermano de Rafaela, marchó directamente a casa y no dijo nada.

Pero la maquinaria policial actuó con presteza.

A la mañana siguiente ya estaban en su poder el asesino y los testigos directos, incluido el tabernero que fue quien relató los hechos y apuntó hacia los otros. En el temido edificio de la Puerta del Sol se realizaron los interrogatorios, por otra parte prácticamente innecesarios ante las evidencias; se libraron así del uso por parte policial de los métodos más explícitos en la substanciación de los casos, aficionados como eran los funcionarios a su utilización.

La familia de Rafaela hubo de conocer lo sucedido cuando Juan fue llevado al recinto policial y ella se enteró de lo que le venía encima a su hombre. Una acusación de asesinato, o al menos homicidio, que dados sus antecedentes no gozaría de la simpatía y condescendencia del juez. A los otros, excepto al del local, se les implicaba como encubridores.

Ahora la maquinaria judicial no es demasiado diferente de la del periodo franquista, como tal maquinaria de trabajo y discurrir rutinario e hiperburocratizado.

Un procedimiento lleva sus tiempos, sujetos a la discreción de los oficiales, secretarios, fiscales y jueces, que lo pueden eternizar, ya no es solamente el uso de ardides, para alargarlo o entorpecerlo, más o menos legales y manejados por los abogados, es que los casos se van muriendo en los despachos, olvidados casi, hasta que la trompeta sonora de la casualidad o el más eficaz achuchón de la venalidad los resucita para bien o para mal de los afectados. El sistema judicial español está afectado de gravísimas lacras, arrastradas tras siglos de inveteradas costumbres. Sin embargo he de admitir al menos dos hechos diferenciales, uno, que en la actualidad las garantía procesales se deben ajustar a una Constitución explícita en ello y salvaguardar ciertos derechos básicos, dos, que en ausencia de lo anterior la resolución inculpatoria para los procesados era en anteriores tiempos mucho más rápida y punitiva por lo general. Si ya existía con carácter preventivo una ley llamada «de vagos y maleantes» que permitía obrar coactivamente sin esperar a la comisión del delito qué pensar si el delito ya era cometido... Ciertamente que me refiero sobre todo a los delitos llamados «sociales o de orden público» y a los de sangre, pues para los otros, los económicos o administrativos, ayer como hoy la vara de medir es muy diversa, excepcionalmente adaptable y flexible.

A Juan de Dios se le internó preventivamente en Carabanchel. Los otros quedaron en libertad condicional puesto que habrían de acudir a juicio, pero se entendía que más como testigos que como implicados en la muerte.

Rafaela asistió a las insufribles jornadas en su casa en las que su madre peroraba contra el Juan de Dios, maldiciéndolo y acudiendo a su instinto campesino que nunca le había fallado; al hijo le recriminaba el haber tenido unas amistades tan malas que lo habían llevado casi a la cárcel... ¡Si ya lo había dicho ella! (y lo cierto es que, salvo sus impresiones adversas guardadas en su interior y ahora exteriorizadas, nunca dijo al respecto esta boca es mía). Y si de la chica se trataba... ¡Porque se había enterado de lo de ella y el otro! Los gritos se oían en la periferia del barrio, los de la madre, porque al padre nunca se le oyó, tan acostumbrado a callárselo todo. Ella, Rafaela, solo tenía una duda, ¿a quién acudir para resolver el juicio?

Un asunto así los trascendía, semejándoles estar entrando en un largo y oscuro camino sin final ni lindes conocidos. El miedo de lo rural frente a lo incomprensible y la experiencia de una desconfianza eterna.

Tomó dos determinaciones, la primera salir de aquella casa de una vez por todas, la segunda ponerse en contacto con el abogado aquel que ya conocía. Para la primera hizo de tripas corazón y apeló a su antigua amiga Luisa.

Luisa la recibió con cierta frialdad pero amablemente. Sí, se había enterado de lo sucedido pero era algo que en realidad se veía venir... En fin, cada uno elige el camino y la compañía que prefiere y ella ya no quería meterse en la vida de los demás. ¿Quería irse de casa?, con ella ya no podría vivir –compréndelo—. ¿Pero por qué no tanteaba a las compañeras de trabajo?, ahí seguro que encontraba a algunas a las que le podría venir bien. ¿Y si los padres se negaban?, era todavía menor de edad y la podrían hacer volver... Luisa no quería implicaciones pero aún le dolía el amor que había tenido por aquella chica.

La contempló y advirtió cambios en aquella cara, cambios que le hablaban de sumisión, de entrega, desaires y conformismo. Los ojos, ¡cómo le habían cambiado los ojos!... Luisa suspiró. Las dos tomaron café como antes, en la cafetería próxima.

En el trabajo efectivamente contactó con otras dos chicas que querían compartir piso. Eran mayores de edad y no tenían problemas legales para hacerlo y así el alquiler se haría en sus nombres y no en el de la otra. Estaban al día los llamados «realquilados», personas que alquilaban habitaciones a quienes a su vez les habían alquilado la vivienda los dueños, y así todo el mundo se sacaba unas necesarias pesetas en un Madrid apenas salido todavía de las consecuencias del devastador y largo cerco a que lo tuvieron sometido. Dividían en este caso entre tres los gastos y la cosa no salía cara. El inmueble se encontraba en Manuel Becerra donde se alternaban nuevas edificaciones con casitas bajas, hechas por los propios trabajadores y oficieros antiguos, destinadas a ir desapareciendo inexorablemente.

Los especuladores hacían sus agostos. Especulaban con los terrenos y especulaban con los pisos nuevos, comprados y revendidos bajo cuerda al doble de su valor, habilitados con cuatro muebles de chamarilero del Rastro y alquilados por cantidades desorbitadas. Madrid era el centro del Reino sin rey y, de Madrid y a Madrid, había que depender o acudir para los negocios de este y del otro mundo, para el ser y el no ser.

Funcionan ahora las llamadas «autonomías» para que Madrid no vuelva a ser Madrid. Ilusión vana. La capital no se puede desechar así como así, no se puede luchar contra una costumbre de la España profunda, arraigada desde la Meseta hasta el Estrecho y tal vez únicamente menos evidente en las centrífugas y periféricas zonas culturales y económicas. Aquí se sigue especulando tal y como la tradición exige, las grandes fortunas desvían sus activos hacia este El Dorado ganancial; el «pelotazo», operación rápida y contundente como la palabra indica, fraudulenta las más de las veces y que genera plusvalías desproporcionadas está al orden del día. El Poder, las decisiones, radican aún en Madrid.

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Fecha de publicaciónMayo 2012
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