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La derrota del persa

V. Estimación objetiva singular

Dimas Mas
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—Virginia, por favor...

—¡Ay, doctor, doctor, qué miserable, ruin e ingrata he sido! ¡El más insignificante grano de arena que se pisara en el más transitado de los senderos quisiera ser ahora mismo! Y ni aun así expiaría mi pecado nefando y herético...

— No comprendo.

—¡Hermanas de harén, en vez de hermanas de orden, iba a decir, doctor, ¿se da cuenta?! ¡De harén! ¡Dios mío, Dios mío, perdóname!

— Todos podemos tropezar con las palabras, Virginia...

—Puede, pero hay palabras que son más que palabras. Y una confusión tan abominable como la mía no confunde, sino que revela. ¡Qué no sería capaz de decir esta sucia lengua mía, desleal y miserable! ¡De harén, santo Dios! ¡No el dardo de la transverberación, me atraviesa ahora, sino la espada flamígera del arcángel que me arroja del paraíso! Poco podía esperar de la misericordia divina, después de lo que hice, aunque me pareciese justicia y caridad, en vez de un crimen; pero ahora, ¡ahora!, ¿qué será de mí? ¡Qué desolación, doctor! ¡Luminoso día de agosto eran las tinieblas de mi hermana, comparadas con la oscuridad impenetrable a que me ha arrojado mi... ¿tropiezo? No, no, despiece o descuartizamiento, si acaso.

— Sobrepóngase, Virginia. Seguir su otro hilo, el que seguro que la sacará de su laberinto, le hará bien... Puede ser, como usted dice, que haya palabras que sean más que palabras, pero ha de recordar también aquellas otras de su apóstol Pablo, tan celebradas: «la letra mata, el espíritu vivifica». Quedarse en las palabras, aunque sean el pan nuestro de cada día para todos y para todo, ¿acaso no lo consideramos una señal de banalidad, de ingenua simplicidad?

—¿Es católico, doctor?

—Soy humano, y eso me basta. Pero lo que yo sea o deje de ser no viene al caso ni a cuento. Sus celos sí, sin embargo...

—Le hago caso. Pero me he perdido..., ¡más de lo que ya lo estaba!

—Hablaba de sus celos, de su egoísmo.

—Que son la misma cosa. ¡No quiero ni imaginar, creo que andaba diciendo, hasta qué grado de posesión o de egoísmo hubiera podido llegar si mi vida hubiese seguido el destino común a la mayoría de las muchachas con quienes crecí y estudié hasta que la devoción me apartó de ellas y del mundo. Tengo para mí, sin embargo, que el fantasma de Eladio, porque ella jamás llegó a conocerlo, a pesar de su interés por reconciliar a ambos hermanos, actuó como una cuña entre ellos. Aquel año de felicidad estuvo lleno, al principio, de una ilimitada confianza, por parte de mi hermana, en que había encontrado, no el hombre de sus sueños, claro, sino un hombre para sus sueños, esos tan modestos y comunes que suelen tener casi todas las mujeres. Pero debió ser un “al principio” muy breve, porque, de otro modo, es de suponer que me hubiera escrito para anunciarme la buena nueva dichosa de su noviazgo. También es cierto que quizás quisiera asegurarse de que las famosas “cosas” estaban efectivamente claras y de que no hubiera lamentables y desagradables sorpresas de última hora, tanto por parte de él como por la suya propia. No sé si a Marga se le alborotaron las esperanzas y los deseos al son de unas campanas de boda que sólo ella oyó, pero sí sé que tuvo la suficiente prudencia como para no dejarse llevar por su arrebato. ¿La primera señal de sus sospechas? Se lo estoy contando mal, doctor, ¡y no sé si adrede! Soy yo quien pone y quien puso las sospechas en toda esta historia. Marga nunca tuvo ninguna. Se limitó a aceptar hechos consumados o a rebelarse, ya impotente, contra ellos. Faustino, con todo, quedaba siempre al margen de cualquier crítica exento de toda responsabilidad. No sé qué vio, oyó, conoció y vivió mi hermana junto a aquel hombre durante ese año nefasto, pero, fuera lo que fuera, lo indudable es que la transformó de arriba abajo. La verdad es que aún no acierto a comprender cómo se le ocurrió llamarme para que acudiera a su lado, a no ser que, como llegué a pensar de Faustino, me hubiera elegido como verdugo, el único capaz de no arrugarse en el momento definitivo. Mi único consuelo ha sido, desde que ocurrió lo que ocurrió, que yo tomé una decisión, la asumí y la cumplí, con todas sus consecuencias, este encierro entre ellas, aunque me duela que se me tenga por trastornada, en vez de por desatinada compasiva. Ahora bien, si esta descabellada hipótesis que se me ha ocurrido fuera cierta, ¡qué triste ridículo de marioneta no habrá sido el mío! ¡Qué humillación, entonces! Y lo peor sería no haberme dado cuenta en ningún momento de que estaba siendo utilizada por ese par de suicidas de los que me niego a creer que estuvieran en todo momento de acuerdo, y más aún para hacer su impecable representación ante mí, ¡tan convincente! No, no, no puede ser, me niego a creerlo. No puede ser que mi hermana llegase a aquellos niveles de depravación que me contaba cuando, por ejemplo, y guiada por un propósito de redención inexplicable, recorría las calles del barrio chino, ¡tan sórdidas!, aceptando las sucias proposiciones de unos y otros, a los que se entregaba con una avidez que a muchos les espantaba, porque tenían, como ella me dijo, la sombría sensación de que estaban follando..., disculpe, doctor..., que estaban acostándose con el mismísimo Lucifer convertido en la más hermosa de las tentaciones. Ella, a quien Faustino trató como a una reina, hasta que la convirtió en su perra para llevar a cabo la obra de humillación más desalmada y perfecta que yo haya conocido nunca, se movía por ese barrio ominoso e inhumano como una reina de las tinieblas y el vicio, un relámpago diabólico que revelaba a cuantos ella aceptaba que profanaran su cuerpo la diabólica sonrisa del pecado, el abismo cenagoso de la perdición. ¡Con qué suerte de orgullo, arrepentimiento, torpe alegría, indiferencia y sorpresa, todo revuelto y confundido, me decía que era “una perdida”! «¿Te das cuenta, hermanita, ¡una perdida!? ¡Perdida sin remedio! Y el único que me puede encontrar ya ni siquiera me busca...» Bastante más que en vano le decia yo una y otra vez que el mundo no se acababa en Faustino, ¡y menos para ella!, que si ella quisiese, tendría príncipes a sus pies... Sí, sí, ya sé que contarle un cuento de hadas y príncipes azules cuando ella vivía en la más sórdida de las abyecciones no era precisamente lo más apropiado; pero ha de hacerse cargo, doctor, de que, aun a pesar de que se hubiera extraviado como lo hizo, por los callejones más tenebrosos de la lujuria, Marga era un alma cándida, inocente y pura. Quizás le parezca increíble, o que me mueve un amor fraternal capaz de disculparlo todo, pero créame que Marga hizo cuanto hizo sin perder en ningún momento su infinita pureza. Ese Faustino, con sus malas artes, logró convertirla en una perra leal y obediente, un cuerpo desalmado, o sea, literalmente sin alma, un triste juguete de los instintos, por eso fracasé yo cuando intenté hacerla volver en sí: no estaba; había salido de su cuerpo y éste se había convertido en un extraño que tomaba sus propias decisiones, un extraño que le impedía el paso y con quien, de haber podido volver a entrar, hubiera tenido unas pendencias inenarrables. ¡Pequeñitas se hubieran quedado las luchas internas de San Agustín al lado de las suyas! Yo, como es lógico, no hacía más que empujar a esa alma perdida a la reconquista de su cuerpo, pues me parecía que, cuando lo lograse, se serenaría definitivamente y volvería, por fin, a ser quien siempre había sido, aun cuando con un terrible pasado a sus espaldas. Pero eso no debía asustarla. ¡Por cuántos caminos inverosímiles no se ha llegado a la santidad! Es una manera de hablar, doctor, entiéndame. Yo me conformaba con que Marga se reconciliara con ella misma, abjurara de su devoción sacrílega a ese Faustino luciferino..., perdone el ripio..., y pidiera el traslado para abandonar Barcelona y volver a casa, con padre y cerca de mí, con los suyos. ¡En mala hora se me ocurrió ofrecerle semejante futuro familiar! No me costó reconocer, en su reacción, el eco de la que había tenido su amo y señor cuando le escupió a la cara, sarcásticamente, su desengaño de la más hermosa de las instituciones creadas por la especie humana. Ella, al fin y al cabo hija de una educación familiar que, a veces, puede más que las negaciones posteriores, en vez de abominar de la familia lo que hizo fue cambiársela. Padre y yo dejamos de existir, y Faustino se convirtió en padre, madre, hermano, hermana y esposo de ella, todo en la misma persona: una herética quintinidad, si así pudiera decirse, porque era evidente, ya se lo habré dicho un montón de veces, doctor, que mi hermana acabó venerando a Faustino como a un dios pagano, un dios de pacotilla que, sin embargo, tenía la suficiente capacidad de seducción como para haberla convertido en su sierva, en su esclava. ¡Cómo me ha herido siempre esa comparación, doctor! ¡Lo que se me ha removido en las entrañas cada vez que veía a Marga como una impostora hermana de religión, y no de sangre! ¡Cómo no iba yo a rebelarme contra esa visión demoniaca! Pero me estoy apartando mucho de aquellos primeros tiempos, tanto que ya había vuelto a los últimos, a los que acabo de vivir. Es comprensible, ¿no? Aún estoy conmocionada por mis propios actos, a pesar de las dudas sobre esa “propiedad”. Está claro que me como etapas, que paso del año feliz al desenlace trágico, y de que así no hay manera de que usted pueda llegar a comprender cómo vi del todo necesario matar a aquella perra enferma que pedía a gritos que la sacrificaran para dejar de sufrir. Marga, como padre, no fue nunca un prodigio de elocuencia, desde luego, y me costó lo mío conseguir que, además de farfullar su sumisión sacrílega, su inverosímil devoción faustina, digámoslo así, me contase paso a paso, ordenada y comprensiblemente, su perdición , su caída en el infierno, las etapas por las que atravesó su alma hasta ser expulsada por los bajos instintos y abominables deseos de su cuerpo. Aún no sé bien si lo conseguí. Orden, apenas lo hubo en sus estallidos expresivos. Claridad, menos aún. Pero no es inventado lo que le cuento, doctor. Con paciencia y perseverancia fui atando cabos hasta remendar esta historia trágica que ahora usted me escucha con un interés que Dios se lo pagará. Con todo, no puedo quitarme de encima la pegajosa sensación de que esos dos infelices son, en mi narración, como dos marionetas dispuestas a moverse en la dirección hacia la que yo incline la tablilla donde se anudan los hilos que las sostienen. Si algo parecido fue el poder que acabó teniendo Faustino sobre mi hermana, nada me extraña que el maldito de él no pudiera sustraerse a tan maléfica seducción. «¡Me lo tengo bien merecido!», me repetía Marga como una cantinela cuando la lucidez ganaba alguna intrascendente batalla de esa reconquista cuyo final tranquilizador nunca llegó a ver, aunque sí a sospechar, y de ahí su silente insistencia en que me convirtiese en su verdugo misericordioso. Ya veo, ya, que me repito. ¡Y más que lo hago cuando, a solas, me grito una y mil veces, como amargas letanías, las feroces palabras de mi fracaso! Marga tenía la sensación de que su cuerpo le había ganado la partida. Había vivido toda su vida marcada por él, para bien y para mal, pues de todo hubo, ilusiones y desengaños, y al final había acabado dominándola, anulándola, independizándose de ella y sometiéndola a unas leyes contra las que, de no haber mediado la obra sutil y vengativa de Faustino, quizás hubiera podido luchar con mi ayuda; pero esa rebelión tuvo una mano incendiaria que sabía muy bien lo que hacía, ¡ya lo creo que sí! Cuando yo llegué, vi enseguida el pobre futuro de mis esfuerzos, pero no desfallecí, ni jamás me di por vencida, hasta el final que se me impuso, porque yo siempre estuve dispuesta a seguir luchando junto a ella. Hasta que yo irrumpí en su vida pasaron muchas cosas, unas vulgares, corrientes y molientes, y otras inquietantes, a medio camino entre el desasosiego y lo misterioso. No fui yo quien así las juzgó, sino la propia Marga, cuando parecía que la, en su caso, risueña faz del desengaño iba a lograr conquistarla para su noble causa, para la causa de la vida. Sigo sin comprenderlo, doctor: ¿estaba escrito en su persona que hubiera de acabar como acabó? ¿Cómo es posible que la vida la engañara durante tanto tiempo con la promesa de una felicidad que, apenas conocida, la devoró como ella nunca imaginó que podría hacerlo? Lo único cierto es que ella no se mereció un destino como el suyo. La vida siempre es un riesgo, una aventura, y nadie puede tener nunca la más mínima seguridad de no estar sujeto a la más inverosímil de las mudanzas. Con una rueda se representa la fortuna, pero a ella le pasó por encima, destrozándola. Ni siquiera sé si llegó a tener conciencia de sus altibajos, la verdad. Por supuesto que hubo un momento decisivo, aquel en que Faustino la echó definitivamente de su lado y ella, de repente, comprendió que su destino se había torcido para siempre. ¿Cómo sobrevivir sin él? ¡Qué ridículo, doctor, decir algo así! Debería usted pedir que la policía le permitiera ver alguna fotografía de Faustino. Ya supongo que las de un cadáver no le harían justicia, porque murió con una sonrisa en los labios que incluso lo mejoraba. Su nula resistencia, aunque lo pillé desprevenido, pues le ataqué a traición, ¡mi única oportunidad de escribir con renglones torcidos la justicia derecha!, fue lo que siempre me ha hecho pensar en que fui utilizada, pero esto ya se lo he dicho otras veces. No hubo ningún motivo claro para el cambio de actitud de Faustino hacia mi hermana. Ella creyó que fue su insistencia en persuadirle de que se reconciliase con Eladio. Pero al poco tiempo cambiaba de opinión y estaba convencida de que le había cogido aborrecimiento porque no sabía hacerle más «picante» la vida. Imposible me fue sacar algo en claro de lo que podía significar esa supuesta guindilla que ella no le echaba al potaje de la vida de Faustino. Otras veces, sin embargo, tenía la seguridad de que no había tal expulsión, sino que se trataba de un recurso de Faustino para atraerla más, para fortalecer su fidelidad. Porque lo que no podían calificarse ni de «guindilla» ni de «picante», pensé yo, eran las vejaciones deliberadas que le infligió Faustino cuando la llevó con él a las pestilentes calles del barrio chino y la obligó a compartir la cama con él y con una prostituta, pero no una chica joven y agraciada, sino una mujer ya entrada en años y, por ello mismo, aún más desgraciada, ¡y todo su empeño era que fuese Marga quien cometiera el pecado abominable y nefando de...!, no sé cómo decirlo, doctor, porque la sola imaginación de aquella sórdida escena, los tres desnudos, Marga besando y acariciando a aquella mujer desventurada, tan castigada por la vida con un destino tan atroz, y Faustino presidiendo la escena como un soberbio macho cabrío, con la cola alzada para exigir el beso negro de sus siervas..., esa visión...

—Salga de ella, Virginia, no se torture...

—No, doctor, sabe muy bien que ni puedo ni debo, que estoy obligada a apurar este cáliz amargo hasta las heces, que todo mi dolor será siempre poco para llegar a expiar mi culpa, mi gran culpa, mi impotencia, mi ceguera, mi locura..., y mi rencor... Sí, doctor, también mi rencor. Y sobre todo vergüenza, ¡tanta vergüenza! Porque cuando Marga me contaba esos sucios episodios de su vida, ¡cuántas veces no me puse, oh, Dios, en el lugar de las víctimas!, ¡y cómo me hicieron sufrir esas otras visiones abominables de nuestra imposible y maldita unión incestuosa! ¡Me destrocé el cuerpo, doctor, con el cilicio que hube de improvisar! Pero cuanto mayor era el vigor de mi brazo, más profunda era la herida de mi deseo incalificable. ¡Qué horrible lucha la mía, doctor! ¡Con cada nuevo latigazo parecía brotar un borbotón de flujo de la fuente sedienta de mi pecado! ¡Y me abría de piernas y gemía y jadeaba y deseaba que ella entrara en ese momento de mi castigo y me lamiera como lamió en aquel tronco la saliva de su dios pagano! ¡Ay, Señor mío Jesucristo! ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, desventurada de mí! ¡Yo sí que soy una perra, doctor, una verdadera perra enferma, no mi pobre hermana! ¡Ay, Marga, Marga, cómo podrás perdonarme, cómo podré volver a mirarte a la cara! ¡Soy una sucia perra miserable! ¡No soy digna de llevar este hábito...!

—Quieta, Virginia, quieta, tranquilícese. No es un hábito lo que lleva, sino una bata, su bata de interna...

—No, doctor, es el hábito de la impiedad, de la suciedad, de la lujuria, del pecado..., es este cuerpo de mis desgracias lo que yo quiero desgarrar, porque este cuerpo es el hábito de la mentira, de la hipocresía, de la falsa pureza...

—Cálmese, se lo ruego.

—Ahora sí que tiene ya todas las piezas del rompecabezas, ¿no? Supongo que no se esperaba una cosa así ¿o sí? Estoy muy nerviosa. ¿No va bien fumar para calmarse? Déme un cigarrillo, aunque no haya fumado nunca. No sé qué decir. Ha sido esa visión, la visión de aquellos aquelarres... ¡donde hubiera deseado estar! ¿Existe la vergüenza infinita? Lo más extraño, doctor, es cómo después de haberlo dicho, de haber confesado mi verdadero crimen, las palabras han sido capaces de reducirlo todo a la serenidad inaudita de este instante... Ya, ya, ya sé que sin las lágrimas de un llanto tan violento quizás no lo hubiera logrado, pero el poder de la confesión no tiene límites, como tampoco el consuelo que se extrae de ella, aun a pesar de que falte, como en este caso, tanto la absolución como el propósito de enmienda. Aquel deseo pecaminoso, ahora ya lo sabe, doctor, fue, en verdad, lo que había convertido nuestra convivencia en un infierno. Jamás llegó Marga a sospechar el origen de mi intransigencia, de mi severidad para con ella. Y cuantas veces yo reaccionaba con la más violenta indignación contra sus sucias insinuaciones de que un convento era poco menos que un burdel, que tantas mujeres solas a la fuerza habían de consolarse las unas a las otras, como dicen que hacen los presos en las cárceles, que se vuelven como perros, más cerca estaba, ¡ay!, de abrirle de par en par la puerta de mi almario, para que supiera de verdad lo que era la abominación, para que supiera que siempre se podía caer más bajo. No quiero ni pensar cuál hubiera sido su reacción, pero probablemente, de haberme atrevido a revelarle esta pasión contra natura, igual hoy estaría viva... ¿Se da cuenta, doctor? Le habría causado tal repulsión, un asco tan infinito, que me hubiera echado de su lado a puntapiés... Pero ella, de todos modos, hubiera continuado su camino hacia el abismo de la perdición, hasta que...

—Hasta que...

—¡Una visión horrible, doctor! Porque, sin duda, habría sido algún sádico que se hubiera cruzado en su camino depravado quien se hubiera ensañado con ella; uno de esos crímenes horribles que van de boca en boca, salen en los periódicos y se acaban cantando en romances de ciegos, como los que oímos de chicas, con los ojos abiertos como esponjas, las manos sudadas y el corazón hecho un potro salvaje... Sí, ya sé que según cómo se mire, ni siquiera un crimen así es tan horripilante como el que yo he cometido, por ser su hermana, pero usted sabe que yo he sido simplemente la ejecutora de sus deseos, la mano... ¡pues no iba a decir la mano inocente! de su suicidio. ¡Inocente, nada menos! ¡Qué disparatada maraña de mentiras somos todos, hombres y mujeres, y hasta incluso niños! ¡Y la mayor de todas es la de que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios! "Eres de la piel del diablo", se les dice a las criaturas traviesas, y lo mismo ha de decírseles a las asesinas perversas, a las pecadoras deleznables como yo... ¡He perdido la gracia de Dios, doctor! Y sé que Cristo no va a dejar su rebaño para recuperar esta oveja descarriada, sino que la maldecirá como maldijo su padre a Caín... ¡Caín! Lo quiera o no, parte soy yo de su sombra errante, doctor, porque mi alma no descansará jamás, aunque me tengan aquí encerrada; jamás dejará de atravesar el campo de cardos, espinos y abrojos de su culpa sin redención, de su sufrimiento sin consuelo. Antes le dije que haberle revelado mi pecado, haberme atrevido a darle palabras para sacarlo de aquí dentro, de esta caldera que el día menos pensado me va a acabar estallando, de tantas vueltas desesperadas como me da todo en ella, me había producido un sorprendente estado de relajación, un cierto alivio. No tanto que perdiera gravedad mi culpa, mi crimen, cuanto que, al darle cuerpo, me hubiera dado cuenta de la despreciable vanidad con que lo había hinchado para abrumarme de tal modo que mi desesperación estuviera a su altura... no, no, a su hondura, si acaso, porque es en el abismo donde yo estoy, doctor, aunque dude de mí y usted lo haga de mi sinceridad, y no se lo reprocho... Ya no sé si vale la pena volver a aquellos días felices, al cuento infantil de la falsa inocencia perdida...

—Sí que lo vale, créame.

—¡Cómo no le voy a creer, doctor! Será usted quien no me crea a mí o ponga en cuarentena cuanto le digo, como si tuviera la peste, que la tiene..., la peste más terrible de todas, ¡la de la mentira! Estoy tan deshecha y confundida, es tantísima mi pesadumbre y tan contundente mi dolor que ni siquiera se me ocurre por qué había yo de querer mentirle, doctor. Supongo que igual que se habla por hablar, también debe mentirse por mentir, no lo sé. Tengo, todo lo sucedido, tan presente y de forma tan compacta que me resultaría casi imposible seguir un hilo cronológico. Mi memoria debe ser el vivo retrato del caos, por eso del año feliz salto a la tragedia inverosímil de quien, siendo la encarnación de la belleza, o de lo bello, de quien pudiendo haber disfrutado de tantas cosas hermosas, todo lo tiró por la borda para dejarse destrozar por la tempestad de una pasión inconcebible. Solemos decir, en religión, que son extraños los caminos del Señor, que de todo hay en su viña y que Dios escribe recto con renglones torcidos, pero no sé si esos dichos son aplicables a la desdichada historia de mi hermana. «¡Tú no sabes...!», me decía, enigmáticamente, como una conjurada en posesión de la verdad de las verdades. «¡No sabes tú...!», repetía con un énfasis que sólo buscaba empequeñecerme, convertirme en un ser irrisorio, por ingenuo, en una pobre alma cándida incapaz de comprender las complejidades del mundo y los enrevesados laberintos de la pasión. Mientras conviví con ella, los últimos meses de su vida, tuve que soportarle unas altanerías y unas necedades que nunca reconocí como suyas, sino impostadas. Efecto de su sufrimiento, las consideré yo, con la mejor de las voluntades, pero aun así no puedo negar que no me dolieran, que no supusieran una cruz añadida a la de soportar su violenta degradación final. ¡Qué tormentosa debió ser la última época en el trabajo! Porque su persecución debió tener allí carácter de encerrona. Y en los últimos tiempos Marga había perdido definitivamente el pudor, el sentido del decoro, la vergüenza y hasta el sentido de la realidad. ¡Hasta el lavabo de caballeros lo perseguía, en su delirio! Cómo debía ser su comportamiento en aquel ámbito tan serio, ¡la Hacienda pública, nada menos, doctor!, que, al final, sus propios jefes le dijeron que se tomara un descanso, que no se preocupara de nada y que volviese cuando se hubiera recuperado. Si se había perdido el respeto a sí misma, qué podía importarle lo que pensaran o dejaran de pensar los demás, ¡pues un cuerno!, eso mismo. Y esa libertad mal entendida era la que tanto contribuía a convertirla en una tirana. Tirana y esclava, porque era ambas cosas con absoluta naturalidad, lo que no dejaba de sorprenderme. Tan pronto conseguía que me sintiera una bayeta sucia como un ángel consolador, todopoderoso y capaz, con mi afecto, de devolverle una serenidad un equilibrio que la congraciasen consigo misma y la salvasen de su infierno particular, el que ella se había creado a la medida de una Marga inevitablemente insólita, insospechada y hasta casi inverosímil. Faustino comenzó a desquiciarla cuando impidió que ella se trasladase a su casa para convivir con él. ¿Cómo iba a comprender, después de entregarse a él toda entera, que Faustino necesitase una independencia y una libertad que perdería si ella se instalaba allí? Ignoro, aunque no me cuesta imaginármelas, qué telas de araña tejió para atraparla y convertirla en una víctima a la que le fue extrayendo poco a poco los jugos vitales; pero las construyó, y la boba de mi hermana se acomodó en ellas, dispuesta a dejarse devorar, ¿o acaso cayó en ellas desprevenida, la infeliz? Quizás la explicación, si es que lo suyo admite alguna, esté en que Faustino descubriera, ni se imaginaba Marga cómo, que ella, una de las muchas noches que se quedaba en casa de él, había encontrado, por casualidad, aquellos cuadernos en los que Faustino parecía volcarse por entero, como si el sentido de su vida dependiera de lo que allí escribiese, o como si en aquellas hojas cuya blancura rompía con furor el trazo picudo y negrísimo de su clara caligrafía hallase Faustino una especie de droga que, consumida diariamente, le permitiera sobrevivir. Parece que un poco de todo había, lo que, en su momento, en el de la revelación de Marga, más inclinaba a pensar que todo era invención de ella, antes que realidad documental: nunca estuve segura. Hasta que Faustino descubrió que Marga había violado su intimidad, la única que le vedaba, ella, ignorante de estar traspasando el límite de lo permitido, halló en la lectura de aquellos diarios, ¡decenas de cuadernos, todos iguales y sin ninguna indicación en sus tapas!, una realidad que sólo supo transmitirme de modo muy confuso. Estaba ella, por supuesto, que era lo único que iba buscando en aquellas líneas rectas como nuestras procesiones cotidianas al refectorio, al claustro o al coro; pero también estaba Eladio, y muchas frases confusas sobre imágenes, fotografías, reflejos y un sinfín de cuestiones que Marga no comprendió, y en las que no se detuvo lo más mínimo. Ni siquiera las muchas páginas dedicadas a la tormentosa relación de Faustino con su hermano lograron retener su atención. Ella iba buscándose a sí misma, quería, ¡deseaba!, descubrir cómo la veía Faustino y qué pensaba de ella: si era el poeta que una vez le pintó su ingenua fantasía o si era el tenebroso asesino que le sugirió la visión del siniestro jardincillo al que nunca bajó, por más que Faustino la invitase a ello cuando llegó el buen tiempo y las tardes se alargaban como siestas perezosas. No tardó mucho en sentirse defraudada, pues las referencias a su persona parecían haber sido cifradas, más que escritas, y ella no disponía de la clave ni, mucho menos, era capaz de deducirla. A veces creía entender que ella era poco menos que una diosa para él, que en ella principiaba y acababa su mundo, que no sólo bebía los vientos por ella, sino que era el oxígeno que le permitía seguir viviendo; que su único destino en la vida consistía en satisfacer hasta el más mínimo de sus deseos, los de ella, y que su amor y su pasión no admitían comparación con los de los amantes más famosos de la Historia, Abelardo y Eloísa. Al leer aquellos nombres, me confesó Marga, fue cuando empezó a pensar que si era capaz de inventarse a dos desconocidos como el mayor ejemplo de amantes famosos, sin querer acordarse siquiera de Romeo y Julieta, por ejemplo, también sería capaz de haberse inventado esos sentimientos que, con tanto trabajo de interpretación, le costaba encontrar en los cuadernos negros, pues ese era el color invariable de las tapas. Cuando supo, por mí, que aquellos amantes medievales habían existido, se le volvió todo más confuso. Había dado por sentado que ella se había convertido en la invención de él, una Marga irreal a la que ella, en persona, había derrotado; pero si todo era real, el retrato que de ella aparecía en los cuadernos suponía una decepción inefable. Sí, sí, doctor, ya sé, por la cara que veo que me pone, que esa afirmación no tiene ningún sentido y que sólo la contraria resultaría razonable. Pero se lo cuento como me lo contó, o al menos eso creo yo, porque a estas alturas de la historia a veces hasta dudo de si soy yo quien soy y de si alguna vez tuve una hermana a la que ayudé a suicidarse por mal entendida caridad cristiana. Tras leer un buen número de páginas en la soledad de la noche, siempre temiendo que Faustino se levantase sigilosamente y la espiase, y siempre atenta, en consecuencia, al ritmo de su respiración, Marga llegó a la conclusión de que muchas de aquellas páginas no significaban absolutamente nada, que no eran más que ristras de palabras sin sentido alguno, a pesar de que, mezclado con ellas, apareciese su nombre una y otra vez. En aquellas noches insomnes de lectura furtiva cazó una idea que hubiera debido empujarla a separarse de él, a poner tierra por medio y, a pesar de todo lo ocurrido, y me refiero a los pecados de la carne, a olvidarse de él, pero que, sin embargo, acabó produciendo el efecto contrario: Faustino estaba loco, y no de amor por ella, aunque quizás también, sino loco, a secas. No era Marga ninguna experta en locuras de ningún tipo, desde luego, y mucho menos en locuras de amor, pero su sentido del agradecimiento, del que ya antes le hablé, la indujo a permanecer junto a él para intentar ayudarlo. ¡Tenía una misión en la vida! ¡Ella sería quien le devolviera las claras luces de la razón y la dulce serenidad del equilibrio! ¡Qué más daba no tener ni la más repajolera idea de cuál fuera la locura de Faustino! Todo voluntarismo y bondad, Marga se aplicó a su tarea con tan pocas luces, de esas que quería devolverle a él, que pronto se percató del sinsentido de su intención. Por otro lado, absolutamente nada, en el comportamiento y las palabras de Faustino, daba a entender que se le pudiera considerar una persona trastornada, un loco. A ella era a quien hubieran tomado por loca si le hubiera explicado a alguien por qué creía que Faustino lo estaba. Nunca supe, doctor, si cometió la torpeza de revelarle que había encontrado y leído sus cuadernos o si fue él quien, abstraída ella en el desciframiento de aquel oscuro contenido, se despertó y la espió sin que Marga lo advirtiera. ¡El rey del disimulo! debió ser el tal Faustino, ¡el emperador de la doblez! Y su método, porque el diablo, hijo de Dios al cabo, es un maniático del método, fue tan sibilino y perverso como efectivo. Su época feliz discurría con la placidez de quien no sospecha que está siendo envenenado al ingerir mínimas dosis del tósigo mezclado con el vino reconfortante de las comidas. ¿Por qué quiso Faustino deshacerla, destruirla, ¡desfigurarla!? ¿No se lo había dicho antes, doctor? El canalla de Faustino, tan servicial, fue poco a poco envenenándola con los mil y un cambios con los que consiguió, zalamería va, zalamería viene, desarbolar las escasísimas defensas de mi hermana. Por el estómago se retiene a los maridos, dicen, después de conquistarlos con las buenas o malas artes que cada una tenga y sepa usar, y por él no sólo retuvo el maligno a su presa, sino que, poco a poco, fue cebándola para hincar en ella con más saña, después, el diente incisivo y desgarrador de la venganza. Faustino, que era la sombra de una caña, un silbido amortiguado, empujó a Marga a los placeres prohibidos de la cocina, y no hubo día que él no la sedujera con un plato nuevo, un postre irresistible o alguna delicia casi encontrada por casualidad en tal o cual tienda de exquisiteces. Ella, que tenía un saque notable y un inmoderado apetito, aunque lo hubiese controlado con una voluntad férrea, que para eso siempre la tuvo, comenzó a ganar quilos y a redondearse de un modo grotesco. Ignoro yo cuáles sean los límites a partir de los cuales se considera que alguien es obeso, pero Marga andaría rozándolos, con toda seguridad. «¡Pero qué has hecho de ti?», recuerdo que le pregunté nada más bajar del tren y encontrarla en el andén. La miraba y remiraba, casi con descaro, y no lo podía creer. El exceso de grasa, convertido en un abdomen fláccido y unas nalgas temblequeantes como gigantescos flanes a duras penas retenidos por los ajustados pantalones casi podía llegar a perdonarse, si se comparaba con el desarreglo de su pelo y el poco cuidado puesto en el maquillaje de la cara, ¡ella!, que tantísimas horas de su vida había empleado en su composición. Pues ahora estaba descompuesta y sin novio, que es la frase hecha, aunque casi está fuera de lugar, después de cuanto ha pasado. Al cruzar con ella los cariñosos besos de la fraternidad, tuve que reprimir el amago de retirada a que me obligó el fortísimo olor a alcohol que salía de su boca, como si antes de venir a buscarme hubiera estado haciendo acopio de «fuerzas» en la barra de algún bar, sabedora de que, pasada la alegría efímera del reencuentro, todo lo que viniera detrás no iba a ser plato de gusto, ni del suyo ni del mío. El remate del desastre, porque así la vi yo, como un desastre, fue el tufo a tabaco que desprendía su apartamento. Ofendía, ciertamente. Todo iba a tener, enseguida, una sola explicación todopoderosa: Faustino. Ocho letras que cifraban la fatalidad que se había abatido sobre ella, atormentándola. Su gordura podía hasta comprenderse, pero no su desaliño. Y su adicción al tabaco, que tan desagradable es en una mujer, se gestó, al parecer, en el contacto habitual con el aroma dulzón del tabaco de pipa que había impregnado hasta el último rincón del piso de su amante. No se puede hacer ni idea, doctor, de lo que pude llegar a llorar y rezar por ella la primera noche que pasé en su casa, después de que comenzara a ponerme al corriente de su locura, sin que yo atinara, tan bloqueada como me sentí, a decir ninguna palabra, ni de consejo ni de consuelo. Me repetía una y otra vez que me había dejado embaucar por el innegable parecido que con ella tenía la impostora a quien había seguido incluso hasta su casa aceptando la dolorosa realidad de que era Marga; pero a la mañana siguiente, superado mi aturdimiento, no tardaría nada en desenmascararla y exigirle una explicación. No hubo, como ya sabe, necesidad de nada de eso. No había tal máscara y ella, motu proprio, me dio más explicaciones de las que yo estaba dispuesta a soportar. Pero lo que tardé meses en superar fue la congoja que me produjo la contemplación de un cuerpo que no tenía nada que ver con el que yo siempre había admirado y del que tontamente, lo reconozco, hasta me había sentido orgullosa, como si yo la hubiese parido. Seguía siendo bellísima, por supuesto, pero el dolor había pintado una pincelada trágica sobre su rostro, confiriéndole una expresión sombría que contrastaba poderosamente con sus morbideces carnales. También los pechos le habían crecido. Embarazada, eso es. Parecía una embarazada pasadita de quilos y que llevara mal la gestación, ya sabe, vómitos, insomnios, nervios, desasosiegos y todos esos miedos que consumen a las primerizas. Ya me he perdido otra vez, doctor, lo siento. Usted sabe que todo me va y me viene un poco a su aire. ¡Los tiempos felices! Cada vez que lo repito, más me parece un horrible sarcasmo. ¿En qué consistieron? ¿Cuánto duraron? Ella nunca fue un prodigio de elocuencia, como ya sabe, pero, al parecer, Faustino era tan callado como un ladrillo, y pocas expansiones tuvo con ella, después de las justas y necesarias para despertar su interés hacia él, exponiéndose como un extrañísimo pavo real. Lo que ella nunca descubrió, sin embargo, fueron las fotografías. Los diarios sí, pero no las fotografías. Y teniendo en cuenta que ésa era la suprema afición de Faustino, ¿por qué se las ocultó?, ¿qué mostraban? Estaba como en su casa, en casa de él, pero sólo como, y nada más. Y a pesar de que hubo veces en que se quedó sola y las buscó, con temor y con ansia, no las halló. Quizás el piso tuviera una buhardilla, un trastero donde Faustino escondía su verdadera faz. ¡Menudo choque de poses! Si Marga era una hermosa creación de sí misma, como se comprobó cuando permitió que Faustino la desfigurara y la degradara, Faustino no le iba a la zaga. ¿Cómo fue posible que de ese choque de representaciones no saltaran las chispas de la verdad? Saltaron las del odio, en su lugar. Un odio peculiar, extraño, y hasta casi insólito, me atrevería a decir. Si mi descorazonadora intuición sobre mi condición de verdugo controlado a distancia es cierta, tendría que reconocer, doctor, que al odio de Faustino quizás no le cuadre el nombre y debería buscarle otro a su complejísima actitud. Todo este asunto me supera, como es obvio. Se me escapan intenciones y retorcimientos que son excesivos para una monja, hecha, sí, a mínimas intrigas de convento, pero ajena por completo a los extravíos y laberintos del siglo. ¡Barbaridades! son todos los disparates que se me han ido ocurriendo desde que Marga me llamó para que la auxiliara o para tener a alguien en quien descargar tanta angustia, tanta desesperación, tanto desconcierto. Puesta a desvariar, no había truculencia que no se me pasase por la mente calenturienta para intentar hallar una brizna de luz que me iluminara, que me guiara. Yo llegué al poco de que Faustino la hubiera repudiado, si así puede decirse, y enseguida aventuré el juicio lógico que se impone en situaciones semejantes: él había encontrado una amante que sustituiría a mi hermana, una amante con la que Marga no podía competir, sobre todo después de haberse dejado desfigurar hasta límites inconcebibles. No tardé mucho en comprobar que no existía la tal. Y era lógico. Con el impedimento que significaba su propia figura, ¿cómo podía esperarse de Faustino que fuera un auténtico D. Juan? In péctore quizás, pero de facto, imposible. Eso me llevó a pensar que cuanto le había ocurrido y le estaba ocurriendo a mi hermana era producto de un resentimiento acumulado año tras año de desdenes e indiferencias que, ahora, habían encontrado en ella el objeto de su terrible y despiadada venganza. Ya sé que me repito, doctor, y que este pensamiento, de una u otra forma, se lo habré expuesto mil veces. Debe ser que es el único capaz de convencerme. Entre esos disparates que concebí en su momento hubo uno que me horrorizó por el solo hecho de habérseme ocurrido: Faustino había estado tan enamorado de su hermano que, en realidad, lo que le habían acabado gustando eran los hombres, no las mujeres, o sea, que, como vulgarmente se ha dicho siempre, era un maricón, aunque a lo mejor sin él mismo saberlo. Me sentí tremendamente sucia, apenas lo hube pensado. Desde mi grandísima culpa presente, más me parece un hermano gemelo mío que, propiamente, el asesino indirecto de Marga. Y esta semejanza entre él y yo me turba, doctor. Me siento como si traicionara a mi hermana, como si le estuviera diciendo que se merecía lo que le pasó, por tonta, por bella..., por no haber llegado a tener una personalidad propia y haberse conformado con una imagen bonita como todo equipaje para la aventura de la vida, ¡tan sujeta a la mudanza constante! Debió ser un desengaño mayúsculo, agotadas las primicias del placer de la carne, el hecho de saberse unido a un ser con tan escasísimas inquietudes espirituales e intelectuales. Marga nunca acertó a revelarme claramente el contenido de los cuadernos negros de Faustino, pero quizás constituyeran la atormentada biografía de un hombre excesivamente sensible que no pudo soportar la contemplación de la cara oculta de la belleza absoluta, un vacío que se añadía a la desesperación, a la angustia en que debía tenerle sumido su falta de fe... Entiéndame, doctor. Es una conclusión lógica, no una información que nunca hubiera podido conseguir, pues entre él y yo mediaron mis puñaladas, no palabras, ni tampoco gemidos: esperaba un golpe de «gracia» y yo se lo di... ¿Se lo di de verdad «de gracia»? ¿Llevé, con la muerte, la vida de la gracia a su alma atormentada? A veces los grandes pecadores, y Faustino lo fue, pues ahí están las maldades que cometió contra mi hermana, son grandes creyentes extraviados, y lo único que necesitan es encontrarse con la persona adecuada, si es que el propio Dios no se toma la molestia, él mismo, de apearlos del caballo de su soberbia y de su confusión. ¡Si yo hubiera podido hablar con él! Si hubiéramos podido sentarnos frente a frente y hablar y hablar, horas y horas, quizás yo no estaría aquí, ni ellos muertos, ni usted ahí, con esa paciencia de santo, escuchando con una atención que no merezco esta historia llena de meandros, olvidos ¡y quién sabe si hasta de invenciones! ¡Ojalá fuera todo una dichosa invención! ¡Ojalá acabara yo de contarla y me despertara en el catre de mi celda conventual! No es verdad que la vida sea un sueño, ¡pero qué hermoso sueño que en verdad lo fuera! La sangre caliente que aún me mancha las manos me impide tenerlo. Ella me convence de que no hay invención posible, que todos hemos seguido las pautas trazadas por la Providencia y que cada cual ha escrito su papel ignorando el de los demás. Aun en el hipotético caso de que hubiera deseado estar en el lugar de mi hermana para haber podido escribir, en compañía de Faustino, una historia muy distinta de la que escribió con Marga, la triste realidad es que él nunca se hubiera fijado en mí, su igual, y quizás su alma gemela: me hubiera ignorado siempre. Habiendo nacido, quizás, para encontrarnos, nunca nos hubiéramos descubierto el uno al otro. Lo cierto es que tampoco yo me hubiera fijado en él, pues mi visión actual de él nunca la hubiera tenido sin lo que pasó. Probablemente hubiera sido para mí el mismo bicho raro que fue para Marga y sus compañeros de oficina. Por otro lado, tal vez mi propia fealdad me hubiera convertido en su reflejo, unas mesas más allá de la suya, y hubiera habido dos hazmereíres en vez de uno, lo cual bien pudiera habernos acercado, aunque también separado, no sé... ¡Somos tan extraños y desconcertantes los seres humanos! Yo misma soy un ejemplo, sin ir más lejos. Enredada en mis propias palabras voy camino, a trompicones, de asesinar dos veces a mi desgraciada hermana, pues esta benevolente visión de Faustino vale tanto como pisotear la memoria de Marga. Pero ella no se lo merece, insisto. Ni tampoco tuvo ninguna culpa que hubiera de expiar de tan atroz manera. ¡Qué traicioneras son las palabras y qué tramposo el delirio de quien narra! ¡Tres frases y todo puede cambiar de arriba abajo! Sí, son cantos de sirenas embaucadoras a las que debería saber resistirme mejor, pues al rechazo de las tentaciones del maligno estoy avezada, o estaba, porque ahora mismo me siento como una piltrafa: ni sé quién soy ni sé nada ni creo, tampoco, que pueda florecer en mis labios la verdad. Soy una excusa que respira y un caos que habla. No me comprenda, doctor, ¡compadézcame! Por más que diga, nada podrá borrar mi culpa. ¡Si yo me pudiera tener a mí misma, como Marga me tuvo! Quizás también le imploraría a ese yo consolador que acabase con mis sufrimientos... Yo sola no me atrevo. No puedo esperar que Cristo me perdone, pero atentar contra mi vida sería como atentar contra Él, quitarle algo que le pertenece, privarle de la adoración que lo glorifica. Cristo es lo que es también por nuestro testimonio, doctor. No es que yo me considere tan importante, sino que creo a pies juntillas las enseñanzas de la Iglesia. Yo vine al mundo para dar testimonio de Él, por más que haya dejado de ser, después de lo que ha pasado, la persona más indicada para ello... ¡Qué confundida estoy, doctor! No tengo la sensación de progresar, sino la de dar vueltas incesantes alrededor de un mismo vacío. Usted esperará, como es lógico, que pueda contarle por qué Faustino echó definitivamente de su lado a Marga, y cuándo sucedió. Me temo, sin embargo, que seguiré defraudando esa esperanza. La propia Marga fue incapaz de explicármelo con la claridad que yo necesitaba para comprender lo que había pasado. Su mezcla de resignación, sumisión y devoción hacia quien la tiranizaba la volvían tan hermética como muchos pasajes del Apocalipsis. Si a eso añadimos la vida arrastrada que llevó los últimos meses, antes de que yo la liberara de sus desvaríos, y la llevara a la paz definitiva, al descanso eterno que merecía, ya puede hacerse una idea de qué podía sacarse en claro de un ser deshecho, enajenado. ¡Ah, si ella hubiera podido hablar con usted, doctor! Pero no quiera saber cómo se ponía cada vez que yo le sugería que fuéramos a visitar a un psiquiatra. ¡Menudas explosiones de indignación la acometían! Que si la loca era yo, que me había cosido el coño y me había encerrado en una madriguera oscura y tenebrosa con otras locas como yo; que quién coño era yo para juzgarla a ella y decidir si estaba o no en sus cabales, yo, que vestía como una bruja de chiste y no paraba de hablar con un muñeco retorcido sobre dos palotes de madera; que si era a mí a quien ella iba a llevar a un manicomio para que me quitaran mi manía de abrirme la espalda a correazos... ¡Qué sé yo cuántos sapos y culebras no llegaría a escupirme! Con una ferocidad, además, de la que no tardaba mucho en arrepentirse, todo sea dicho. Si aquella actitud agresiva hubiera sido permanente, no creo que hubiera tardado mucho en regresar al convento... O sea, que las lágrimas de aquella infeliz la perdieron, porque me ganaron para su causa, que fue mi perdición. Cada una nos hemos perdido de un modo diferente. ¿Sabía que no ha venido a visitarme ninguna hermana de la Orden, y menos aún la madre superiora? Debo ser una auténtica apestada para ellas, ¡una poseída por el maligno! ¿No necesitaré, entonces, doctor, un exorcismo en vez de su cortesía y su atención, que yo tanto le agradezco? Hable con el obispado, doctor, hágame caso. Quizás un exorcismo sea capaz de sacarme el demonio del cuerpo. ¡Hasta en eso, al final, vamos a ser Marga y yo auténticas hermanas! Pobre exorcista sin recursos fui yo, que para librarla de su maligno particular no se me ocurrió otra cosa que acabar con ambos...

—¿Su maligno particular?

—A cada cual le acecha uno de los infinitos que hay en las legiones de ellos que sirven al Príncipe de las Tinieblas. Claro que también existe el mismo número de ángeles, dispuestos a luchar por nosotros, y ahí está, por ejemplo, el ángel de la guarda. Pero cuando alguien se quiere perder, porque las artimañas del maligno son más poderosas que la tibia fe de tantos de nosotros, de poco vale el auxilio celestial.

—¿Tibia?

—O exaltada, tanto vale. Por defecto o por exceso, nos pasamos la vida abriéndole la puerta al maligno para que nos llene el corazón de insidias. ¡Cómo, si no, fui capaz de no ver el grandísimo pecado, la tremenda injusticia que iba a cometer al acabar con la vida de mi hermana! ¡Me convencí de que le hacía un bien, de que le proporcionaba la paz, de que la enviaba directamente ante Cristo Nuestro Señor para que él la confortara y la admitiera en la gloria eterna de los justos! A mí se me debe haber metido en el cuerpo un demonio astuto que, sin truculencias baratas, de esas que tanto impresionan a los espíritus sencillos, ya sabe, los espumarajos, la voz de hombre, etc., ha sido bastante más efectivo, porque en ningún momento dudé de que fuera la piedad, la compasión, quien guiaba mi mano ejecutora... ¡Cómo me enredo con las infelices palabras! ¿Cómo que no dudé en ningún momento?, ¡si padecí una agonía hasta que por fin tomé la decisión fatal e irremediable! Tantos años hecha a la devoción, al silencio y a la plegaria me han dejado indefensa ante las palabras del siglo. Me dejo llevar por ellas y al final soy como un vilano con el que el viento juguetea a su antojo: subo, bajo, cambio de dirección, me quedo suspendida, me dejo arrebatar... Debería usted detenerme, doctor.

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Fecha de publicaciónMayo 2011
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