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Un día, una bomba

Odio y venganza

Mariano Valcárcel González
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Ra­fael tenía hun­di­da en su co­ra­zón la es­pi­na de la hu­mi­lla­ción que sólo se puede sacar con la ven­gan­za. Y esa ven­gan­za le sir­vió de faro para ma­rear la fan­go­sa reali­dad que lo opri­mía. Nunca dudó en que, pese a las de­mo­ras, a las ad­ver­si­da­des, lle­ga­ría a buen puer­to. Tenía su­fi­cien­te cons­tan­cia.

En los días ca­lu­ro­sos del ve­rano el señor tenía la cos­tum­bre de que­dar­se en el cor­ti­jo, más fres­co, con toda su fa­mi­lia aun­que no re­nun­cia­ba a sus par­ti­das de car­tas en el ca­sino del pue­blo. En­ton­ces se des­pla­za­ba de uno a otro lugar a bordo de su viejo au­to­mó­vil, ma­jes­tuo­so, vol­vién­do­se de ano­che­ci­da a la finca y con­du­cién­do­lo él mismo. Era raro que al­guien le acom­pa­ña­se.

Tam­bién en el ve­rano, ter­mi­na­das las fae­nas de la re­co­lec­ción, se que­ma­ban los ras­tro­jos. Esa labor se le re­co­men­da­ba a Ra­fael por ser de más con­fian­za y en la se­gu­ri­dad de que no daría lugar a que se le es­ca­pa­se el fuego de con­trol. Tam­bién es ver­dad que ello re­que­ría una vi­gi­lan­cia hasta altas horas del atar­de­cer e in­clu­so de la noche y el an­ti­guo apar­ce­ro siem­pre es­ta­ba dis­pues­to a echar­las sin exi­gen­cia al­gu­na. Du­ran­te unos días se de­di­có a la quema en di­ver­sos lu­ga­res apla­zan­do a pro­pó­si­to uno que que­da­ba re­la­ti­va­men­te cerca de la ca­rre­te­ra, desde donde se des­via­ba el ca­mino que de­be­ría tomar el su­je­to.

Sa­bien­do dónde es­ta­ba la ma­dri­gue­ra fue fácil cazar al zorro.

Como todas aque­llas tar­des, el asa­la­ria­do salió del pue­blo y em­pren­dió lle­ga­do al te­rreno la labor, con­cien­zu­da­men­te y pre­vi­nien­do los ries­gos. El calor fuer­te del sol se mez­cla­ba con el que la tie­rra de­vol­vía y aun­que el astro iba de­cli­nan­do pau­sa­da­men­te todo el fuego de éste pa­re­cía que­rer que­dar­se para unir­se al que el hom­bre ini­cia­ba. La se­que­dad ex­tre­ma hacía más odio­so el pai­sa­je, de una ari­dez casi de­sér­ti­ca.

Al odio de la Na­tu­ra­le­za se unía el odio del que un día había sido crea­da para do­mi­nar­la. Ra­fael odia­ba in­ten­sa­men­te y eso le daba fuer­zas para aguan­tar aquel horno, aque­lla de­sola­ción.

Lle­ga­do el tiem­po opor­tuno, cuan­do el atar­de­cer era casi com­ple­to y las for­mas se im­preg­na­ban de som­bras bajo una luz ra­san­te que fun­día cielo y tie­rra en su pa­le­ta vio­le­ta, dejó sus al­par­ga­tas cha­mus­ca­das y se calzó otras, muy vie­jas; luego exa­mi­nó su na­va­ja, ancha y bien afi­la­da y la vol­vió a guar­dar, tras ce­rrar­la len­ta­men­te, en su bol­si­llo del pan­ta­lón. Y re­suel­ta­men­te ca­mi­nó hacia la ca­rre­te­ra.

En el punto donde se ini­cia­ba el ca­mino de la finca, a mano de­re­cha, había unos altos y vie­jos ro­bles, plan­ta­dos mu­chos años antes como re­fe­ren­cia y como in­vi­ta­ción al des­can­so. Luego el ca­mino se hun­día entre lomas per­dién­do­se de vista de in­me­dia­to. Allí tenía pre­pa­ra­dos unos bue­nos pe­drus­cos y una grue­sa rama. Se sentó a es­pe­rar bien apar­ta­do de po­si­bles mi­ra­das de algún ca­sual tes­ti­go o del paso de al­gu­na pa­re­ja de la Guar­dia Civil; aun­que esto úl­ti­mo era muy im­pro­ba­ble. Sa­bría cuan­do lle­ga­ba su presa por el ruido del auto.

La na­va­ja, abier­ta, se pre­pa­ra­ba ajus­ta­da al cin­tu­rón. Y el auto llegó, ya ano­che­ci­do, anun­cián­do­se por sus dos luces antes aún que por su so­ni­do. Ra­fael saltó al ca­mino e hizo señas de que se de­tu­vie­se. Sin con­ce­bir pe­li­gro al­guno el otro llevó el coche hasta la cu­ne­ta y lo frenó que­dán­do­se den­tro.

—Bue­nas no­ches don Ma­nuel —se llegó al lado de la ven­ta­ni­lla.

—Hola Ra­fael, ¿qué haces aquí?

—Que­man­do los ras­tro­jos de aquí al lado, ya sabe usted, pero tengo un pro­ble­ma...

—¿A estas horas to­da­vía estás liado con eso?, ¿qué es lo que pasa? —paró el coche y, para su fa­ta­li­dad, hizo lo que el otro es­pe­ra­ba, salió de él.

No le dio tiem­po a nada más.

Nunca sa­bría qué le pasó y por qué. Con un mo­vi­mien­to rá­pi­do el ase­sino, por de­trás, le aga­rró la ca­be­za con el brazo y mano iz­quier­dos in­mo­vi­li­zán­do­lo y sú­bi­ta­men­te le pasó la na­va­ja de iz­quier­da a de­re­cha a lo ancho y pro­fun­do del cue­llo. Lo sos­tu­vo así mien­tras se con­vul­sio­na­ba dé­bil­men­te y una fuen­te de san­gre salía des­pe­di­da hacia de­lan­te man­chan­do in­clu­so el coche. Lo dejó caer len­ta­men­te, sin mi­rar­lo nunca.

La cara de Ra­fael era de pie­dra.

Dejó la na­va­ja en el suelo, entre la hier­ba de la cu­ne­ta y entró en el coche. Cogió de la guan­te­ra, donde sabía que es­ta­ban, unos guan­tes de ga­mu­za, se los puso y arran­có. Sabía con­du­cir el vehícu­lo por­que a veces lo había te­ni­do que hacer en el cor­ti­jo, cuan­do es­tor­ba­ba y ahora le sa­ca­ría pro­ve­cho. Des­pa­cio hizo que re­tro­ce­die­se hasta la ca­rre­te­ra va­rias de­ce­nas de me­tros y lo lanzó de nuevo a la des­via­ción, con cier­ta ve­lo­ci­dad, para luego fre­nar­lo brus­ca­men­te al tiem­po que gi­ra­ba. El au­to­mó­vil quedó casi cru­za­do entre el ca­mino y los ár­bo­les de­jan­do se­ña­la­das pro­fun­da­men­te las ro­da­das cerca del ca­dá­ver. Luego es­tre­lló uno de los pe­drus­cos en el pa­ra­bri­sas, al que se le que­bró el cris­tal y con la rama apo­rreó el faro iz­quier­do hasta rom­per­lo. Entró de nuevo y sacó la pis­to­la que tam­bién es­ta­ba allí. No apagó ni el motor ni las luces.

Luego re­gis­tró al muer­to y le quitó lo que lle­va­ba, de­ján­do­le algo para que pa­re­cie­se un robo apre­su­ra­do. Dejó los guan­tes en su lugar. Re­co­gió la na­va­ja, que pre­via­men­te había lim­pia­do en la hier­ba, echó un vis­ta­zo al lugar y vol­vió sobre sus pasos hacia el campo ar­dien­do. Se cam­bió las al­par­ga­tas e hizo un ha­ti­llo con la na­va­ja, la pis­to­la, la car­te­ra y las za­pa­ti­llas vie­jas. Com­pro­bó que el tra­ba­jo que­da­ba bien hecho, sin pe­li­gro de in­cen­dio pos­te­rior y en la clara os­cu­ri­dad de una luna casi llena, en aque­lla sin­gu­lar noche, inició la ruta del pue­blo. En ella en­con­tra­ría una balsa de de­can­ta­ción de heces y aguas re­si­dua­les donde lan­za­ría las prue­bas. Nadie, aun­que im­pro­ba­ble­men­te lo pen­sa­se, que­rría re­mo­ver aque­lla por­que­ría.

Pau­sa­da­men­te, como era su cos­tum­bre, entró en el ca­se­río sa­lu­dan­do a cuan­tos desde las puer­tas de sus casas te­nían a bien aún el ha­cer­lo. Le olía la ropa y el cuer­po a humo, a calor, a sudor. Entró en su vi­vien­da como tan­tas veces, sin hacer ruido, y a nadie dijo nada.

A la ma­ña­na si­guien­te, muy tem­prano, apo­rrea­ban su puer­ta. La mujer, que había sa­li­do para ver que pa­sa­ba, entró es­pan­ta­da a la co­ci­na donde él es­ta­ba desa­yu­nan­do y le dijo que ha­bían ma­ta­do al se­ño­ri­to. Apa­ren­tó sor­pre­sa. Ra­fael salió y se llegó a la plaza pues allí sabía que podía co­no­cer lo que se di­je­se del su­ce­so. Había co­rros de gente con ade­ma­nes ex­ci­ta­dos unos, algo mis­te­rio­sos otros y todos ha­cién­do­se con­je­tu­ras. In­clu­so al­gu­nos ya ade­lan­ta­ban he­chos to­da­vía inexis­ten­tes. Se acer­có a uno for­ma­do por jor­na­le­ros de las mis­mas fin­cas.

—¡Ra­fael!, ¿te has en­te­ra­do de lo que ha pa­sa­do?

—A mi casa ha lle­ga­do la Ga­brie­la con la no­ti­cia... ¿Dónde está?

—Lo tra­je­ron a su casa, aquí en el pue­blo, pero dicen que no se le puede ver hasta que un mé­di­co del juz­ga­do le haga la au­top­sia ofi­cial y to­da­vía no ha lle­ga­do.

—¿Pero sa­béis qué ha pa­sa­do?

—Dicen que lo han ata­ca­do unos ban­di­dos, a lo mejor co­mu­nis­tas es­con­di­dos, por­que le qui­ta­ron la pis­to­la. Le pa­ra­ron a gol­pes el coche y luego lo de­go­lla­ron.

—¿Cuán­do lo en­con­tra­ron?

—Muy tarde y por ca­sua­li­dad, por­que desde la ca­rre­te­ra no se le veía, fue el An­drés, el ta­xis­ta, que había te­ni­do que ir a la es­ta­ción del tren y al pasar por el cruce creyó ver luces, pero al vol­ver las vio otra vez y se dio cuen­ta de que es­ta­ba pa­ra­do un coche. Al acer­ca­se des­cu­brió el auto roto y al lado a don Ma­nuel todo desan­gra­do; creyó que era un ac­ci­den­te pero al darle la vuel­ta le vio el tajo en el pes­cue­zo. Se vino zum­ban­do al pue­blo a lla­mar a la Guar­dia Civil.

—¡Qué bar­ba­ri­dad!, tal vez lo es­tu­vie­ron es­pe­ran­do o si­guien­do du­ran­te va­rios días, aun­que es di­fí­cil pen­sar una cosa así.

Asen­tían los del corro con caras des­con­cer­ta­das. Luego se unían a otros, se des­ha­cían y vol­vían a jun­tar­se, lle­van­do y tra­yen­do nue­vos ru­mo­res.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónOctubre 2010
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