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El enigma de Reginald Savage

Clark M. Zlotchew
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Lo que se apren­de por ca­sua­li­dad... Yo fui a Bue­nos Aires en julio/agos­to de 1984 para en­tre­vis­tar al mun­dial­men­te re­nom­bra­do es­cri­tor Jorge Luis Bor­ges y otros au­to­res ar­gen­ti­nos. Una noche me ha­lla­ba en el ele­gan­te apar­ta­men­to de la calle Arro­yo, como in­vi­ta­do de Wi­lliam Shand, el dra­ma­tur­go ar­gen­tino na­ci­do en Es­co­cia. Entre los otros in­vi­ta­dos había es­cri­to­res con quie­nes yo me venía car­tean­do hacía años, pero a quie­nes yo no había co­no­ci­do en per­so­na hasta aque­lla noche. Julio Ricci, quien había to­ma­do el barco desde Mon­te­vi­deo para estar pre­sen­te en esta reunión, es­ta­ba de­ba­tien­do aca­lo­ra­da­men­te con Fer­nan­do So­rren­tino. Me acer­qué a ellos.

El re­don­do ros­tro de Ricci es­ta­ba en­ro­je­ci­do. Se vol­vió a mí y casi me gritó:

—Bah, us­te­des los nor­te­ame­ri­ca­nos tie­nen pre­jui­cios en con­tra de no­so­tros los his­pa­nos y en con­tra de las gen­tes del Ter­cer Mundo en ge­ne­ral. Creen que somos in­fe­rio­res.

Al ha­blar, agi­ta­ba unas hojas de papel. Al notar la sor­pre­sa que yo re­gis­tra­ba en la cara, son­rió y agre­gó:

—Ah, pero no te in­clu­yo a ti, claro, Clark. Des­pués de todo, tú estás aquí por­que apre­cias nues­tra cul­tu­ra. Me re­fie­ro a una ac­ti­tud ge­ne­ra­li­za­da entre tus com­pa­trio­tas.

Em­pe­cé a pro­tes­tar cuan­do So­rren­tino me in­te­rrum­pió para ex­pli­car que esos pa­pe­les que Ricci tenía en la mano eran el ma­nus­cri­to de un cuen­to ti­tu­la­do «Oil and Water» («El acei­te y el agua») es­cri­to por un es­ta­dou­ni­den­se lla­ma­do Chuck Brad­ley.

—Es ver­dad, claro —dijo So­rren­tino—, que este Chuck Brad­ley ex­hi­be un aire de su­pe­rio­ri­dad hacia los la­ti­noa­me­ri­ca­nos. Pero Brad­ley no es más que un solo es­cri­tor, y no re­pre­sen­ta a nadie más que a sí mismo. Ade­más —agre­gó, vol­vién­do­se a Ricci—, el tér­mino «ra­cis­ta», aun­que lo apli­qués úni­ca­men­te a Brad­ley, sería una exa­ge­ra­ción gro­se­ra.

Ricci metió el ín­di­ce casi en la cara de So­rren­tino, y abrió la boca para con­ti­nuar la dis­cu­sión, pero yo le in­te­rrum­pí.

—Pero, ¿quién es este Chuck Brad­ley, pre­ci­sa­men­te, y de qué clase de cuen­to se trata?

So­rren­tino son­rió y se atusó el bi­go­te. Dijo:

—Brad­ley no puede ser un autor de mucha im­por­tan­cia. Yo no he oído ha­blar de él antes.

—¿Quie­res saber qué tipo de cuen­to es? —far­fu­lló Ricci—. Toma, aquí lo tie­nes. Tenía el ma­nus­cri­to aga­rra­do entre pul­gar e ín­di­ce, ex­ten­dió su brazo, frun­ció la nariz como si ol­fa­tea­ra algo po­dri­do, y me lo en­tre­gó. Por una frac­ción de se­gun­do dudé; me sentí como si se me ofre­cie­ra un pa­que­te de con­ta­mi­na­ción.

Más cal­ma­da­men­te, aña­dió:

—Me gus­ta­ría tener tu pa­re­cer des­pués de que lo leas.

—Es en in­glés —co­men­té como un cre­tino.

So­rren­tino se rio:

—Sí, bueno, el cuen­to fue es­cri­to por un nor­te­ame­ri­cano. Y vos sabés, los nor­te­ame­ri­ca­nos em­plean el in­glés, si no me equi­vo­co.

De­sen­ten­dién­do­me de la sorna, pre­gun­té:

—¿Cómo lo ad­qui­ris­te, Julio?

—Lo en­con­tré en el fondo de un ar­ma­rio de al­qui­ler en el Edi­fi­cio de la Au­to­ri­dad Por­tua­ria de Nueva York du­ran­te mi re­cien­te viaje a los Es­ta­dos Uni­dos —se de­tu­vo y aña­dió—: Veo que tú nunca has oído de este... esta per­so­na. Me ale­gro de sa­ber­lo, Zlot­chew.

Des­pués, al salir del apar­ta­men­to, llevé el ma­nus­cri­to (si hablo con pre­ci­sión, fue un calco del ori­gi­nal me­ca­no­gra­fia­do) a mi poco lu­jo­so hotel (¿para qué em­plear el mal­so­nan­te tér­mino «ba­ra­to»?) en Pa­ler­mo, ubi­ca­do en la calle Juan B. Justo cerca de la ave­ni­da Santa Fe. Pues­to que el Hotel Pa­na­mé (sí: Pa­na­mé y no Pa­na­má) no su­mi­nis­tra­ba ca­le­fac­ción sino a pe­ti­ción es­pe­cial, tí­pi­ca­men­te por la ma­ña­na y la noche, en la re­cep­ción pedí que pu­sie­ran un poco de aire ca­lien­te en mi ha­bi­ta­ción du­ran­te una hora (era in­vierno en el He­mis­fe­rio Sur). Me metí en la cama y em­pe­cé a leer el cuen­to «Oil and Water» antes de dor­mir­me.

Pude di­vi­sar, al dorso de la úl­ti­ma pá­gi­na, la ano­ta­ción «feb-52» en le­tras mi­nús­cu­las es­cri­tas con lápiz. La na­rra­ti­va re­sul­tó ser uno de esos tí­pi­cos cuen­tos de aven­tu­ra que so­lían apa­re­cer en las «re­vis­tas para ca­ba­lle­ros» du­ran­te los años 50 y 60. Con­te­nía una mó­di­ca dosis de su­ges­tión se­xual, la que en esa época re­la­ti­va­men­te inocen­te se ha­bría con­si­de­ra­do atre­vi­da. La ac­ción tiene lugar en Ve­ne­zue­la, cerca de las fron­te­ras con Bra­sil y Co­lom­bia, en un ima­gi­na­rio ya­ci­mien­to pe­tro­lí­fe­ro entre las fuen­tes del río Ata­ba­po, uno de los afluen­tes del Ama­zo­nas. El pro­ta­go­nis­ta, Bob John­son, se re­fie­re con con­des­cen­den­cia al pue­blo ad­ya­cen­te, Selva del Dia­blo, como un «pe­que­ño pues­to fron­te­ri­zo de la «ci­vi­li­za­ción»», la pa­la­bra «ci­vi­li­za­ción» entre co­mi­llas.

John­son es un te­jano alto, del­ga­do, rubio, de ojos azu­les. Tam­bién es un hom­bre ho­nes­to de ins­tin­tos de­cen­tes, pero que sabe ma­ne­jar­se muy bien en una pelea, si la oca­sión se pre­sen­ta. El an­ta­go­nis­ta, Pedro, es un ve­ne­zo­lano pi­ca­do de vi­rue­las, tri­gue­ño, bajo de es­ta­tu­ra pero muscu­loso. Se le re­tra­ta como un in­di­vi­duo si­gi­lo­so, las­ci­vo, trai­dor y cruel. Es co­bar­de y echa­ría mano a cual­quier medio para ob­te­ner lo que quie­ra.

Hay una ve­ne­zo­la­na her­mo­sa, Pe­pi­ta. Para dar una idea del es­ti­lo de Chuck Brad­ley tanto como de la ac­ti­tud de su pro­ta­go­nis­ta, a con­ti­nua­ción cito di­rec­ta­men­te de «Oil and Water», en mi tra­duc­ción del in­glés, un pa­sa­je que des­cri­be las pri­me­ras im­pre­sio­nes que John­son tiene de Pe­pi­ta:1

—¿Estás sa­tis­fe­cho, o quie­res algo más?

Esta ten­ta­do­ra moza ves­tía una blusa que de­ja­ba ver bo­ni­tos hom­bros y tenía un es­co­te que no de­ja­ba mucho a la ima­gi­na­ción. Al in­cli­nar­se sobre la mesa, mos­tra­ba bas­tan­te pecho. Al ha­cer­me la pre­gun­ta en esa voz in­si­nuan­te, ella me di­ri­gió sus gran­des ojos de cho­co­la­te. Y, bueno, he co­no­ci­do a mu­chas mu­je­res, pero, hom­bre, esa la­ti­na ape­te­ci­ble hizo que me que­da­ra con la boca abier­ta por unos se­gun­dos antes de poder con­cen­trar­me lo su­fi­cien­te­men­te como para con­tes­tar su pre­gun­ta. Dije:

—Pues, sí, que­ri­da, se­gu­ro que quie­ro algo más. ¿Qué me pue­des ofre­cer?

—Bueno... tengo mucho...

—Eso bien se nota.

—No me frie­gues, grin­go. Quie­ro decir que el bar tiene mucho.

—Está bien, dar­lin’. Otro aguar­dien­te.

—Vuel­vo en se­gui­da, grin­go —y se fue como un pén­du­lo con po­lle­ra.

Los obre­ros, según el pro­ta­go­nis­ta, «ha­bían ve­ni­do de todas par­tes: Ve­ne­zue­la, Co­lom­bia, Bra­sil, Ja­mai­ca, Tri­ni­dad...» Había un grupo de chi­nos, un par de ir­lan­de­ses y al­gu­nos ita­lia­nos tam­bién, y, según el nor­te­ame­ri­cano, «quién sabe qué». Luego co­men­ta: «En la vida había visto yo tan­tos co­lo­res de piel: había el blan­co, el negro, el mo­reno, el ama­ri­llo, el rojo y todos los ma­ti­ces entre esos co­lo­res.» A con­ti­nua­ción acla­ra lo dicho in­for­man­do al lec­tor sobre el hecho del mes­ti­za­je: «Hay mucha mez­cla entre las razas allá.»

En el bar del pue­blo, el idio­ma que sabe iden­ti­fi­car, «entre toda esa al­ga­ra­bía», ma­yor­men­te es el es­pa­ñol, «pero tam­bién oía algo de por­tu­gués, que es como una es­pe­cie de es­pa­ñol cha­pu­rrea­do, y va­rias for­mas pe­cu­lia­res del in­glés, al­gu­nas de las cua­les yo casi no en­ten­día, como el in­glés de Ir­lan­da o el in­glés de los ne­gros an­ti­lla­nos, y esa es­tra­fa­la­ria len­gua de so­ni­dos como clo­queos que su­po­nía era algún tipo de dia­lec­to indio.»

Pedro quie­re po­seer a Pe­pi­ta, pero ella (na­tu­ral­men­te) pre­fie­re al pro­ta­go­nis­ta es­ta­dou­ni­den­se. A Pedro le da celos la atrac­ción que sien­te Pe­pi­ta hacia el yan­qui, y le da unas bo­fe­ta­das a la joven al tiem­po que le dice que le per­te­ne­ce a él y a nadie más. El ca­ba­lle­ro­so te­jano sin ti­tu­bear acude a la de­fen­sa de la mu­cha­cha, y al ha­cer­lo se ve obli­ga­do a lle­gar a las manos. Du­ran­te la pelea, los dos paran un mo­men­to para res­pi­rar, y John­son bo­na­cho­na­men­te le dice a Pedro que los dos han to­ma­do de­ma­sia­do aguar­dien­te, le ex­tien­de la mano y añade: «Ol­vi­de­mos todo esto para em­pe­zar de nuevo.»

Error. Pedro y la san­gui­na­ria gen­tu­za de la can­ti­na in­ter­pre­tan el buen co­ra­zón del te­jano como co­bar­día. Pedro rompe una bo­te­lla y, tras lla­mar al héroe —y, a pro­pó­si­to, a todos los nor­te­ame­ri­ca­nos— co­bar­des, se lanza con la bo­te­lla rota a la cara de su opo­si­tor. Por fin, John­son le ases­ta a Pedro un golpe que le deja sin co­no­ci­mien­to. La gen­tu­za, con el en­tu­sias­mo pro­pio de los es­pec­ta­do­res de una riña de ga­llos, grita: «¡Má­ta­lo, yan­qui, má­ta­lo! ¡Grin­go pen­de­jo, má­ta­lo ya!»2 Por su­pues­to, John­son no sigue ese con­se­jo. Pe­pi­ta riñe a su be­ne­fac­tor, «Tonto, dejas le­van­tar ca­be­za a tu enemi­go: tie­nes dos enemi­gos.»

Para ven­gar­se, Pedro hace un arre­glo con los fe­ro­ces in­dios chu­ba­ca­ri para que se­cues­tren a Pe­pi­ta. El nor­te­ame­ri­cano con­tra­ta a guías de la apa­ci­ble tribu chib­cha para que lo lle­ven en canoa al te­rri­to­rio de los chu­ba­ca­ri, pero lo aban­do­nan al borde de ese te­rri­to­rio. Los guías huyen ate­rro­ri­za­dos.

A ma­che­ta­zos el in­tré­pi­do na­rra­dor labra un sen­de­ro por la selva tu­pi­da, y desde su es­con­di­te de­trás de unos ár­bo­les, di­vi­sa a Pe­pi­ta, quien está su­je­ta­da con es­ta­cas cara arri­ba sobre la tie­rra en el cen­tro de la aldea chu­ba­ca­ri. Está des­nu­da. De pie junto a ella, re­go­deán­do­se, están dos de los sal­va­jes, tam­bién des­nu­dos, pero con cuen­tas mul­ti­co­lo­res en el cue­llo, una cuer­da que rodea el talle para sos­te­ner un cu­chi­llo y di­se­ños pin­ta­dos en el cuer­po. John­son se ma­ra­vi­lla al ver que Pedro está con ellos. Para que se sepa lo que sigue, cito tex­tual­men­te de «Oil and Water»:

De pie, mi­rán­do­la [a Pe­pi­ta] desde arri­ba, se reían y se mo­fa­ban de ella. Le mas­cu­lla­ron [los chu­ba­ca­ri] algo a Pedro y él con­tes­tó en la len­gua bár­ba­ra de ellos. Luego le habló a Pe­pi­ta en es­pa­ñol. Pude cap­tar lo su­fi­cien­te de lo que ha­bla­ban como para com­pren­der que Pedro go­za­ba so­bre­ma­ne­ra ha­cien­do saber a Pe­pi­ta lo que podía es­pe­rar del día si­guien­te. Pa­re­cía estar des­cri­bién­do­le muy de­ta­lla­da­men­te los tor­men­tos que ten­dría que su­frir. No lo en­ten­dí todo, pero a juz­gar por la ex­pre­sión de su cara te­nían que ser bas­tan­te ho­rri­bles.

Luego Pedro dijo algo que me dio ganas de co­rrer de­re­cho a él a sa­car­le las tri­pas con mis manos al hijo de puta, pero me con­tu­ve. Él le echó en cara esa oca­sión en que ella había dicho que no era como las otras chi­cas del Bar La Glo­ria. Pedro aña­dió, muy des­pa­cio y en un tono muy cruel: «Así que tú no te arras­tras por el fango, ¿eh? Bueno, ma­ña­na sí que te vas a arras­trar.» El hijo de puta se rio con una ri­si­ta tonta y pro­si­guió. «Sí, vas a arras­trar­te ma­ña­na. ¿Que sólo atien­des las mesas y nada más, eh? ¿Y que tú eres la que de­ci­des quié­nes son tus ami­gos? Bueno, ma­ña­na vas a hacer mucho más, y con todos mis ami­gos, los ami­gos que he es­co­gi­do yo.» Al pro­nun­ciar esta úl­ti­ma frase, hizo un ade­mán que abar­có la aldea en­te­ra. «Sí, todos mis ami­gos. Y, por su­pues­to, con­mi­go tam­bién. ¡Ja! Pero des­cui­da, chi­qui­ta», y al decir lo si­guien­te, su voz se sua­vi­zó con una ter­nu­ra falsa, «no ten­drás que vivir por mucho tiem­po con el re­cuer­do, unos pocos días, no más...» Y soltó una car­ca­ja­da loca, in­mun­da, y él y los tres chu­ba­ca­ri vol­vie­ron a la choza.

Nues­tro héroe es­pe­ra hasta que la aldea se duer­me, y en­ton­ces, usan­do un cu­chi­llo, le corta los lazos que su­je­tan a Pe­pi­ta, sol­tán­do­la. Le da su pro­pia ca­mi­sa y huye con ella por la selva hacia el río Ata­ba­po. Al lle­gar a la ori­lla, ha­llan una canoa de gue­rra chu­ba­ca­ri y cua­tro gue­rre­ros. El te­jano logra ma­tar­los a todos, mete a la chica en la canoa y rema con la pa­ga­ya co­rrien­te abajo mien­tras les per­si­guen otras ca­noas de gue­rra.

La canoa se des­li­za de­ba­jo de unas ramas de las que pen­den plu­mas de co­lo­res vivos. Al lle­gar a este punto del río, los per­se­gui­do­res se de­tie­nen pues­to que, tal como le ex­pli­ca Pe­pi­ta, las plu­mas se­ña­lan la fron­te­ra de su te­rri­to­rio, en el que los dio­ses les fa­vo­re­cen. Más allá las di­vi­ni­da­des de los chu­ba­ca­ri no les ayu­dan. John­son y Pe­pi­ta ven que los in­dios ama­rran a Pedro a un árbol. Pe­pi­ta acla­ra que esto se debe a que, ha­bién­do per­di­do a sus víc­ti­mas pro­yec­ta­das, los sal­va­jes creen que los dio­ses fa­vo­re­cen a ella y al yan­qui y están en con­tra de Pedro. Tras ex­pli­car esto al pro­ta­go­nis­ta, «ella rio, con una ri­si­ta que un niño pu­die­ra sol­tar al ver que una per­so­na mayor que le ha es­ta­do fre­gan­do se cae por la es­ca­le­ra.» John­son co­men­ta: «Me turbó.» Este de­ta­lle, na­tu­ral­men­te, haría hin­ca­pié en la de­cen­cia nor­te­ame­ri­ca­na yux­ta­pues­ta al sa­dis­mo ex­tran­je­ro. A con­ti­nua­ción Pe­pi­ta urge con jú­bi­lo: «Vamos a que­dar­nos aquí para ver cómo lo hacen... Ese co­chino as­que­ro­so. ¡Vamos a mi­rar­lo!»

El te­jano co­men­ta: «Bueno, ca­ra­jo, eso ya pasa de la raya», y la re­ga­ña por ser tan se­dien­ta de san­gre. Ella le di­ri­ge «una mi­ra­da de des­pre­cio», y con sorna dice: «Aaayy... Estos grin­gos... tanta com­pa­sión.» John­son acla­ra: «Y crée­me, no lo dijo en son de cum­pli­do.»

John­son in­for­ma al lec­tor que él y Pe­pi­ta pa­sa­ron el mes si­guien­te «jun­tos, pero muy jun­ti­tos, ya me en­tien­des,» pero al final los dos se dan cuen­ta de que «no eran pie­zas del mismo rom­pe­ca­be­zas. Nos com­bi­na­mos más bien como acei­te y agua.»

John­son no­ti­fi­ca a la com­pa­ñía pe­tro­le­ra de su in­ten­ción de di­mi­tir y vuela a Hous­ton, vía Ca­ra­cas. El autor hace que su na­rra­dor ex­pli­que fi­lo­só­fi­ca­men­te «si dos per­so­nas abri­gan ma­ne­ras muy di­fe­ren­tes de apre­ciar la vida, eso no quie­re decir ne­ce­sa­ria­men­te que una tenga razón y la otra no. No, no es así. No sig­ni­fi­ca nada más que no son de la misma ma­de­ra, como el acei­te y el agua, y como el acei­te y el agua no pue­den mez­clar­se, aun­que se es­fuer­cen por ha­cer­lo.»

Al leer el cuen­to, iba com­pren­dien­do que, te­nien­do en cuen­ta la ac­ti­tud de los otros per­so­na­jes, esta opi­nión to­le­ran­te del na­rra­dor li­son­jea­ba al lec­tor es­ta­dou­ni­den­se, ha­cién­do­le pen­sar que todos no­so­tros, los nor­te­ame­ri­ca­nos, somos buena gente y que el resto del mundo se com­po­ne de mal­va­dos. El héroe an­glo­sa­jón tiene el alma tan ge­ne­ro­sa que ni si­quie­ra juzga a aque­lla gente mal­va­da e in­fe­rior que vive «allá abajo». Pude com­pren­der por qué había es­ta­do tan agi­ta­do Julio Ricci. Y, claro, uno po­dría ca­li­fi­car el cuen­to como ra­cis­ta. No obs­tan­te, la so­cie­dad es­ta­dou­ni­den­se de los años cin­cuen­ta fue muy di­fe­ren­te de la so­cie­dad ac­tual, y pro­ba­ble­men­te sería justo tener esto en cuen­ta al juz­gar a Chuck Brad­ley. Des­pués de todo, Fer­nan­do So­rren­tino creía que Brad­ley tenía una ac­ti­tud su­pe­rior, pero no ple­na­men­te ra­cis­ta. Es más, creía que Ricci no tenía razón al decir que la pers­pec­ti­va de Brad­ley re­fle­ja­ba la ac­ti­tud de los nor­te­ame­ri­ca­nos de hoy en día.

Es cu­rio­so; el asun­to no ter­mi­nó con mi lec­tu­ra del cuen­to en Bue­nos Aires. Sur­gie­ron unas se­cue­las fas­ci­nan­tes va­rios meses des­pués.

Un vier­nes por la tarde del se­mes­tre oto­ñal de 1984, me en­con­tra­ba en el cen­tro de Fre­do­nia. Es­ta­ba to­man­do una cer­ve­za en el res­tau­rant-bar Bar­ker Brew con Dave Lunde, el es­cri­tor re­si­den­te de la Uni­ver­si­dad local. Ha­blá­ba­mos de la cien­cia fic­ción nor­te­ame­ri­ca­na, o más bien, era él quien ha­bla­ba de eso; lo que hacía yo era es­cu­char sin mucho en­tu­sias­mo, ya que men­tal­men­te es­ta­ba va­gan­do por allá en la Ar­gen­ti­na. De golpe, Dave dijo algo que me sacó de mis en­sue­ños.

—¿Quién? —in­te­rrum­pí.

—¿Cómo...? Ah, Re­gi­nald Sa­va­ge se llama. ¿Por qué?

—No, no. El otro nom­bre...

Dave me miró unos mo­men­tos, los ojos en­tor­na­dos. Luego negó len­ta­men­te con la ca­be­za y son­rió:

—Y ¿cuán­tas cer­ve­zas di­jis­te haber to­ma­do antes de mi lle­ga­da? —dijo con sorna.

—No jodas. ¡Dí­me­lo de una vez! ¿El otro nom­bre...?

Con im­pa­cien­cia Dave atusó los cabos ri­za­dos de su bi­go­te es­ti­lo Sal­va­dor Dalí y sus­pi­ró.

—Yo decía — me acla­ró— que Re­gi­nald Sa­va­ge, uno de los me­jo­res na­rra­do­res de la cien­cia fic­ción de la dé­ca­da de los cin­cuen­ta, a veces es­cri­bía cuen­tos para esas re­vis­tas para ca­ba­lle­ros bajo el seu­dó­ni­mo de Chuck Brad­ley, y que...

—¡Eso es lo que creí oír!

—Bueno... ¿y...?

—¿Por qué em­plea­ba un seu­dó­ni­mo?

Dave se rio:

—¿Nunca has leído uno de esos cuen­tos de Brad­ley...?

—Re­sul­ta que sí. Sólo uno.

—¿Cuál?

—El que se llama «Oil and Water».

—Creo ha­ber­lo leído yo tam­bién —dijo Dave—, por cu­rio­si­dad, nada más. Lo en­con­tré en una de esas re­vis­tas que con­tie­nen cuen­tos de aven­tu­ra para hom­bres, y mu­chas fotos de mu­je­res medio ves­ti­das. ¿Es que te in­tere­sa Sa­va­ge?

—Me in­tere­sa Brad­ley.

—Da igual. Mira, mé­te­te en la Bi­blio­te­ca Reed de la Uni­ver­si­dad. Gary Bar­ber te ayu­da­rá a en­con­trar in­for­ma­ción sobre Sa­va­ge, o Brad­ley, o como quie­ra que sea.

Gary Bar­ber no se li­mi­tó a in­di­car­me dónde podía ha­llar mucha in­for­ma­ción sobre Re­gi­nald Sa­va­ge (alias Chuck Brad­ley) en la Bi­blio­te­ca Reed, sino que tam­bién me in­for­mó que la Bi­blio­te­ca de la Uni­ver­si­dad de Texas, re­cin­to de Aus­tin, tenía toda una co­lec­ción sobre Sa­va­ge, in­clu­yen­do una serie de car­tas es­cri­tas por Sa­va­ge a va­rios ami­gos, co­le­gas y edi­to­ria­les. Ade­más, la co­lec­ción con­te­nía car­tas di­ri­gi­das a Sa­va­ge. Volé a Aus­tin du­ran­te las va­ca­cio­nes de in­vierno con el fin de es­tu­diar esa co­rres­pon­den­cia. Va­rias de las mi­si­vas arro­ja­ban luz sobre los an­te­ce­den­tes de «Oil and Water», la cues­tión del seu­dó­ni­mo y la per­so­na­li­dad del hom­bre. Por ejem­plo:

18 de di­ciem­bre de 1951

Que­ri­do amigo (nom­bre ile­gi­ble),

Como sabes, me estoy des­ani­man­do de ver­dad. De hecho, hace tiem­po que estoy de­pri­mi­do. A mí me gus­tan mis es­cri­tos de cien­cia fic­ción; creo que son bue­nos. «Na­tu­ral­men­te», dirás. Pero tam­bién a ti te gus­tan, a otros ami­gos tam­bién les gus­tan (pero, ¿son parte de­sin­te­re­sa­da?), y sin em­bar­go a los que pu­bli­can las re­vis­tas no les gus­tan; de hecho, creen que son una por­que­ría, por no de­cir­lo menos cor­tés­men­te. Si­guen re­cha­zán­do­me los cuen­tos, la ma­yo­ría sin ha­cer­me el favor de si­quie­ra co­men­tar­los. Y los pocos edi­to­res que se toman la mo­les­tia de co­men­tar echan mano al tér­mino «in­ve­ro­si­mi­li­tud», o dicen que me baso de­ma­sia­do en «tru­cos» o «ar­te­fac­tos», o que hay una «falta de sabor hu­mano», etc. Tú sabes.

Sea como fuere, mien­tras es­pe­ro que el mundo esté listo para mi cien­cia fic­ción, he de­ci­di­do es­cri­bir el tipo de cuen­tos que sé a cien­cia cier­ta que que­rrán pu­bli­car­me y que me pa­ga­rán. A ti no te van a gus­tar los cuen­tos (a mí tam­po­co, en ver­dad), ni usaré mi nom­bre ver­da­de­ro para fir­mar­los. Pero, hay que dar al pú­bli­co lo que exige, ¿ver­dad?

El resto de esta carta no tiene im­por­tan­cia. En otra carta fe­cha­da el 4 de enero de 1952, di­ri­gi­da a una per­so­na de­no­mi­na­da «Que­ri­da Peggy»,3 Sa­va­ge dice:

He obra­do cien­tí­fi­ca­men­te, es­tu­dian­do mi­nu­cio­sa­men­te el mer­ca­do. Sien­to que po­dría es­cri­bir con éxito para las «re­vis­tas para ca­ba­lle­ros», como esas pu­bli­ca­cio­nes per­te­ne­cien­tes a Uni­ted Ma­ga­zi­ne Ser­vi­ces, Inc., es­pe­cial­men­te la que se llama Hero, que tiene mu­chí­si­mos lec­to­res en los es­ta­dos de Texas, Oklaho­ma y Co­lo­ra­do. Ahora bien, ¿qué te dice esta in­for­ma­ción? A mí me dice que una pro­por­ción con­si­de­ra­ble de los lec­to­res está co­nec­ta­da de una ma­ne­ra u otra a la in­dus­tria pe­tro­le­ra. Por eso, creo que la mayor parte de los lec­to­res pro­ba­ble­men­te han tra­ba­ja­do —o pien­san tra­ba­jar— en ya­ci­mien­tos pe­tro­lí­fe­ros del ex­tran­je­ro tanto como na­cio­na­les.

A con­ti­nua­ción Sa­va­ge le ex­pli­ca a Peggy que él creía que sería más fácil ubi­car la ac­ción de su cuen­to en Ve­ne­zue­la por­que los pre­sun­tos lec­to­res, aun­que hu­bie­ran tra­ba­ja­do en ese país, no co­no­ce­rían las cos­tum­bres lo­ca­les lo su­fi­cien­te­men­te bien como para poder sos­pe­char que sus es­cri­tos no eran con­vin­cen­tes. Le ha­bría sido di­fí­cil haber ubi­ca­do la ac­ción en Texas, por ejem­plo, por­que Sa­va­ge (o Brad­ley) no sabía nada de las con­di­cio­nes en esos ya­ci­mien­tos pe­tro­lí­fe­ros ni en los pue­blos ad­ya­cen­tes, mien­tras que los lec­to­res pro­ba­ble­men­te las co­no­cían bien. En esas cir­cuns­tan­cias, Sa­va­ge acla­ra, fue más fácil es­cri­bir sobre Ve­ne­zue­la, pa­ra­dó­ji­ca­men­te, aun­que no había es­ta­do allá jamás, que es­cri­bir acer­ca de Texas, Oklaho­ma o Co­lo­ra­do.

No co­no­cía ni Ve­ne­zue­la ni esos es­ta­dos del Oeste de los Es­ta­dos Uni­dos, pero tenía más datos sobre Ve­ne­zue­la (por sus lec­tu­ras) que sus fu­tu­ros lec­to­res, o por lo menos, así lo creía. Pero era in­dis­cu­ti­ble que él sabía mucho menos que los pro­yec­ta­dos lec­to­res acer­ca de esos es­ta­dos del Oeste.

Aun así, co­lo­có una sal­va­guar­dia adi­cio­nal en el cuen­to —y al ha­blar de esto mues­tra mucho or­gu­llo por su pro­pia as­tu­cia—: lo­ca­li­zó la ac­ción en unos es­pu­rios ya­ci­mien­tos del sur de Ve­ne­zue­la cerca de las fuen­tes de los afluen­tes del Ama­zo­nas en vez de si­tuar­la en los bien co­no­ci­dos ya­ci­mien­tos del lago Ma­ra­cai­bo en el norte del país. Des­pués de todo, ra­zo­nó, al­gu­nos de los lec­to­res ha­brían tra­ba­ja­do sin duda en los ya­ci­mien­tos de Ma­ra­cai­bo y se ha­brían dado cuen­ta de que el es­cri­tor no los co­no­cía en ab­so­lu­to.

En su carta del 2 de fe­bre­ro de 1952 a Jack Per­loff, uno de los poe­tas de la «Ge­ne­ra­ción Beat», Sa­va­ge ad­mi­te, con cier­to sen­ti­do de cul­pa­bi­li­dad, o de vergüenza, que en «Oil and Water» re­cu­rría a las sen­si­bi­li­da­des de hom­bres que él creía eran se­me­jan­tes a tan­tos de los ma­ri­ne­ros que había co­no­ci­do du­ran­te su ser­vi­cio con la Ar­ma­da, sobre todo los que pro­ce­dían de los es­ta­dos del Sur. Por eso el héroe sería el nor­te­ame­ri­cano ar­que­tí­pi­co: blan­co, an­glo­sa­jón, pro­tes­tan­te. Ade­más, sería su­pe­rior fí­si­ca, men­tal y mo­ral­men­te a los ve­ne­zo­la­nos que lo ro­dea­ban. De esta ma­ne­ra, cal­cu­la­ba Sa­va­ge, el lec­tor or­di­na­rio de Hero se iden­ti­fi­ca­ría con el pro­ta­go­nis­ta y re­ci­bi­ría la re­com­pen­sa de «sen­tir­se su­pe­rior» por haber leído el cuen­to.

«Uno quie­re di­ver­tir­se», es­cri­be Sa­va­ge, «y la ma­yo­ría se di­vier­te sien­do es­pec­ta­do­res de ac­ti­vi­da­des muy fí­si­cas y que son fá­ci­les de com­pren­der, sobre todo las que se per­ci­ben vi­sual­men­te. Y es por esto», con­ti­núa, «que el fút­bol [ame­ri­cano] y el béis­bol, y los de­por­tes en ge­ne­ral, son tan po­pu­la­res. Y el cine, es­pe­cial­men­te si se trata de las pe­lí­cu­las que tie­nen una fuer­te dosis de sexo y vio­len­cia. En otras pa­la­bras», dice, «los más no quie­ren tener que pen­sar; pre­fie­ren re­pan­ti­gar­se para ser es­ti­mu­la­dos en un nivel ins­tin­ti­vo por emo­cio­nes aje­nas, in­di­rec­tas.» Agre­ga: «Pero tam­bién les en­can­ta ser adu­la­dos, sen­tir­se su­pe­rio­res. Bueno, todo eso tam­bién lo hace “Oil and Water” para ellos.»

Ob­via­men­te, las in­ves­ti­ga­cio­nes que había lle­va­do a cabo Sa­va­ge va­lie­ron la pena; el cuen­to apa­re­ció en Hero, y, ci­tan­do a Sa­va­ge, re­ci­bió «un che­que tre­men­do».4 Para él este che­que re­pre­sen­ta­ba no so­la­men­te ga­nan­cias ma­te­ria­les, sino que ali­men­tó, con­fie­sa, su amor pro­pio de la misma ma­ne­ra en que él había idea­do el cuen­to para ali­men­tar el amor pro­pio del lec­tor. Fue como si le «fe­li­ci­ta­sen por una tarea hecha con es­me­ro», es­cri­be Sa­va­ge. Y la «tarea» fue la de sa­tis­fa­cer al pú­bli­co lec­tor —o por lo menos, un sec­tor bas­tan­te nu­tri­do de él— en lugar de in­ten­tar sa­tis­fa­cer sus pro­pias ne­ce­si­da­des ar­tís­ti­cas.

Es in­tere­san­te notar que en esta co­mu­ni­ca­ción Sa­va­ge echa mano del tér­mino «coito» para re­pre­sen­tar la sa­tis­fac­ción de las ne­ce­si­da­des del pú­bli­co de parte del ar­tis­ta, de aca­ri­ciar al pú­bli­co, di­ga­mos. Este pro­ce­di­mien­to, Sa­va­ge lo opone a la «mas­tur­ba­ción» de com­pla­cer­se a sí mismo del ar­tis­ta, per­mi­tién­do­se el lujo de sa­tis­fa­cer sus pro­pias sen­si­bi­li­da­des ar­tís­ti­cas. (Estas re­fe­ren­cias al ero­tis­mo me lle­van a pre­gun­tar­me si el tér­mino pros­ti­tu­ción pu­die­ra ser más exac­to que coito, te­nien­do en cuen­ta que Sa­va­ge llevó a cabo el acto ar­tís­ti­co por lucro y no por amor. Pero todo eso tal vez no venga al caso.)

Para mí, otra carta tiene in­te­rés es­pe­cial por­que trata de un pro­ble­ma lingüís­ti­co. Esta carta, fe­cha­da el 14 de fe­bre­ro de 1952, va di­ri­gi­da al Pro­fe­sor A. Bo­log­ne­si de Har­pur Co­lle­ge (hoy en día parte de la Uni­ver­si­dad Es­ta­tal de Nueva York en Bingham­ton). En ella, Sa­va­ge alude a «Get­ting the Mes­sa­ge,» un cuen­to suyo sin pu­bli­car, un re­la­to que él ob­via­men­te con­si­de­ra muy su­pe­rior a «Oil and Water». En este cuen­to iné­di­to, que tiene lugar en una mí­ti­ca na­ción cen­troa­me­ri­ca­na, uti­li­za una dic­ción co­rrec­ta, re­ser­va­da y dis­cre­ta, un in­glés bas­tan­te for­mal, un len­gua­je des­ti­na­do a su­ge­rir que de­be­mos so­bre­en­ten­der que los per­so­na­jes ha­blan es­pa­ñol, su pro­pio idio­ma, y no un in­glés cha­pu­rrea­do.5

En con­tras­te, los ve­ne­zo­la­nos de «Oil and Water» ha­blan in­glés con fuer­tes acen­tos his­pa­nos. Sa­va­ge ex­pli­ca que él había hecho que este acen­to fuera ple­na­men­te obvio, casi una pa­ro­dia, usan­do una or­to­gra­fía in­gle­sa es­pe­cial para re­pre­sen­tar la pro­nun­cia­ción his­pa­na. A esta téc­ni­ca Sa­va­ge la de­no­mi­na «dia­lec­to vi­sual».6 Ade­más, como se­ña­la Sa­va­ge, el «ma­ne­jo inex­per­to del in­glés, siem­pre con­si­de­ra­do un in­di­cio de es­tu­pi­dez por aque­llos [an­glo­ha­blan­tes] que de veras no son ellos mis­mos muy in­te­li­gen­tes»,7 apo­ya­ría la meta de pres­tar­le su­pe­rio­ri­dad al lec­tor cuyo in­glés pre­sun­ta­men­te era per­fec­to, «es decir, era su len­gua ma­ter­na».

El lec­tor, Sa­va­ge es­ta­ba con­ven­ci­do de esto, no se to­ma­ría la mo­les­tia de re­fle­xio­nar sobre el que su in­ca­pa­ci­dad para ha­blar el idio­ma del país en que se en­cuen­tre —sea Ve­ne­zue­la, la Ara­bia Sau­di­ta o cual­quier otro país— pu­die­ra in­di­car un de­fec­to per­so­nal de su parte. Ni se le ocu­rri­ría que el in­glés que los na­ti­vos ha­blan con sol­tu­ra —aun­que no lo pro­nun­cien per­fec­ta­men­te bien— pu­die­ra re­pre­sen­tar un logro en­vi­dia­ble.

En fin, Sa­va­ge com­pren­dió el es­pí­ri­tu de la época y del lugar, es­cri­bió para un pú­bli­co de­ter­mi­na­do, y por eso tuvo éxito. Sus car­tas de­la­tan el or­gu­llo que ex­pe­ri­men­ta­ba por esta ha­za­ña, y se con­gra­tu­la­ba por ha­ber­les su­mi­nis­tra­do pla­cer, «ver­da­de­ro pla­cer», a sus pró­ji­mos.

«Oil and Water», por su­pues­to, no fue sino el pri­me­ro de toda una serie de cuen­tos se­me­jan­tes pu­bli­ca­dos en Hero y re­vis­tas si­mi­la­res. Estos cuen­tos, bajo el seu­dó­ni­mo de Chuck Brad­ley, eran su so­por­te prin­ci­pal hasta que su cien­cia fic­ción por fin logró una aco­gi­da ge­ne­ral. Y con esa aco­gi­da se hizo fa­mo­so, con su nom­bre ver­da­de­ro, Re­gi­nald Sa­va­ge. Al mismo tiem­po ad­qui­rió ri­que­zas ma­te­ria­les, todo ba­sa­do en su cien­cia fic­ción. Me in­quie­ta­ba algo: re­pe­ti­das veces Sa­va­ge afir­ma que sien­te or­gu­llo por haber es­cri­to y ven­di­do «Oil and Water» y otros cuen­tos se­me­jan­tes (y per­so­nal­men­te, creo que son do­cu­men­tos va­lio­sos para un es­tu­dio de la época), sin em­bar­go, para esos cuen­tos ¡usaba un seu­dó­ni­mo! Si es­ta­ba or­gu­llo­so de esos cuen­tos, ¿por qué los fir­ma­ba con el nom­bre de Chuck Brad­ley? Me pa­re­ce obvio que no desea­ba ser co­no­ci­do como el autor de aque­llas obras; sólo que­ría re­ci­bir sus che­ques.

Lo an­te­di­cho, con toda la fas­ci­na­ción que pueda tener, pier­de bri­llo com­pa­ra­do con los he­chos sor­pren­den­tes, casi in­creí­bles, que estoy por re­la­tar. Me en­te­ré de la pro­fun­di­dad de su vergüenza de ser el autor de «Oil and Water» a fines de junio de 1985.

Yo había pre­sen­ta­do una po­nen­cia, «Bor­ges, Omar and Amo­ral Fic­tion», en el Sym­po­sium on Bor­ges/With Bor­ges (Sim­po­sio sobre Bor­ges/con Bor­ges) ce­le­bra­do en Allegheny Co­lle­ge en Mead­vi­lle, es­ta­do de Pen­sil­va­nia. Jorge Luis Bor­ges es­tu­vo pre­sen­te du­ran­te los cua­tro días del even­to, y se acor­dó de mí y la en­tre­vis­ta que le hi­cie­ra en Bue­nos Aires el año an­te­rior, lo cual me sor­pren­dió so­bre­ma­ne­ra. Tuve la opor­tu­ni­dad de ha­blar con él largo y ten­di­do du­ran­te el sim­po­sio. Una noche, de so­bre­me­sa, Bor­ges me asom­bró al re­fe­rir­se, y cito tex­tual­men­te, «al gran es­cri­tor nor­te­ame­ri­cano de cien­cia fic­ción»: ¡Re­gi­nald Sa­va­ge! Habló pro­li­ja­men­te acer­ca de la fér­til ima­gi­na­ción de Sa­va­ge y su con­ci­sión lingüís­ti­ca.

Re­sul­ta que mu­chas obras de Sa­va­ge ha­bían sido tra­du­ci­das al cas­te­llano; no obs­tan­te, Bor­ges había leído ab­so­lu­ta­men­te todos los cuen­tos de Sa­va­ge en el in­glés ori­gi­nal. A pesar de esto, des­co­no­cía por com­ple­to la obra (y aun la exis­ten­cia) de Chuck Brad­ley. Ha­bien­do ave­ri­gua­do esto, Bor­ges me dejó ató­ni­to al afir­mar, des­preo­cu­pa­da­men­te:

—Sin duda usted sabrá, ¿no?, que Re­gi­nald Sa­va­ge no fue su nom­bre ver­da­de­ro —sin hacer una pausa (sien­do ciego, no pudo haber no­ta­do el gesto de asom­bro pin­ta­do en mi ros­tro), Bor­ges si­guió—: Este... fue uno de los nues­tros, claro. ¿Usted lo sabía?

Pues­to que no re­ci­bió una reac­ción in­me­dia­ta mía (yo es­ta­ba tan atur­di­do que no logré ha­blar por unos se­gun­dos), Bor­ges pa­re­cía des­con­cer­ta­do. Creo que es­ta­ba aguar­dan­do algún in­di­cio de que yo se­guía vi­vien­do. Por fin, me pre­gun­tó:

—Zlot­chew, ¿to­da­vía está?

Al­can­cé a bal­bu­cear:

—¿Uno de us­te­des...?

—Sí. Es decir, este... que fue his­pano. Pero, ¿no lo sabía?

Pasé unos mo­men­tos tra­tan­do de di­ge­rir esta in­for­ma­ción.

—¡¿His­pano?! No..., no lo sabía.

—Ah, sí, claro. Su ver­da­de­ro nom­bre fue Nel­son Ri­ve­ra. Nom­bre cu­rio­so para un his­pano, este, Nel­son... Pero me han dicho que es bas­tan­te po­pu­lar en Puer­to Rico.

—¿Fue puer­to­rri­que­ño?

—Bueno, nació en Jer­sey City, creo, es­ta­do de Nueva Jer­sey, usted sabe... Pero su madre fue por­to­rri­que­ña y su padre fue es­pa­ñol —un ga­lle­go— vía Cuba. Me llevó a co­no­cer a su mamá en una oca­sión, allá en 1959 o 1960, creo. Su papá había fa­lle­ci­do ya hacía mu­chos años.

—Sa­va­ge, o Ri­ve­ra —Bor­ges con­ti­nuó— había to­ma­do mucho una noche. Este, este... Re­cuer­do con toda cla­ri­dad un pe­ne­tran­te aroma a ron. Y es­tá­ba­mos con­ver­san­do sobre el gé­ne­ro de la cien­cia fic­ción, y fue en­ton­ces que me habló de sus orí­ge­nes.

—Pero... ¿por qué dia­blos cam­bió su nom­bre?

—Mo­ti­vos co­mer­cia­les —Bor­ges hizo una pausa—. Usted sin duda se acuer­da de que era ab­so­lu­ta­men­te ne­ce­sa­rio, du­ran­te los años 30, 40 y parte de los 50, para los as­tros de Ho­lly­wood y otros ar­tis­tas, tener nom­bres an­glo­sa­jo­nes, para ser acep­ta­dos por las masas. O, por lo menos, así creían los mag­na­tes de la in­dus­tria ci­ne­ma­to­grá­fi­ca.

—Sí, es ver­dad.

—Claro. Por ejem­plo, ¿se acuer­da de Gil­bert Ro­land?

—Por su­pues­to. Fue uno de esos ga­la­nes allá en la dé­ca­da de los 40, ¿no?

—Bueno, la ver­dad es que em­pe­zó a desem­pe­ñar esos pa­pe­les de galán en los fil­mes mudos de los años 20 (soy en­tu­sias­ta del cine, ¿vio?) y actuó en do­ce­nas de fil­mes hasta el año 1979 o 1980.

—Bueno... pero, ¿qué tiene que ver eso con...?

—¿Sabe usted cuál fue su nom­bre ver­da­de­ro, o dónde nació?

—No tengo la más mí­ni­ma idea.

—Fue me­xi­cano: de Juá­rez o de Chihuahua, no re­cuer­do cuál. Y este... su nom­bre ver­da­de­ro fue Luis An­to­nio Dá­ma­so de Alon­so. Pero, ¿quién iba a atre­ver­se a in­ten­tar pro­nun­ciar un nom­bre tan largo y tan raro en Ho­lly­wood? —Bor­ges rio—. Así que lo cam­bió a Gil­bert Ro­land. Mucho más fácil, ¿no?

—Pero, Bor­ges... Había ac­to­res que te­nían nom­bres his­pa­nos...

—Sí, sí, claro: Ramón No­va­rro, Lupe Vélez, Leo Ca­rri­llo, César Ro­me­ro... Pero es­ta­ban con­de­na­dos a desem­pe­ñar ex­clu­si­va­men­te pa­pe­les de his­pa­nos u otros «exó­ti­cos». Usted sabe: esos bi­go­tu­dos te­no­rios la­ti­nos o cri­mi­na­les o to­re­ros o los equi­va­len­tes fe­me­ni­nos: esas co­lé­ri­cas pero apa­sio­na­das y pi­can­tes Pe­pi­tas y Ro­si­tas, mu­je­res tos­cas pero ero­ti­quí­si­mas. Esta si­tua­ción li­mi­ta­ba es­tre­cha­men­te sus ca­rre­ras, y al mismo tiem­po apo­ya­ba el ri­dícu­lo es­te­reo­ti­po del la­tino.

Bor­ges pensó un mo­men­to.

—Y había todos esos in­mi­gran­tes ju­díos o sus hijos: Ber­nie Sch­wartz, a quien co­no­ce­mos con el nom­bre de Tony Cur­tis, Ed­ward G. Ro­bin­son, que nació Em­ma­nuel Gol­den­berg en Ru­ma­nia, Danny Kaye, na­ci­do David Ka­minsky, John Gar­field, na­ci­do Ju­lius Gar­fin­kle, Kirk Dou­glas, na­ci­do Issur Da­nie­lo­vitch...

Yo me quedé fas­ci­na­do. Bor­ges pensó un rato, y luego se son­rió.

—Y Rita Hay­worth. Ah, sí, Rita Hay­worth... —calló un mo­men­to. Sus fac­cio­nes ad­qui­rie­ron por un mo­men­to la apa­rien­cia de un so­ña­dor, o de uno que vis­lum­bra el pa­raí­so. De nuevo em­pe­zó a ha­blar.

—Rita, se po­dría decir, tenía an­te­ce­den­tes tanto ju­díos como his­pá­ni­cos; su ape­lli­do ver­da­de­ro fue Can­si­nos, ¿vio?, de ori­gen se­far­di­ta, como el gran poeta es­pa­ñol Can­si­nos-As­sens... —en esto, Bor­ges gol­peó la punta de su bas­tón con­tra el piso, como señal de que ya vol­vía al tema—. Bueno, sea como fuere, toda esa gente cam­bia­ba sus nom­bres en aque­lla época. El fe­nó­meno fue bas­tan­te ex­tra­ño, visto desde el mo­men­to pre­sen­te, ¿no?

—Sí —dije— pero no es así ahora...

—Gra­cias a Dios. Todo eso ha cam­bia­do, claro, y me pa­re­ce que ya es­ta­ba cam­bian­do en los años 50. Aun­que, más re­cien­te­men­te, exis­te el caso de ese actor, ¿como se llama...? Este... Mar­tin Sheen, sí, Mar­tin Sheen. He oído que es, o ha sido, muy po­pu­lar. He oído que su nom­bre ver­da­de­ro es Ramón Es­té­vez. ¿Vio? Pero nues­tro Nel­son Ri­ve­ra ya había cam­bia­do su nom­bre le­gal­men­te a Re­gi­nald Sa­va­ge allá por los años 40.

Es­ta­ba pas­ma­do. Bor­ges se había pues­to de cara a mí (no po­dría decir que me «mi­ra­ra», ya que era ciego) y se quedó así por lo que me pa­re­ció una eter­ni­dad, sin duda es­pe­ran­do al­gu­na reac­ción mía. Por fin, pen­san­do pro­ba­ble­men­te o que había aban­do­na­do la mesa o que era una es­pe­cie de im­bé­cil dis­fra­za­do de aca­dé­mi­co, se en­co­gió de hom­bros, se vol­vió hacia María Ko­da­ma y em­pe­zó a ha­blar­le de algún libro sobre el Japón que los dos es­ta­ban pre­pa­ran­do.

Yo no he lo­gra­do en­con­trar evi­den­cia es­cri­ta al­gu­na en nin­gún lado sobre los an­te­ce­den­tes his­pa­nos de Re­gi­nald Sa­va­ge. No obs­tan­te, exis­te una en­tra­da en el Re­gis­tro de Na­ci­mien­tos de la Mu­ni­ci­pa­li­dad de Jer­sey City que de­cla­ra que un tal Nel­son Ri­ve­ra nació allí en 1922. Pero Nel­son es un nom­bre bas­tan­te común entre los puer­to­rri­que­ños. Y Ri­ve­ra es un ape­lli­do tan común entre ellos como Smith lo es en los Es­ta­dos Uni­dos en ge­ne­ral. Y hay cons­tan­cia de un Nel­son Ri­ve­ra que había asis­ti­do a las es­cue­las de Jer­sey City desde el jar­dín de in­fan­tes hasta su gra­dua­ción de la es­cue­la se­cun­da­ria Fe­rris High School en 1940. No pro­cu­ré tra­zar su ca­rre­ra más allá de eso. Sa­va­ge se ha re­fe­ri­do a me­nu­do a sus ex­pe­rien­cias con la Ar­ma­da es­ta­dou­ni­den­se du­ran­te la Se­gun­da Gue­rra Mun­dial, pero no he po­di­do ave­ri­guar si sir­vió ofi­cial­men­te con el ape­lli­do Ri­ve­ra o Sa­va­ge.

Per­so­nal­men­te, no creo que «Oil and Water» y los demás cuen­tos que firmó con el nom­bre de Chuck Brad­ley sean tan te­rri­bles. Son bue­nos ejem­plos de la fic­ción del gé­ne­ro «aven­tu­ra». Es ver­dad que pre­sen­tan al héroe como un ser su­pe­rior a los demás per­so­na­jes, pero el héroe es el héroe, des­pués de todo. Y si la ac­ción tiene lugar fuera de los Es­ta­dos Uni­dos, los otros per­so­na­jes, es na­tu­ral, van a ser ex­tran­je­ros. Por su­pues­to, el re­sul­ta­do es que el héroe nor­te­ame­ri­cano, sien­do el héroe, esté re­tra­ta­do como su­pe­rior a los demás. Ade­más, ya que este nor­te­ame­ri­cano es, por más señas, un blan­co, es­pe­cí­fi­ca­men­te un an­glo­sa­jón pro­tes­tan­te, lo que lla­man jo­co­sa­men­te un WASP,8 en­ton­ces todas las demás razas pa­re­cen ser re­tra­ta­das como in­fe­rio­res. Esto pu­die­ra crear la im­pre­sión de que el autor fue ra­cis­ta. Pero, claro, no lo fue, ¿ver­dad? Es muy po­si­ble que yo esté equi­vo­ca­do, pero de todos modos es mi opi­nión que Julio Ricci reac­cio­nó de un modo bas­tan­te exa­ge­ra­do. El pro­pio Sa­va­ge, o Ri­ve­ra, tam­bién reac­cio­nó exa­ge­ra­da­men­te; es obvio, si se tiene en cuen­ta que murió en 1976, a los 54 años, en su con­do­mi­nio de Man­hat­tan, de una com­bi­na­ción letal de al­cohol y bar­bi­tú­ri­cos.* Sin duda ha­bría es­ta­do muy de­pri­mi­do, des­es­pe­ran­za­do. Es­ta­ría ex­pe­ri­men­tan­do un sen­ti­do de cul­pa­bi­li­dad y re­mor­di­mien­to, por haber trai­cio­na­do sus orí­ge­nes, tal vez.

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Fecha de publicaciónJulio 2009
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