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La falsa María

La fiesta del semen

Andrés Urrutia
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Lo que más in­dig­nó a la crí­ti­ca fue el ca­pí­tu­lo si­guien­te al «Jar­dín de las de­li­cias». Desde el tí­tu­lo, «La fies­ta del semen», hasta el con­te­ni­do, fue ca­li­fi­ca­do como un ob­se­si­vo ejer­ci­cio sá­di­co. Mien­tras re­co­rría en el au­to­bús de la ae­ro­lí­nea la costa mon­te­vi­dea­na hacia su des­tino cén­tri­co, ni si­quie­ra el so­lea­do pai­sa­je ma­rino pudo evi­tar­le el re­cuer­do de ese ca­pí­tu­lo. El libro tenía ya un año de edi­ta­do, y sin em­bar­go, este pri­mer re­gre­so a Mon­te­vi­deo, hizo que vol­vie­ra a ins­ta­lar­se en su pen­sa­mien­to.

«La fies­ta del semen» ocu­rrió pre­ci­sa­men­te la noche de Na­vi­dad. Como Car­men era un «ca­ba­llo» fue sa­ca­da del pa­be­llón de mu­je­res y lle­va­da al de hom­bres. Y al decir sa­ca­da uno po­dría pen­sar que hubo que uti­li­zar la vio­len­cia para arran­car­la de su cama, que entre va­rios la arras­tra­ron de los ca­be­llos o de la tú­ni­ca hasta con­ver­tir la tela en ji­ro­nes. No, bastó que se le aper­so­na­ran uno de los oli­go­fré­ni­cos y el jo­ro­ba­do, para que Car­men, con sólo ver­los, se le­van­ta­ra de su cama sin decir pa­la­bra, sin que fuera ne­ce­sa­ria orden al­gu­na y mucho menos el más mí­ni­mo for­ce­jeo. Como co­rres­pon­de a un «ca­ba­llo», Car­men se li­mi­tó a se­guir a los dos emi­sa­rios, quie­nes tam­po­co de­bie­ron ayu­dar­la a tras­po­ner el muro que se­pa­ra­ba los pa­be­llo­nes. Hasta ese mo­men­to, cuen­ta el libro, eran los hom­bres quie­nes sal­ta­ban el muro para tras­la­dar­se al pa­be­llón de las in­ter­nas, pero ahora exis­tía un ca­ba­llo. Y no era que no hu­bie­ra otros ca­ba­llos entre las mu­je­res o los hom­bres; y no era tam­po­co que to­da­vía Car­men con­ser­va­ra algo de su be­lle­za. Si bien tenía los ojos muer­tos y el otro­ra ca­be­llo negro y se­do­so lucía ahora des­pro­li­jo y sucio, su cuer­po man­te­nía su es­plen­dor. Lo que en reali­dad había cam­bia­do era que a otros «ca­ba­llos» había que re­du­cir­los, había que to­mar­los por sor­pre­sa, y era mucho más fácil hacer eso mien­tras dor­mían en sus camas que tras­la­dar­los al pa­be­llón de hom­bres. Pero ese ri­tual había cam­bia­do ahora que es­ta­ba Car­men. Pa­re­cía que sólo fuera un cuer­po, y en eso sólo se había con­ver­ti­do. Su mente es­ta­ba en otro lugar. Por esa razón ca­mi­nó en si­len­cio al lado de sus cus­to­dias, por esa razón ella misma hizo el es­fuer­zo de sal­tar el muro, y por esa razón entró len­ta­men­te al pa­be­llón de los in­ter­nos y per­ma­ne­ció pa­ra­da, con los ojos ce­rra­dos, a la es­pe­ra de los demás.

La fies­ta en sí con­sis­tió en ver­ter en la boca, va­gi­na y ano de Car­men la mayor can­ti­dad de es­per­ma po­si­ble. Mien­tras tres hom­bres la pe­ne­tra­ban a la vez otros tan­tos se mas­tur­ba­ban sobre ella, y cuan­do todos se tur­na­ron, cuan­do todos de­rra­ma­ron en ella sus flui­dos, la al­za­ron en andas, como se alza al ju­ga­dor vic­to­rio­so, y la pa­sea­ron can­tan­do y gri­tan­do por todo el pa­be­llón. Car­men nada decía, su cuer­po des­nu­do e in­mó­vil era sos­te­ni­do por de­ce­nas de bra­zos y el gri­te­río, los so­ni­dos ema­na­dos de gar­gan­tas en­fer­mas, re­tum­ba­ban en sus oídos pero ella pa­re­cía no es­cu­char. In­me­dia­ta­men­te, sin ba­jar­la, el grupo de alie­na­dos se di­vi­dió en dos, y co­men­za­ron a lan­zar a Car­men por los aires de un grupo a otro, en un fre­ne­sí de gri­tos, ru­gi­dos de los sor­do­mu­dos y bai­les gro­tes­cos de los de­for­mes. Luego los dos gru­pos se vol­vie­ron a unir en una masa de carne, bra­zos y de­li­rio, y así, en andas, de­vol­vie­ron a Car­men al pa­be­llón de mu­je­res, des­nu­da y em­pa­pa­da en semen. Así se dur­mió esa noche sin si­quie­ra ves­tir­se ni asear­se.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 2001
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2008
Colección RSSNarrativas globales
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