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Fuera de compás

Capítulo 1

Lágrimas de plata

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

La oscuridad se convierte aquí en algo protector; una especie de estuche que envuelve y aísla el corazón centelleante de la vieja cueva madrileña. Bajo el cruce de arcos del techo, entre una tenue combinación de contraluz y resplandor, amparada en el compás de soleares que dibujan las guitarras y en la voz de un cantaor que, esta noche, parece haberse olvidado por completo de conveniencias, está bailando Lena.

El movimiento arrolla, no parece generado por la bailaora, es una fuerza externa que más bien se adueña de ella. Ella mantiene un combate contra algo invisible. Es esta peculiar forma de bailar lo que convierte el arte de Lena en algo que sabe, más que a danza femenina, a cuerpo encadenado y golpeado que tanto intenta agredir como desasirse, como cae vencido, o llora y se deja hacer o resurge majestuoso y desafiante. Retorcimientos casi imposibles, cuyo significado habría que buscar en esas razones atávicas de la verdad humana. Porque esta danza es verdad, es indudable que la bailaora va en serio. Va en serio y además tiene buen gusto. Es guapa, así lo parece a pesar de las máscaras que deforman por momentos su rostro. Guapa, sí, pero no más que cualquier mujer de rasgos aceptables que se empeñe en serlo. Sabe alternar la expresión más patética del cuerpo (en la que se la adivina tan cómoda como dolorida) con las suaves ondulaciones que le permite una flexibilidad tras la que se advierten miles de horas de ensayo. Una flexibilidad que a ratos vuelve líquida su apariencia. Es capaz tanto de poseer el espacio como de difuminarse en él. El serpenteo de los brazos es tan espectacular que la deshumaniza; las manos vuelan sobre su cabeza con la audacia de las águilas viejas. Toda ella se ha convertido en una lengua de camaleón que muestra y oculta a la vez. Lleva un ligero vestido negro de tirantes que la cubre hasta los pies y deja desnudos los hombros; la falda tan pronto estalla en una llama negra como se apaga ceñida a sus piernas. Unos grandes pendientes de plata en forma de lágrimas cuelgan del lóbulo de sus orejas y le enmarcan el cuello iluminándolo fugazmente. El pelo moreno, muy largo, recogido en una trenza. Mujer y lugar, falsetas y quejidos, se han confabulado para sugestionar. El público se ha convertido en un pálpito único.

Han callado las guitarras, el embrujo de las soleares se disuelve. Da la sensación de que Lena quisiera esconderse, ahora que el número ha terminado. Se echa, se acurruca en el hombro del cantaor. Está sudando copiosamente. Mira al público con engreimiento. No parece que le importe demasiado la ovación compulsiva que le están dedicando. Es indudable que la contemplación del sufrimiento es espectáculo aunque, todas estas personas, ahora, se quedarían sorprendidas si alguien les explicara que ha sido una elegante y, desde luego, artística exhibición de íntimo dolor y su consiguiente rabia lo que esta noche, en esta cueva, bajo las losas de la realidad urbana y cuando falta menos de una década para atravesar la barrera del siglo XXI, les ha llevado a uno de sus históricos paroxismos de emoción.

Mariano Reyes se abre paso entre el público con el pequeño ramo de camelias y se lo entrega. Lena ha sujetado el ramo entre las manos, lo mira ausentada, como soñando.

Lena se ha duchado y se ha vestido con los vaqueros. Hoy se ha entregado como a ella le gusta; el susurro de Mariano al paso ha terminado por provocarla. Entre el público estaba ese tipo de la prensa que siempre habla de ella cosas buenas y que lo son aún más porque no hay quien las entienda. Lena no lo conoce, él supondría que iba a pasar desapercibido. Pero a Mariano no se le despinta una cara, es zorro viejo y ve en la oscuridad. Lena, que es vanidosa y exhibicionista, como corresponde a un artista de talla, no ha despreciado la ocasión de retar al intelectual. Sabe que esta noche su baile llevaba fuerza sobrada para arrastrar a todo el cuadro que la acompañaba y para impresionar al más duro de los críticos, cuando no a uno que, desde luego, siempre ha sido tan generoso con ella. Permanece echada en el sillón del camerino hasta que escucha el ruido de las sillas arrastradas por el camarero. Ya puede salir, no queda nadie. Estaba muy cansada para aguantar saludos e intercambiar frases repetidas. Cualquiera sabe quién ha enviado las camelias rojas, no ha encontrado la tarjeta. Este ramo no va a dejarlo en el local.

Regresa a su casa abriéndose paso en la noche, poco menos que una diosa invisible sobre el gris escenario de las calles estrechas y silenciosas de Antón Martín. Clava los pies en el suelo con seguridad, pero sus pisadas apenas se escuchan porque la suela de sus zapatos es de goma. Es, en realidad, una replicante que domina sigilosa la ciudad dormida.

Lleva la eterna, enorme y pesada bolsa negra de deporte colgada del hombro y las camelias apresadas en la mano. Se mueve indolente, dolorida y satisfecha, recreándose en el recuerdo de su baile. Gitano, piensa, si me hubieras visto...

Para bailar bien hay que ser masoquista. Sonríe al recordar la máxima del Gitano. Es cierto; si no fuerza los movimientos, siempre un poco más allá, contra los límites, Lena no disfruta. Después, cuando el cuerpo se enfría, las quejas de los músculos maltratados en el mar embrujado del compás son la recompensa con la que se tiende segura de sí en su cama y concilia el sueño.

El viento, aún fresco, trae olores de primera, como todos los años. Lena no se ha quitado los pendientes de plata. Los siente rozando su cuello, agitados en el vaivén de su paso. El misterioso regalo de una muerta. Unos pendientes únicos, deben de ser muy antiguos. Aparecieron hace años en un contenedor de escombros, dentro de un estuche de cartón y seda de los que se fabricaban cuando ella era pequeña para guardar las ampollas de antibióticos. El estuche era primoroso, entonces los hacían así. Cuando lo encontró estaba amarillento, perdido dentro de una sombrerera de satén rojo junto a unas medias, un libro de cuentos, un trozo de puntilla, un frasco de aspirinas, un collar de niña de maravillosas cuentas transparentes... Lo recuerda muchas veces. El satén rojo de la sombrerera estaba rasgado y dejaba ver el cartón. Tuvo que utilizar una horquilla para forzar el barroco cerrojillo oxidado; sabe Dios cuánto tiempo llevaba sin descorrerse. La sombrerera debió de ser bonita antes de estropearse. Seguramente perteneció a una anciana solitaria. Entre los cascotes que abarrotaban el contenedor también aparecían varios muebles destartalados. Muerta la anciana, los herederos se habrían quedado con las cosas de valor si existían y después tiraron lo inservible. Lena en su fantasía de aquel tiempo tomó los pendientes como si desde el otro mundo la mujer muerta se los entregara para que le dieran suerte.

No se separa de sus lágrimas de plata, las lleva a todas partes dentro de la bolsa. De tarde en tarde siente la necesidad de lucirlas y, después, vuelve a guardarlas en el estuche de antibióticos y las arroja otra vez al fondo de la bolsa.

Hoy se ha despertado tarde. Por la ventana de la cocina entra desde el patio la voz de una mujer que canta coplas mientras limpia. Lena se cepilla el pelo. Mueve la cabeza para verlo agitarse fuerte, brillante y negro. Debería cortarse las puntas, le llegan al ombligo.

Se ha sentado en la mecedora. Hace casi dos años que regresó a Madrid y todo está igual que al principio. Desde que abandonó la Compañía el tiempo no quiere avanzar, no quiere dejar huella. Será debido a la ausencia del Gitano, parece que él estaba esperando su regreso para escaparse. Lena, cuando lo echa mucho de menos, le habla en el pensamiento y está segura de que él la escucha y hasta le responde. Lena nació del Gitano. Es su secreto. Hay verdades que deben de permanecer ocultas en el interior del alma pues al contacto con la razón desaparecen igual que un pedo de lobo bajo un zapato. Existe un tirón que en ocasiones quiere arrastrar a Lena a un lugar mortecino, a una especie de desierto pálido sin cielo ni sol ni noche ni día, en el que sólo se encuentra ella y es tan inmenso que no se puede atravesar. Es el tirón traicionero de algún momento dulce que fue vivido sin pensarlo, tan fluido mientras existía que engañaba, era inconcebible perderlo. Es el temido tirón de la nostalgia que está tratando de abrirse paso, pero Lena se ha dado cuenta y no va a dejarse llevar.

Está frente al inmenso espejo ovalado del salón. Marca despacio un movimiento que lleva días tratando de meter en el compás del tiento. Un paso muy lucido. Sonríe imaginando la lucha de sus alumnos por aprenderlo, por cogerlo, como ellos dicen. Lena sabe que su futuro está en las clases. No podrá seguir dando espectáculo mucho tiempo, el hormigueo que acobardó sus rodillas cuando aún trabajaba con la Compañía fue el aviso. Antes o después tendrá que renunciar al público.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2009
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