https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Relatos cortos Fabulaciones

El legado

Héctor Lisonje
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink

Nadie se lo quiso decir en vida; o mejor dicho, nadie se lo supo decir como él me­re­cía, con ese ritmo de­li­ca­do, con esa vir­tud del tono y esa im­pres­cin­di­ble pa­cien­cia. Y yo menos aún, por­que tenía mo­ti­vos fun­da­men­ta­les para ca­llar, por­que sos­pe­cha­ba que mi vida y mi ilu­sión de­pen­dían de que no lle­ga­ra a sa­ber­lo. ¡Se pa­re­cía tanto fí­si­ca­men­te mi tío a Flau­bert, y era, por lo demás, tan in­vo­lun­ta­rio y ac­ci­den­tal el pa­re­ci­do y tan iras­ci­ble su ca­rác­ter! Dos ros­tros ge­me­los hu­mil­de­men­te aso­cia­dos por los es­pe­jos de todo un siglo. Un siglo de os­cu­ri­da­des, de dis­tan­cias, de pa­la­bras, de luces poco a poco re­bo­ta­das para ama­sar de nuevo el mismo ros­tro so­ber­bio y tu­te­lar, la misma ma­ne­ra in­so­len­te y des­con­fia­da de en­ca­rar la tras­cen­den­cia. Eran igua­les, na­ci­dos de la ca­sua­li­dad, vien­tre de lo im­po­si­ble. Ahora, los dos están muer­tos.

Había algo que me irri­ta­ba pro­fun­da­men­te en ese pa­re­ci­do. No le en­con­tra­ba jus­ti­fi­ca­ción po­si­ble y para mí jamás fue cues­tión pa­cí­fi­ca. Un pre­ten­di­do li­te­ra­to como yo sen­tía como un agra­vio el hecho de que mi tío ile­tra­do hu­bie­ra sido re­ves­ti­do de ese don fas­ci­nan­te. Ca­li­fi­co a mi tío de ile­tra­do por­que nunca leyó un libro, por­que nunca le vi es­cri­bir otra cosa que los pe­di­dos de su za­pa­te­ría. To­ma­ba sus notas sobre los arru­ga­dos pa­pe­les de seda que en­vuel­ven los za­pa­tos en el in­te­rior de las cajas, pero me es for­zo­so des­ta­car que siem­pre lo hizo con ca­li­gra­fía no­ta­ble; como si con la mera per­fec­ción de esos tra­zos qui­sie­ra com­pen­sar sus mu­chas ca­ren­cias cul­tu­ra­les, cada vez que se le veía trans­cri­bir el en­car­go de un clien­te pa­re­cía que es­ta­ba fir­man­do un tra­ta­do de paz o re­dac­tan­do los pá­rra­fos fi­na­les e inú­ti­les e in­ten­sa­men­te pa­té­ti­cos de una tu­mul­tuo­sa carta de amor.

Pero yo no re­pa­ra­ba en nada de todo esto, o, si even­tual­men­te lo hacía, no in­ter­pre­ta­ba esos es­fuer­zos otor­gán­do­les su justa re­le­van­cia. Por­que, aun­que no supe juz­gar­los en la forma de­bi­da, no fal­ta­ban in­di­cios de crea­ti­vi­dad en su exis­ten­cia, y esa ce­gue­ra en par­ti­cu­lar sí me es impu­table. Ese y otros sig­nos de ta­len­to, si­quie­ra par­cia­les, no ate­nua­ban mi mo­les­tia. Su za­pa­te­ría, por ejem­plo, es­ta­ba ha­bi­ta­da por una at­mós­fe­ra de cuen­to, y los za­pa­tos sa­lían de su tra­ba­jo ar­dien­tes y pre­cio­sos como si los hu­bie­ra rein­ven­ta­do en lugar de re­pa­rar­los. No coin­ci­dían ni en el color ni en la forma con aque­llos que unos días antes le ha­bían en­tre­ga­do acom­pa­ña­dos de ins­truc­cio­nes de re­fac­ción más o menos pre­ci­sas. Los pro­pie­ta­rios los re­co­gían asom­bra­dos, o mo­les­tos, o sin­ce­ra­men­te agra­de­ci­dos por la evo­lu­ción. Mi tío, sin em­bar­go, no apre­cia­ba trans­for­ma­ción al­gu­na y afir­ma­ba que los veía igua­les. Su magia de es­cri­tor se­guía en­tran­do en las cosas co­mu­nes para trans­fi­gu­rar­las, pero él se ne­ga­ba a aca­tar con nor­ma­li­dad ese poder. Yo se lo se­ña­la­ba una y otra vez por­que en el fondo pre­fe­ría es­ti­mu­lar­le a con­ti­nuar la prác­ti­ca de esas enig­má­ti­cas mu­ta­cio­nes en el cal­za­do a la te­mi­ble po­si­bi­li­dad de que se en­ca­mi­na­ra se­ria­men­te hacia el arte su­pe­rior de la li­te­ra­tu­ra. ¡Ton­te­rías, los za­pa­tos nunca cam­bian!, re­pli­ca­ba mi pobre tío con acen­to va­ga­men­te fran­cés.

Me es­tre­me­cía y ex­tra­ña­ba oírle ha­blar con ese acen­to. Nunca apren­dió el idio­ma, nunca había es­ta­do en Fran­cia pese a que du­ran­te la gue­rra civil hu­bie­ra re­co­rri­do mu­chas zonas fron­te­ri­zas del norte de Es­pa­ña. Luego, al aca­bar la gue­rra, su vida ins­tin­ti­va­men­te aza­ro­sa per­dió su ca­rác­ter he­roi­co y, sin el pre­tex­to de la va­len­tía, ya no tuvo a donde ir. Re­gre­só al pue­blo como se re­gre­sa a un amor des­car­ta­do por una ju­ven­tud de en­sue­ños pero con­ve­nien­te para una ma­du­rez de reali­da­des. Su co­ra­zón era el mismo, pero sos­pe­cho que ya no lo con­mo­vie­ron las mis­mas cosas. Había vi­vi­do toda su vida, ago­ta­do el total de sus ex­pe­rien­cias, en el pe­rio­do de unos pocos años, y a su pulso rudo y hu­mil­de ya sólo se le im­po­nía la tarea de so­bre­vi­vir. Con todo, ase­gu­ra­ba que la gue­rra no su­pu­so para él una toma de con­cien­cia de­fi­ni­ti­va, que tanto den­tro como fuera de ella la vida era algo ab­sur­do y do­lo­ro­so. Mos­tra­ba las he­ri­das sin or­gu­llo, le­van­tán­do­se li­ge­ra­men­te la ca­mi­sa cuan­do al­guien se lo pedía: tam­bién mos­tra­ba sin va­ni­dad el ros­tro can­sa­do. Un ba­la­zo en el fémur le re­por­ta­ba el in­se­pa­ra­ble bas­tón de su ele­gan­cia, el pres­ti­gio de una co­je­ra que re­cor­da­ba ávi­da­men­te la ma­lo­gra­da causa de la jus­ti­cia. Con­ser­va­ba de las trin­che­ras su pre­di­lec­ción por la in­vi­si­bi­li­dad y la pa­cien­cia, por los es­pa­cios ce­rra­dos y pro­te­gi­dos. Pero él ape­nas re­co­no­cía esas se­cue­las, del mismo modo que no re­co­no­cía su pa­re­ci­do con Flau­bert.

Por suer­te, casi nadie en el pue­blo co­no­cía el ros­tro de Flau­bert. Esa ig­no­ran­cia cal­ma­ba mis te­mo­res, por­que con­tri­buía a des­ar­ti­cu­lar el ries­go de com­pa­ra­cio­nes, y con ello de­caían a un tiem­po la ad­mi­ra­ción o la en­vi­dia que pu­die­ra sus­ci­tar un ros­tro ilus­tre cir­cu­lan­do entre ve­ci­nos que sen­ti­rían su pre­sen­cia como una ofen­sa a su in­fe­rio­ri­dad o una ben­di­ción a su mo­des­tia. En cam­bio, sos­pe­cho que al­guno de ellos, tal vez uno de sus pocos ami­gos, debía de haber des­cu­bier­to la iden­ti­dad entre Flau­bert y mi tío: di­fí­cil ima­gi­nar que pu­die­ran pasar inad­ver­ti­das las mis­mas pa­ti­llas, el mismo bi­go­te, los mis­mos ojos vi­drio­sos flo­tan­do en el plano de la in­mor­ta­li­dad, los mis­mos tra­jes, que pa­re­cían arre­ba­ta­dos a un sun­tuo­so fan­tas­ma de aquel tiem­po, la exas­pe­ra­da dig­ni­dad de la ex­pre­sión, el pecho am­plio de la res­pi­ra­ción or­gu­llo­sa, el hondo juego de con­tra­pe­sos que ver­te­bra­ba el porte de un ma­gis­te­rio uni­ver­sal. En cual­quier caso, todos cuan­tos acer­ta­ron a dis­cer­nir la se­me­jan­za y aun así des­de­ña­ron la ten­ta­ción de di­fun­dir­la, por pocos que fue­ran, die­ron mues­tras de una dis­cre­ción asom­bro­sa que no hu­bie­ra sido capaz de agra­de­cer­les. In­clu­so en el seno de la fa­mi­lia, donde ese pa­re­ci­do era un hecho ad­mi­ti­do, de­ba­ti­do y re­suel­to, tam­bién se res­pe­ta­ba, para mi ali­vio y mi sal­va­ción, ese irra­cio­nal pacto de si­len­cio. Nunca nadie le habló de Flau­bert. Y mi tío, cada día más Flau­bert, aden­trán­do­se de la mano de los años en las ma­ra­vi­llas de la si­me­tría y el pa­re­ci­do, nunca dijo nada.

Pero la au­sen­cia de co­men­ta­rios entre la gente del pue­blo no se podía atri­buir ex­clu­si­va­men­te a la ig­no­ran­cia ge­ne­ra­li­za­da de la ima­gen de Flau­bert. Tam­po­co eran de­ma­sia­dos los que co­no­cían el ros­tro de mi tío. Sus há­bi­tos, re­ce­lo­sos y so­li­ta­rios, lo ale­ja­ban de toda com­pli­ci­dad. Salía a pa­sear muy tem­prano, aún de noche, des­cri­bien­do tra­yec­to­rias cor­tas y cir­cu­la­res por un ca­mino de ála­mos que ilu­mi­na­ban fa­ro­las de pe­sa­di­lla, y cuan­do re­gre­sa­ba a la za­pa­te­ría tras la breve ca­mi­na­ta to­da­vía no había ter­mi­na­do de salir el sol. Abría la puer­ta como si se es­tu­vie­ra ro­ban­do a sí mismo, con el mayor si­gi­lo para no des­per­tar un sa­lu­do, para no in­vo­car una cu­rio­si­dad. Todas las tar­des en­gra­sa­ba la ce­rra­du­ra para que un ruido inopor­tuno no per­tur­ba­ra con esas tra­bas los es­fuer­zos de su in­de­pen­den­cia. Ya no aban­do­na­ba el ne­go­cio du­ran­te todo el día, hu­bie­ra o no en­car­gos, aun­que su vo­lu­men de tra­ba­jo era muy es­ca­so en los úl­ti­mos tiem­pos por­que se ex­ten­dió el rumor de que ya no veía bien, de que algo es­ta­ba des­gas­tan­do su vista y de que pe­ga­ba pun­ta­zos que des­com­po­nían las botas o que las ha­cían inu­ti­li­za­bles y do­lo­ro­sas. Me amar­ga­ba ima­gi­nar que ese ré­gi­men de vida ri­gu­ro­so y apar­ta­do y ese que­bran­to de sus ojos res­pon­die­ran a las exi­gen­cias abru­ma­do­ras y cre­cien­tes de una obra se­cre­ta. Me pre­gun­ta­ba con te­rror si es­cri­bía, si había des­cu­bier­to el pa­re­ci­do, si de algún modo Flau­bert imi­ta­ría a Flau­bert. ¿Dónde que­da­rían mis pro­pias am­bi­cio­nes como es­cri­tor si mi tío, miem­bro de ese ho­rri­ble es­pe­jo de uno mismo que es la fa­mi­lia, se ejer­ci­ta­ba día y noche en una as­pi­ra­ción análo­ga? ¿Qué sería de mi vida si la única jus­ti­fi­ca­ción de mis fra­ca­sos y mis es­pe­ras su­cum­bía a los ri­go­res de una com­pe­ten­cia tan sen­sa­cio­nal? ¿Adón­de iría a bus­car con­sue­lo, en qué te­rreno no­ve­do­so para mi ima­gi­na­ción e in­con­ce­bi­ble para mi so­le­dad ha­bría de ex­plo­rar mis tre­guas y con­cer­tar mis com­pa­sio­nes en el caso de pu­bli­car­se una sola de sus ten­ta­ti­vas que, por fugaz e im­per­fec­ta que fuera, su­pe­ra­ría de forma dra­má­ti­ca mis cons­truc­cio­nes li­te­ra­rias más es­cru­pu­lo­sas, que yo sabía malas y la­bo­rio­sa­men­te su­per­fi­cia­les (es decir, he­chas de mera apa­rien­cia, de pro­fun­di­dad pres­ta­da por jue­gos de pers­pec­ti­va y no de es­tric­ta in­ven­ción), pero que solía de­pu­rar de sus mu­chas po­bre­zas idean­do in­men­sos apa­ra­tos jus­ti­fi­ca­to­rios que acaso cons­ti­tu­ye­ran con el paso del tiem­po y la es­te­ri­li­dad mi obra más fiel y la más pre­ci­sa pro­yec­ción de mi alma, y que las más de las veces se re­sol­vían en tesis que acu­dían a la ex­cu­sa del bo­ce­to, del pro­yec­to par­cial, pre­sen­tan­do mis tra­ba­jos como los ele­men­tos frag­men­ta­rios y pe­re­zo­sos, pero sin cesar in­ci­pien­tes, de una por­ten­to­sa obra eter­na­men­te fu­tu­ra? Con esa obra mag­ní­fi­ca lo­gra­ba em­bau­car mi pre­sen­te me­dio­cre, con esa pro­yec­ción ru­ti­na­ria de un yo im­po­si­ble y re­mo­to me sal­va­ba de ad­mi­tir la prue­ba ago­ta­do­ra de mi inep­ti­tud. Pero, tan pron­to me aco­sa­ban con una nueva duda (que un gesto inocen­te de mi tío bas­ta­ba para re­vi­ta­li­zar por­que mi res­que­mor in­ter­pre­ta­ba como agra­vios los si­len­cios y como prue­bas las pa­la­bras), solía re­pren­der en mí mismo estas ideas ver­gon­zo­sas, por­que, arre­pen­ti­do de mi atre­vi­mien­to y de su más que hu­mi­llan­te mo­ti­va­ción, re­cor­da­ba de golpe, abo­chor­na­do, que mi tío, a salvo de aque­lla rara ha­bi­li­dad para la ca­li­gra­fía, era casi anal­fa­be­to.

Llegó la pri­ma­ve­ra y mi tío murió se­ño­rial­men­te, sin llan­tos aje­nos ni sú­pli­cas pro­pias. Ni los se­dan­tes ni los ro­sa­rios es­ta­ban di­se­ña­dos para su for­ta­le­za, y a las diez de la noche re­pu­dió la ex­tre­maun­ción con un ma­no­ta­zo se­mi­in­cons­cien­te que hizo sal­tar el cru­ci­fi­jo desde las manos del sa­cer­do­te hasta el suelo, donde el cris­to de bron­ce se se­pa­ró de la cruz con un so­ni­do de blas­fe­mia. A pesar de ese in­ci­den­te, me con­for­tó que en su ac­ti­tud no se tras­lu­cie­ra la in­quie­tud pro­pia de quien deja con­tra su vo­lun­tad una obra in­con­clu­sa. Lo veía apa­ci­gua­do, con­for­me, en ese nivel de con­sen­ti­mien­to hacia el pa­sa­do que nos acer­ca sua­ve­men­te al ol­vi­do y al per­dón. Todos los que le ro­deá­ba­mos nos sen­tía­mos ex­tre­ma­da­men­te pe­que­ños, como si hu­bié­ra­mos asis­ti­do a la ago­nía tran­qui­la y viril de un gi­gan­te. «Ha muer­to Flau­bert», dijo uno de sus her­ma­nos mien­tras me ponía una mano en el hom­bro. «Ha vuel­to a morir», dije yo para no des­per­di­ciar una oca­sión de in­ge­nio, mien­tras con­tem­pla­ba el blan­co cuer­po in­mó­vil y el ros­tro se­reno de ese an­ciano ad­mi­ra­ble que había re­sis­ti­do sin una queja los chan­ta­jes del dolor.

Un mes des­pués, a las nueve de la ma­ña­na del 5 de junio de 1980, re­ci­bí una lla­ma­da te­le­fó­ni­ca. Se tra­ta­ba del no­ta­rio que había otor­ga­do los actos de la su­ce­sión; me no­ti­fi­có que había sido be­ne­fi­cia­do con el le­ga­do de un libro y de unos vie­jos car­tu­chos de mu­ni­ción y de un fusil de gue­rra. «Unos días antes de fa­lle­cer me dictó su vo­lun­tad de fa­vo­re­cer­lo con esas man­das que, aun­que pa­rez­can de es­ca­so valor eco­nó­mi­co, son en ver­dad mag­ní­fi­cas. El fusil es una pieza de museo que pesa en los bra­zos como to­ne­la­das de his­to­ria, como un si­len­cio­so mar­gen de sen­ti­mien­to y re­bel­día; la mu­ni­ción, que ya no se fa­bri­ca y que por la mala ca­li­dad del metal se ha de­te­rio­ra­do en ex­ce­so, su­gie­re lu­chas an­ti­quí­si­mas, como de un hom­bre li­ti­gan­do con su pro­pio des­tino; pero, por en­ci­ma de lo an­te­rior, créa­me cuan­do le digo que el libro no es un libro común», me ad­vir­tió el no­ta­rio con una ex­ci­ta­ción algo inex­pli­ca­ble, «no un libro cual­quie­ra es­cri­to por al­guien cual­quie­ra, sino un libro es­cri­to por él mismo. Está des­en­cua­der­na­do, un ma­nus­cri­to de des­or­de­na­das hojas suel­tas, aun­que más que de fo­lios con­ven­cio­na­les está com­pues­to de pa­pe­les arru­ga­dos y tras­lú­ci­dos de esos que sir­ven para...» El no­ta­rio calló un ins­tan­te, re­ajus­tan­do la voz y es­co­gien­do el tono que con­ve­nía a su fun­ción. «Dis­cul­pe la in­tro­mi­sión», pro­si­guió re­ba­jan­do el én­fa­sis ini­cial, «pero su tío guar­da­ba un pa­re­ci­do so­bre­co­ge­dor con... Por eso el libro se me an­to­ja cru­cial, algo cier­ta­men­te de­fi­ni­ti­vo en nues­tras vidas.» Hubo unos se­gun­dos de si­len­cio du­ran­te los que volví a sen­tir toda la pre­sen­cia atroz del pa­re­ci­do ame­na­zan­do la coar­ta­da co­bar­de de mi vul­ga­ri­dad. Con­si­de­ra­da al mar­gen de mi in­te­rés, la no­ti­cia que me ofre­cía era for­mi­da­ble, y des­pués de todo no podía re­pro­char al no­ta­rio, hom­bre ins­trui­do, que ob­ser­va­ra esa ac­ti­tud exal­ta­da. A ambos nos tor­tu­ra­ba la cu­rio­si­dad, ambos éra­mos cons­cien­tes, aun­que por mo­ti­vos bien dis­tin­tos, de la ex­tra­or­di­na­ria re­le­van­cia del acon­te­ci­mien­to. Yo con­ti­nué sin pro­nun­ciar pa­la­bra. «No puedo exa­mi­nar el con­te­ni­do del libro hasta que usted venga», me rogó con una voz que tem­bla­ba en el vacío de la línea. «Ade­más, he de in­for­mar­le del ha­llaz­go com­ple­men­ta­rio, entre las es­ca­sas po­se­sio­nes de su tío, de una fo­to­gra­fía de ma­du­rez de Gus­ta­ve Flau­bert, que, a mi pa­re­cer, había sido re­cor­ta­da re­cien­te­men­te de un libro por­que sus bor­des irre­gu­la­res...» «Iré de in­me­dia­to», in­te­rrum­pí fi­nal­men­te, y, con un gesto de ira, col­gué antes de que pu­die­ra aña­dir nada más. Me pasé la mano in­cré­du­la por la cara, por la fren­te, por el pelo, y al mo­men­to me en­con­tré llo­ran­do de­ses­pe­ra­do, dos dedos de la mano de­re­cha apre­tan­do los la­gri­ma­les en torno a la nariz en­ro­je­ci­da, un bal­bu­ceo de pro­tes­tas, una in­ju­ria atro­na­do­ra hacia el no­ta­rio, una mal­di­ción ape­nas mu­si­ta­da pero mu­chas veces re­pe­ti­da hacia mi tío. Mojé un pa­ñue­lo, me lo puse en la nuca, me tendí en el sofá tras ser­vir­me un whisky y li­be­rar la en­can­ta­do­ra ser­pien­te de un jazz que me fue res­tre­gan­do su es­pon­ja re­la­jan­te por el sudor de las sie­nes y el llan­to de las me­ji­llas. Pa­sa­ron los mi­nu­tos, las horas. A mi al­re­de­dor sólo había el humo del ci­ga­rro re­cién en­cen­di­do le­van­tan­do di­bu­jos en la os­cu­ri­dad, la in­ci­pien­te bo­rra­che­ra tras el vaso por cuar­ta vez vacío, el si­len­cio del jazz ex­tin­gui­do y no re­pues­to. Me tran­qui­li­cé por medio de esas tram­pas del au­to­do­mi­nio que nos su­gie­ren que somos más fuer­tes de lo que somos y, poco a poco, me quedé muy quie­to, ful­mi­na­do, casi dur­mien­do. Temía po­ner­me en pie, como si la culpa y el odio que sen­tía pu­die­ran aplas­tar­me. Entre sue­ños com­pren­dí que no acu­di­ría a la cita, que en los días si­guien­tes trans­mi­ti­ría al no­ta­rio mi deseo de re­cha­zar el le­ga­do. Ni si­quie­ra so­pe­sa­ba la po­si­bi­li­dad de tener ese libro abo­mi­na­ble en las manos, de tomar con­tac­to con él, menos aún de acep­tar­lo en de­pó­si­to a tí­tu­lo de mero de­ten­ta­dor mien­tras se di­ri­mían las pre­vi­si­bles dispu­tas sobre los bie­nes he­re­di­ta­rios. Su po­se­sión me en­ve­ne­na­ría el alma, de­gra­da­ría de un plu­ma­zo todos mis tex­tos con el es­ta­ble­ci­mien­to de su in­con­tras­ta­ble ideal. Con­ser­var ese libro sin abrir du­ran­te años, re­le­gar­lo a la con­di­ción de tras­to en un cajón del ar­ma­rio, me­tó­di­ca­men­te se­pul­ta­do entre otros ob­je­tos por el ho­rror a tro­pe­zar con él una de esas tar­des de abu­rri­mien­to en que las cosas vie­jas nos lla­man a la re­ca­pi­tu­la­ción y a la ter­nu­ra, era algo del todo in­to­le­ra­ble.

Al cabo de unos días, de­vol­ví la lla­ma­da al no­ta­rio para ma­ni­fes­tar­le que no me in­tere­sa­ba ha­cer­me cargo del libro. «Ya lo abrí, lo he leído y es sen­ci­lla­men­te...», con­tes­tó con an­sie­dad cul­pa­ble, y yo, tras in­ter­cep­tar el des­me­su­ra­do ad­je­ti­vo y agre­gar im­pro­vi­sa­da­men­te que, por el con­tra­rio, sí había de­ci­di­do acep­tar el fusil y la mu­ni­ción, le volví a col­gar justo antes de que re­tor­na­ra a la car­ni­ce­ría del dic­ta­men. Res­pi­ran­do en­tre­cor­ta­da­men­te, con el vello de punta, como si la muer­te me aca­ba­ra de ha­blar en su­su­rros acer­ca de la enor­me pro­ba­bi­li­dad de un en­cuen­tro pró­xi­mo, di una vuel­ta por la ha­bi­ta­ción cam­bian­do ma­qui­nal­men­te cosas de lugar, mo­vien­do ob­je­tos y ar­man­do ade­ma­nes al com­pás del su­fri­mien­to. A pesar de la ra­pi­dez con que me des­hi­ce de la co­mu­ni­ca­ción, me había dado tiem­po a notar las lá­gri­mas res­ba­lan­do por su voz ha­bi­tual­men­te tan mansa y ju­rí­di­ca, lá­gri­mas de agra­de­ci­mien­to, de pla­cer y de pie­dad. Esa cir­cuns­tan­cia me bas­ta­ba para asen­tar­me en la idea de que mi tío había cul­mi­na­do una obra ex­cep­cio­nal. Lá­gri­mas del no­ta­rio que, por otra parte, coin­ci­dían en mi mente con la pa­ra­di­sía­ca ima­gen del fusil que muy pron­to sería mío. Apa­ci­gua­do por la tran­si­to­ria ab­so­lu­ción que me brin­da­ba esa ex­pec­ta­ti­va, pasé toda la tarde deam­bu­lan­do por mis vie­jos tex­tos como si ca­mi­na­ra por un te­ja­do in­se­gu­ro en el que, tras mi paso du­bi­ta­ti­vo, fue­ran chi­llan­do las ma­de­ras y el polvo de in­nu­me­ra­bles hue­cos y des­plo­mes, le­yén­do­los como eran y no como jamás se­rían, ba­ta­llan­do sin re­pa­ros con­tra su in­sol­ven­cia mor­tal, re­cor­dan­do ya sin ren­cor a mi tío, el viejo za­pa­te­ro, re­cor­dan­do a Flau­bert y su pa­re­ci­do pro­di­gio­so con el es­cri­tor ge­nial que había re­sul­ta­do ser san­gre de mi san­gre sin ser yo mismo, pen­san­do en lo ma­ra­vi­llo­sos que se­rían por fin el mundo y la vida cuan­do tu­vie­ra entre las manos ese fusil en­tra­ña­ble des­ti­na­do desde siem­pre a hacer jus­ti­cia.

Tabla de información relacionada
Copyright ©Héctor Lisonje, 2008
Por el mismo autor RSS
Fecha de publicaciónMayo 2008
Colección RSSFabulaciones
Permalinkhttps://badosa.com/n305
Opiniones de los lectores RSS
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)