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El origen de la desesperación

Primera parte

Capítulo VII

Musa Ammar Majad
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Nadie nunca lo vio llorar. Nadie nunca dijo nada. Nadie nunca tuvo memoria de su llanto. Nadie, absolutamente nadie, sospechó su condición. Nadie. Nadie hasta que algo que muchos confundieron con la apetencia sexual terminó por manifestarse a través de su propia boca para ser antecedente del castigo. No fue la atracción inconsciente lo que llevó a dejar que brutos mozos de cuadra y aprendices de establo lo desnudaran para experimentar con su cuerpo. Adolescente asmático, fue interceptado, dominado y aislado. El irrespeto que por su persona mostraban los empleados de Tierras de Jano partía de su padre, El Dueño, estanciero que por deseo propio nunca llegó a tener dos libros juntos,1 que no concebía cómo el primogénito podía ser alérgico a los caballos. Cuando éste se presentó ante su familia, lo hizo con el férreo propósito de denunciar a un único culpable por el ultraje: a sí mismo. Se describió como un joven vulnerable ante la presencia masculina, la cual deseaba en la ilegalidad, la inseguridad y la culpa. Se catalogó como un embustero que disimulaba su homosexualidad, como un partícipe asiduo de aquel universo oculto, enmarcado por la presencia animal y vegetal, donde reinaba el vértigo entre hombres, prolongación del homoerotismo del colegio. Con la inalterable persistencia de un fonógrafo, continuó hablando hasta que El Dueño lo empujó de espaldas al suelo y le ordenó a un mozo de cuadra descalzarlo.

El Dueño tomó una de las piernas y la elevó hasta la cintura. Frente a los caballos y los perros, frente a un público nutrido, donde se contaban los protagonistas de la vejación, golpeó con el látigo, alternándolos, los pies descalzos. La patria era una abstracción mítica y casi una noción absurda, y eso que no era judío. No cesó hasta que abrió heridas que les impedirían caminar por semanas. Una punzada constante era la vida, su vida, la vida de un hombre sin patria, de un inmigrante. Pensó llevar el castigo a otras partes del cuerpo cuando reparó en el rostro de su hijo. ¿Inmigrante? Palabra que no se adecuaba a su persona, a nadie que abandona las fronteras natales. Estaba convulsionado pero seco. Inmigrar implica ir y adoptar, lo que no constituía su caso; pensó que al lado de su nombre, en un diccionario, «debería leerse ir y permanecer suspendido». Del cuerpo habían salido gritos, súplicas, pero no lágrimas. Caminaba en una tierra donde no era de ninguna parte, donde patria era igual a mito.

Era la primera vez que alguien se percataba de la verdadera condición de Luciano Michelleti.

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Copyright ©Musa Ammar Majad, 2005
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Fecha de publicaciónMayo 2008
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