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Fuera de compás

Capítulo 19

La despedida oculta

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

Y son fa­ti­gas mor­ta­les las que se lle­van por den­tro, y las lá­gri­mas no salen. El can­taor ha gri­ta­do la copla con una va­len­tía con­ta­gio­sa. Lena se arro­ja al es­ce­na­rio; sus bra­zos do­lo­ro­sa­men­te es­ti­ra­dos re­ma­tan el com­pás con un re­tor­ci­mien­to sal­va­je de las mu­ñe­cas para achi­car­se sobre sí mis­mos al ins­tan­te. El cante es un con­ju­ro pro­tec­tor que res­ca­ta un barco de las tur­bu­len­cias del mar y lo di­ri­ge a puer­to. Su alma está en ese barco tes­ta­ru­do que busca el norte entre que­ji­dos y fal­se­tas.

Ha ter­mi­na­do sep­tiem­bre y Julio no ha dado se­ña­les. Tras los pri­me­ros días la desa­zón de Lena se ha cal­ma­do. Queda una tris­te­za apa­ci­ble, co­no­ci­da, en la que ella sabe desen­vol­ver­se. Un poso amar­go, que com­par­ti­rá sitio con otros que lle­ga­ron antes, eso es lo que va a que­dar en re­cuer­do de esta aven­tu­ra. Lena com­pren­de ahora que el final se pro­du­jo antes de que Julio se mar­cha­ra de va­ca­cio­nes con su fa­mi­lia. Un hom­bre que ama no se com­por­ta con la dis­tan­cia que lo hizo él la úl­ti­ma noche. No era la pru­den­cia lo que le im­pi­dió mi­rar­la si­quie­ra una vez, era el has­tío que pro­vo­ca una mujer que ha de­ja­do de in­tere­sar. El tono de su voz al te­lé­fono unos días antes ya lo había pues­to de ma­ni­fies­to y ella pre­fi­rió ig­no­rar el aviso. Se­gu­ra­men­te, el día que apa­re­ció Fer­nan­do pi­dien­do di­ne­ro, Julio iba dis­pues­to a rom­per la re­la­ción. ¡Qué ab­sur­do! Ella preo­cu­pa­da por las ex­pli­ca­cio­nes que iba a darle y Julio ni si­quie­ra es­pe­ró los cinco mi­nu­tos que la re­tu­vo su ma­ri­do. Ése debía de ser en reali­dad el sen­ti­do del pre­sen­ti­mien­to que con­vir­tió agos­to en un mes tan de­mo­le­dor. Ahora cree verlo claro a pesar de que su ahogo fue muy fuer­te, des­pro­por­cio­na­do al dolor de este aban­dono. Pre­fie­re pen­sar que en la in­tui­ción del final de su breve aven­tu­ra amo­ro­sa está la causa.

Com­pren­de que Julio haya de­ci­di­do rom­per por­que es in­hu­mano vivir min­tien­do y, a fin de cuen­tas, la fa­mi­lia es el ver­da­de­ro afec­to. Pero, en medio de la tris­te­za de sa­ber­se re­cha­za­da, hay algo más, algo que Lena no logra ex­pli­car­se: un dolor pun­zan­te y pe­que­ño como due­len esas lla­gas que salen en la piel al­re­de­dor de una es­pi­na cla­va­da en un des­cui­do. En la forma de rom­per de Julio hay un deseo de herir, del que quizá ni él mismo tenga con­cien­cia. Él ha huido de una si­tua­ción que ya no desea­ba y eso Lena no puede juz­gar­lo, de sobra sabe que en los sen­ti­mien­tos no se manda. Pero lo ha hecho sin des­pe­dir­se y ella no le ha dado mo­ti­vos para ese des­pre­cio. Lena sufre por eso. Es como si lle­va­ra con­si­go una mal­di­ción. El oro del ca­ri­ño en sus manos ter­mi­na siem­pre con­ver­ti­do en barro. Su madre, aque­lla fi­gu­ra aga­rro­ta­da, ame­na­zan­te y do­lien­te, se lo avisó en nu­me­ro­sas oca­sio­nes: «Eres rara y odio­sa, no en­con­tra­rás quien te so­por­te.» Así ha sido desde que em­pe­zó a ir al co­le­gio, a re­la­cio­nar­se con otras per­so­nas. Vuel­ve a re­cor­dar lo efí­me­ro de las es­ca­sas amis­ta­des que hizo en el co­le­gio. Las de la ju­ven­tud se ex­tin­guie­ron tam­bién bajo re­pro­ches que no en­ten­dió. El ma­tri­mo­nio con Fer­nan­do acabó en una pe­sa­di­lla y los ami­gos la cul­pa­ron de no com­pren­der­le. Los bai­la­ri­nes de la Com­pa­ñía no en­ten­die­ron sus mo­ti­vos y, cuan­do de­ci­dió de­jar­los, la cri­ti­ca­ron du­ra­men­te. ¿Qué hu­bie­ra te­ni­do que hacer? ¿Con­ti­nuar aguan­tan­do las ton­te­rías de Tino atra­pa­da en una vida nó­ma­da que la ago­ta­ba? ¿Y sus ro­di­llas?

Vuel­ve a pen­sar en el Gi­tano. Re­gre­sa la sen­sa­ción de que sus pen­sa­mien­tos se co­mu­ni­can. Hay cosas que no está se­gu­ra si las pien­sa ella o le lle­gan de él atra­ve­san­do el es­pe­sor del es­pa­cio. En Ma­drid, sa­bién­do­se cerca del Gi­tano se hu­bie­ra que­da­do para siem­pre, pero algo hizo que él la obli­ga­ra a mar­char.

Y ahora el Gi­tano no está. Ha en­con­tra­do un lugar en el mapa del mundo que le atrae más. Lena tiene la fugaz im­pre­sión de que la dis­tan­cia va des­gas­tan­do el cor­dón que les une sin que se pueda hacer nada por im­pe­dir­lo. No se puede vivir sin ser de al­guien, pien­sa ate­rra­da. Res­pi­ra hondo, se ríe de sí misma y de sus pen­sa­mien­tos dra­má­ti­cos. Se tran­qui­li­za.

Se acu­rru­ca de lado en la cama mi­ran­do a tra­vés de la ven­ta­na el cielo en­ca­po­ta­do. Lle­ga­rá el otoño y des­pués el in­vierno. El año que viene agos­to vol­ve­rá a con­de­nar a las ca­lles de Ma­drid al cas­ti­go del in­fierno. Hay un vacío apá­ti­co den­tro de su cuer­po. Ya no pien­sa en nada. Un río de aguas azu­la­das avan­za lento hacia una playa re­mo­ta. Llega el sueño, se di­si­pan los fan­tas­mas de su ca­be­za con­ju­ra­dos por la pre­sión amo­ro­sa de unas pal­mas que re­co­rren sus hom­bros. Si al menos exis­tie­ras —pien­sa mien­tras duer­me—, si es­tu­vie­ras en algún lugar de la reali­dad...

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónMarzo 2011
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