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Un día, una bomba

Dos

Mariano Valcárcel González
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El horizonte del barrio, para una muchacha en sazón, pronto se tornó estrecho ante las dilatadas opciones que ofrecería la ciudad. Habiendo salido del opresivo mundo rural donde lo demás era impensable, quedarse ahora encerrada entre la escoria teniendo a mano, al alcance, el esplendor del lujo, la oportunidad de llegar a ser famosa ¿no era algo sin sentido?

Las conversaciones con las vecinas no hacían sino avivar sus ilusiones. Y luego el observar cómo algunas de las chicas, las que tenían la suerte de trabajar, eran bien distintas a las que no salían de aquella inmundicia.

Mi madre procuró hacerse amiga de alguna de ellas, frecuentar el trato de las que le podrían ayudar en sus planes. Se dio cuenta de las distinciones que existían entre las que ella creía ser iguales, todas las que trabajaban fuera. Y cómo ese mundo cuanto más lo conocía más complejo se volvía. Y complicado. Pues si había mujeres que laboraban como criadas o asistentas (palabra más aceptable a sus oídos) en casas de gente principal y acomodada de los barrios residenciales otras lo hacían en organismos o edificios oficiales y algunas en bloques de pisos ¡y existían distinciones a las que no sólo no estaban dispuestas a renunciar, sino que eran marcadas bien claramente por cada una de las implicadas!...; la forma de hablar, la de vestir, la de comportarse de unas u otras claramente las diferenciaba y alcanzar el pase de una categoría a otra significaba una promoción social y personal. Y no digamos si algunas pasaban a ser dependientas en un comercio o uno de los grandes almacenes que empezaban a crecer, o si se empleaban en oficinas, ¡entonces se estaba en el límite de lo inalcanzable!

Rafaela se embobaba. Y se propuso alcanzarlas. Pero para ello necesitaba trabajar, entendiendo que si lograba cierta independencia económica podría imponerse a la familia, imponer otra forma de comportarse, de vestir; conseguiría introducirse en ese otro mundo tan deseado e intentar desde esa posición la promoción y el cambio de vida tan anhelados.

Había en su calle una chica muy desenvuelta a su modo de ver y del de su madre, de nombre Luisa. Tenía dos o tres años más que ella. Se convirtió en el modelo a seguir y en la tutora de sus primeros pasos por la capital. Fue su directora de imagen y su mentora. Luisi, pues Luisa quedaba algo pobre, adoptó a Rafi, ya que Rafaela...

—Aquí tiene su bocadillo y la cerveza señor —el camarero me los dejó en la mesa luego de pasarle cumplidamente un paño a ésta—, ¿desea algo más?...

—No, gracias.

Saqué la agenda que contenía algunos de los teléfonos que con más asiduidad necesitaba. Siempre fui para la memorización de números algo torpe, así que necesitaba llevarlos apuntados tanto los teléfonos como códigos e incluso el de identidad. Podía recordar sin problemas el del teléfono del despacho.

Ya traían el inalámbrico. Era demasiado tarde para llamar a la oficina. Como tenía el particular de mi secretaria, decidí ponerme en contacto con ella, se encargaría después de situar a los demás en lo que estaba aconteciendo.

—¿Oiga, sí?, ¿con quién hablo? —una voz aguda se adivinaba al otro lado—, ¿está Fermina? —No pude comprender nada. Un silencio y al instante la voz inconfundible de Fermina

—¿Quién es?

—Fermina, soy don Antonio María...

—¿Qué sucede don Antonio María?, desde que se marchó precipitadamente del despacho no he podido localizarle y tampoco decirle a nadie dónde estaba usted.

—Bien, no te preocupes. Atiende. Estoy en el Hospital General siguiendo el proceso agónico de mi padre, que no sé si tendrá mejoría; no creo que me pueda mover de aquí en toda la noche o más, así que con toda seguridad mañana no estaré por ahí ni para nadie. A quien llame le dices lo que pasa y punto.

—¿Y si...?

—Llama al portavoz del Partido y le dices que no cuente conmigo en estos días. También debes ir averiguando, porque me temo lo peor, lo que se deba hacer para el funeral y entierro, o sea buscas las compañías de seguros de mi padre, la funeraria o lo que tengan concertado y haces un borrador de las personas a las que habría que avisar.

—Don Antonio María ¿necesita usted algo, quiere que le lleven algo al hospital?

—No, hija, no, aquí estoy bien; tú preocúpate de lo que ya te he indicado y si te necesito ya te llamaré —colgué antes de que volviese a insistir.

Me encaré con el bocadillo y la cerveza.

Mi secretaria, Fermina, era la eficacia puesta a prueba. Nunca la pillé en un renuncio, en un fallo de verdadera importancia. Adoraba el orden y lo llevaba a rajatabla facilitándose a sí misma y facilitándome a mí el trabaja diario. De trato afable y simpático, sabía filtrarme los asuntos de verdadero interés sin ser innecesariamente soez con los que pretendían verme o tener algún contacto. Y su físico no desestimaba de su agradable carácter.

Sin embargo yo la admiraba más por su productividad que por su palmito.

No, no soy un hipócrita. Confieso que más de una vez tuve malos pensamientos. ¿Quién sería el que cerca de ella, con su suave perfume, su voz acogedora, finamente vestida y en un ambiente de intimidad turbadora no sintiera el deseo de rendirse apasionadamente?... En más de una ocasión sentí ese impulso y creo que ella era consciente de lo que sucedía pero mi sentido del honor, de la propia estima y de la estima ajena, incluso el temor a un innecesario escándalo, me impedían materializarlo.

Mi madre hubiese querido llegar a ser secretaria.

Un mundo sofisticado visto en algunas películas donde las chicas tenían acceso al magnate opulento, que les facilitaba el trato con las personas de alcurnia, poseedoras de grandes coches americanos, lujosas mansiones, que se podían permitir todos los caprichos, el mundo donde la moda imponía sus criterios y donde el deseo más nimio se convertía en realidad... Mi madre se bebía las imágenes en blanco y negro o en technicolor, hábilmente asesorada por su amiga Luisita.

Luisita no era madrileña, como es natural. Provenía de Extremadura y emigró a la capital, con su familia, cuando el secarral se adueñó de lo poco productivo que quedaba y el hambre eliminaba a las gentes haciéndoles la caridad de retirarlas de una tierra tan cruel.

Llegados en las primeras oleadas estos extremeños conquistaron el derecho a chabola y a exhibir ante los que irían llegando su indiscutible preeminencia. Eran los portaestandartes de las esencias madrileñas (aunque en su rincón guardasen el profundo olor de su repudiada tierra). Cuando se aseguraron un lugar de trabajo y un flujo de ingresos más o menos aceptable les entró el gusanillo de la ambición, del ahorro, para algún día volver triunfantes a donde salieron vencidos. Se contradecían.

Luisa no compartía estos planteamientos y de veras ni se le pasaba por la cabeza tener que regresar «al fin del mundo»; por lo tanto puso más ahínco que los demás en arraigarse con fuerza allí donde vivía. Buscó por sus propios medios un trabajo indicado a sus fines, de dependienta en una mercería de la zona de Goya. Su innata coquetería y su bonita y visible belleza la hacían ideal para ello; en el oficio y con el oficio fue adoptando modos y maneras que ella creía «de clase», hablando con afectación y puliendo y repuliendo su imagen. Como tenía tiempo y materiales suficientes lo logró con facilidad pero su escasa base intelectual y el poco comedimiento la dejaban, sin ella ser consciente, en el limite del exceso o del mal gusto. De todas formas en su trabajo era eficaz. Luisa era aparentemente fina, llamativa, agradable de ver y sentir, olorosa. Atraía de por sí y más aún por el contraste abrupto que ofrecía entre los de su ámbito. Le dolía continuar allí y pretendía, por todos los medios, transplantarse a otro vivero más acorde a sus méritos y belleza. Le gustaban los hombres. Le atraían. Sabía que no tenía que hacer un esfuerzo para lograr de ellos lo que quisiese; pero no desde luego con los que conocía. Y aunque sus deseos le pedían a gritos aceptar los contactos su ambición la refrenaba y le imponía el marcarse ciertas reservas y distancias. Por ello estaba considerada en el barrio como una orgullosa, algo fatua, señoritinga sin poder serlo y según los machos más activos una estrecha calientapollas que no llegaba a nada. No despertaba mucha simpatía.

Le vino de perlas la llegada de aquella familia que no la conocía y que tenía una hija más o menos de su edad; le vino muy bien intimar pronto con Rafaela.

La consideró su otro yo, que podría formar a su modo, que pensaría igual que ella, que tendría sus mismos gustos, ambiciones, formas de ser y de vivir. Y además ¿no se complementaban de veras hasta físicamente?, una morena y una rubia, ya lo decía la letra de la famosa zarzuela (porque ella, para ser más madrileña, se sabía algunas zarzuelas), el colmo del deseo en los hombres. Serían famosas.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónAbril 2011
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