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Fuera de compás

Capítulo 14

La cal y la arena

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

Ha ele­gi­do un traje azul para esta noche. Va a bai­lar una gua­ji­ra. Se ha de­ci­di­do por este palo por­que está se­gu­ra de que ante Delia debe bai­lar algo suave y cau­ti­va­dor. Teme que si baila tal como acos­tum­bra a ha­cer­lo, Delia se ponga en guar­dia. No sabe por qué lo teme, pero es así. Lena está in­tran­qui­la y desea que la noche ter­mi­ne cuan­to antes. Sueña con vol­ver a casa con un re­cuer­do sim­pá­ti­co de Julio para son­reír re­cor­dán­do­le a lo largo del mes de agos­to.

Se es­cu­cha la voz in­ten­sa del can­taor: Con­ti­go me caso, in­dia­na, dí­ce­se­lo a tu papá... Lena se sabe una mujer her­mo­sa cim­breán­do­se se­gu­ra en un es­pa­cio te­ñi­do por el su­ge­ren­te vuelo azul de su falda. Bra­zos lar­gos le­van­ta­dos, el re­pe­ti­do giro in­si­nuan­te del aba­ni­co y on­du­la­cio­nes de las ca­de­ras que en­cien­den qui­me­ras en el pú­bli­co. Y de pron­to Lena sien­te un cos­qui­lleo en el cue­llo que se pro­lon­ga de in­me­dia­to sobre su es­co­te y ter­mi­na en una gra­ni­za­da de la­pis­lá­zu­li. Las cuen­tas de su co­llar rue­dan y cu­bren el suelo. Teme es­cu­rrir­se y se ve obli­ga­da a parar. In­ten­ta una dis­cul­pa gra­cio­sa. Un ca­ma­re­ro sale veloz a ba­rrer. Lena en este mo­men­to desea que se abra la tie­rra y la tra­gue. El in­ci­den­te no ten­dría de­ma­sia­da im­por­tan­cia si la mesa de la de­re­cha no es­tu­vie­ra ocu­pa­da por la es­po­sa y los ami­gos de Julio. El re­sor­te de su in­se­gu­ri­dad ha ce­di­do. Ter­mi­na la ac­tua­ción sin ganas, cons­cien­te de que la magia del mo­men­to se ha echa­do a per­der. Se di­ri­ge al ca­me­rino li­ge­ra y al pasar le hace a Julio una seña. Julio no pa­re­ce ha­ber­la visto.

Delia va te­ñi­da de rubio muy claro. Tiene los ojos del color de la miel, los la­bios car­no­sos y el cutis de por­ce­la­na. Las fac­cio­nes por se­pa­ra­do son her­mo­sas, pero no es guapa. Quizá la culpa la tenga su nariz hue­su­da o la forma de su cara. Julio está en­fras­ca­do en una con­ver­sa­ción con los otros y tras las pre­sen­ta­cio­nes no ha vuel­to a di­ri­gir­se a Lena.

—A mí no me dis­gus­ta el fla­men­co —dice Delia—, lo res­pe­to como cual­quier otra forma de hacer es­pec­tácu­lo, pero, desde luego, no en­tien­do que la gente se emo­cio­ne tanto. Para mí eso, más que otra cosa, es his­te­ria. Es que —con­ti­núa Delia ba­jan­do el tono, como in­ten­tan­do se­cre­tear—, su­pon­go que tú que co­no­ces esto a fondo, es­ta­rás de acuer­do con­mi­go; a veces, mi ma­ri­do, por ejem­plo, le oyes ha­blar y da la sen­sa­ción de que le ha atra­pa­do una secta.

Lena no sabe qué con­tes­tar.

—Y es que no me ne­ga­rás que hay algo que os uni­for­mi­za —con­ti­núa Delia—. Por ejem­plo: ¿Por qué a las fla­men­cas os gusta te­ñi­ros de negro?

—Yo no me tiño el pelo —con­tes­ta Lena con se­que­dad.

—¡No me digas! —Delia toma en la mano la tren­za de Lena como ca­li­bran­do su peso—. Que largo lo lle­vas —mur­mu­ra y luego le­van­ta la voz—: A mí de jo­ven­ci­ta tam­bién me gus­ta­ba lle­var­lo así, pero una mujer hecha y de­re­cha... Pre­fie­ro la co­mo­di­dad y, sobre todo, la­var­lo a me­nu­do.

—Yo me lo lavo a me­nu­do.

Lena no sabe si lo ha dicho o lo ha pen­sa­do. Le­van­ta el brazo y suel­ta el pren­de­dor de su tren­za. Hunde la mano y la ahue­ca. Sa­cu­de la ca­be­za con so­ber­bia y la mata pelo le cubre los hom­bros y el pecho. Des­pués arro­ja el pren­de­dor sobre la mesa con un gesto que quie­re ser des­cui­da­do. El pren­de­dor va a caer al lado del plato de Ja­bu­go que está cer­cano a Julio mien­tras, ella, tra­tan­do de mos­trar re­la­jo, aco­mo­da el brazo en el res­pal­do de su silla. Por un ins­tan­te la miran todos en si­len­cio. Una de las se­ño­ras alaba su baile con ad­je­ti­vos ri­dícu­los, su­per­fi­cia­les. Afor­tu­na­da­men­te otro la in­te­rrum­pe y co­men­ta con sim­pa­tía el in­ci­den­te del co­llar. Lena con­fie­sa que ha pa­sa­do mucho apuro. El am­bien­te se ha dis­ten­di­do, Lena se tran­qui­li­za.

—¿Tie­nes hijos? —pre­gun­ta Delia.

—No.

—Qué lás­ti­ma... Mis niños lo pa­sa­rían en gran­de con­ti­go; les en­can­ta dis­fra­zar­se, bai­lo­tear, hacer tea­tro. A veces hasta me ha dado miedo de que el mayor deje de es­tu­diar y ter­mi­ne por ahí de pa­ya­so; ese pobre hijo es tan sen­si­ble, tan en­tu­sias­ta como su padre. Pero no; mis niños, ten­drías que co­no­cer­los, están apren­dien­do a desen­vol­ver­se en la vida, a se­pa­rar la cal de la arena.

Lena no está dis­pues­ta a so­por­tar más. Cree que Julio, in­ge­nua­men­te, la ha lle­va­do a una en­ce­rro­na. Se pone en pie y co­mien­za a des­pe­dir­se uti­li­zan­do ese tono so­co­rri­do, ama­ble y dis­tan­te, pro­pio de las divas.

—No ol­vi­des esto —ex­cla­ma Delia re­co­gien­do el pren­de­dor.

Lena alar­ga la mano para re­ci­bir­lo y en­ton­ces Delia ob­ser­va que un largo ca­be­llo negro está en­gan­cha­do al cie­rre; frun­ce los la­bios y lo des­pren­de. El ca­be­llo cae sobre la ban­de­ja de Ja­bu­go. Delia mira la ban­de­ja con re­pug­nan­cia. Lena toma su pren­de­dor y se aleja de la mesa no sin antes ob­ser­var que Julio ha apar­ta­do la fuen­te de Ja­bu­go con un gesto que a ella le ha pa­re­ci­do muy frío.

Se ha des­pe­di­do de todos menos de él. Con­fía en que si al­guien se ha dado cuen­ta lo acha­que a un des­cui­do.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónOctubre 2010
Colección RSSNarrativas globales
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