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Te pasarás al otro lado

Las hazañas

Mariano Valcárcel González
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaLa ciudad, tumbada en una colina, con sus torres, múltiples torres, enhiestas y desafiantes

Leonardo Cifuentes, destinado al Ejército del Centro, conoció todas las acciones importantes de aquel año treinta y siete e intervino indirecta o directamente en los combates decisivos.

En esas batallas se ganó el aprecio de sus compañeros. Demostró poseer una intuición innata para dominar las situaciones más peligrosas, con un sentido táctico y estratégico hábilmente utilizado. En esto, se parecía a tanto jefe de fortuna, proveniente del pueblo, que había llegado a altos puestos gracias a la guerra; si bien, es verdad que otros llegaron a los mismos por torticeros y espurios caminos y no precisamente por su demostración de capacidad y valor. Les aventajaba por su cultura y especialmente por la habilidad que tenía frente a un plano o mapa, interpretándolo, lo que era una batalla muy cruda para los caudillos populares.

Frente a los escasos oficiales de carrera profesionales, que quedaron muchas veces mal vistos o relegados de los mandos más importantes, el Ejército Republicano sacó de sus propias masas adeptas los cuadros que necesitaba: a veces, verdaderos hallazgos, líderes capaces; otras, las más, ineptos y arribistas, amparados por sus militancias políticas o sindicales. En esto consistía la grandeza y a la vez la miseria del bando legal al Estado. A los destellos audaces, a las acciones valientes pero a veces poco provechosas y utilizadas con fines personalistas o de mero prestigio y propaganda, sucedían los descalabros y las derrotas.

Cifuentes, inmerso en este ambiente, aprendió a valorar a los oficiales competentes, fuesen de carrera o no, y hacía que los hombres que con él estaban así lo hiciesen. También aprendió a guardarse de los fanáticos o manifiestamente ineptos. Sabía que estos últimos podían significar, casi con toda seguridad, el peligro de caer en los primeros enfrentamientos, en tontas acciones, pues eran carniceros potenciales y reales de sus propios hombres. Los veteranos se los señalaban, contándole a veces historias de acciones que habían costado la vida de batallones completos, inútilmente. Claro que, si tenían buenas agarraderas, no los fusilaban ni degradaban: se inventaban un culpable y ellos, incluso, eran ascendidos.

Comentaba en las charlas distendidas de los momentos de descanso, bajo una lona, dentro de un refugio, que en este ejército no se cumplía la frase de Napoleón: «Todo soldado lleva en su mochila el bastón de mariscal.» Aquí, decía él, primaba el dicho popular y despreciativo: «Si quieres saber quién es Juanillo, dale un carguillo.» No dudaba sin embargo en alabar a los hombres que se habían revelado como salvadores y organizadores de las victorias republicanas, procediesen de donde procediesen. Argumentaba en su favor y apoyaba sus razonamientos, ofreciéndolos como ejemplos que seguir por los demás.

Tuvo la oportunidad de conocer a los de la Brigada Lincoln, los americanos idealistas y utópicos que marcaron toda una generación en su país. Los vio luchar valientemente en el Jarama, donde se les ocasionaron abundantes bajas. Allí aprendió lo que significaba una guerra moderna, el uso de los carros o de la aviación, los bombardeos sistemáticos, los ataques en brigadas compactas y coordinadas con las preparaciones previas de la artillería, concentradas en el punto de ruptura.

También comprendió a los que tenía enfrente.

Sufrió los embates violentos, aterradores y carniceros de las tropas moras, salvajes hasta el pánico. Observó las cargas en línea frontal y amplia de los veteranos del ejército fascista, bien organizados y jugándoselo todo en el envite. Advirtió que esos ataques trataban de provocar la desbandada en los enemigos, que perdían la cabeza al comprobar cómo eran sobrepasados por todos los lados. Les daba resultado muchas veces, pero si se les aguantaba se les podía hacer mucho daño. Ahí estaba la gran diferencia: un ejército disciplinado trataba de no salir en desbandada; el popular, por el contrario, carecía de esa disciplina.

En la acción citada, el paso del río iniciado por los nacionalistas, en los primeros momentos, fue especialmente duro, peligroso y terrible. El frente parecía desmoronarse y el pánico empezó a cundir.

Casi todas las unidades republicanas estaban en fase de reestructuración y se nutrían de personal poco fogueado, como él mismo. El Gobierno y la presión del propio Partido Comunista determinaron que era muy necesario enfrentar a los sublevados algo que se pareciese al menos a un ejército regular, con todas sus características; y por ello procedían en dicha dirección. En eso estaban, cuando Leonardo fue reclutado y enviado allá: al infierno.

La presión de las tropas africanas fue tremenda. Comprendió que, una vez traspasado, no se podía retroceder más; ahí habrían de detenerse, enterrarse en la otra orilla y aguantar.

Empezó a asegurar la confianza de los hombres, instalando nidos de ametralladoras improvisados en puntos que dominaban el cauce, aprovechando el terreno y sus características excepcionales para intentar interceptar el paso. Los fusileros, sintiéndose protegidos, se fueron acomodando en los repliegues, en las terrazas que descubrían la corriente, entre los juncos y cañaverales del río. Se cuidó de procurar la suficiente munición para aguantar la carga que se esperaba.

En efecto, al poco llegaban hombres a caballo. En un exceso de confianza, dando ya por sentada la retirada del enemigo, se lanzaron a cruzar sin la más leve exploración. Salpicaban los caballos y se manchaban de agua los capotes, todos en grueso pelotón, cuando comenzaron a escupir las ametralladoras. Caían bañados en sangre hombres y caballos en tremenda confusión, acrecentada por el efecto sorpresa. No acertaban a responder al fuego que recibían. Se oía el relincho terrible de los animales, incluso por encima de las explosiones. Varias granadas acabaron por dispersar al escuadrón de caballería. Cedió la violencia del tiroteo.

El río arrastraba a los caídos: hombres y caballos. Se enrojecieron las aguas. El olor a pólvora se dispersaba lentamente, al igual que el humo de las descargas. Cifuentes, ayudado por otros suboficiales y por varios veteranos, redistribuyó los grupos, cambiándolos y mejorando los puestos. Mandó un correo a los centros de mando, estuviesen donde estuviesen.

Era indudable que el enemigo volvería, no podían quedar las cosas así. Con unos binoculares podía explorar la otra orilla. Advirtió movimiento. Eran de infantería los que se aproximaban ahora, cautamente.

Ya no existía el factor sorpresa y vendría lo peor. Los nacionalistas no sabían con cuántos enemigos se enfrentaban. Estaría claro para ellos que no habían corrido en retirada todo lo que se esperaba. Y con el cauce por medio, el avance en ese sector se terminaba, mientras no se pudiera franquear. Así que fueron adelantándose hasta los márgenes; pero desde enfrente seguía un potente fuego de ametralladora que no los dejaba internarse en su umbrosa seguridad.

Los republicanos comprendieron que quedarse pegados al terreno era la salvación. Los otros también: que aquel enclave de resistencia acababa con la ofensiva.

La noche fue tensa. Unos y otros se mantenían al acecho en espera de cualquier sorpresa. Cifuentes temía una emboscada de los moros. Recomendó máxima alerta. De vez en cuando, algún soldado inquieto creía descubrir a un enemigo y disparaba a las sombras. Alguien, allá, contestaba.

Se inició el nuevo combate con las primeras claridades. Empezaron a descolgarse hacia el río, en oleadas, los fascistas. Encontraron el apoyo de los morteros. Esto hostigaba duramente a los de enfrente, que tenían que movilizar los puestos para no facilitar los blancos a esa artillería. La batalla fue encarnizándose e intensificándose el fuego. Los atacantes ponían cada vez más hombres en el empeño. Los de acá se encontraron apurados.

Por raro que parezca, Cifuentes nunca pensó en sí mismo. Mantenía la cabeza lúcidamente centrada en que aquella resistencia no se desmoronase. Se arrastraba, corría, saltaba de piedra en piedra. De un sitio a otro, animando, ordenando, corrigiendo el fuego. Todo su esfuerzo se había concentrado en esto, impidiéndole ser consciente de otras realidades como el calor, el hambre, el peligro de ser volado por una granada. Se convirtió en una máquina de guerra.

Acudieron en su auxilio los internacionales desde Madrid, llamados con total urgencia. Éstos eran combatientes ya expertos, decididos, que conocían al enemigo y lo trataban de tú. No en vano lo habían contenido y rechazado en la propia capital, en combates de los más duros de toda la guerra.

El frente se estabilizó.

Los jefes lo propusieron para un ascenso, concedido inmediatamente. Allí empezó a forjar su carrera.

Durante ese mes de febrero, la llanura del sur de Madrid se empapó de sangre. Un palmo de terreno era disputado encarnizadamente, sin piedad. En el llano, las ametralladoras, la aviación y los carros de combate hacían estragos entre los hombres. Cuando la batalla declinó, la unidad de Cifuentes fue retirada a la retaguardia, para su descanso.

En esos días pudo encontrarse con su amigo Renato, que dirigía ahora una columna con apoyo de carros rusos. Los dos hombres se saludaron con efusión y cambiaron impresiones. El italiano, ante el ascenso de su protegido, le auguró un porvenir brillante. Le presentó a unos oficiales rusos. No entendían nada de español y Leonardo no comprendía nada de lo que ellos hablaban. ¿Cómo podían saber lo que pasaba aquí? Eran unos hombretones rubios, de modales bruscos y ademanes histriónicos. Sus voces broncas y sonoras repetían palabras chirriantes y crujientes. Palmearon jocosamente al joven oficial, del que el italiano hizo una breve exposición de sus hazañas. Servini, por su militancia junto a los máximos dirigentes comunistas de su país, había llegado a chapurrear el ruso. Le enseñaron los vehículos motorizados. Leonardo pensó que, utilizados convenientemente, estos artefactos podían hacer mucho daño; pero también, adelantar el final de la guerra. Deberían tener más. Los rusos le contestaron que el camarada Stalin les mandaría cientos, incluso miles. Le sonó a bravata, pero brindó por ello.

Ya los dos camaradas solos, sentados en una terraza con sendos vasos de vino, charlaron antes de despedirse.

—Leonardo, vas muy bien, pero te aconsejo que no te dejes cegar por el éxito. Entre nosotros, no te fíes de nadie. Los enemigos no los tenemos enfrente, precisamente; nos rodean por todas partes y, antes de que te des cuenta, pueden ir a por tu cabeza. He visto a gente de gran valía caer en desgracia y perderse.

—Renato, ya me conoces. Antes de dar un paso, tanteo el terreno en firme. No te digo que no pueda cometer un error, nadie nos libramos de ello, pero conscientemente no.

—Ya, ya... Yo te lo advierto y cumplo con mi obligación de amigo.

—Ya lo sé. Bueno, ¿cómo anda todo? ¿Qué pasa en el resto del territorio?

—El norte se perdió sin remisión y ahí perderá la República lo mejor de sus recursos. No se ha podido hacer nada con los vascos, que siempre han ido por libres en la lucha y que ahora dejan intacto en lo que cabe su territorio al enemigo. La ceguera de estas gentes nos costará y les va a costar también a ellos un buen disgusto.

—¿Y Madrid?

—Madrid no tiene problemas. Quedará como una roca, firme, si no cedemos aquí, en el centro. ¿Has oído lo de Málaga?

—Rumores de que estaba cercada...

—¡Qué cercada...! Entraron los de Queipo y masacraron a los que huían. Los italianos, mis paisanos, se han pavoneado de la victoria; hasta creo que Mussolini se ha puesto un galón más en su vistoso uniforme fascista. Una victoria sobre un rebaño de cenetistas, sin el más mínimo esquema organizativo de defensa. Éste es otro de los males de esta maldita guerra.

—¿Qué crees que pasará a la larga?

—Te lo digo muy bajito y con riesgo: no tenemos futuro. Yo ninguno, porque cuando salga de aquí, si salgo, no tendré sitio adonde ir. Vosotros los españoles sí lo tendréis, pero mejor no. Van a ser años de sufrimiento hasta que las naciones expulsen a los regímenes fascistas y también os liberen del Generalito.

—¿En qué te basas para este negro diagnóstico?

—Las democracias burguesas, Francia e Inglaterra, no quieren saber nada de esta República. Se han inventado eso del Comité de No Intervención para ocultar su abandono e incluso no demostrar a las claras sus preferencias por los de Franco. Dejan que los fascistas y los nazis los hinchen de armas e incluso cierran los ojos ante la intervención descarada de éstos.

—¿Y Rusia?

—¿Rusia...? Mira: el camarada Stalin se está dedicando a cargarse a todos los que le hacen sombra o así lo cree él, en su país y en todas partes. Hasta aquí llegan los sicarios del camarada buscando hipotéticos enemigos. Comprende que así es muy difícil que este barco llegue a buen puerto.

—¿Para qué entonces tanta sangre y esfuerzo?

—Para que quede la memoria histórica de tu pueblo. Para que se aprenda bien la lección y no sea más repetida. Para que surjan generaciones mejores y más limpias que las nuestras.

Leonardo guardó profundamente esta conversación y las consecuencias y evidencias que de ella se derivaban. Empezó a gestar en él una idea que creía arrancada. Pero aún la veía prematura.

Sorpresivamente, de nuevo su unidad se vio involucrada en otra ofensiva franquista.

Esta vez eran las divisiones de Mussolini las que intentaban avanzar hasta Madrid, por la retaguardia. La situación hubiese sido desastrosa si los elementos, como decía aquel Rey, no se hubieran aliado a los gubernamentales. Pues otra vez se dio la inicial desbandada.

Los italianos, prepotentes, dotados de un buen material, se las prometían felices. Olvidaban que un ejército no se forma sólo con suficiente apoyo material; que un ejército necesita capacidad de aguante y sufrimiento, fe en la victoria y sobre todo nunca debe subestimar al enemigo. El enemigo, por esta vez, más que los españoles, fue su mala fortuna y su indecisión en la ofensiva.

Cifuentes, ya en plena contraofensiva, tomó contacto con los soldados victoriosos de Málaga. Los iban reduciendo sin esfuerzo, se dejaban coger, cansados, abandonando el material y el armamento. Sus caras demacradas, sus uniformes húmedos, sucios de barro, distaban mucho de los de aquellas fotos propagandísticas, brillantes y ampulosas. Ahora los italianos no luchaban contra abisinios mal armados y peor organizados. Su confianza, su tremendo orgullo, los traicionó.

Paradójicamente, a su derrota colaboraron otros italianos, los de la Brigada Garibaldi. Éstos intervinieron en los interrogatorios: unos italianos interrogando a otros, en tierra extranjera, ensayando su guerra civil propia.

Leonardo asistía a alguna de estas sesiones. Le daban pena esos muchachos, algunos demasiado jóvenes, faltos de seguridad, de ayuda, encontrándose de improviso sin la certeza de sentirse invencibles. Por sus contestaciones, descubrieron que muchos eran obreros o campesinos que, por cobrar el salario que no llegaban a recibir en su tierra, se habían enrolado como voluntarios. El hambre y la propaganda, dos aliados para el Duce.

A uno lo tenían rodeado varios soldados. Le pegaban y se mofaban de él. Con el rostro ensangrentado, el muchacho sollozaba e imploraba con palabras entrecortadas e ininteligibles algo de piedad. A Cifuentes le vinieron a la memoria imágenes que ya tenía perdidas, casi olvidadas. Se vio también abofeteado, herido, maltratado. Se reconoció en ese pobre italiano, muy joven todavía. No lo pudo sufrir e intervino. Hizo que le entregasen al sujeto y lo llevó al centro de internamiento.

Por el camino, se interesó por su procedencia, su familia, su tierra.

El italiano, chapurreando algo el español, le contó que procedía de la Calabria, «tierra áspera y brava, muy semejante a algunas del sur de Andalucía», decía. Allí, ganarse un mendrugo de pan era morir cien veces. Apenas, desde que tenía uso de razón, supo de otro político que Mussolini. El fascismo con sus ampulosos mensajes, sus paradas militarizadas, sus escuadras brazo en alto, había sido lo único que conoció. Italia, le decían, era una nación poderosa, tenía gran influencia sobre las demás e imponía sus criterios. La Iglesia bendecía al salvador, al que había sabido librar al país del ateísmo comunista, de la horda roja. El mismísimo Rey había encomendado el gobierno a los fascistas y se mostraba de acuerdo con sus conquistas en Libia y Abisinia... ¿Cómo pensar mal de todo esto? ¿Qué significaban en aquellas miserables tierras la libertad que no había existido nunca, la igualdad que no llegó a conocer, la justicia en manos de las mafias y los poderosos...? Mussolini prometía trabajo, pan, grandeza para toda Italia.

Perteneció a la Organización Balilla, las juventudes del fascio. Formado en sus cuadros, pudo escapar a la explotación que padres y patronos ejercían sobre los jóvenes y no tan jóvenes. En el Partido Fascista se labró un hueco: al menos conseguía ser respetado.

Pero llegó la guerra de España. De inmediato supieron que intervendrían. La continua propaganda del partido y la del cura del pueblo desde el púlpito animaban a los indecisos: había que salvar a los españoles de las garras del comunismo internacional y ateo, que quemaba iglesias y perseguía a los religiosos. Como además era uno de los mandos de su comarca, no tuvo más remedio que presentarse como voluntario. La preparación fue escasa: se suponía que en los tiempos de «balilla» había recibido la correspondiente instrucción premilitar. El embarque, presto.

Las iniciales impresiones fueron positivas. El bando de Franco estaba muy fuerte de moral y los recibieron con grandes muestras de alegría. Los primeros combates, si así podían llamárseles, fueron paseos militares. Nunca había visto tan palpablemente la superioridad material y moral del fascismo. Si Málaga había sido una más entre las grandes victorias del fascio, ahora Guadalajara quedaría como la primera batalla realmente moderna de las armas italianas.

Eso les prometieron.

Las unidades iniciaron la ofensiva muy altas de moral. Medianamente motorizadas, podían avanzar con relativa rapidez. Sus puntas de ataque se internaron en el frente enemigo sin apenas resistencias. Cruzaron algunos pueblecitos en donde ocasionalmente eran detenidos por algún núcleo resistente. Él iba en una sección de vanguardia, en un auto ametralladora. Subido a su vehículo, le parecía algo sin mayor importancia ni valor lo que estaban realizando, sin ningún rasgo de gesta. De golpe, se les echó encima un temporal. Los caminos, que no carreteras, por donde transitaban se volvieron barrizales. Los vehículos se atascaban. Empezaron a llover también bombas, la aviación republicana intervenía. Y descubrieron que estaban aislados del ejército amigo.

Se inició el desconcierto. El pánico llegó cuando advirtieron el contraataque: los hombres abandonaban sus puestos y sus vehículos inmovilizados, y corrían hacia sus líneas, que no encontraban.

No entendía nada, ni cómo había sucedido el desastre. No se lo podía explicar. Intuía dos razones: una, la minusvaloración de la fuerza de los republicanos; otra, que los falangistas españoles les tenían envidia y habían convencido a Franco para que los abandonase en cuanto iniciaran la ofensiva.

Leonardo retuvo al muchacho y lo invitó a comer. Se acordaba de su amigo Giuseppe. Le habló de él, de que estaba en el bando rojo, que era perseguido por los fascistas de su país. El chico no se hacía partícipe de esos hechos. Si había persecuciones y encarcelamientos era en pocos sitios, y a sujetos manifiestamente peligrosos. Mussolini no era un sádico ni un pervertido, no gozaba con el mal de los demás... ¿No era un gran amante? Todo el mundo lo sabía. Un hombre como él no podía ser un bárbaro dictador.

Se admiraba Leonardo del simplismo de las ideas, del esquema básico que había servido de doctrina para movilizar a tantos hombres. Se admiraba y también advertía un poder de convocatoria de masas, de conducción de muchedumbres eficazmente simple. Tenía que admitir que los pueblos no querían principios complejos, doctrinas elaboradas: sólo un líder que los dirigiese y cuatro máximas claras y fáciles de entender.

Así se movían en estos tiempos las naciones.

Había pedido por carta algunas cosas.

Mientras esperaba el paquete se apañaba, como otros, con los chanchullos y trapicheos que lograban realizar entre las líneas, con los enemigos. El ambiente de los frentes, el contacto diario con los franquistas, los había convertido en auténticos camaradas. Leonardo se daba cuenta del absurdo de la situación. Aprendió a valorarlos y a entenderlos. Confraternizaban en cuanto la ocasión lo permitía y, a despecho de los jefes, los contactos entre unos y otros eran en exceso frecuentes. No solamente intercambiaban objetos y productos de primera necesidad: llegaron a compartir comidas, bebidas y mujeres.

Durante estos contactos, pudo volver a ver a ciertos seminaristas, de los que ya se habían ordenado con anterioridad. Algunos eran capellanes castrenses. Trataron de atraerlo, de convencerlo, cuando sus compañeros no estaban pendientes. Leonardo intercambiaba impresiones con ellos, pero discretamente evitaba una determinación o decisión precipitada. No tenía todavía las ideas claras.

Que no era militante de las izquierdas era cierto; y tampoco fascista declarado. Por su formación y sus creencias se aproximaba al bando sublevado; pero sus dudas, sus certezas y sus sentires lo llevaban al bando gubernamental. Cifuentes era cerebral. No dejaba a sus meros impulsos o excesos emocionales lo que podría influir decisivamente en el desarrollo de su vida. Nadaba y sabía guardar la ropa.

Se hacía palpable el disparate de la matanza entre hermanos, de tal enfrentamiento. ¿No tenían la misma lengua, no venían de los mismos pueblos? ¿No eran obreros o campesinos la mayoría de ellos? ¿A qué, pues, esta demencia...?

Aquel verano fue especialmente violento.

Parecía como si, conscientes de sus posibilidades, los republicanos quisieran dar un giro definitivamente positivo a la marcha de la guerra. Tal vez intuían que, a partir de este año, la victoria sería mucho más difícil de conseguir. Con las ayudas del armamento ruso y de las Brigadas Internacionales, y en plena estructuración de un potente y articulado ejército, los hombres de la República se lanzaron a la materialización de maniobras de gran estilo. La acción más fuerte se ejerció sobre Brunete.

Cifuentes seguía las acciones en el puesto de oficial ayudante. Se podría decir que su posición era privilegiada por dos razones: por la seguridad física de no encontrarse en primera línea y porque podía conocer día a día la situación de la batalla, observar las decisiones y su repercusión en el frente, juzgar los errores y aprender a buscar soluciones.

El movimiento, perfectamente estudiado en el Estado Mayor, preparado con rigurosidad y hermetismo totales, prometía un desenlace positivo. Cifuentes, acompañando la acción de las divisiones junto a los generales, observaba en ellos una renacida esperanza, un nerviosismo feliz en sus gestos. Les brillaba la mirada: ¡por fin se sacarían la espina del Jarama! Podrían liberar Madrid del collar que apretaba su garganta y se vengarían de los desastres del norte.

Montado en un turismo requisado que servía para los oficiales, acompañando al General y acompañados de soldados armados hasta los dientes, bajó Leonardo hasta la proximidad de la punta de ataque. De pronto, un sonoro repiqueteo de ametralladora alertó a los ocupantes del vehículo. Se observaba la carretera taponada al final. Las tropas, detenidas en el avance, se inquietaban. Había un peligro muy claro si aparecía la aviación enemiga. Varios motoristas pasaron raudos. El General ordenó detenerlos para averiguar lo que estaba ocurriendo. Era sencillo. En el pueblo que quedaba al lado de la ruta se habían hecho fuertes los adversarios y desde allí hostigaban el paso de la tropa todo lo que podían. El comandante de la columna se juró no pasar hasta no dejarlos callados. Se empeñaba así en una acción parcial, en realidad sin importancia para llevar adelante el plan previsto; pero que, según su peculiar visión de la guerra, no podía tolerar.

Leonardo pidió permiso para acercarse algo más al lugar.

Sirviéndose de las casas como baluartes, los nacionalistas se habían hincado en el poblado y parecían dispuestos a no ceder. El ataque frontal era suicida. Se advertía que el asalto y la conquista supondrían el coste de muchas vidas, munición y tiempo. El empeño de los oficiales, impelidos por las órdenes, en avanzar a cualquier costo sobre aquel terreno, caliente por el sol del verano, decía mucho de la disciplina que se había conseguido imponer en las remozadas tropas, del valor de los soldados; pero no así de la visión estratégica y de la cohesión del mando. Con sus prismáticos, observaba los destrozos que causaban las ametralladoras entre los hombres animosos que luchaban por una idea que nunca podrían hacer efectiva.

Empezaron a emplazar algunas piezas de artillería.

Subido a un camión, con permiso de su jefe, se dirigió hacia un camino lateral que con posibilidad rodeaba el pueblo. Le indicó a un capitán, que andaba bastante desconcertado, la necesidad de buscar una salida para los vehículos sin tener que esperar a reducir la resistencia, porque era obvio que las columnas estaban así paralizadas. Al salir de una pequeña curva, bastante cerrada, se dieron de bruces con un grupo de enemigos que, tal vez pensando lo mismo, trataban de cerrar el camino con troncos de árboles. De inmediato saltaron del camión, ante la descarga de fusilería subsiguiente. Explotó.

Tumbados en las cunetas aguantaron el tiroteo, tratando de emboscarse entre unos olivos que flanqueaban la senda. A los primeros que lo intentaron les costó caro. Leonardo no se podía mover pero lo que más le angustiaba era la posibilidad de que instalasen una ametralladora. Gritó a los suyos que respondieran al fuego, en especial contra el parapeto. El camión humeaba abundantemente, formando una espesa columna negra. Pensó que esto atraería a otros hasta el lugar.

El sol le quemaba sobre la espalda y sobre la cabeza, que había quedado descubierta al saltar del vehículo. Sudaba abundantemente. Y, sin embargo, tenía absolutamente seca la boca. Se incorporaba lo estrictamente necesario para disparar su pistola o para intentar controlar a los hombres que lo rodeaban. Un cabo, tendido a su lado, juraba como un carretero. Más atrás quedaba el otro oficial, al que se le desgarró la camisa al salir del camión. Los demás, salvo los que habían podido alcanzar los olivos, seguían tumbados en las dos cunetas. Algunos de ellos presumiblemente muertos. Se oyó el runrún de un motor, a sus espaldas. Un tanque apareció tras la curva. Detrás se adivinaban varios hombres, siguiéndole a resguardo. Inmediatamente crepitó la prevista ametralladora de los de enfrente. El vehículo no contestó y siguió camino adelante. Los sobrepasaron.

Leonardo se incorporó y dejó que el grueso del pelotón siguiese. Mientras el tanque atacaba la posición, él retrocedió hasta la carretera principal para comunicarle al jefe de la columna la posibilidad de rodear el obstáculo. El hombre seguía empecinado en acabar con aquellos otros testarudos casi tanto como él mismo; pero permitió, al menos, que el grueso del avance prosiguiese por el nuevo camino.

Cifuentes regresó con el General.

La preocupación empezó a cundir y a ensombrecer el inicial optimismo del estratega, máxime cuando su oficial le contó lo sucedido. No obstante, no dijo por el camino ni una sola palabra al respecto: posiblemente eran preocupaciones prematuras. En la deriva de una batalla son muchas las variables y los imponderables, a veces absolutamente imprevistos, que decantan la acción hacia un lado o hacia otro, y eso lo sabía aquel General de carrera que no había abandonado al Gobierno legal.

A la noche, cuando empezaron a reportar las novedades de la jornada, todavía en conjunto positivas, los mapas indicaban varios puntos de resistencia donde se detenían las columnas, confirmando que el lance de la jornada, vivido personalmente, no era nada casual ni caso aislado. El General no ocultaba un gesto contrariado. Pero se cuidaba de expresar sus impresiones. Sólo repartía incesantemente órdenes por el teléfono que lo unía al mando operativo.

Las palabras de los superiores eran medidas, pero se iniciaban veladas alusiones, veladas críticas. El General, solo en su habitación, llamó a Cifuentes.

—Entre usted, Cifuentes, descanse un poco.

—A la orden, General, gracias —se sentó enfrente; otros hubieran dicho «camarada General».

El oficial superior se situaba tras una mesa grande, todavía llena de planos. Llevaba las mangas de la camisa militar remangadas y el cuello sin corbata, abierto. No lucía ningún distintivo. Sudaba.

Una lámpara de escritorio, con pantalla, dejaba en penumbra su cara.

Leonardo se sabía de memoria su fisonomía, por demás muy propagada en los periódicos y revistas que se difundían en vanguardia y retaguardia republicanas: las gafas redondas que ocultaban unos ojos inquisitoriales y penetrantes, inteligentes; su bigote recortado y finamente dibujado sobre el labio; la papada que le daba aspecto de hombre bonachón, tan ajeno a la realidad. Conocía lo amable y educado que podía ser, al igual que lo duro y frío cuando algo no entraba en sus cálculos e intenciones.

—¿Quiere usted un coñac, un café?

—Un coñac, por favor.

El General se echó hacia atrás y de debajo del mueble que había adosado a la pared sacó una botella, con dos vasitos de metal. Los sirvió. Nerviosamente tamborileaba con los dedos de su mano izquierda en el borde de la mesa, suavemente. Algo no marchaba bien.

—Ha escapado usted de milagro, ¿eh?

—Apuradillo me vi en efecto; es que así, a la descubierta y con una ametralladora enfilándolo a uno...

—Así es la lucha hoy en día en casi todas las circunstancias. La ametralladora costó en la Gran Guerra muchas vidas y va a costar más en ésta. Es en realidad el motivo de que el modo de guerrear haya cambiado; si no, ahí andaríamos usted y yo también con nuestro casco con plumas y el espadón en ristre.

—Pero ahora existen tanques, la aviación...

—Que no siempre están cuando se necesitan y, en nuestro caso, pues más bien andamos un poco escasos. El infante aún tendrá que aguantar mucho tiempo confiando en sus propias fuerzas, en su propio valor para sobrevivir.

—Valor no falta entre nuestros hombres.

—Ésa es nuestra ventaja, pero también nuestra desventaja —cambió de tema, posiblemente para no ir más allá con declaraciones que podían serle perjudiciales—. ¿Qué era usted antes de la guerra?

—Seminarista.

—¡Ja, ja!, ¿un cura en el Ejército Popular? ¡Cuidado que puede ser usted de la quinta columna! —bromeó, desahogándose de tanta tensión acumulada.

—No llegué ni a hacer las órdenes menores. Me sacaron de allí más bien a la fuerza.

—Me lo supongo. Yo tenía unos padres muy católicos, que me llevaban todos los domingos a misa. Todavía me acuerdo del día que tomé la primera comunión. A pesar de haber pasado tanto tiempo, aún me acuerdo. Hay cosas que no se pueden olvidar —el General era un reconocido y practicante católico.

Volvió a llenar los vasitos.

Bebía a pequeños sorbos, paladeando el contenido, recreándose en ese sencillo acto.

—Mañana muy temprano, lo digo para que usted no se olvide, debemos reunirnos con el Alto Estado Mayor. No se olvide de exponerles la situación como ha quedado ya planteada esta noche. Yo, luego, haré las oportunas correcciones y comentarios.

—¿Algunas órdenes en especial...?

—No, hasta que hagamos el balance de los acontecimientos —volvió a alejarse de las preocupaciones inmediatas, a cambiar de tema—. ¿Tiene usted novia? ¡Ah, qué torpe soy, si usted es medio cura!

—Viví en una casa particular mientras me recuperaba de unas fracturas y allí intimé con la hija del casero.

—Entonces lo tuvo usted fácil, ¿verdad? —Leonardo hizo una mueca de aprobación, de complicidad—. Nosotros hemos estado educados en una rigidez extrema. Las mujeres sólo servían para desahogar nuestros furores de machos, una vez terminados nuestro deberes castrenses. Eran un mero objeto, a veces ni eso. Yo conocí a oficiales en África que sólo las utilizaban para presumir de queridas ante el cuarto de banderas; luego no eran capaces de satisfacerlas.

—Y los matrimonios de conveniencia...

—Claro que sí. Ésa era la columna vertebral del sistema. Así se perpetuaban en un medio cerrado y endogámico las castas dominantes. Los militares de carrera siempre hemos servido como garantes de la continuidad de esa situación. Se nos admitía porque les éramos útiles. Y nosotros entrábamos en ese juego. Los matrimonios de conveniencia... Si de algo me sirve esta guerra es para darme cuenta de lo mal que lo hemos hecho. Siempre se han servido de nosotros para reprimir lo que a veces sólo eran actos de pura justicia. Mientras, nos adulaban disimulando su desprecio, y se enriquecían más y más. Y debíamos utilizar contra el pueblo al mismo pueblo que ellos machacaban.

—La República puede ir eliminando todo eso.

—¡Ojalá! ¿Sabes que Franco, cuando estaba en Marruecos, ya demostraba un inusual distanciamiento de los encantos femeninos...? Era muy criticado bajo cuerda por sus compañeros de armas, más fogosos en eso.

—Dicen que todos los día oye misa...

—Y me lo creo. Él no era especialmente religioso, al principio. Fíjate en Ramón, su hermano, que era casi anarquista; pero para mí que la influencia de su mujer y la necesidad de atraerse a los conservadores católicos más tibios al fascismo le ha obligado a entrar en semejante feria... Perdona si ofendo tus convicciones.

—No, General, yo ya estaba distanciado de todo esto aún antes de entrar en filas.

—Bien, bien, no le molesto más. Que descanse usted y no olvide que debemos madrugar mañana. Buenas noches.

Cifuentes se levantó y se cuadró, sin saludar.

—Buenas noches, General, que descanse usted. ¿Ordena algo más?

—Nada más. Buenas noches.

Salió y se dirigió a su habitación, compartida con otros oficiales del mando.

En un catre duro y pequeño, situado en un rincón, se acostó sin desvestirse. Se durmió de inmediato.

Cuando se dio cuenta de que los nacionales repetían la táctica de crear pequeñas numancias como forma de retrasar las operaciones enemigas, de crear falsos focos de peligro y de distraer fuerzas, no se podía creer que algunos jefes de división, ya expertos, cayeran en tan absurdas trampas.

Por más que repetía a quien quería oír que perder hombres y material en conquistar insignificantes villorrios era de dementes, los demás se encogían de hombros y, como toda respuesta, le señalaban que debía tener cuidado con las críticas. No en vano, el culto a la personalidad practicado hacia el camarada Stalin se extendía aquí también a los generales más populares, no profesionales, salidos del campo revolucionario.

La oportunidad de copar a las tropas que asediaban Madrid se fue diluyendo con el paso de las jornadas; tanto más cuanto más efectivos y recursos se desperdiciaban en las acciones secundarias emprendidas, a despecho del planteamiento inicial.

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2006
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Fecha de publicaciónMayo 2008
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