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Una historia de barrio

Bob T. Morrison
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaHostafrancs, Barcelona

Tengo trece años y la po­li­cía quie­re in­te­rro­gar­me de nuevo en re­la­ción con la niña ase­si­na­da. Lla­ma­ron ayer mien­tras ce­ná­ba­mos: aten­dió papá. Mamá se le­van­tó, re­ti­ró los pla­tos de la mesa y fue a la co­ci­na a gi­mo­tear. Hace unos días que llora por cual­quier ton­te­ría; le sal­tan las lá­gri­mas a bor­bo­to­nes. No sé cómo puede re­sis­tir­lo, ¡llo­rar con este calor! Cuan­do papá vol­vió, pin­chó una pa­ta­ta co­ci­da y la mas­ti­có con calma. Al cabo de un rato, me dijo que el co­mi­sa­rio Ba­rrios desea­ba que fuese a la Je­fa­tu­ra a fir­mar la de­cla­ra­ción. Mamá debió de oírlo, por­que em­pe­zó a hipar. Vimos la tele en si­len­cio.

Al ser sá­ba­do no tenía mucho por hacer y el calor era in­so­por­ta­ble. Abrí el bal­cón: el aire es­ta­ba muer­to y ca­lien­te, como si una bur­bu­ja de bo­chorno hu­bie­se es­ta­lla­do sobre el ba­rrio des­pa­rra­man­do una pe­ga­jo­sa ca­li­ma. Bajo un cielo blan­que­cino de po­lu­ción y una at­mós­fe­ra car­ga­da por el olor dul­zón de las ver­du­ras del mer­ca­do, un arco iris de ropa ten­di­da en pre­ca­rios pa­tios, ma­ra­ñas de ca­bles, an­te­nas, ven­ta­nu­cos de la­va­bos o co­ci­nas, desagües aja­dos, te­ja­dos de ura­li­ta, fa­cha­das con gran­des cer­cos de hu­me­dad, ma­ce­tas con flo­res atro­fia­das y el zureo cons­tan­te de las pa­lo­mas en las cor­ni­sas, com­ple­ta­ban el pai­sa­je.

Mamá se em­pe­ñó en que usara la ropa de los do­min­gos: una ca­mi­sa blan­ca de man­gas cor­tas, pan­ta­lo­nes azu­les y za­pa­tos de cha­rol. Me sen­tía ri­dícu­lo, pero no pro­tes­té. No que­ría oír una nueva re­tahí­la sobre la buena im­pre­sión que debía cau­sar y otras za­ran­da­jas.

Salí de casa. En la calle es­ta­ba René, el dueño de la tien­da de pesca, tras­tean­do el motor de una ro­ño­sa DKW, con los bajos rojos de óxido. Sacó la ca­be­za de de­ba­jo del capó y logró en­de­re­zar­se lle­ván­do­se las manos a los ri­ño­nes: tenía el ros­tro de color ce­ni­za y el pelo en­tre­cano, re­vuel­to como un es­tro­pa­jo usado. Lle­va­ba un gra­sien­to mono de faena de lien­zo azul. Son­rió y echó el cue­llo hacia atrás. Me hizo un gesto con la mano a modo de sa­lu­do, que de­vol­ví, y luego miré para otro lado. Me ex­tra­ñó no ver a los chi­qui­llos co­rre­tean­do de aquí para allá pa­tean­do un balón, mamás vo­ci­fe­ran­do desde las ven­ta­nas, apo­ya­das en el qui­cio de la puer­ta o bal­dean­do la acera con agua ja­bo­no­sa, ves­ti­das con an­chas y flo­rea­das batas, con el pelo ca­ra­co­lea­do por los rulos. Ahora sólo había co­ches apar­ca­dos y gatos. Más gatos que co­ches y un calor que se ad­he­ría a la piel.

René chis­tó entre dien­tes y le­van­tó la mano por en­ci­ma del hom­bro, ges­ti­cu­lan­do para que me acer­ca­ra. Lo hice de mala gana: no desea­ba ha­blar con nadie. Crucé la calle y vol­teé el auto. Junto a una de las rue­das vi ex­ten­di­da una manta hecha tri­zas, re­ple­ta de pie­zas he­rrum­bro­sas.

—¿Sabes si tu padre tiene una llave de tubo del doce? —pre­gun­tó y con­ti­nuó lim­pian­do una pieza ci­lín­dri­ca con limas en los can­tos. Con la uña arran­có un grumo de grasa seca y marcó el ar­ti­lu­gio con tiza, de­ján­do­lo sobre la manta, al lado de una tuer­ca muy grue­sa.

Le­van­té los hom­bros y quedé pen­sa­ti­vo, mi­ran­do el motor. Aquel ama­si­jo de aran­de­las, pi­ño­nes, man­gui­tos, bie­las y co­ji­ne­tes no tenía sen­ti­do para mí.

—Igual que ésa pero más gran­de —dijo su­je­tan­do una cá­nu­la ante mis na­ri­ces—. Ne­ce­si­to des­mon­tar el cár­ter —aña­dió, se­ña­lan­do las tri­pas del motor.

Eché un vis­ta­zo cual si fuera un au­tén­ti­co ex­per­to, mien­tras René ha­bla­ba no sé qué del cigüeñal y la junta de la cu­la­ta. Ba­lan­ceé la ca­be­za y frun­cí el ceño, como si su­pie­ra de qué iba todo aque­llo. En el ba­rrio todo el mundo es muy ma­ño­so con los mo­to­res y los hom­bres siem­pre andan ha­blan­do de ci­lin­dros, rec­ti­fi­ca­do­res, co­ro­nas, pla­ti­nos. Para según qué cosas soy muy torpe y la me­cá­ni­ca no es mi fuer­te.

Le dije que ha­bla­ría con papá en cuan­to vol­vie­se del tra­ba­jo. Quedó sa­tis­fe­cho y con­ver­sa­mos acer­ca del calor. Odio ha­blar del tiem­po cuan­do no sé qué decir.

—Es tris­te que haya su­ce­di­do una cosa así —afir­mó de pron­to, pa­sán­do­se el brazo por la fren­te. Tenía el ros­tro sur­ca­do de arru­gas y unos ojos os­cu­ros que me mi­ra­ban con poca sim­pa­tía.

Asen­tí con len­ti­tud y me mordí el labio in­fe­rior, como si es­tu­vie­ra me­di­tan­do. Sabía que ha­bla­ba de la chica que ha­bían en­con­tra­do muer­ta en el in­te­rior de la vieja fá­bri­ca de por­ce­la­na. Desde unos días atrás, era el único tema en el ba­rrio.

—Qué pena —aña­dió—, ¿tú no viste nada? Fuis­te el úl­ti­mo que... —y chas­queó la len­gua.

Tuve la im­pre­sión de que es­pe­ra­ba que di­je­se algo. Que­ría oírlo de mis la­bios, co­no­cer mis sen­ti­mien­tos res­pec­to a la tra­ge­dia. Según la po­li­cía, yo era la úl­ti­ma per­so­na que la vio con vida.

Dije que tenía que ir a cum­plir con un re­ca­do y le di la es­pal­da. Pre­sen­tí que es­ta­ba ob­ser­ván­do­me. Pre­su­ro­so, cam­bié de acera y giré a la de­re­cha. No sabía adón­de ir. Todo es­ta­ba de­ma­sia­do cerca. Vi­vi­mos amon­to­na­dos. Pasé fren­te a la pa­rro­quia, la po­lle­ría, el col­ma­do, un Rá­pi­do, la mer­ce­ría, el 1X2 y, lle­gué a la es­qui­na del mer­ca­do, en donde los ca­mio­nes es­ta­cio­na­ban en doble y tri­ple fila. Unos hom­bres for­ni­dos en­vuel­tos en batas blan­cas y con la ca­be­za cu­bier­ta por una ca­pe­ru­za del mismo color, des­car­ga­ban enor­mes pie­zas de vaca se­pa­ra­das en canal y con el tron­co vacío, de­jan­do a la vista las san­gui­no­len­tas cos­ti­llas. Torcí a la iz­quier­da y bajé por una ca­lle­jue­la en forma de em­bu­do, de­te­nién­do­me ante los ama­ri­llen­tos es­ca­pa­ra­tes.

Dis­po­nía de mucho tiem­po. En esa parte de la ciu­dad no hay par­ques, ni co­lum­pios, ni to­bo­ga­nes, ni jar­di­nes, ni si­quie­ra se­má­fo­ros. Sólo fa­cha­das de un color gris sucio, re­ple­tas de par­ches de hor­mi­gón y gran­des re­don­de­les de hu­me­dad. Por las ven­ta­nas abier­tas es­cu­cha­ba la misma emi­so­ra de radio y olía a la misma co­mi­da. Re­tro­ce­dí. El ca­mión de los cár­ni­cos se puso en mar­cha des­pi­dien­do un fuer­te olor a ga­so­li­na; sentí un mareo. Tenía los ner­vios des­qui­cia­dos. Apoyé la mano en la pared y doblé el cuer­po: vo­mi­té bilis. Res­pi­ré hondo y lento por la boca, aguan­tan­do el aire en los pul­mo­nes y ex­pul­sán­do­lo por la nariz. Bajé hasta la car­bo­ne­ra, crucé la ca­rre­te­ra por el paso ele­va­do y subí la em­pi­na­dí­si­ma calle Mé­xi­co hasta una ex­pla­na­da de tie­rra roja y ocre, con cú­mu­los de hojas secas y so­ca­vo­nes como crá­te­res, ro­dea­da de mo­ri­bun­dos pla­ta­ne­ros y fa­ro­las rotas a pe­dra­das. De al­gu­nos pe­que­ños par­te­rres mus­tios re­ple­tos de ma­le­za, de forma oc­ta­go­nal, so­bre­sa­lían unas pal­me­ras ago­ni­zan­tes. Era un enor­me pai­sa­je lunar que un con­ce­jal op­ti­mis­ta de­ci­dió con­ver­tir en un par­que, aun­que el tiem­po lo trans­for­mó en un enor­me ba­rri­zal. Me senté en uno de los pocos ban­cos que aún que­da­ban en pie, cerca de la me­dia­ne­ra de re­vo­que res­que­bra­ja­do que ro­dea­ba la an­ti­gua fá­bri­ca. La mo­nu­men­tal puer­ta de medio arco es­ta­ba ce­rra­da por una verja de ba­rro­tes grue­sos ter­mi­na­dos en punta, ase­me­ján­do­se a un con­jun­to de lan­zas. La po­li­cía había ten­di­do por el pe­rí­me­tro re­ta­zos de cinta ama­ri­lla que col­ga­ba del en­re­ja­do con las pa­la­bras po­li­cía no pasar, im­pre­sas en negro. Apoyé los codos sobre las ro­di­llas y cubrí mi cara con ambas manos; luego las re­ti­ré des­pa­cio, de­jan­do res­ba­lar los dedos por mis me­ji­llas.

—Cuén­ta­me­lo todo, mu­cha­cho —trató de con­ven­cer­me el co­mi­sa­rio Ba­rrios.

El sol re­bo­ta­ba en la tapia como un pe­lo­ta­zo. Una al­tí­si­ma chi­me­nea par­tía en dos el ho­ri­zon­te.

El des­pa­cho del co­mi­sa­rio Ba­rrios es­ta­ba en el pri­mer piso de la al­cal­día, un ma­mo­tre­to de edi­fi­cio de gran­des arcos con un ves­tí­bu­lo gran­de y os­cu­ro y una es­ca­li­na­ta de pel­da­ños aja­dos con una ba­ran­di­lla de hie­rro for­ja­do. La ofi­ci­na era un mu­grien­to cuar­tu­cho pin­ta­do de verde ma­ci­len­to con una es­tan­te­ría ates­ta­da de car­pe­tas, una mesa gran­de y ro­ño­sa, re­ple­ta de en­vol­to­rios de pas­te­li­tos azu­ca­ra­dos y vasos de plás­ti­co con res­tos de café. Un viejo ven­ti­la­dor de aspas man­te­nía el polvo sus­pen­di­do en el aire. En una es­qui­na, una desas­tra­da ban­de­ra de Es­pa­ña ren­día ho­no­res a una des­co­mu­nal foto de Fran­co y un cru­ci­fi­jo del mismo ta­ma­ño. Olía a moho y a meado de gato, como si poco antes de que yo en­tra­ra hu­bie­se vo­mi­ta­do al­guien. Es­ta­ba muy ner­vio­so: cosas así aco­jo­nan a cual­quie­ra. Mis pa­dres es­ta­ban pre­sen­tes, sen­ta­dos en un rin­cón.

El co­mi­sa­rio Ba­rrios es un tipo gran­do­te, con el pelo cor­ta­do al ce­pi­llo, cara oron­da y ba­rri­ga pro­nun­cia­da, con enor­mes bol­sas bajo los ojos y una pa­pa­da que pa­re­ce la pro­lon­ga­ción de sus me­ji­llas. Ves­tía una ame­ri­ca­na de color cas­ta­ño con cer­cos os­cu­ros en las axi­las, ca­mi­sa blan­ca arru­ga­da y una ho­rro­ro­sa cor­ba­ta a rayas, con el nudo flojo. Del bol­si­llo de la pe­che­ra sacó unas gafas de medio arco, les echó el alien­to y las lim­pió a con­cien­cia. Las aco­mo­dó sobre su nariz, abrió un car­ta­pa­cio y hojeó unos pa­pe­les.

Du­ran­te el in­te­rro­ga­to­rio —él lo llama en­tre­vis­ta qui­tán­do­le hie­rro al asun­to— se com­por­ta como un au­tén­ti­co pel­ma­zo. Re­pi­te una y otra vez las mis­mas pre­gun­tas, de di­fe­ren­te forma, como si desea­ra des­viar mi aten­ción para que co­me­tie­ra al­gu­na in­cohe­ren­cia. Otras veces in­ten­ta ha­cer­se el sim­pá­ti­co para que con­fíe en él y me mor­ti­fi­ca con pre­gun­tas sobre la es­cue­la, los es­tu­dios, si tengo novia, si me gusta jugar a esto o aque­llo, y acer­ca de mis pa­dres. A papá y a mamá les daría un ata­que si em­pe­za­ra a con­tar su vida pri­va­da. A veces estoy ten­ta­do con dar la lata.

Suelo res­pon­der mo­vien­do la ca­be­za, le­van­tan­do los hom­bros o con sim­ples mo­no­sí­la­bos al tiem­po que en­torno los ojos mi­ran­do el techo y res­pi­ro hondo, fin­gien­do que estoy con­si­de­ran­do los he­chos. Lo apren­dí de una pe­lí­cu­la que echa­ron hace tiem­po en el cine. No re­cuer­do el tí­tu­lo, pero trata de un hom­bre que es acu­sa­do del ase­si­na­to de su mujer. Él lo niega y alega que es­ta­ba solo, no sé dónde. La cues­tión es que lo de­tie­nen, lo juz­gan, lo con­de­nan y lo fríen en la silla eléc­tri­ca. Al final de la pe­lí­cu­la des­cu­bren que era inocen­te y que el ase­sino es el juez que tenía un asun­to con la mujer. Eso sí que es una pu­tada.

—Re­pa­se­mos los he­chos otra vez —dice, al­zan­do la re­gor­de­ta mano mo­tea­da de man­chas de vejez.

Eso jode mucho. Re­pe­tir las cosas por­que sí, sin nin­gún sen­ti­do. No soy nada ha­bla­dor. De pe­que­ño las pa­la­bras bar­bo­ta­ban en mi pa­la­dar y tenía que es­for­zar­me mucho en lle­var una con­ver­sa­ción cohe­ren­te. Aún ahora, leer en voz alta es un su­pli­cio. Una vez, los pro­fe­so­res lla­ma­ron a mis pa­dres para una reunión. Su­pon­go que pen­sa­rían que era re­tra­sa­do o algo pa­re­ci­do, como si para ser in­te­li­gen­te uno tu­vie­ra que ser un rap­so­da. La cues­tión es que me lle­va­ron al mé­di­co para so­me­ter­me a un mon­tón de prue­bas. Lo pasé muy mal. Re­ci­bí pin­cha­zos por todos lados. Traté de vo­mi­tar sobre el doc­tor, pero el muy ca­brón se apar­tó a tiem­po. Era uno de esos tíos cam­pe­cha­nos que des­pe­día gra­cia por todos lados, aun­que cuan­do es­tu­ve dos mi­nu­tos a solas con él pude darme cuen­ta de que era un lerdo de padre y señor mío. No lo so­por­ta­ba. En fin, tras cien­tos de idas y ve­ni­das del hos­pi­tal y un mon­tón de tiem­po per­di­do en salas de es­pe­ra, lle­ga­ron a la con­clu­sión de que soy dis­lé­xi­co. ¡Me sa­ca­ron diez li­tros de san­gre para de­cir­me eso! Los ojos de mi madre se con­vir­tie­ron en dos gri­fos cuan­do el doc­tor le dio la no­ti­cia. Tam­bién yo pensé que iba a mo­rir­me hasta que nos ex­pli­có qué era eso.

La ver­dad es que tam­po­co hay mucho por decir: odio ha­blar de mí. Si tu­vie­ra la opor­tu­ni­dad me haría pasar por sor­do­mu­do y quien desea­se de­cir­me algo ten­dría que es­cri­bir­lo en un papel y en­se­ñár­me­lo; ¡uf!, cansa ha­blar. Ade­más, el co­mi­sa­rio no cree ni una pa­la­bra de lo que digo. Lo com­pren­do. Mi cara ge­ne­ra des­con­fian­za y du­re­za. Tengo la man­dí­bu­la cua­dra­da, con el hueso muy mar­ca­do en la piel y la bar­bi­lla par­ti­da en dos. Esto pro­vo­ca un as­pec­to hu­ra­ño y, desde el pri­mer mo­men­to, el co­mi­sa­rio Ba­rrios re­ce­ló de mí. El pobre no es nin­gu­na lum­bre­ra y, a veces, como una nueva tác­ti­ca psi­co­ló­gi­ca, aba­lan­za el cuer­po apo­yan­do los codos sobre la mesa, frun­ce el ceño y se queda mi­rán­do­me un largo rato con aque­llos ojos con­ges­tio­na­dos, hun­di­dos en los abul­ta­dos pár­pa­dos y la cara mar­ca­da por una mez­co­lan­za de to­na­li­da­des rojas y ne­gras.

—Tú fuis­te el úl­ti­mo en verla —ase­gu­ró mien­tras miles de ve­ni­tas le apa­re­cían hin­cha­das al­re­de­dor de la nariz. Si uno lo pien­sa un poco, el pobre da bas­tan­te asco.

—Vea­mos —con­ti­núa en­tre­la­zan­do los dedos—: ¿dónde viste a Sara la úl­ti­ma vez?

Es una de sus pre­gun­tas fa­vo­ri­tas y quie­re que lo cuen­te de nuevo. Estoy un poco harto y lo hago notar re­so­plan­do. Ade­más, me in­te­rrum­pe sin tre­gua para ha­cer­me pre­gun­tas con­tra­dic­to­rias, o que no vie­nen al caso. Su­pon­go que son tre­tas apren­di­das en la aca­de­mia de po­li­cía para in­ten­tar con­fun­dir­me. Los polis mien­ten más que Pi­no­cho.

—¿No no­tas­te nada ex­tra­ño? —pre­gun­tó, abrien­do y ce­rran­do un cajón.

Negué con la ca­be­za.

—Vi­víais cerca —afir­mó.

As­pi­ró la sa­li­va entre los dien­tes mi­rán­do­me con rabia: los ojos le bri­lla­ban fe­bri­les.

El tío lo­gra­ba po­ner­me en­fer­mo.

Sí. La co­no­cía. Su nom­bre era Sara Ibá­ñez, tenía dos años menos que yo y vivía en el ba­rrio. Tenía el pelo largo y negro, la cara lim­pia y los ojos tran­qui­los. Son­reía a me­nu­do, echan­do el cue­llo para atrás y en­se­ñan­do los dien­tes en forma de co­ra­zón mien­tras que la blusa per­fi­la­ba unas tetas pe­sa­das y ter­sas. Es­ta­ba muy desa­rro­lla­da para su edad. A veces vol­vía­mos jun­tos de la es­cue­la. La úl­ti­ma vez que la vi fue la tarde del mar­tes. Nos en­con­tra­mos en el ves­tí­bu­lo del ins­ti­tu­to. Co­men­tó que se había tor­ci­do un to­bi­llo, que le dolía a ho­rro­res y no asis­ti­ría a clase de gim­na­sia. Quiso saber si la es­pe­ra­ría. Le miré des­ca­ra­da­men­te el es­co­te y dudé un ins­tan­te: tenía clase de re­li­gión con el padre Fa­bre­gat y había hecho no­vi­llos la úl­ti­ma se­ma­na. Es­ta­ba se­gu­ro de que a Dios no le im­por­ta­ría que lo cam­bia­ra por un par de tetas; ade­más, la au­tén­ti­ca ab­so­lu­ción ha de venir de los hom­bres. La re­den­ción de Dios la puedo con­se­guir se­gun­dos antes de mi muer­te... o eso dice papá.

Acep­té y ella des­a­pa­re­ció por el pa­si­llo. Tomé asien­to en un banco de metal, fren­te a la se­cre­ta­ría y eché un vis­ta­zo al reloj: eran las cinco y diez. No tardó en vol­ver. En la calle hacía fres­co y el sol no atis­ba­ba por nin­gún lado. De su car­te­ra sacó un jer­sey azul y lo puso sobre sus hom­bros. Dimos una vuel­ta por el ba­rrio y, al lle­gar a la al­tu­ra de los bi­lla­res dijo:

—Te in­vi­to a una par­ti­da de fut­bo­lín —y echó a co­rrer.

Era un local gran­de y ancho que olía a humo. Al fondo, las mesas de paño verde es­ta­ban ilu­mi­na­das por fluo­res­cen­tes cu­bier­tos por ca­pi­ro­tes, que col­ga­ban del techo con lar­gas ca­de­nas.

—¿Os vio al­guien? —si­guió pre­gun­tan­do el co­mi­sa­rio Ba­rrios, sa­cán­do­me de mis re­cuer­dos.

Fingí pen­sar y ba­lan­ceé la ca­be­za, ne­gan­do. Al­re­de­dor de las mesas de bi­llar sólo había unos vie­jos en man­gas de ca­mi­sa, sen­ta­dos en si­llas muy altas de ma­de­ra, en­vuel­tos en una nube blan­ca de ta­ba­co y con las manos en los bol­si­llos, sa­cán­do­las sólo para dejar un fajo de bi­lle­tes en los pa­sa­ma­nos de la banda. Dos hom­bres, taco en mano, ves­ti­dos con un cha­le­co de sas­tre y el ceño frun­ci­do, vol­tea­ban una y otra vez la mesa sin sacar el ojo de la bola roja.

Sara dejó la car­te­ra junto a la pared, re­bus­có con ner­vio­sis­mo en los bol­si­llos de la falda y sacó una mo­ne­da: la puso en la ra­nu­ra y pulsó el botón. Du­ran­te unos se­gun­dos es­cu­cha­mos un tin­ti­near y un golpe, seco como un ha­cha­zo. Las bolas se des­li­za­ron con es­tré­pi­to. Las con­ta­mos: eran nueve. Cogió una, dobló la mu­ñe­ca, la gol­peó dos veces con­tra el borde de la ma­de­ra y la lanzó con fuer­za al cen­tro.

—¿A qué hora sa­lis­teis de los bi­lla­res? —pre­gun­tó el co­mi­sa­rio Ba­rrios y, de entre una pila de pa­pe­les, ex­tra­jo uno y lo leyó en si­len­cio, arru­gan­do los plie­gues de la fren­te, como si le cos­ta­se un no­ta­ble es­fuer­zo en­ten­der lo que es­ta­ba es­cri­to.

Me mordí el labio in­fe­rior.

—No tenía ni idea de la hora; el cielo era una bó­ve­da os­cu­ra como la pi­za­rra. Ba­ja­mos la calle hasta la car­bo­ne­ra y nos des­via­mos por el atajo, un sen­de­ro gui­ja­rro­so y re­ple­to de so­ca­vo­nes que desem­bo­ca­ba en una plaza de tie­rra roja y ocre, ro­dea­da de mo­ri­bun­dos pla­ta­ne­ros. La acom­pa­ñé hasta la es­qui­na, donde la me­dia­ne­ra se con­vier­te en una reja alta, de tre­fi­la­do grue­so y en­tre­cru­za­do. Sara vivía al otro ex­tre­mo de la calle, de­trás de las to­rres de re­gu­la­ción de agua, en una casa gran­de y gris, de cor­ni­sa si­nuo­sa y bal­co­nes on­du­la­dos con ba­ran­das de hie­rro for­ja­do. Esa fue la úl­ti­ma vez que la vi.

Me le­van­té del banco em­pa­pa­do en sudor. Ahora todo pa­re­cía muy lejos, como una tur­bia vi­sión, una su­ce­sión de imá­ge­nes con­fu­sas ca­ren­tes de toda ló­gi­ca. Eché un vis­ta­zo al reloj. Aún tenía tiem­po. In­ten­té se­re­nar­me. Sólo debía fir­mar una de­cla­ra­ción pa­sa­da a má­qui­na. Ori­gi­nal y dos co­pias. Un mero trá­mi­te.

Me acer­qué hasta la verja que fran­quea­ba la en­tra­da. La vieja fá­bri­ca de por­ce­la­na era un ex­ten­so re­cin­to de­li­mi­ta­do por un muro y re­for­za­do por una es­pe­cie de en­re­ja­do. Cons­ta­ba de un des­tar­ta­la­do edi­fi­cio cen­tral de la­dri­llo, con gran­des ven­ta­nas ver­ti­ca­les, los cris­ta­les rotos y los tra­ve­sa­ños he­chos añi­cos y, en cuyos ex­tre­mos, había cuer­pos bajos des­ti­na­dos a ofi­ci­nas. Los al­re­de­do­res es­ta­ban ocu­pa­dos por se­ries de naves ado­sa­das medio de­rrui­das, se­pa­ra­das por ca­lles sin ado­qui­nar, con raí­les se­mi­en­te­rra­dos y parte de un an­ti­guo ten­di­do eléc­tri­co, pie­zas de va­go­ne­tas, he­rrum­bro­sos car­te­les in­di­ca­ti­vos con las pa­la­bras re­frac­ta­rio, se­ca­de­ro, la­mi­na­dor, ro­tu­la­das a mano; mon­ta­ñas de vie­jos neu­má­ti­cos, vo­la­di­zos para la des­car­ga, res­tos de ne­ve­ras, so­mie­res y sofás des­ven­ci­ja­dos, es­tu­fas de pe­tró­leo, por­ta-ca­rri­les ele­va­dos, tazas de váter, pa­ra­guas con las va­ri­llas rotas y la tela ras­ga­da, con­te­ne­do­res y toda clase de hie­rros oxi­da­dos. Era un gran al­ma­cén de cha­ta­rra. Al fondo, una es­pe­cie de al­me­nas es­ca­lo­na­das de plan­ta cua­dra­da y ter­mi­na­das en pi­nácu­los, donde es­ta­ban los re­gu­la­do­res de agua. Los cha­va­les acos­tum­brá­ba­mos a re­unir­nos en una de las de­pen­den­cias ane­xas al pa­be­llón de má­qui­nas, una enor­me sala de bó­ve­das en forma de cam­pa­na sos­te­ni­das por pi­la­res de hie­rro.

Me con­sa­gra­ba en cuer­po y alma a beber cer­ve­za o lo que ca­ye­ra en mis manos, a fumar Cel­tas Cor­tos y a oír a los chi­cos ma­yo­res char­lar sobre culos, des­co­mu­na­les tetas con pe­zo­nes como na­ran­jas, de ca­pu­llos rojos y ca­lien­tes, de co­rrer­se en la boca, de coños de niñas y de an­cia­nas, de putas y de ca­mio­ne­ros, de amas de casa y re­par­ti­do­res de bu­tano, de cómo ganar di­ne­ro fácil. Yo es­cu­cha­ba mu­chas cosas sin com­pren­der, in­ten­tan­do acu­mu­lar un sin­fín de his­to­rias que algún día iba a poner en prác­ti­ca. A veces, al­guien traía algún ca­len­da­rio de chi­cas en ropa in­te­rior, o en traje de baño, o con la ca­mi­se­ta mo­ja­da y, du­ran­te horas, ad­mi­rá­ba­mos las si­nuo­sas cur­vas que de­ja­ban trans­pa­ren­tar bajo la tela. Las mi­rá­ba­mos y las re­mi­rá­ba­mos hasta sen­tir­nos lo su­fi­cien­te­men­te ex­ci­ta­dos para mas­tur­bar­nos con­tra la pared, donde un moho ver­do­so se ali­men­ta­ba con nues­tro semen. No sé cómo apa­re­ció aque­lla re­vis­ta: tenía las tapas des­ga­ja­das y las gra­pas del lomo es­ta­ban muy abier­tas; las fo­to­gra­fías eran de co­lo­res muy bri­llan­tes y ní­ti­dos, sobre un papel sa­ti­na­do. La foto cen­tral abar­ca­ba dos pá­gi­nas: se veía a una chica negra, des­nu­da, sen­ta­da de cu­cli­llas, con el pelo te­ñi­do de rubio y la ca­be­za echa­da hacia atrás. Su len­gua aso­ma­ba de entre unos la­bios car­no­sos y rojos; sus ojos eran gran­des y me mi­ra­ban con pi­car­día. Tenía las uñas lar­gas y sus dedos del­ga­dos y lar­gos es­ta­ban ape­nas fle­xio­na­dos, aga­rran­do una polla tan tiesa como el más­til de una ban­de­ra. Había mu­chas fotos. Mu­je­res con uni­for­mes de co­le­gia­la, de en­fer­me­ra, de sol­da­do o de monja, en las po­si­cio­nes más va­ria­das: acos­ta­das boca arri­ba con las pier­nas abier­tas y fle­xio­na­das, ten­di­das de cos­ta­do, a cua­tro patas, arro­di­lla­das y chu­pan­do una grue­sa picha, o dis­pues­tas a ser fo­lla­das o, por lo menos, era lo que de­cían los chi­cos ma­yo­res.

Ahora había mon­to­nes de flo­res rojas y ama­ri­llas pu­drién­do­se bajo el sol, en el mismo lugar donde en­con­tra­ron el ca­dá­ver de Sara. Lo halló un obre­ro que vol­vía a casa tras el cam­bio de turno. Se de­tu­vo a fumar un ci­ga­rri­llo y vio un jer­sey azul, muy nuevo. Pensó que era de la talla de su hija, entró por uno de los bo­que­tes de la tapia y, al lle­gar junto a la pren­da, vio un bulto. Pri­me­ro pensó que era un ma­ni­quí. Des­pués ya no. Y el ba­rrio se llenó de ru­mo­res.

Pensé en vol­ver a casa y cam­biar­me de za­pa­tos. Deseché la idea. René es­ta­ría tras­tean­do la co­cham­bro­sa DKW. No que­ría ha­blar con nadie, ni si­quie­ra desea­ba ser visto. Rodeé la fá­bri­ca: no había ni un alma. Res­pi­ré hondo: el aire es­ta­ba ca­lien­te y lleno de polvo. «Un mero trá­mi­te y a casa» —re­pe­tía para mis aden­tros. Ya es­ta­ba dicho todo. No había más. Los pe­rió­di­cos pu­bli­ca­ron di­ver­sas no­ti­cias sobre el caso. El en­cuen­tro del ca­dá­ver, las in­ves­ti­ga­cio­nes de la po­li­cía, la au­top­sia que con­fir­ma­ba la au­sen­cia de vio­la­ción a pesar de los no­ta­bles in­di­cios ocu­la­res, y el golpe en la sien que le pro­du­jo un de­rra­me ce­re­bral.

La re­vis­ta Hola cir­cu­ló de mano en mano entre las mu­je­res que co­to­rrea­ban al­re­de­dor del mer­ca­do, entre ca­ce­ro­las, pas­ti­llas de jabón La­gar­to, ropa in­te­rior, sar­te­nes, re­ci­pien­tes de por­ce­la­na, ris­tras de ajos, cu­chi­llos, ti­je­ras Pal­me­ra y no sé cuán­tas cosas más. Ha­bían pu­bli­ca­do mon­to­nes de fotos re­tros­pec­ti­vas: Sara mon­ta­da en un ca­ba­lli­to de car­tón, en un co­lum­pio, al borde de una pis­ci­na, so­plan­do las velas de su quin­to cum­plea­ños, en la playa con un traje de baño azul. Por lo poco que pude leer, el ar­tícu­lo es­ta­ba so­bre­car­ga­do de dra­ma­tis­mo y sen­si­ble­ría: una pa­té­ti­ca en­tre­vis­ta a los pa­dres, tíos, ami­gos, ve­ci­nos, los cua­les re­pe­tían una y otra vez los te­dio­sos re­ta­zos de re­cuer­dos: la buena niña que era, obe­dien­te en casa y es­tu­dio­sa en la es­cue­la, que ayu­da­ba en las ta­reas del hogar, sa­ca­ba bue­nas notas, muy res­pon­sa­ble para su edad, un fu­tu­ro trun­ca­do y todas esas ton­te­rías que se dicen cuan­do uno ha muer­to.

En las fo­to­gra­fías apa­re­cía su ha­bi­ta­ción: era pe­que­ña, lim­pia, fun­cio­nal y or­de­na­da. Sobre la cama —bien ten­di­da— un enor­me oso de pe­lu­che de color cas­ta­ño mi­ra­ba al vacío. De la pared pin­ta­da de un rosa pá­li­do col­ga­ba un anaquel con so­por­tes, donde se api­la­ba una pe­que­ña en­ci­clo­pe­dia es­co­lar, dos mu­ñe­cas, un des­per­ta­dor, un es­pe­ji­to y otros ca­chi­va­ches por el es­ti­lo. En el ex­tre­mo opues­to, un es­cri­to­rio de tapa de en­ro­llar, ce­rra­do, y una silla con el res­pal­do curvo. Tam­bién un pe­que­ño chi­fo­nier y un ar­ma­rio de teca, con al­ti­llos. Y, mien­tras tanto, los polis an­da­ban por todos lados. Era algo que podía res­pi­rar­se en­se­gui­da en el ba­rrio. Un ner­vio­sis­mo de cu­chi­cheos entre des­co­no­ci­dos, de mi­ra­das sus­pi­ca­ces y mo­vi­mien­tos cau­te­lo­sos de gente que pa­re­ce estar es­pe­ran­do a al­guien... por más que no es­pe­ra a nadie.

La en­te­rra­mos; lo hi­ci­mos un poco entre todos. Era do­min­go y aba­rro­ta­mos la igle­sia. Mamá tam­bién fue y lloró a pla­cer. Los chi­cos en­tra­mos en la pa­rro­quia y nos dis­per­sa­mos entre los ban­cos, con la ca­be­za gacha, mi­rán­do­nos la punta de los za­pa­tos. Los pa­dres de Sara es­ta­ban en el pri­mer banco. Él era alto y del­ga­do, sin la­bios y es­ta­ba muy serio. La madre tenía los ojos hin­cha­dos y rojos. Llo­ra­ba de ma­ne­ra exa­ge­ra­da y, en su mano de­re­cha, es­tru­ja­ba un pa­ñue­lo, a la al­tu­ra de los la­bios. Tenía un cier­to pa­re­ci­do con mamá. Du­ran­te un largo rato sólo hubo mur­mu­llos y toses. Salió un cura muy ele­gan­te, con una capa bor­da­da en oro y un som­bre­ro alto, como el de los co­ci­ne­ros. A paso lento, apo­yán­do­se en un es­pi­ga­do bas­tón, llegó hasta el púl­pi­to, abrió un libro, se mojó el pul­gar, pasó las hojas, y nos lanzó una re­tahí­la sobre la joven vida que había sido se­ga­da, pero que Dios re­co­ge­ría en su seno y todas esas za­ran­da­jas. De eso casi hacía una se­ma­na.

En­con­tré al co­mi­sa­rio Ba­rrios en el ves­tí­bu­lo de la al­cal­día. Ves­tía pan­ta­lo­nes gri­ses e iba en man­gas de ca­mi­sa. Al verme se quedó muy quie­to, con los bra­zos se­pa­ra­dos del cuer­po como si fuera a pegar un pu­ñe­ta­zo. Llevó la mano al bol­si­llo y sacó un pa­que­te arru­ga­do de ci­ga­rri­llos. Le dije que iba a fir­mar la de­cla­ra­ción que mis pa­dres y un abo­ga­du­cho ha­bían leído antes, tal y como que­da­mos. Rascó un fós­fo­ro y en­cen­dió el pi­ti­llo. Ca­be­ceó un par de veces, para darse tiem­po a pen­sar. Sacó dos cho­rros de humo blan­co por la nariz y subimos al des­pa­cho. Fui guia­do por un pa­si­llo la­te­ral, es­tre­cho, de pa­re­des gri­ses y des­cas­ca­ri­lla­das que olía a ran­cio. A ambos lados tenía puer­tas de cris­ta­les bi­se­la­dos. Podía es­cu­char las má­qui­nas de es­cri­bir y gri­tos se­ve­ros, dando ór­de­nes. Me asal­ta­ron un mon­tón de dudas. Pensé que po­dría ha­ber­me ten­di­do una tram­pa y que iba a en­ce­rrar­me en un ca­la­bo­zo. Al fin y al cabo, siem­pre sos­pe­cha­ron de mí. Lle­ga­mos a una es­pe­cie de mos­tra­dor en donde per­ma­ne­cía aco­da­do un po­li­cía de uni­for­me. Era flaco e iba sin afei­tar, con el pelo prin­ga­do de bri­llan­ti­na. No ce­sa­ba de mas­ti­car un mon­da­dien­tes. El co­mi­sa­rio Ba­rrios se­ña­lo una ban­que­ta, in­di­cán­do­me que lo es­pe­ra­ra allí. Eso hice. Tenía los za­pa­tos lle­nos de polvo ro­ji­zo. In­ten­té no pen­sar en nada. Des­abro­ché un botón de la ca­mi­sa y me pasé la mano por el cue­llo: su­da­ba a cho­rros.

El po­li­cía llegó hasta el mos­tra­dor con los pa­pe­les y me hizo una seña. Puso el dedo ín­di­ce al pie de la pá­gi­na y apoyó un bo­lí­gra­fo.

—Si quie­res pue­des leer­lo —dijo el co­mi­sa­rio Ba­rrios, con un su­su­rro en­tre­cor­ta­do.

Negué con la ca­be­za: ya lo había visto mi papá. Es­ta­ba in­có­mo­do y que­ría lar­gar­me lo antes po­si­ble. Firmé los di­cho­sos pa­pe­les y res­pi­ré hondo. El aire tenía sabor a hu­me­dad. Aque­llo era una forma de decir adiós. «Ape­nas cinco mi­nu­tos, un mero trá­mi­te bu­ro­crá­ti­co», volví a re­pe­tir­me.

Tuve la sen­sa­ción de que el co­mi­sa­rio Ba­rrios no me qui­ta­ba el ojo de en­ci­ma, como si es­tu­dia­ra mi­li­mé­tri­ca­men­te cada uno de mis ges­tos. El po­li­cía de uni­for­me cogió las hojas y las ali­neó dán­do­les unos gol­pe­ci­tos. Las grapó y las dejó sobre la mesa, junto a la má­qui­na de es­cri­bir.

—En el caso de que re­cuer­des al­gu­na otra cosa, vie­nes y lo aña­di­mos —dijo el co­mi­sa­rio. Dio una ca­la­da, tiró el ci­ga­rri­llo al suelo, y lo aplas­tó con la punta del za­pa­to.

Re­co­rri­mos de nuevo el pa­si­llo hasta el ves­tí­bu­lo. Por un mo­men­to temí que fuera una es­tra­ta­ge­ma para darme de nuevo la ta­ba­rra con las mis­mas pre­gun­tas; sin em­bar­go, per­ma­ne­ció en si­len­cio.

En la calle, la luz era muy blan­ca.

Deam­bu­lé por las ca­lle­jue­las. Odia­ba no tener a dónde ir. Hice un alto ante el es­ca­pa­ra­te de la tien­da de ani­ma­les. Te­nían pe­ce­ras de los más va­ria­dos ta­ma­ños, con todo tipo de pe­ce­ci­llos: pla­nos y del­ga­dos con fran­jas ne­gras, alar­ga­dos y rojos, o ama­ri­llos con pe­que­ñas man­chas azu­les; al­gu­nos eran feí­si­mos, con el vien­tre hin­cha­do y la ca­be­za chata. En el otro lado de la vi­drie­ra, una enor­me pa­ja­re­ra de ma­de­ra con­te­nía cien­tos de pá­ja­ros re­vo­lo­tean­do, o su­je­tos a las per­chas. Los había con la ca­be­za na­ran­ja o gris y el pecho ama­ri­llo o rojo, con ban­das blan­cas y rojas, de pico largo, có­ni­co o cur­va­do, de colas lar­gas o cor­tas de color negro o verde. Su­je­tos a los ba­rro­tes es­ta­ban los co­me­de­ros junto con tro­zos de le­chu­ga, man­za­na y hue­sos de sepia. La tarde del mar­tes, cuan­do Sara y yo sa­li­mos de los bi­lla­res, tam­bién nos de­tu­vi­mos en la pa­ja­re­ría.

—¡Mira! ¡Mira! Un jil­gue­ro —dijo Sara ex­ci­ta­dí­si­ma ti­rán­do­me de la manga y se­ña­lán­do­me un pa­ja­ri­llo que re­vo­lo­tea­ba de per­cha en per­cha con un vuelo re­pen­tino.

Son­reí. Era in­ca­paz de dis­tin­guir un pá­ja­ro de otro.

—Aquel que está ca­be­za abajo es un ver­de­rón —y con­ti­nuó, se­ña­lan­do con el dedo a la de­re­cha— aqué­llos son trom­pe­te­ros, el de más abajo es un ben­ga­lí rojo y el que está...

—Pa­re­ce que te gus­tan los pá­ja­ros —le con­tes­té, y miré hacia la pe­ce­ra. Dos peces com­ple­ta­men­te ne­gros de­vo­ra­ban a uno más pe­que­ño, de color azul.

Sara pegó la ca­be­za al cris­tal para mirar a un pa­ja­ri­to que sal­ta­ba de per­cha en per­cha emi­tien­do sil­bi­dos y gor­go­teos; al verla, giró el cue­llo a uno y otro lado e hin­chó el plu­ma­je.

—Yo sé dónde hay hue­vos —dije tan de so­pe­tón que quedé sor­pren­di­do de mí mismo.

—¿Hue­vos? ¿Dónde?

—En la vieja fá­bri­ca. La úl­ti­ma vez creí ver hue­vos.

—¿Hue­vos? —re­pi­tió y arru­gó la fren­te. Daba gra­cia verla— ¿Cómo son?

Le­van­té los hom­bros.

—Pe­que­ños —al mo­men­to re­con­si­de­ré mi es­tu­pi­dez.

—¿Son blan­cos o tie­nen man­chas?

—Creo que tie­nen unas man­chas gri­ses, no lo sé se­gu­ro —y em­pe­za­mos a andar por las ca­lle­jue­las abu­rri­das que iban a morir a la au­to­vía.

—Mi padre no per­mi­te que yo vaya a jugar a la fá­bri­ca —co­men­tó, y du­ran­te un rato quedó en si­len­cio. Es­ta­ba con­fun­di­da y no sabía qué hacer.

—Si quie­res puedo acom­pa­ñar­te.

—¿No se lo dirás a nadie?

—No tengo por qué ha­cer­lo —le­van­té la ca­be­za y res­pi­ré hondo. El cielo era de color pardo.

—En­ton­ces, vale. Iré si me los en­se­ñas.

Lle­ga­mos a la car­bo­ne­ra y em­pe­za­mos a subir por el gui­ja­rro­so te­rra­plén, que no era más que una ace­quia de al­can­ta­ri­lla­do. Ella no de­ja­ba de pre­gun­tar.

—¿De qué es el nido?

No res­pon­dí. Res­ba­lé con una mier­da de perro y por poco me rompo la cris­ma.

—¿Qué te ocu­rre? —pre­gun­tó cuan­do es­tu­vo a mi al­tu­ra.

—He tro­pe­za­do con una pie­dra. ¿Siem­pre ha­blas tanto?

—¿Es de barro o de ramas?

—¿El qué?

—El nido, bobo —gritó.

—De ramas —con­tes­té du­bi­ta­ti­vo.

Pa­re­ció de­silu­sio­nar­se. Cru­za­mos la ex­pla­na­da de tie­rra roja y ocre. Al lle­gar a la tapia apar­té la ma­le­za, de­jan­do lim­pio un hueco lo bas­tan­te ancho.

—Tú no di­jis­te que te­nía­mos que en­trar —ex­pre­só, pa­sán­do­se la mu­ñe­ca por la nariz.

—¿Quie­res o no quie­res ver el nido? —grité fu­rio­so.

Me em­pe­za­ba a har­tar tanta mo­ji­ga­te­ría y tan­tas pre­gun­tas ton­tas. Fui un poco brus­co, lo re­co­noz­co. Rosa quedó pa­ra­li­za­da, tor­ció las co­mi­su­ras de los la­bios, puso cara de com­pun­gi­da y em­pe­zó a llo­rar. Me acer­qué a ella y la abra­cé. Sentí un pu­ñe­ta­zo en el pecho y la san­gre que se ace­le­ra­ba.

—Vamos, deja de llo­rar y te en­se­ña­ré el nido —le su­su­rré al oído. La apre­té con­tra mi pecho.

—No puedo res­pi­rar —se quejó, re­vol­vién­do­se entre mis bra­zos. La solté, aun­que man­tu­ve mi mano sobre su hom­bro. Su pelo olía a co­lo­nia.

—Yo pa­sa­ré pri­me­ro —dije aga­chán­do­me y ga­tean­do hacia el in­te­rior.

La zona es­ta­ba su­mi­da en una ló­bre­ga pe­num­bra. Era un es­pa­cio irreal, en­vuel­to por un aire chato y opre­si­vo im­preg­na­do de hu­me­dad. Al poco rato nues­tros ojos co­men­za­ron a acos­tum­brar­se a la os­cu­ri­dad. Me cogió con fuer­za de la mano y em­pe­za­mos a andar por el cen­tro de las ca­lles, evi­tan­do los raí­les se­mi­en­te­rra­dos.

—¿Dónde está el nido? —pre­gun­tó im­pa­cien­te.

—Cerca —res­pon­dí de in­me­dia­to.

Dimos una vuel­ta hasta la se­gun­da calle y gi­ra­mos a la de­re­cha. Sara me dio una lec­ción sobre los tipos de hue­vos: re­don­dos, ova­la­dos, oblon­gos. Ha­bla­ba para su­perar el miedo. Luego ca­mi­na­mos un buen rato en si­len­cio. Yo tra­ta­ba de ex­pri­mir­me el ce­re­bro pen­san­do algún tema de con­ver­sa­ción, pero es­ta­ba en baja forma. Ta­ra­reé una can­ción y co­men­té lo os­cu­ro que es­ta­ba todo. Le ha­bla­ba en su­su­rros. No tenía la mí­ni­ma idea de lo que iba a su­ce­der. Las cosas lle­gan cuan­do tie­nen que lle­gar. De pron­to se de­tu­vo.

—¿Qué te ocu­rre? —pre­gun­té. La luz di­fu­sa y ce­tri­na de una fa­ro­la lle­na­ba el es­pa­cio de som­bras.

—Quie­ro vol­ver —in­di­có, arru­gan­do la nariz. Por un mo­men­to temí que vol­vie­ra a echar­se a llo­rar—. Aquí no hay ár­bo­les.

—¿Y qué? —pre­gun­té, le­van­tan­do los hom­bros. Puse mi mejor cara.

—Los nidos están en los ár­bo­les —ase­gu­ró hi­pan­do dos veces—. Aquí no hay ár­bo­les —su voz de­no­ta­ba de­cep­ción.

—No todos los pá­ja­ros usan los ár­bo­les—dije au­to­ri­ta­ria­men­te—. Las go­lon­dri­nas, no. Si quie­res pue­des vol­ver —dije, y le di la es­pal­da.

Sara em­pe­zó a andar a pasos cor­tos y dimos la vuel­ta al pa­be­llón de má­qui­nas hasta una pe­que­ña nave de la­dri­llo.

—¡Mira! —grité—. ¡Es aquí! —y entré. Fue como caer por un em­bu­do negro. La at­mós­fe­ra era muy es­pe­sa y gris. Es­cu­ché sus pasos a mi es­pal­da.

—No veo nada.

—Ten cui­da­do —mu­si­té, ex­ten­dien­do el brazo. Me cogió la mano. La suya es­ta­ba ca­lien­te. Se puso junto a mí.

—¿Dónde están los hue­vos? —res­pi­ró fuer­te por la nariz para evi­tar que le ca­ye­ran los mocos.

—Pobre niña tonta —mur­mu­ré. Luego forcé una son­ri­sa y le puse las manos sobre los hom­bros.

—¡Dé­ja­me! —aulló— ¡Me has men­ti­do! ¡Me has men­ti­do! —gri­ta­ba y llo­ra­ba al mismo tiem­po—. Se lo diré a mi madre y ella le con­ta­rá a la tuya y...

Traté de cal­mar­la. De todas for­mas, ella tenía de­ma­sia­do miedo para em­pe­zar a co­rrer por todo el re­cin­to en busca de la sa­li­da. Sabía que no había vuel­ta atrás.

—Le con­ta­ré a mi madre... —re­pi­tió vo­ci­fe­ran­do.

La aga­rré del pelo y tiré de él con fuer­za, hasta que el dolor la puso de ro­di­llas. Con la mano de­re­cha des­abro­ché mi bra­gue­ta, apar­té los cal­zon­ci­llos y saqué la picha: es­ta­ba erec­ta, dura, roja.

—¡Chú­pa­me­la! ¡Chú­pa­me­la como una puta negra!

La aga­rré por el co­go­te in­ten­tan­do acer­car sus la­bios a mi ca­pu­llo. Giró la cara y lo rozó con su me­ji­lla. No hizo falta más. Un cho­rro de leche bañó su cara y el pla­cer huyó por mis ex­tre­mi­da­des. Se puso his­té­ri­ca e in­ten­tó ara­ñar­me. No sabía qué hacer y du­ran­te unos se­gun­dos lo vi todo rojo. Cogí una pie­dra y la gol­peé: la san­gre brotó a bor­bo­to­nes. Ella quedó ten­di­da en el suelo, con la ca­be­za apo­ya­da sobre su hom­bro. La cogí por el es­co­te del ves­ti­do e in­ten­té po­ner­la en pie, pero los bo­to­nes de la blusa no re­sis­tie­ron y cayó a plomo con­tra la pared, donde re­ci­bió otro golpe en la ca­be­za. Vi aque­llas tetas desea­das, car­nes de cla­ri­dad y som­bra, per­fi­la­das por el con­tra­luz de la pe­num­bra, en­ce­rra­das por el sos­tén. Pa­re­cía un tí­te­re. Me asus­té. La cogí por los so­ba­cos y la arras­tré hasta la puer­ta del anexo. No re­cuer­do mucho más. Le­van­té el jer­sey, le lim­pié la cara y lo tiré. En esos mo­men­tos no pensé en nada... todo es­ta­ba de­ma­sia­do os­cu­ro. Es­ta­ba fu­rio­so con­mi­go mismo. ¡Qué ex­pe­rien­cia tan pa­té­ti­ca! Crucé co­rrien­do el re­cin­to hasta el bo­que­te, salí al par­que y seguí por una de las ca­lle­jue­las. No que­ría ser visto por nadie. Tenía la ca­mi­sa sal­pi­ca­da de san­gre, los pan­ta­lo­nes man­cha­dos de barro y las manos prin­go­sas de mi pro­pio semen.

Lle­gué a la ga­so­li­ne­ra y pude asear­me un poco en la fuen­te. Luego me senté junto a uno de los dis­pen­sa­do­res, que tenía la man­gue­ra en­re­da­da a una grue­sa ca­de­na. In­ven­ta­ría al­gu­na ex­cu­sa. Algo así como que un com­pa­ñe­ro de clase se gol­peó la nariz y em­pe­zó a san­grar a cho­rros. Mamá lo cree­ría. Tal vez no di­je­ra nada e in­ten­ta­ra lavar las ropas yo mismo. No pa­re­cía di­fí­cil. De mo­men­to las es­con­de­ría en algún lugar donde no las pu­die­sen en­con­trar. Sen­tía que es­ta­ba den­tro del mundo y, a la vez, al mar­gen del mismo; lo más mo­les­to, era aque­lla sen­sa­ción de irrea­li­dad que in­va­día a olea­das mis pen­sa­mien­tos. Des­pués ya me en­car­ga­ría de eso.

Aque­lla noche cené poco y fui di­rec­to a la cama. Tardé en dor­mir­me y, cuan­do lo hice, tuve un sueño agi­ta­do por la pre­sen­cia de unos la­bios rojos y una car­no­sa len­gua que sur­gía de la cara de Sara.

Lo único que me preo­cu­pa ahora es ese es­tu­dio que quie­re ha­cer­me el co­mi­sa­rio... nunca me gus­ta­ron los pin­cha­zos de las in­yec­cio­nes.

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