Desde el día en que entré en aquella casa supe que algo nuevo se iniciaba en mi vida.
Al momento comprendí que por mucho que hiciera no podría escapar a mi destino. Y mi destino me deparaba el encuentro con la mujer. El otro sexo, el interés por el mismo y su disfrute emergían ahora como tema prioritario y motor de mis actos.
Y no podía ser de otra forma cuando estaba alojado con tres hembras, donde el padre no significaba ningún obstáculo y donde la madre era como si no existiese. Claro que estos planteamientos no surgieron desde el principio, pero el desarrollo de los acontecimientos ya se encargó de hacerlos emerger.
Las tres mujeres eran jóvenes.
Morenas las tres con una gama de castaños en el pelo, de menos a más según la edad de cada una. La tez morena, pero suavizada a tono con las variantes de los cabellos. Tallas pequeñas, no demasiado desarrolladas, pero proporcionadas en volúmenes y distribución de alturas. Ninguna gorda, aunque no escuálidas; sólo Mercedes aparentaba más delgadez por su afán de fajarse la cintura. De todas formas no eran tiempos en lo que el exceso de grasas comestibles incitara a la gula y a sus efectos, pues no las había. Muy semejantes de caras, peinados casi de la misma forma, con ricitos muy de la época.
Agradables de ver, aunque no llamativas.
Siendo cada una de ellas de carácter diferente, seguían distintos derroteros y formas de enfrentarse a la vida.
La mayor, Jacinta, llevaba la casa. Su espíritu adaptable y subordinado la adecuaba para quedarse en la dura tarea diaria, aguantando las barbaridades del padre, el penoso servicio de la madre y las intemperancias e injusticias de las hermanas. Se había ido forjando un alma poco abierta, dura, poco proclive a la flexibilidad y a los cambios. Sus ilusiones, apenas visibles o evidentes por algunos detalles, las reprimía con fiereza.
Mercedes, la segunda, era el ojito derecho del padre. Como tal había crecido. No es que tuviera mala intención, es que se creía superior a las demás. Convencida de su belleza, de su valía, intentaba salir del mundo que la rodeaba, pero no era capaz de realizar las acciones consecuentes para tan altos vuelos. El miedo a dejar la seguridad de su casa, el arropamiento de su padre, la llevaba a unas mínimas manifestaciones de independencia. Trabajaba en un taller de costura. En el mismo se proveía de algunos vestidos de cierta elegancia. Y en sus salidas por el pueblo gustaba de llevar tras sí a algunos mozos, deslumbrados por su palmito; con esto se conformaba.
La tercera, Milagros, era la más simple y la más sincera. Primaria y alegre, nunca medía el alcance de sus obras. Como no concebía la malicia no la veía a su alrededor. Poco dada a enjaularse, aceptó de buen grado pasar a servir en casa de unos burgueses acomodados. Entre la servidumbre retozaba y trabajaba sin crearse ni crear problemas a nadie. Lo que podía lo aportaba a la casa, sin evitar algún que otro sencillo regalo.
La madre sufría parálisis progresiva, en avanzado estado, que hacía de ella un vegetal viviente. Sólo sus ojos, profundamente lúcidos, comunicaban al exterior la energía que se iba agotando. Sus hijas cuidaban de lo necesario de ella, sin demasiados excesos de celo. Le quedaba poco de vida.
Me llevé bien con el padre, Jacinto Gómez.
Era un pobre diablo, ligero de lengua, con la cabeza llena de pájaros. Honrado, pero insufrible a veces por su terquedad. El vino le ayudaba a soportarse y lo hacía insoportable a los demás. Dándoselas de hombre leído, encontró en mí a alguien con quien contrastar sus opiniones, disfrutando con la polémica. Además ¿qué iba a hacer yo si no...? Auguré que su genio le jugaría alguna trastada.
Me recibieron con cordialidad. Sobre todo, el padre parecía muy contento con mi llegada. Pensé que algo sacaría de todo esto. Ellas se notaban algo confusas o cortadas. Con los días y el trato fueron tomándome confianza; siempre, al principio, procurando mantenerse muy en su lugar. Se conducían con toda la lógica de unas recatadas provincianas. Determiné hacerme valer más por mi propia estima que por aparentarlo. Al fin y al cabo no iba a estar mano sobre mano, sin hacer nada.
Transcurrían las mañanas placenteramente. Me levantaba temprano en cuanto oía a Jacinta trabajar abajo en el corral o en la cocina. Bajaba y le ayudaba a preparar los fogones, a encender el brasero de candela, a sacar agua del pozo. Al principio ella se negaba, considerando que un hombre no debía hacer tareas de casa; pero pronto cedió. Vi que le agradaba, que los anteriores reproches lo eran más por costumbre que por convicción.
Me gustaba entrar en la cocina, atizar el fuego, verla arreglando verduras, pelando, cortando... Le pedí que me enseñase. Era un pretexto. Allí sentados yo podía charlar e ir conociéndolos poco a poco. Por su boca me informaba de lo que hasta entonces no conocía del pueblo, sus gentes, sus costumbres, sus grandezas y sus miserias. De ellas, de su padre y de su madre.
De pasada, un día me dijo que había tenido novio. Enrojecieron sus mejillas y bajó la mirada mientras lo decía. Quise sonsacarla, bromeando, pero se cerró en banda. No dijo nada más sobre el tema.
Cuando desayunaba una taza de leche o sucedáneo, cuando lo había, siempre bastante aguada, subía otra vez a mi cuarto y arreglaba la cama. En el seminario me había acostumbrado. Sólo le permitía hacerlo a ella cuando cambiaba las sábanas. Luego, me aseaba y afeitaba.
Había un vacío que traté de llenar en cuanto pude.
Necesitaba leer. Y en la casa no encontré libros. Pude, por mediación de mi patrón, hacerme con algunos del saqueado seminario. Logré tener pues una suficiente biblioteca. Leía hasta mitad de la mañana. Luego, en los días claros y suaves de la primavera, tomaba a la madre y la bajaba al corral, entre sol y sombra. Había logrado convencerles del bien que se le hacía. Como siempre en estos casos es difícil cambiar la rutina; y menos aún si significa molestias, nuevas obligaciones. Todos trataron de disuadirme, exponiéndome la imposibilidad e inutilidad del intento. Pero no les hice caso. La pobre mujer tenía así su ración de sol, de aire, de vida.
Al mediodía, comíamos todos juntos. Eran momentos alegres o tristes, según las noticias que de la calle trajeran el padre o las hermanas.
Ellos eran quienes me ponían en contacto con el exterior. Sabía así lo que se comentaba de la guerra, de los problemas de abastecimiento, de los nuevos encarcelamientos, de los cambios políticos, de las modas impuestas por la necesidad, de los noviazgos o matrimonios más o menos acelerados por las circunstancias. Las tres hijas, el padre y yo formábamos un quinteto de parlanchines inmoderados, incontinentes.
A la tarde, era muy frecuente el quedarme con Jacinto, charlando los dos de uno y mil temas. Le seducían los trascendentales. Dios, el Universo, el Alma, la Muerte...
No le faltaban intuiciones ajustadas y originales cuando debatíamos estos puntos. Con no ser religioso aceptaba de buen grado la existencia de Dios como algo necesario porque, según sentenciaba, debía existir alguien ante quien justificar los actos de la vida, porque si no existiese, todo estaría permitido. Recuerdo una conversación respecto a la Muerte que no tenía desperdicio. Se había iniciado el tema de manera fortuita, por hablar de la mujer de la habitación de arriba que poco a poco se consumía. Llegados a determinado punto se suscitó la controversia de la existencia o no del más allá, pero sobre todo de la actitud personal ante el dilema inevitable.
—Pues mira, del más allá nadie ha vuelto —decía tajante.
—Pero eso no quiere decir que no exista.
—Ni que existe —se reafirmaba.
—Hombre, existiendo Dios, que usted lo admite, debe existir un premio o un castigo y por tanto una vida ulterior.
—Mira, eso está muy bien dicho así y así nos lo deberíamos de creer. Pero si los primeros que lo deben creer son los primeros que no se lo creen...
—¿Por qué dice usted eso?
—Pues porque los más beatos son los que más lloran y se desesperan cuando se mueren, tanto ellos como sus familiares. Se cagan cuando ven que se acaban, y se aterran. ¿No creen que van al cielo con Dios?, ¿por qué ese miedo y esa pena?
—Es consecuencia de que no están limpios, de que son, y lo saben, grandes pecadores.
—¿Y no creen que Dios perdona?
—Deberían creerlo.
—Pero no se lo creen... —añadía con retranca cazurra.
—¡Nada, que por usted no se salvan!
—¡No deberían!, por hipócritas y sinvergüenzas. ¿Has visto tú qué pocos de ellos mueren plácidamente y en paz...?, ¡porque son unos miserables! Fíjate al contrario en los ateos: como no creen que exista Dios ni nada después de esta vida, viven felices y mueren tan tranquilos.
—¿Usted cree?
—Algunos sí. Lo que pasa es que, desde luego, hay pocos ateos convencidos. Les pasa lo que a los otros, que no se creen lo que manifiestan. Y así, al llegar frente a lo irremediable, les surge la duda, terrible duda, de si lo que decían creer era cierto o no. Y como nadie les puede asegurar nada, se desesperan.
—Es cierto. Todo consiste en tener fe o no tenerla. Es el gran problema de estos tiempos de incredulidad.
—No es en estos tiempos, es viejo como nuestros abuelos, o más.
Así pasábamos las veladas. Si no había polémica era porque estábamos leyendo, concentrados.
Cuando él se iba, yo subía a mi cuarto y me estaba allí un buen rato. Me gustaba mirar por la ventana. Desde allí veía los tejados de las casas, los árboles de los corrales, algunas torres de las muchas de la ciudad en sus iglesias y palacios. Al fondo, el perfil de la sierra, nítido a veces, a veces velado y brumoso.
Me entretenía imaginando la vida de sus habitantes, como aquel diablo cojuelo, debajo de esos tejados. Las envidias, las miserias, las alegrías, los amores, los despechos, las entregas que esconderían... Veía a los niños jugar en los corrales hasta el anochecer; a sus madres, tendiendo la ropa o sacando agua de los pozos. A algunos hombres, arreglando aperos de labranza, haciendo pleita1 o capachetas de esparto. Cuando llegaba el buen tiempo, florecían los árboles. Los arriates y erillas,2 arreglados con primor, mostraban sus varios colores de las plantas allí sembradas o plantadas. El aire traía aromas intensos y diversos. El sol manchaba los tejados de rojo en sus brillos cerámicos, dorando las areniscas, cambiando por magenta, violeta, ocre, conforme se ocultaba. Los tonos, colores, las masas eran de una belleza cada día nueva, cada vez distinta, diferente. Me extasiaba en la contemplación del espectáculo hasta que la luz se apagaba, escondiendo casas, torres y montañas.
A veces me asaltaba la nostalgia de mi tierra.
Me miraba atravesando el cielo y, aunque orientado en contra, por la magia de la ilusión volvía hacia el norte, camino de la meseta castellana. Procuraba no recrearme mucho en estos recuerdos, que me dolían y me ponían melancólico, sin conseguir más que tristeza. Era sobre todo el recuerdo de mi madre, su ausencia, lo que más me hacía daño.
Conseguí salir a la calle.
Primero a una casa de la vecindad, donde se encontraba mi compañero Blas Sobrino. Allí ampliábamos la tertulia con los dueños de la casa. Eran animadas charlas, donde el genio de Blas se manifestaba sobre los demás. Aprendimos a no temer. Nos confiamos. Llegué a ir a la ermita del patrón del pueblo, que no había conocido aún. Era una construcción románica, semejante a tantas de las que se encontraban desparramadas por Castilla la Vieja, por León y todo el norte. La salvaba de los robos o de la destrucción su propia lejanía a la ciudad. El Cristo crucificado que se veneraba allí, bajo la advocación del Cristo de las Lágrimas, a todas luces, por lo que pude ver, era un Cristo barroco, de la escuela austera pero tremendista a la vez de los escultores castellanos. Fue un día fantástico porque me sentía libre, a gusto, en medio del campo, respirando aire fresco, oloroso, intenso. La compañía de Jacinta y de su hermana, de Blas y sus caseros era en extremo agradable, sencilla, placentera. Pocos goces tan simples y tan completos se pueden disfrutar tanto: lo demás son artificiosidades de la vida moderna o en sociedad.
Cuando no salía, les leía a las mujeres alguna novela, algún libro de historia. Procuré meter en aquellas mentes alguna cultura. Ellas recibían la lectura como tierra preparada para la siembra. Me maravillaba la atención que me prestaban. Alguna vez me vi, me imaginé, como Cristo con las hermanas de Lázaro. Y me asaltó la idea de que Jesús disfrutaba, como yo, en compañía de las mujeres.
Nos acostábamos pronto, por las restricciones de luz.
Empezaba entonces mi calvario. Allí, solo, oía a las tres hembras del cuarto de al lado. Y no podía apartar de mí la curiosidad que me acosaba. Las oía toser, respirar, quejarse, hablar. Espiaba sus más ligeros susurros, sus roces, sus suspiros. Me las imaginaba desnudas, a las tres, en la cama. Apetecibles, sedientas, dispuestas sólo para mí. Bueno, saber que era una locura esta alteración, comprender que no debía ni era correcto este estado de ánimo no me ayudaba a eliminar ni desechar tales deseos, tales pensamientos. Cuando estuve en el seminario mis dudas eran doctrinales; ahora habían emergido con violencia los deseos carnales. Ya no pensaba con angustia en la existencia o no de Dios, en la importancia del Dogma o en la Virginidad de María; ahora era la inmediatez de la mujer la que me ocasionaba el sufrimiento. Ahora comprendía a Blas, y lo envidiaba.
Procuraba disimular frente a ellas.
Pero, en mi soledad, no pude evitar el complacerme, el satisfacerme como forma de apaciguar mi agitación, mi apetito. Pero, lejos de calmarse, me lo aumentaba. Comprendí el infierno que el sexo pudo llegar a ser para aquellos que se habían propuesto dominarlo, desterrarlo de sí.
Dijeron de llevarme al taller de costura donde Mercedes cosía. Pregunté si no sería peligroso. Me contestaron que no. Si preguntaban, dirían que yo era un primo que estaba herido y me había venido de Madrid. Aquello era de locura. La maestra era una mujer cincuentona, dicharachera y espabilada. Dirigía a las muchachas con una mano férrea, pero relajaba la tensión cuando el trabajo se hacía bien y se encontraba satisfecha. No admitía allí peleas ni rencillas entre las modistas: la que entraba en ese terreno se arriesgaba a ser despedida. Tenía una buena clientela, pese a la dureza de los tiempos, y como ella decía la mujer quiere seguir siendo mujer, aunque algún marimacho se vista de miliciano.
Acudían al taller seis o siete aprendizas, por las tardes generalmente. Sólo dos o tres de ellas trabajaban todo el día. Allí era de ver la soltura de modos y de lenguas que se utilizaban: para un varón poco o nada hecho al trato con mujeres esto era inconcebible. ¿Qué se había hecho del pudor, de la prudencia, de la delicadeza femenina? ¿Dónde, aquello del sexo débil...? Sus reuniones eran pura artillería, sus dardos certeros y envenenados, sus comentarios de un demoledor inmisericorde. Cuando «repasaban» a alguien lo hacían a conciencia, de arriba abajo... ¿Qué había hecho fulanita con el novio?, ¿por qué le puso los cuernos con el otro?, ¿consentía su madre o no en amancebarla...? y así por el estilo todo. Sin desperdicio.
Donde noté sus afiladas uñas fue en la saña e insistencia con que se emplearon contra mí. Mi debilidad ante ellas acrecentaba su fuerza. Y el número les confería cierta impunidad. Ni qué decir tiene que sus chuflas sobre mi hombría, los chistes verdes y los procaces comentarios sobre mis preferencias o las suyas eran argumentos corrientes de las charlas que se traían desde que yo llegué. La maestra antes que atajarlos los favorecía con sus risotadas y sus arengas. ¿Y yo...? Pues me reía como un tonto sin saber lo que decir. Llegaban al «cuerpo a cuerpo». Unas más discretas, otras menos, algunas ostensiblemente trataban y conseguían sobar, restregar, contactar sus cuerpos contra el mío, como gatas en celo. Conseguían excitarme sobremanera y eran conscientes de ello.
Muchas noches me prometía a mí mismo no volver, pero es bien cierto que estaba deseando y, cuando por algún imponderable tardaba en hacerlo, yo mismo procuraba que Mercedes buscase al día apropiado. Pero aprendí a dominar el cotarro.
Poco a poco me fui haciendo con las riendas, sutilmente. Era consciente de que si lo hacía bruscamente, si intentaba imponerme de golpe, ellas me negarían la vuelta. Así, dejándome hacer por ésta, administrando mis silencios con aquélla, insinuándome ante la de acá, destilando suspiros a la de allá, conseguí sembrar la esperanza en sus corazones y la discordia oculta en sus reuniones.
Como había hecho en casa, una forma sencilla y eficaz de terminar con el juego fue leerles. La propia historia y la forma de contarla, vestirla y amenizarla era más fuerte para su interés y curiosidad que las procacidades o la continua actitud ofensiva defensiva frente al macho.
Noté que Jacinta veía estas cosas con enojo.
Cada vez que salía el tema del taller, ella procuraba decir una frase cortante, ofensiva o de desprecio hacia las de allí. Pensé que era por su hermana, cosas de ellas; pero sus mismas expresiones me indicaron que los tiros iban directos contra las modistillas. La noté celosa.
Una noche sucedió algo espantoso en la calle.
A un vecino un buen hombre según mis caseros lo fueron a buscar los milicianos. A viva fuerza lo arrancaron de su casa. Los gritos del pobre resonaban en la calle, resbalando por las fachadas, por las aceras, por la calzada, perdiéndose por los tejados, pero impregnándolo todo de una acusación colectiva de cobardía, de injusticia, de animalidad. Yo asistía a los hechos desde la ventana, como todos los de la calle, con las cortinas echadas. Oculto allí, entre las tres hermanas, rememoré los sucesos del seminario, mi propia persecución, la paliza recibida... Y temblé sin poder contenerme. El terror me agarrotaba de la cabeza a los pies. Noté cómo Jacinta se oprimía conmigo y sentí unos deseos irrefrenables de abrazarme a ella, de llorar. Llorar como en el regazo de mi madre, cuando mi padre, que no encontraba la cuadra bien arreglada, me pegaba correazos. Llorar, tratando de buscar el consuelo que sólo el calor materno puede dar.
Me contuve. Dominé mi impulso y subí a mi cuarto, deshecho. No dejé de oír aquellos lamentos, arrastrándose toda la noche por los tejados, las chimeneas, las tapias de los corrales.
Me citaron en el hospital.
Pensé que era lógico, pues debían revisarme el brazo, darme de alta médica. Aunque no podía evitar cierto recelo. Fui acompañado por Jacinto. Allí encontré a otros.
Mientras esperábamos, cada uno contaba cómo le iba, con quién estaba, qué hacía. Bien podía decir que no había tenido mala suerte, porque otros lo estaban pasando peor. Se contó la historia de uno que había ido a parar a casa de un cobrador del recibo de la electricidad. Como en los tiempos medievales, en los que la llegada del recaudador de impuestos era temida y odiada, así ahora, en estos modernos, la presencia del cobrador de la luz provocaba la desesperación y el rechazo. La tarifa se establecía por los puntos de luz en uso, con lo que casi todo el mundo optaba por utilizar unos artefactos llamados popularmente «ladrones», que permitían el enganche simultáneo de bombillas y resistencias en un solo punto. Sin contar los que, más decididos, se pasaban por alto a la compañía suministradora (por cierto, «localizada», o sea bajo el poder local) y tomaban directamente la corriente de los cables que alimentaban el alumbrado público.
Este sujeto era cobrador e inspector efectivo de todas estas trampas que el común utilizaba para hacer más ligera la carga. Al pobre seminarista que acogió, bien le estaba sacando el provecho. Día a día lo acompañaba en sus inspecciones, pesquisas e investigaciones. Lo obligaba a penetrar en las casas, habitación por habitación, hasta las alcobas más íntimas, y sin oponer reparos a esas intimidades ni demás circunstancias privadas. Como además el éxito radicaba en la sorpresa, pues si no los vecinos tenían tiempo para retirar los artilugios, allí lo veías acceder a las viviendas como un vendaval, sin pararse en pelos ni señales por muy personales que fuesen. Que, dada la experiencia, hubiera sido testigo de más de una carrera de alguna infidelidad encubierta, del hallazgo de depósitos de comestibles, no nos resultaba extraño.
Mi amigo, Blas Sobrino, se crujía de risa pensando en esas situaciones embarazosas. Tampoco era raro que el pobre seminarista conciliase los odios de gran parte del pueblo que, de haber sabido además quién era, seguro que lo habrían vuelto a descalabrar, ya que se lo tenían jurado por antipatía hacia su patrón. El colmo llegaba cuando se trataba de cobrar. A la picaresca del acreedor se unía, superándola a veces, la del deudor. Las tretas de unos y otros llegaban a verdaderas partidas de ajedrez, con tablas incluidas. Esto podía ser jocoso; lo que no lo era, en ningún modo, era el tener que cortar el fluido por impago. Como siempre, los más pobres, los más desprotegidos, sufrían las consecuencias. La conciencia de mi compañero no resistía tales injusticias. Los enfrentamientos con su supuesto protector eran cada vez más frecuentes y violentos. Estaba deseando que lo movilizaran y poder largarse, al fin, de aquel ambiente.
Y lo comprendíamos perfectamente.
Me encontré de nuevo con el doctor Lendínez.
Igual de campechano que antes, con una bata blanca encima de su inseparable traje cruzado. Retirada la venda, palpó la zona fracturada y la movió rítmicamente con cuidado. Satisfecho de la exploración, me indicó, y así lo hizo constar en su papel, que debía permanecer aún un mes inactivo para recuperar la correcta movilidad del brazo.
—Mira, muchacho, aparte de que es verdad lo que pongo aquí, te hago un favor, porque si no ahora mismo te mandaban al frente —me explicó.
Al salir de la consulta nos reunieron a todos en una sala. Entonces se presentó uno que dijo hablar en nombre de las autoridades. Llevaba una carpeta y nos pasó lista. Una vez comprobada nuestra presencia, volvió a leer otra, la de los que ya estaban dados de alta. A estos les indicó que pasaran a otra habitación para tomarles la filiación y otros datos y darles de nuevo el alta, pero ahora en el Ejército Popular. O sea, que nuestra próxima parada y fonda era, como temíamos, el Ejército de la República como tal, no las milicias.
A los demás nos dio un volante que nos emplazaba a presentarnos en el Centro de Instrucción al mes justo.
Visitamos al compañero paralítico. Allí continuaba en la cama, sin poder moverse. Cada vez en peores condiciones, con llagas abiertas por la forzada inmovilidad. Se consumía en sufrimientos, pero trataba de mostrarse resignado, conforme a la voluntad que él decía divina. Tratamos de darle ánimos.
Nos despedimos de los que ya se marchaban. Todos teníamos conciencia de que acabábamos una etapa de nuestra vida y de que empezábamos otra nueva, llena de dificultades e incógnitas. Para muchos estaba claro que lo del seminario estaba acabado; que el mínimo vínculo con la supuesta vocación quedaba roto y terminado.
En vez de ir directamente a la casa, mi acompañante me dirigió hacia el centro de la población. Íbamos despacio, sin prisa, charlando. Me sentía libre y a la vez oprimido por el oscuro futuro que preveía. Tenía necesidad de hablar, de andar... y el hacerlo me venía bien. Llegamos hasta la plaza.
Decir «la Plaza» en el pueblo era decirlo todo.
Allí estaba el ombligo, el epicentro de la vida local. Si un parado quería trabajo se iba a «la Plaza»; si se querían conocer los chismes o las últimas noticias, en «la Plaza» las contaban; ¿que las mozas buscaban novio?, pues en «la Plaza» encontrarían a los mozos...
En aquella plaza se encontraba el Ayuntamiento y la Comisaría de Policía. Era porticada al castellano estilo, rectangular. La presidía lo que, ni que explicarlo, fue un palacio donde ahora radicaba el gobierno local y la policía. Edificio soberbio.
Siempre pensé que algo así constituía un regalo, un lujo para este pueblo. Se permitía tener iglesias con portadas románicas o góticas, con naves basilicales, torres barrocas o neoclásicas, palacios y construcciones civiles isabelinas, renacentistas, manieristas. Barrios enteros de origen medieval, juderías, casonas adinteladas, restos de la arquitectura mudéjar... Al estudioso de la Historia o del Arte se abrían calle a calle, casa a casa, las páginas de los tratados más reales, vivos y presentes. Los naturales convivían con aquello sin valorarlo, sin entenderlo, sin tan siquiera respetarlo. Injusto.
Entramos en una taberna dentro de los soportales.
El local, al que se bajaba por un escalón desgastado, estaba oscuro, imposible de examinar al primer vistazo. Un fuerte olor a vino lo impregnaba todo; a vino y a humedad, a viejo y a orín, a decrepitud. Al fondo se hallaba un sucio mostrador de madera con losa de mármol encima. Tras el mismo se veían unas pequeñas estanterías con algunos vasos y botellas de licor de marca, las más de aguardiente o algún coñac. Las paredes, que debieron de estar encaladas, tenían carteles de toros y un zócalo alto de almagre.3 Adosados a ellas había unos banquitos de madera, alargados. En el techo pendían dos bombillas, una hacia el centro del local y otra en la barra, con papel atrapamoscas bien surtido ya, y pantallas de latón de un color casi indefinido. Ahora se encontraban apagadas. Era así porque, con un poco de paciencia, los ojos se adaptaban perfectamente a la oscuridad de panteón que había en el garito.
Empecé a vislumbrar los bancos y, en ellos, a algunas personas sentadas, con sus botellas de vino entre las piernas. De vez en cuando, rítmicamente casi, las subían hasta la cara y las embocaban bebiendo el chorrete que salía por una canilla ajustada al tapón. Catando la variedad de tipos que allí bebían se juzgaba la medida como sabia e higiénica.
Mientras nos servían dos vasitos de blanco, «chatos» según los nombraban, y el tabernero y el otro se enzarzaban en una conversación trivial, aproveché para hacer el inventario del personal presente.
El director del negocio era recio, con unos brazos fornidos y velludos, de cara jovial, roja la nariz y mofletes, poca frente y abundante pelo, negro. Su voz era fuerte y exclamativa. Pensé que hubiera sido un eminente tribuno en la Roma republicana. De los que estaban en los bancos me fijé primero en dos viejos, acartonados, tocados con sendas boinas, como casi todo el mundo, que charlaban quedos, pero animadamente. Lo más peculiar eran sus bocas, que subían y bajaban formando esos huecos amenazadores por donde de vez en cuando se internaba el vino. La lengua, como único habitante de tal abismo, surgía también a intervalos, curiosa, tal vez, al asomarse al mundo exterior. Un solitario arrimado al rincón más oscuro, cubierto con un raído capote, bebía discretamente. Me fijé en que de cuando en cuando metía la mano en el bolsillo y sacaba algo que se llevaba a la boca. Al menos no tomaba a secas. Huía la mirada y preferí no concentrarme más en él. No inspiraba ninguna confianza. Otro sujeto dormitaba, sin botella, en el sitio opuesto. Lo primero que llamaba la atención era su aspecto sucio y andrajoso. De su cara mal afeitada y negruzca sobresalían dos cejas superpobladas, casi juntas. Roncaba.
Jacinto Gómez me animó a tomar otro vaso.
—¡Anda, que no te vas a hacer nunca un hombre!
—Pero si es que no bebo, señor Jacinto. Y, además, sin tener nada en el estómago...
—Pepe, saca ya un puñado de garbanzos tostados.
El tabernero, agachándose tras el mostrador, sacó un plato lleno de garbanzos tostados con yeso,4 blancos.
—¿Éste es tu sobrino de Madrid? —inquirió con cierta sorna, que revelaba que lo sabía todo sobre mí.
—El mismo; ya lo han llamado a filas otra vez, ya sabes..., es un héroe del frente, pero hasta que no se recupere del todo no se va de aquí —mentía descaradamente Jacinto.
—Buen muchacho, como debe ser —sentenció el otro.
—Eso, y no como algunos que yo me sé que, además de ser los perros de los señoritos, ahora no quieren echar una mano en la lucha del pueblo.
Jacinto al decirlo miraba descaradamente al rincón. El tabernero se puso pálido y yo me di cuenta de que la cosa no iba así por buen camino. Mi mentor, cada vez más animado por el vino, se lanzó en picado...
—¿No estás viendo a ese jodido? Aquí, bebiendo vino, escondido, cuando lo que debería estar es en la cárcel —traté de hacerlo callar agarrándolo por el brazo y sacudiéndoselo—. Tú no lo conoces Leonardo, pero éste era el capataz más hijoputa que tenía don Cesáreo, un ricachón lleno de cortijos. A la gente la trataba a patadas, peor que el amo, y no le importaba si hacía frío o calor, si llovía o soleaba, si estaban saludables o enfermos, o si eran hombres, mujeres o niños. Muchos han llorado a sus pies y se han muerto de hambre por su culpa.
—¡Tú tenías que ser, Gómez! ¡Recuerda lo que te digo: que por la boca muere el pez! —se levantó rápidamente.
Su cara descompuesta demostraba un odio terrible. Sólo sus ojos, brillando por la ira, se me quedaron marcados en la memoria. Salió.
Pepe el tabernero daba lustre a un vaso con un trapo, mecánica y nerviosamente.
—Anda, Jacinto, tomaos otro vino, que lo pago yo y llévate al muchacho a tu casa —nos invitaba de la forma más cortés posible a marcharnos.
—¿Pero te has dado cuenta tú? —quería seguir con el tema.
—Señor Jacinto, déjelo ya. Vámonos, que es tarde.
Nos despedimos de Pepe y salimos de allí.
El sol nos deslumbró un instante. Luego nos fuimos por calles estrechas hasta la casa. No hizo falta que nos dijésemos nada, que nos pusiésemos de acuerdo. Cada uno de los dos sabía que de lo sucedido en la taberna no había que decir nada. Creo que él se dio cuenta del error cometido, mayúsculo. Que un día le podría pasar factura y se arrepintió de haberlo hecho.
Luego me enteré del por qué de este odio mutuo.
Jacinto había trabajado para el señorito del capataz en varias ocasiones y le había exigido el pago de sus servicios con presteza. El otro, acostumbrado a jugar con las necesidades de las gentes siempre trataba de escamotearle algo, o en dinero o en el tiempo empleado. Pero el electricista sabía que no podían prescindir de sus servicios y por eso no se callaba ante los chanchullos del capataz. El orgullo de éste, así doblegado, no podía soportarlo. Odiaba a Jacinto Gómez. Y éste a él.
En estos tiempos, la prudencia era vital. No se podía saber si quien escuchaba era amigo o enemigo. Lo más normal es que fuese las dos cosas. Así andaba el asunto.
Nuestras caras debían de ir pregonando las preocupaciones pues, al llegar a la casa, Jacinta se alarmó. Creía que yo estaba peor del brazo, pero su padre echó más leña al fuego diciéndole que me llevaban al frente. La cara de la mujer se enturbió, se alteró. Su mirada persiguió la mía, ansiosa. Empecé a darme cuenta, en su plenitud, de los sentimientos, los verdaderos sentimientos de ella. Encontré que el amor se le salía a borbotones, ahogándola. Bromeé, tratando de suavizar la situación.
Expliqué que la marcha no sería inmediata. Instintivamente, sin pensarlo, remaché mis palabras con un pequeño azote dado en las nalgas de Jacinta. Ella agradeció el gesto en su justo valor: marchó retozando.
Mientras me lavaba, arriba, se me agolparon los pensamientos, en desorden. El vino hacía su efecto. Me encontraba a gusto. Empecé a estar contento sin saber por qué. En la mesa, a la hora de comer, Jacinta puso más vino. No era normal que lo hiciese así; antes bien procuraba, si lo había, retirarlo por temor de que su padre bebiera demasiado. Así se lo hizo notar éste y ella contestó una trivialidad... Se le notaba alegre.
Todos comimos con ganas, como si el día fuera de fiesta. La verdad es que los días de fiesta escaseaban: entre los que la República había quitado dolían más los de Semana Santa y que los aconteceres no eran los más aptos para celebrar nada, nuestra fiesta era cosa particular. La fiesta de una partida anunciada: de despedida.
Quizás por ello nos dimos al exceso. Las chicas también bebían, aunque moderadamente. Pero el padre y yo dábamos frecuentes tientos a la botella. No sé ni lo que se decía ni por qué se reía, pero las carcajadas iban en aumento, especialmente las risas escandalosas de las mujeres. Se debían de estar contando chistes o procacidades al estilo del taller de la modista. Yo no me enteraba, pero reía también. Las caras estaban coloradas y los ojos brillantes. Me toqué una oreja: me ardía; también la cara. Juzgué que también las tendría coloradas. Resonaba todo como si en una habitación más amplia, irreal, me encontrase. Se disolvían las formas. De pronto, con una lucidez aterradora, oí decir a Jacinto una frase inimaginable.
—¡Anda, gachón, que no te estarás tú tirando a alguna de éstas!
Y todo se quebró.
Como un fotograma que queda fijo, así se quedó la imagen frente a mí. No sé el tiempo que pasó, pero yo era incapaz de reaccionar, de decir nada. Alguna de ellas dijo algo a su padre y volvieron a reír. Así que todos, incluido Jacinto, lo hicimos más fuerte, tratando de aventar la mala idea.
Pero era cierto que esa idea existía ahora, en cada uno de nosotros. Se me hizo muy claro. Tenía la fuente, el manantial a mi lado y lo estaba dejando correr, desperdiciándolo. ¿Por qué dejarlo secar...? Yo pasaría de un seminario castrante a jugarme la vida en la guerra. Venía casi de perderla e iba a lo mismo. ¿Era justo pasar así por la vida...? Ahora había descubierto la alegría, ahora que conocía la sencillez de una sonrisa, el cariño puesto en la ropa recién lavada y planchada, la sabiduría de la charla alrededor de una mesa, ahora sólo me quedaba experimentar el amor, el amor plenamente realizado, completo. Físicamente completo.
Aturdido subí a mi cuarto. Me dormí.
Cuando me llamaron era noche cerrada. Me dolía fuertemente la cabeza y aún me pesaba el vino. Confusamente empecé a recordar. Me lavé. Jacinta estaba radiante. Se había arreglado. Lucía un vestido ajustado, con escote cuadrado y un gran cinturón. Se había prendido una especie de pasador, o broche. Entró Milagros igualmente arreglada. Me extrañó. ¿Qué significaba tanto postín?
—Venga, Leonardo, apáñate un poco. Toma, échate colonia de mi padre —Jacinta hablaba con seguridad, mirándome a los ojos.
No existía en ella la timidez de antaño, ni la esquiva mirada de quien no tiene confianza. Ni ansiedad.
—Que nos vamos a ver una zarzuela.
—¿Una zarzuela? ¿Qué zarzuela? ¿Dónde...? —estaba atónito.
—En el teatro ponen hoy Katiuska —me dijo Milagros—. Yo voy ahora mismo a buscar a Blas y nos vamos los cuatro.
No podía ser de otra forma.
Yo sabía que Blas no había perdido el tiempo. Creo que todos lo sabían. Con mujeres por medio pronto caería alguna. Y se decidió por Milagros.
Dónde o cómo se apañaba para quedar con la chica, para estar con ella, es un misterio que no me confesó ni a mí. Pero eran muy frecuentes las historias de duendes, fantasmas y demás trasgos que se decían haber visto a lo anocheceres, a los amaneceres, discurrir entre las tapias de los corrales. Nos temíamos los descreídos que eran muy de carne y hueso esos aparecidos tan intempestivos. Ahora, Milagros lo consideraba su novio y se presentaba la ocasión de demostrarlo públicamente.
Si se ponía una zarzuela en esa época no podía ser más que Katiuska, pues la trama se desarrollaba en la Rusia bolchevique; era, por así decirlo, la más revolucionaria de las zarzuelas de la zona roja.
Jacinta se acercó a mí con un frasco en la mano. Se volcó un poco del contenido en la otra y se las frotó y, prestamente, me hizo los mismo en la cara, con ternura, con cariño. El aroma de la colonia, algo fuerte, me penetró profundamente. Con igual fuerza me penetraron sus ojos. No había duda, ella ya mandaba en mí.
Con alboroto apareció la pareja. Blas, jubiloso, llevaba el pelo ensortijado, cargado de brillantina y agua. Eso le prestaba un aire de golfillo algo chulesco. En el camino, me contaron cómo se habían hecho con los pases, gracias a una artimaña de la hermana pequeña.
En el teatro había cola.
Nuestras entradas eran de entresuelo. Abundaban por allí los monos milicianos, los uniformes. Que había profusión de pañuelos rojos o lazos del mismo color es obvio. El local estaba adornado con pancartas y banderas republicanas, rojas, rojinegras. Profusión de consignas nos animaban a luchar por el proletariado, por la defensa de la República, a buscar la unidad de acción frente al fascismo. El acto estaba organizado por el Socorro Rojo, a fin de recaudar fondos; pero, a tenor del personal que allí acudía, pocos fondos habría al final de la función, si casi todos los que entraban tenían pase de favor.
La atmósfera se iba haciendo cada vez más caliente, más densa. Los himnos y marchas resonaban por los altavoces. Estábamos sentados en segunda fila, frente al escenario. Algunos se mostraban curiosos por nuestras personas: el viejo cuento del primo de Madrid funcionaba por lo de mi acento castellano; claro que para Blas era más difícil inventarse una cobertura. Pero una vez satisfecha la duda con el madrileño no inquirían nada más. Era excitante.
Salvo las charlas en el gran salón del seminario o la asistencia a los oficios religiosos en la Iglesia catedral, pocas ocasiones se me habían brindado para estar entre tanta gente o acudir a espectáculos masivos. En mi pueblo, de tarde en tarde, aparecía un feriante con su cinematógrafo y era la única forma que tenía de estar con los demás habitantes, todos juntos.
Llegaba el titiritero con su carro, o alguna vez, ya más moderno, con su camión desvencijado, cubierto de letreros llamativos, de toldos, de mierda. Se quedaba en las afueras de la aldea, en la era, y allí montaba el tinglado. Para atraernos a él desfilaba por entre las casas con sus monos o cabras, sus hijos y mujeres, armando un guirigay charanguero imposible de descifrar. No hacía falta más. Cada uno de nosotros llevaba su asiento, silla o banqueta. En unas lonas blancas, luego que concluía la obligada función de circo, proyectaría varias películas. Era el momento mágico.
De pronto, en la oscuridad, la pantalla se iluminaba en un cuadrado de luz intensa y empezaban a desfilar las imágenes. Se sucedían carreras, porrazos, gestos alocados o esperpénticos. Salían el Pamplinas, Jaimito, Carlitos5 y otros cómicos del cine americano. Las carcajadas eran fuertes, desmedidas e interminables. Se leían los rótulos en voz alta para que otros los entendieran, o porque era la única forma de leer que algunos sabían: imposible el hacerlo mentalmente. Otras veces las historias eran tristes, tristísimas, con tremendos villanos malvadísimos y lindas, frágiles muchachas de ojos claros y cabellos rubios (lo suponíamos así aunque la película fuese en blanco y negro) desamparadas ante los criminales. Se lloraba tan escandalosamente como se reía. Este mundo del celuloide, que ardía a veces ante nuestros ojos, se nos antojaba irrealmente real, con una certeza entre ese ser y no ser que no nos permitía darnos muchas explicaciones. Pero los héroes del telón se nos convertían en seres de carne y hueso, de factura misteriosa, que corrían por nuestra imaginación incluso usurpando nuestras personalidades.
Y yo no había ido nunca al teatro.
El teatro de la ciudad era bonito. Obedecía a las reglas clásicas de las plantas teatrales que había visto en dibujos o fotografías: semicirculares con prolongación lineal hasta el escenario frontal, con un patio de butacas y tres pisos levantados en el entorno. El escenario estaba cubierto por unas cortinas rojas aparentemente de terciopelo. Dos lámparas algo insuficientes, de varios brazos, colgaban del techo.
La gente acabó de llenarlo todo. Se oía fuerte murmullo que acabó por apagar los sones revolucionarios y, sobre todo, se oían los silbidos y las voces impacientes de los del «gallinero», que así llamaban a la zona más alta. Algunas cáscaras de pipas caían sobre los del patio. La menguada luz fue apagándose. Sonó el timbre de aviso. El espectáculo daba comienzo. En el proscenio, los músicos atacaban el preludio u obertura. Eran sones fuertes, vibrantes, emotivos.
Notaba el brazo de Jacinta junto al mío, su muslo junto al mío. La oscuridad nos aislaba. No nos mirábamos. Pasé mi brazo por encima del suyo. No lo retiró. Mi mano se enlazó, dedo a dedo, con la suya. Me apretaba. No nos mirábamos. Mi respiración se aceleraba y noté que la suya también. No nos hablábamos.
En el teatro no existíamos más que nosotros.
Y lo que se representaba en el escenario. El asunto iba de rusos, príncipes y revolucionarios. De golpe, al salir el príncipe, los pitidos y la rechifla del público, sobre todo el aéreo, fueron descomunales. Los pobres cantantes aguantaron el tipo hasta que las turbas se aplacaron en parte tras el esfuerzo de algunos. La música y el canto se imponían. El frenesí dominó cuando penetraron en escena los soldados revolucionarios. Vivas a Stalin, a Lenin, a Rusia y demás representantes del ansiado modelo de Estado Socialista y de los Soviets, que los actores agradecieron, interrumpiendo un tanto la representación y entonando junto al pueblo la Internacional. El calor, ya de por sí alto, subía. Un bosque de puños alzados acompañó la marcha. Se oían gritos antifascistas.
Cuando la fiebre internacionalista pasó, pudieron continuar con la representación. La pegadiza canción dedicada a la mujer rusa fue acompañada con palmadas, lo que obligó a la orquesta y cantante a ajustarse al desacompasado compás del público.
La trama que se estaba desarrollando en el escenario nos llegaba directamente a los corazones, no por las mismas razones que a los demás presentes, sino por la similitud entre el amor desgraciado que afectaba a los protagonistas, a los que las circunstancias separaban. Al llegar al pasaje en el que el valiente revolucionario, viendo su amor imposible canta con Katiuska esa imposibilidad, las dos barcas del Volga que van en dirección contraria, un estremecimiento recorrió el cuerpo de Jacinta. Yo tenía un nudo en la garganta, imposible de eliminar. No quise, no quería mirarla. Apreté fuertemente su brazo. Su otra mano se aferró también al mío. Notaba su pecho jadeante, estremecido...
Volaba por el Volga en una gabarra, de pie, vestido de cosaco, viendo cómo, en otra frente a mí, mi amada se cruzaba sin poder detenerse ni detenerme, fatalmente impulsados por un destino cruel que nos separaba. El cielo era claro, diáfano, y las aguas del río mansas, pero poderosas, arrastraban las barcas en todas direcciones. Igual que en la canción, la barca de ella se distanciaba de la mía hasta que no la pude ver.
Luego volví en mí.
La historia estaba acabando. Bizarramente el enamorado revolucionario lucha por su amor. La escena fue potenciada con la exhibición de sinnúmero de banderas rojas tremolando. El protagonista, sable en mano, abiertos brazos y piernas, bien firme y decidido, cantaba el triunfo de la Revolución y de la Rusia de los Trabajadores. El delirio en estado puro. El teatro se venía abajo. Que lo hicieron repetir, no es de dudar. Otra vez la Internacional coreada al unísono. Encendieron las luces. Todo el mundo en pie aplaudía, cantaba y gritaba. La platea vibraba como en un terremoto y hasta temí que no resistiese la estructura.
La catarsis estaba completa. Poco a poco fuimos accediendo a la salida.
Un aire fresco, fresco, nos azotó las caras. Me dio un repeluzno. Sin abandonar el brazo de ella, marchamos a la casa. Milagros y Blas iban por delante, también cogidos del brazo. Caminábamos por las estrechas calles, solitarias, acogedoras, que cruzando barrios antiguos nos llevaban al nuestro. La pareja de delante se abrazaba sin pudor, dándose ocasionalmente besos largos, ansiosos. Nosotros, ¿qué le íbamos a decir?
No hablamos nada por el camino. Todo comentario sobraba.
¿Cómo definir las emociones? ¿A qué explicar lo que los dos ya sabíamos...? El silencio nos hacía compartirlo todo: no éramos dos, éramos uno. Nos despedimos de Blas calurosamente. La hermana se fue con él. Subí a ver a la madre, mientras ella se aprestaba a preparar la cena. Traté de que no se diese cuenta de mi emoción, le conté lo que habíamos visto, lo bien que había estado, lo que la gente había aplaudido. La pobre mujer asentía con la cabeza, con los ojos y apretaba levemente mi mano con la suya. ¿Se daba cuenta ella de lo que pasaba? ¿Habría comprendido lo que ya nos unía a su hija y a mí...?
Aunque no quería admitirlo, no tenía más remedio que pensar que a una madre es imposible ocultarle la verdad. Y que ella lo sabía.
Copyright © | Mariano Valcárcel González, 2006 |
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Fecha de publicación | Marzo 2008 |
Colección | Narrativas globales |
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