Aunque él no lo sabía —no era tan maniático como para llevar esa cuenta—, acababa de iniciar el recorrido número novecientos treinta y cuatro desde su lugar de trabajo hasta su casa. Era una tarde de primavera especialmente luminosa y alegre, y sin embargo inició su andadura con una preocupación difusa, pastosa, algo indefinido que bullía en su cabeza y le impedía disfrutar plenamente de aquel atardecer esplendoroso.
Tenía por delante unos seiscientos metros de camino, toda una larga calle recta con un corto giro final a la derecha. Al principio la calle descendía suavemente, sin que ese ligero desnivel hiciese perder la sensación de rectitud. La hilera de árboles avanzaba con monotonía, y los coches en la calzada y la gente en las aceras trazaban más líneas rectas que se unían a la de los árboles y a la de la propia calle.
Aproximadamente cinco minutos después de salir llegó a las puertas de la cafetería Pomares y entró en ella, como todos los días laborables, a tomarse un café. Un escueto «buenas tardes» fue suficiente para que el camarero se dispusiese a servirle su bebida. Él esperó sentado en un taburete y apoyado en la barra mientras inspeccionaba con ojos de experto el local casi vacío. Un par de habituales, seis o siete desconocidos absolutamente irrelevantes y sobre todos ellos una bellísima y exuberante mujer al otro extremo de la barra. Se demoró algo más de lo normal en poner el azúcar y disolverlo porque mientras lo hacía seguía mirando insistentemente a aquella mujer.
Cuando se llevó la taza a los labios notó una clara presión en la entrepierna. En esas ocasiones, cuando le llegaba la consciencia de tener algo vivo en aquella parte de su cuerpo, siempre sentía una especie de inquietud, un desconsuelo al darse cuenta del poco dominio que tenía sobre aquel crecimiento. Imaginaba un émbolo automático o manejado por alguien que desde luego no era él, bombeando a través de sus tejidos, sin su permiso, unos fluidos gomosos y arcaicos, fabricados con la materia del tiempo y destinados a poner en perfecto estado de revista un órgano que él apreciaba pero que no acababa de sentir como totalmente suyo. Aquella tarde, ese sentimiento de extrañeza no hizo sino aumentar la desazón que ya lo acompañaba desde que salió del trabajo.
Pagó el café y volvió a la calle acompañado aún por aquella tirantez inmanejable y preguntándose cuántos émbolos pondría en funcionamiento en una jornada normal la mujer que había dejado en la barra.
Por alguna razón que no alcanzaba a vislumbrar, el siguiente tramo de su itinerario permanecía perfectamente medido en su memoria. Cincuenta y dos pasos, ni uno más ni uno menos, desde el Pomares hasta el quiosco de prensa. Alguna vez tuvo que contabilizarlos, pero él no recordaba cuándo. Y sin embargo, esos cincuenta y dos pasos se ajustaban todos los días, con una exactitud ligeramente irritante, al espacio que mediaba entre la cafetería y el quiosco. Entonces recordó un incidente, muy lejano en el tiempo, que sin duda guardaba algún parentesco con la medición misteriosa de aquella distancia. Hacía ya muchos años, en una noche de verano refrescada por la tormenta, fumaba hierba con unos amigos. Estaban en una habitación de alguna casa. De repente, sin mediar tiempo ni desplazamiento alguno, se encontró en un balcón de esa misma casa contemplando las estrellas. Unos segundos, unos minutos —o quién sabe si unas horas— de su vida habían desaparecido para siempre de su memoria arrastrados hacia el olvido, seguramente por la corriente de humo que circulaba por su cerebro. Estaba en el balcón, pero no sabía qué pasos lo habían llevado hasta allí. Igual que ahora sabía cuántos pasos medía una distancia que no recordaba haber medido.
Llegó hasta el quiosco y compró el periódico. Echó una ojeada a la primera página. «El Banco Central Europeo sube los tipos de interés un 0,25 por ciento» era la noticia destacada de portada. Después, varias noticias menores con igual categoría tipográfica: «Decenas de muertos en un choque de trenes en la India», «Asalto a una sucursal del BBVA por el procedimiento del butrón» y «Una vidente de Camas asegura recibir visitas de la Virgen».
El sonido de una sirena hizo que levantara la vista. Abriéndose paso a través del denso tráfico de la tarde, una ambulancia se afanaba en seguir su camino.
«No llegará al hospital», dijo el médico mirando el rostro descompuesto del hombre que yacía en la camilla. Él seguía con el periódico en la mano, encandilado por la luz intermitente de la ambulancia que se alejaba. El enfermo, o accidentado, quién sabe, permanecía tumbado en su camilla flotando entre dos mundos y ajeno por completo a todo el revuelo que estaba levantando. Quizá había sufrido un infarto, quizá lo había atropellado un automóvil, quizá había intentado suicidarse arrojándose desde un sexto piso. «No aguantará hasta el hospital», pensó ahora para sí el médico. Su mujer no sabe nada, o el conductor que lo atropelló se ha dado a la fuga, o quizá varios transeúntes todavía no se han repuesto del susto que les produjo su caída desde el sexto piso. El corazón es muy traicionero, o es que van como locos, o simplemente, qué barbaridad. La ambulancia estaba ya muy lejos y él seguía mirando sus destellos.
Cuando se alejó del quiosco camino de su casa comenzaba a aparecer el color púrpura en el cielo. Las nubes se añadían a la perspectiva de la calle de modo que las líneas de arriba y las de abajo unían sus pasos para confluir en un mismo punto, lejano e inaprensible. Microcosmos y macrocosmos, pensó, sin saber por qué, y volvió a sentir aquella punzada de desasosiego que había olvidado durante unos instantes.
El alumbrado público iba encendiéndose laboriosamente, poco a poco, las luces de los escaparates, de las casas. Siguió su camino recto, la floristería, el portero con la enorme mancha en el cuello y en la cara, el semáforo que ningún conductor respetaba, la iglesia. Se detuvo ante uno de los escaparates. Mientras miraba, un reflejo que recordaba lejanamente la figura de un hombre pasó por el cristal, ante sus ojos. El reflejo siguió su camino por la acera, desandando el camino que él ya había andado y entró en un portal. Esperó a que llegara el ascensor, subió en él y pulsó el botón del cuarto piso. Cuando iba por el segundo se dio cuenta de que había olvidado las llaves de la casa en el coche.
Él vio otros reflejos, otras sombras que seguramente no habían olvidado ninguna llave en ningún coche, o quizá sí, quizá todas iban dejándose las llaves en los coches, unas un día, otras otro día, en un despiste aleatorio y repetitivo, en una desmemoria que cubría el infinito.
El tiempo circular, pensó, el eterno retorno, y supo que no se sorprendería en absoluto si ahora apareciese frente a él, caminando, acercándosele, la mujer del bar. Ni se sorprendería de que la distancia entre el bar y el quiosco del microcosmos coincidiese con la distancia entre el bar y el quiosco del macrocosmos.
Giró a la derecha y llegó hasta su portal. Al salir del ascensor, cuando ya iba a introducir la llave en la cerradura, reconoció por fin la causa de la inquietud que lo acompañaba: desde que salió del trabajo, durante todo el trayecto hasta su casa, y aún ahora, estaba absolutamente perdido.
Copyright © | Juan Carlos Montilla, 2007 |
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Fecha de publicación | Marzo 2008 |
Colección | Fabulaciones |
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