Contó mi madre que de aquellos meses le quedaron los mejores recuerdos de su vida. En la finca, a sus anchas, sintiéndose lejos de los desprecios del pueblo, amos por un tiempo de lo que en otro ya lo fueron.
Cambió el carácter de su padre. Le encontraba alegre, más abierto, jugaba con los hermanos pequeños y a veces tarareaba una canción. Dedicado a una actividad sin freno no dejó nada que quedase fuera de su control. Procuró no abusar de los hombres y llamar cuando hizo falta a las que más lo necesitaban. Las noticias que les llegaban sobre el crimen no tenían respuesta alguna; no se sabía nada.
Los chiquillos libres de escuela, los mayores aunque sometidos al trabajo, contemplándose en la autoridad del padre. Sólo la madre quedaba fuera de manifestar contento. Al contrario, se volvió retraída, muy timorata en cuanto alguien llegaba al caserío fuese del pueblo o, peor aun, si era una pareja de guardias civiles.
Las visitas de estos guardias, llamadas «de correrías», eran bien temidas por los campesinos. Aparecían en el camino, o en lo alto del cerro, sobre sus caballos, con los capotes y las cogoteras del tricornio, o embozados hasta los ojos en los días del frío invierno, y se sabía que lo buscaban todo, lo requisaban también todo, salvo que estuviesen los patronos delante.
Se le adivinaba el miedo en la cara. Al padre le hablaba lo estrictamente necesario y nunca, nunca, lo miraba de frente a la cara. Mi madre no comprendió hasta más tarde esta situación.
Pasaron los meses como si hubiesen sido días... Llegó la vendimia, luego la matanza, la sementera, se embarcaron en la recogida de la aceituna. El trabajo, duro siempre, no obstante se llevaba con la dedicación y templanza de quienes saben que todo tiene su tiempo, que no valen apresuramientos, que son de toda. y cada una de las horas que tiene el día y hay que seguir un orden sabio, de siglos.
Mi madre, ya en su juventud, se robustecía y consolidaba físicamente, transformándose en una mujer sana, vital, alegre. Y de una hermosa belleza todavía torpemente manifiesta. Era inocente...
—Diputado —el director del centro llegaba hasta mí—, ya puede ver a su padre, acompáñeme.
Cogí el abrigo y lo seguí. Nos internamos en una zona marcada con letreros restrictivos: «PROHIBIDO EL PASO», «PROHIBIDO FUMAR», «PROHIBIDO HABLAR».
¡Cuán débiles e indefensos aparecemos, qué cambios, cómo se desmorona la imagen tanto tiempo trabajada, cuidada!; no digo ya en la muerte, en sus aledaños incluso nos vamos desnudando en la travesía hacia ella de todo lo que nos afectaba, lo superfluo, ¡qué verdad única queda!
A través del cristal podía ver a mi padre, padre adoptivo con tal derecho sobre mí como nunca hubiera tenido el verdadero, rodeado de monitores..., imbricado de tubos, gomas, bolsas... Desaparecía en aquella cama hundido entre tanto aparato. Me costó trabajo reconocerlo; su pelo blanco, desordenado en la almohada, era lo más definible.
¡Dios, y cómo podemos llegar a esto!
El médico me dio una explicaci6n lo suficientemente enrevesada y técnica como para que sólo pudiese comprender que su cardiopatía ya era irreversible y que quedaban días, quizás horas, para tal desenlace fatal. Mi sugerencia sobre un posible traslado al domicilio fue rápidamente abortada; no, puesto que había que hacer «todo lo médicamente posible» (¿el qué?). No quise polemizar aunque me prometí el abordar políticamente la cuestión oportunamente.
Sigo hoy día viendo cómo los intereses de unos, los poderes enormes de otros y la tibieza de mis compañeros de partido logran aparcar una y otra vez las iniciativas que llegan de diversos sectores. La eutanasia, así en su forma más liviana y edulcorada, es un tabú insuperable.
Mientras la tarde declinaba el hospital se iba igualmente apagando. Se perdían los ruidos fortuitos, el rumor de los grupas de visitantes, la claridad natural... Identificaba, en la lejanía, el reparto de las cenas en otras plantas.
Allí no podía hacer nada.
Volví a la sala de espera y determiné pasar a la cafetería para tomar algo y afrontar la noche. Busqué a una enfermera y le pregunté la forma de llegar al bar y ella se limitó a llamar por el busca. Al momento apareció el eterno sirviente que me aclaró que aunque la cafetería cerraba al público en cuanto se terminaba el horario de visitas yo podría disponer del servicio en el momento que considerase oportuno. Si quería me subirían a la planta lo que pidiese.
Preferí desplazarme hasta sus dependencias porque me venía bien caminar algo y cambiar un poco de aires y también porque me era odioso andar comiendo en lugares inapropiados.
Me llevó hasta el sector que utilizan los empleados del centro, separado del que se destina al público. En aquel momento se encontraban en él varios de ellos, clasificados por sus batas o uniformes de varios colores y siempre con las placas de identificación visibles. Algún visitante privilegiado, como yo, se encontraba también en el local. Todos guardaron un inicial silencio en cuanto entré. Marché recto hacia la barra y le indiqué al mozo que me proporcionase un bocadillo y una cerveza. Como intentó, aparentando no haberme oído, iniciar una retahíla de platos o variedades que podría degustar le volví a insistir con firmeza, pero aproximándome a un trato más informal, en lo comandado previamente. Se resignó. A mi fiel seguidor y servidor le faltaba cuello de la camisa.
Cuando iba a sentarme reparé en la necesidad, aunque fuese mínima, de ponerme en contacto con el mundo exterior. Marché hacia un teléfono público, de monedas, que había al extremo del mostrador pero se me adelantó el que ya iba siendo pesado.
—¡No, no señor...! Siéntese usted y tome lo que le apetezca y yo le traigo un teléfono inalámbrico ahora a mano.
—Pero si van a ser un par de llamadas...
—¡Que no, que no, faltaría más!, desde aquí llama las veces que quiera y a donde quiera.
Me avergonzaba de tanta servidumbre.
Algunos miraban con disimulo y no tardé en captar gestos cómplices en referencia al dichoso elemento; con seguridad no caía muy bien.
Resignado busqué un lugar algo apartado y esperé. Ahora había personas que se escandalizaban si alguien considerado como de las «altas esferas» pedía para comer un bocadillo.
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2010 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Enero 2011 |
Colección | Narrativas globales |
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