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Bienvenidas las sombras

Pilar Romano
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Todas las ma­ña­nas, al des­per­tar­se, abra­za­ba con fuer­za la al­moha­da y le pa­re­cía que pro­vo­ca­ba algo así como una pí­ca­ra nube de pol­vi­llo as­tral. Se sen­tía ca­ren­te de pa­sa­do, en­fren­ta­da ex­clu­si­va­men­te a la línea del­ga­da de la in­me­dia­tez, al punto de que para sen­tir cier­ta año­ran­za, en los días de sa­li­da iba a la es­ta­ción de fe­rro­ca­rril; los tre­nes saben pro­vo­car por sí mis­mos inexo­ra­ble nos­tal­gia.

Sin em­bar­go, cada ma­ña­na se acer­ca­ba a la ven­ta­na y daba gra­cias a Dios jun­tan­do las pal­mas de la mano sobre los pe­chos, que se aso­ma­ban vehe­men­tes, des­per­tan­do se­gu­ra­men­te la co­di­cia del Ma­ligno. Daba gra­cias por el nuevo día y úl­ti­ma­men­te tam­bién por la apa­ri­ción de Lucas. Esto de dar gra­cias le venía quizá de la madre, quien solía tener ac­ce­sos de mis­ti­cis­mo en medio de su vida in­con­fe­sa­ble. A tra­vés de la ven­ta­na, desde la pe­ga­ti­na del muro de en­fren­te, le lle­ga­ba cada ma­ña­na la son­ri­sa de afi­che del can­di­da­to po­lí­ti­co de turno: ¿de qué le ser­vi­ría a ella votar?; nada más ab­sur­do que esa son­ri­sa fren­te a aque­lla ven­ta­na.

En ver­dad, Gla­dis no es­ta­ba del todo ca­ren­te de pa­sa­do: se había es­for­za­do por bo­rrar el re­cuer­do de su madre, pero re­te­nía el de su único her­mano, Ariel, que había huido antes que ella de los tras­tor­nos de aque­lla mujer. Des­pués supo, por la única carta que re­ci­bie­ra, que había so­bre­vi­vi­do como mo­de­lo pu­bli­ci­ta­rio y en oca­sio­nes po­san­do en una aca­de­mia de artes plás­ti­cas. Lo en­vi­dia­ba pro­fun­da­men­te por esa tem­pra­na de­ci­sión de ani­mar­se a vivir como él que­ría. ¡Si ella pu­die­ra posar para un pin­tor! Esta ima­gen se le apa­re­cía como una mag­ní­fi­ca con­sa­gra­ción.

Tam­bién re­cor­da­ba haber te­ni­do un perro blan­co y un tío co­mu­nis­ta. Y haber apren­di­do a tejer al cro­chet. Y guar­da­ba fres­ca me­mo­ria del mo­men­to en que había op­ta­do por se­guir a Va­len­tín. Menos de vein­te años tenía en­ton­ces. Ni le había pre­gun­ta­do cómo se ga­na­ba la vida y, aun­que no le gus­ta­ra que mas­ti­ca­ra chi­cle, se fue a vivir con él a aque­lla pen­sión de mala muer­te, en la que pasó fe­li­ces las seis pri­me­ras no­ches.

En la tarde del sép­ti­mo día él le trajo de re­ga­lo len­ce­ría negra con en­ca­je y pun­ti­llas y al rato nomás cayó un tipo con las canas te­ñi­das. Va­len­tín le in­di­có sin jus­ti­fi­ca­ción al­gu­na lo que tenía que hacer, ex­pli­cán­do­le tan sólo lo que le pa­sa­ría si no hacía eso que tenía que hacer. Se vio de pron­to en­ve­je­ci­da en la fo­to­gra­fía que son­reía sobre la mesa de luz. Tarde a tarde y noche a noche vería es­ce­nas in­creí­bles ese re­tra­to. Hasta que Gla­dis de­ci­dió pro­tes­tar, re­be­lar­se, de­cir­le que no vol­ve­ría a acos­tar­se con otro tipo en aque­lla cama. Y no lo hizo: Va­len­tín la llevó al pros­tí­bu­lo de la Mecha.

La casa le pa­re­ció, al lle­gar, algo así como un árbol con las raí­ces al aire y pin­ta­do de un color pa­re­ci­do al de la carne pues­ta al asa­dor... ¡Mo­de­lo de pin­to­res! Una pros­ti­tu­ta con todas las le­tras sería, como aque­llas mu­je­res de ros­tro frí­vo­lo, car­na­va­les­co, ex­ci­tan­te, que ha­bi­ta­ban la casa. Pero no supo o no se animó a optar por otro ca­mino, así, man­cha­da como ya es­ta­ba.

Nada muere y des­a­pa­re­ce: todo vuel­ve y se su­per­po­ne, pensó. Y fue nomás una puta de pros­tí­bu­lo de pe­chos enar­de­ci­dos, como sím­bo­lo de agre­sión al raro mis­ti­cis­mo de su madre. Nunca ten­dría hijos que fue­ran a la misa do­mi­ni­cal... En ver­dad, ya ni pen­sa­ba en eso, pero había con­ser­va­do siem­pre el deseo im­pe­ni­ten­te de que su cuer­po fuera mi­ra­do por sus for­mas, ex­clu­si­va­men­te mi­ra­do y no pe­ne­tra­do por donde se pu­die­ra.

Hom­bres de todos los co­lo­res y pro­fe­sio­nes: algún juez que se­gu­ra­men­te amaba las na­vi­da­des, algún mu­la­to que ten­dría es­con­di­da una na­va­ja entre las ropas, algún mu­cha­cho casi lam­pi­ño car­gán­do­le sobre los mus­los toda su inex­pe­rien­cia, ha­cían que se dur­mie­ra pen­san­do que el mundo era un re­pug­nan­te ta­ble­ro de aje­drez. Ni la reina era reina, ni los ca­ba­llos ca­ba­llos ni las to­rres to­rres. Pero por las ma­ña­nas se le­van­ta­ba, dis­per­sa­ba ima­gi­na­ria­men­te el pol­vi­llo cós­mi­co y agra­de­cía a Dios el estar viva, aun­que lo pri­me­ro que tu­vie­ra fren­te a los ojos fuera la ima­gen del can­di­da­to po­lí­ti­co de turno, de son­ri­sa inú­til. Es que había allí un ama­ne­cer, como en todas par­tes, aun­que las pa­re­des emi­tie­ran la­men­tos casi im­per­cep­ti­bles. Y no pa­sa­ba mucho sin que re­apa­re­cie­ra su frus­tra­ción.

... ¡Mo­de­lo de pin­to­res!

Sin em­bar­go, vino el tiem­po en el que su mi­ra­da pudo cam­biar. Fue cuan­do apa­re­ció Lucas, una es­pe­cie de Ham­let sin reino ni ca­la­ve­ra. Le dijo que si acep­ta­ba hacer lo que iba a pe­dir­le, ven­dría todas las se­ma­nas. Y ella acep­tó. Lucas tenía en su mente, algo tras­tor­na­da, la manía de las som­bras chi­nes­cas. Una ver­da­de­ra ob­se­sión que Gla­dis nunca supo de dónde le venía. Lucas en­tra­ba y luego de un sa­lu­do ini­cial que con el tiem­po fue ha­cién­do­se más nu­tri­do, ponía el ve­la­dor en el lugar ade­cua­do. Ella, arro­pa­da nada más que con su pe­lle­jo, adop­ta­ba las poses más re­bus­ca­das, todas las que Lucas le in­di­ca­ba, mien­tras él mi­ra­ba em­be­le­sa­do la fi­gu­ra negra que con los bra­zos y el cuer­po todo de Gla­dis, casi sin to­car­lo, lo­gra­ba crear sobre la pared del cuar­to del pros­tí­bu­lo. Hasta la del ratón Mi­ckey pu­die­ron for­mar.

Y ella daba gra­cias por esta an­he­la­da sen­sa­ción de sa­ber­se ilus­tran­do con el cuer­po y sin ma­no­seos aque­llas imá­ge­nes del bien. O del mal.

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Copyright ©Pilar Romano, 2007
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Fecha de publicaciónDiciembre 2007
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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