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La falsa María

La calle de las complacencias

Andrés Urrutia
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Tomás Zaneck esperó que en la pantalla apareciera el nombre de Carmen. Escasos minutos de diferencia separaron la entrada de Carmen y la de Wanda a la sala de chat.

—Te estoy extrañando —dijo Carmen a modo de saludo.

—Yo también —escribió Wanda—. Pero hoy tengo mucho trabajo, por eso te propuse que chateáramos un rato, es una forma de estar juntas.

—Lo sé, y me gusta. Me recuerda los tiempos en que sólo teníamos esto.

—A mí también. Cuéntame, ¿qué sentiste ayer?

Al hacer la pregunta Tomás tenía en mente las imágenes del último video que Matilde había filmado. El encuentro de ambas mujeres en la tarde del domingo ya había sido examinado por él con deleitable placer. En él, Matilde y Carmen jugaron largo rato, entre risas y caricias, con un grueso falo de látex que se adhería al pubis con un arnés. Se alternaban para penetrarse. Primero Wanda se posaba sobre Carmen acostada boca arriba cual si fueran hombre y mujer en la más tradicional de las posiciones y luego invertían los roles. Cuando una salía de la otra, quien hacía el rol de mujer se hincaba frente a la que tomaba el rol del hombre para colocarse en la boca el falo de goma húmedo de su propio flujo. Sin embargo había una diferencia en la alternancia. Cuando Carmen hacía el papel de hombre penetraba a Wanda con suavidad, permanecía sobre ella, besándole los labios y el cuello y moviéndose lentamente como con cuidado de no lastimarla. En cambio Wanda era diferente. Se colocaba la prótesis y permanecía de pie, erguida, desnuda, los pechos firmes y las manos en la cintura. En esa posición llevaba la pelvis hacia delante de modo que el falo pareciera aún más largo. Así permanecía unos minutos frente a la cama donde Carmen la miraba extasiada, arrodillada sobre el colchón. La diferencia era palmaria. Wanda tomaba el cuerpo de Carmen como si fuera un muñeco, lo colocaba en cuatro patas y así la penetraba, pero lo hacía con fuerza, con violencia, enterrando el falo alternadamente en su vagina y en su ano. Luego la giraba para colocarla boca arriba en la cama, abría con fuerza sus piernas y la penetraba posándose sobre ella. Pero a diferencia de Carmen, Wanda se movía locamente dentro de su amante a la par que tiraba de sus cabellos con ambas manos. Carmen parecía, cuando ocupaba el rol de hombre, hacer el amor a Wanda casi como con respeto, con precaución, procurando proveerle de un placer suave. Daba la impresión de que no fuera ése su papel natural. Y así parecía porque Carmen era Carmen cuando se entregaba, cuando era poseída. Wanda en cambio, era mucho más natural en su rol activo, en su papel de poseedora, y a diferencia de Carmen, le hacía el amor a ésta más que con respeto, dejando entrever un dejo de desprecio, de superioridad, sensación que seguramente ambas experimentaban y a su modo disfrutaban.

—Todo lo que hacemos me gusta —respondió Carmen—. Eres tan dulce y cálida conmigo —agregó enseguida, antes de que la respuesta de Wanda apareciera en la pantalla. Seguramente, pensó Tomás, la calidez a que se refería Carmen no era la violencia de sus juegos sexuales sino el trato posterior que Wanda le dispensaba. Invariablemente terminaban acariciándose como dos ingenuas adolescentes incapaces, por el natural temor propio de la edad, de llegar a otros extremos.

—Pensé que no te gustaban más los hombres —escribió Tomás tratando de conducir la charla hacia ese tema.

—No, no me gustan. Pero disfruto de la penetración si tú lo haces. No imagino que estoy con un hombre cuando me penetras, siempre sé que estoy contigo, y eso es lo que quiero.

Tomás meditó unos segundos antes de teclear su respuesta. Luego escribió:

—¿Y si las dos jugáramos con un hombre real?

La frase apareció en la pantalla del computador de Carmen y ésta la sintió como un dardo. Al principio no supo qué responder. También meditó unos segundos.

—¿Lo dices en serio?

—Sí.

—Pensé que nos amábamos.

—Y nos amamos.

—No puedo creer que seas la misma Wanda que conozco.

—No te enojes. Es que disfrutaste tanto ayer, cuando jugábamos con el pene que pensé que disfrutarías tanto o más jugando con uno real.

—Pensé que éramos una pareja. Aunque no vivamos juntas por razones que entiendo.

—Discúlpame, fue sólo una idea.

—Una idea que jamás se me ocurriría a mí. He perdido a mis padres por ti y ahora me propones que metamos a un hombre en nuestra cama.

—Lo siento, es que me excité tanto ayer.

—Dime —escribió Carmen sin completar la frase.

—¿Qué? —respondió Tomás.

—¿Tú deseas estar con un hombre?

—No, fue sólo una ocurrencia, no me hagas caso.

—Hablaremos luego. ¿Está bien? —escribió Carmen. Tomás no quiso forzar la charla porque percibió que Carmen podía estar molesta y asintió. Salió del chat e inmediatamente llamó al celular de Matilde para narrarle la conversación que había mantenido con Carmen ante la posibilidad de que ésta la llamara antes.

—No debiste hacerlo —le recriminó Matilde.

—Reconozco que fue un impulso —le dijo él en tono de disculpa—. Debes recomponer la relación.

—Yo la conozco mucho más que tú. No vuelvas a hacer nada sin antes consultarlo conmigo —dijo Matilde en tono duro y colgó.

Tomás permaneció pensativo durante algunos minutos. Al principio le excitaba el juego de crear una mujer y hablar por ella, de ser Wanda. Pero ahora su creación parecía independizarse y él no era más que un voyeur. Tenía decenas de videos que miraba a escondidas o en el departamento de Matilde. Sus anteriores visitas a Matilde, tan cargadas de originales juegos eróticos, se habían ahora convertido en meras sesiones de cine pornográfico, sólo que con dos actrices reales, una de las cuales ni imaginaba que estaba siendo subrepticiamente filmada. A veces Matilde le susurraba frases hirientes. «¿Cuál de las dos te gustaría ser?», le decía mientras en la pantalla una Wanda imponente, desnuda, atraía hacia su sexo a una Carmen arrodillada y sumisa. «¿Cuál de las dos te gustaría ser?», le volvía a decir al oído, mientras su mano estrujaba sus tetillas cual si fueran los senos de una mujer, a la vez que en la pantalla aparecía una Carmen atada a la cama y una Wanda jugando con sus pezones lentamente hasta erigirlos en dos pequeños y duros penes. «¿Cuál de las dos te gustaría ser?», le insistía lamiendo su oído mientras en la pantalla los clítoris de ambas se frotaban uno al otro en una danza frenética. «Yo soy tú», le respondía él invariablemente. «Yo te creé», le decía mientras Matilde avanzaba sobre él tan imponente como cuando avanzaba sobre Carmen. Y así terminaban haciendo el amor frente al televisor. La carne de Tomás se hundía en la carne de Matilde y ya no sabía quién quería ser.

El sonido de su teléfono celular lo sacó de sus pensamientos. Era Matilde.

—Hablé con ella.

—¿Cómo te fue?

—La noté un poco molesta. La veré esta noche.

—¿En dónde?

—No te preocupes, tendrás lo tuyo. Me refiero al video, claro está —le dijo ella con cierta ironía y colgó.

Esa noche Wanda y Carmen se encontraron a la hora señalada. Aunque estaba un poco fresco para la época decidieron salir a caminar por la rambla.

—Te molestó nuestra charla de hoy en la mañana —dijo Wanda de manera directa y firme.

—Un poco —respondió Carmen—. Es que nunca se me hubiera ocurrido compartirte con un hombre.

—Tonta —le dijo Wanda, sonriéndole y rozándole levemente la mano con la suya—, ni pensaría en compartirte. Ven sentémonos aquí.

Ambas mujeres se sentaron en el muro que separaba la acera de la playa, de espaldas al tránsito y de frente al mar. Permanecieron en silencio por algunos minutos contemplando la extensa planicie azul grisácea. De ella partía un sonido ronco y continuo que se apagaba por un instante cuando las olas tocaban la arena para volver a recomenzar inmediatamente. Por un momento Matilde sintió el impulso de rodear a Carmen con sus brazos, de que ella apoyara la cabeza en su hombro, de rozarle los labios con los suyos.

—Lo de hoy fue una idea loca —comenzó a hablar Wanda sin siquiera manifestar su impulso—. ¿Sabes? Anoche estuve leyendo un libro de Brian Aldiss, y en un pasaje sugería que una mujer satisfacía sexualmente a dos hermanos siameses. Me puse a imaginar cómo sería la experiencia, pero inmediatamente la imagen se me presentó al revés. Imaginé que tú y yo eramos siamesas, unidas por nuestros costados, una sola mujer con cuatro pechos y dos vaginas, y me puse a pensar cómo podría un hombre satisfacernos a ambas. ¿Comprendes? La imagen inversa del libro de Aldiss, y quizás la pensé así por lo unida que me siento a ti. Era algo muy complicado para explicártelo en el chat —terminó diciendo Wanda con una amplia sonrisa que parecía implorar el perdón de Carmen.

—Siento que me estás llevando por un camino terrible. Te amo, pero a veces me das miedo.

—Es que el amor no debe ser trivial. El miedo va siempre a un lado del amor —dijo Wanda con aire ceremonioso, como aprovechándose de su mayor experiencia—. ¿Volvemos?

Carmen asintió y caminaron lentamente hasta el departamento de Wanda. Se introdujeron por una pequeña callejuela empedrada a cuyos lados añosos árboles la tornaban aún más oscura, no permitiendo que la tenue luz de la luna se filtrara hasta ellas. El silencio apenas era interrumpido por un viento moderado que mecía las copas de los árboles.

—Ésta es la calle de las complacencias —dijo Wanda interrumpiendo el silencio.

—¿La calle de las complacencias?

—Sí, conduce a mi departamento —rió Wanda con dulzura. Allí te explicaré.

Caminaron en silencio las dos cuadras que las separaban del departamento. Una vez en él, Wanda tomó de su biblioteca una hoja bajada de Internet y leyó:

Cuando las caricias desganadas de tu amante
o los besos indiferentes de tu esposa
sean como icebérgs de un hielo inderretible.
Cuando el hastío haya hundido su colmillo infeccioso
en lo más profundo de tu corazón.
Cuando te encuentres cansado de rutinas
y estés buscando una experiencia nueva.
Cuando sientas todo eso y mucho más,
es que ha llegado el momento decisivo
de visitar sin asomo de remordimiento
la siempre novedosa calle de las Complacencias.
Esta calle ha existido, existe y existirá
mientras el mundo tenga su giro planetario
y los humanos no alcancemos la plena satisfacción
de nuestras más íntimas necesidades eróticas.
Toda cultura, toda época, toda ciudad
ha ofrecido, ofrece y ofrecerá
en el instante adecuado y en sus circunstancias,
los deleites innegables de esta acogedora vía.
Allí se puede gozar desde una simple copulación
con la ramera de turno
hasta el desfloramiento de una niña virgen,
si se lleva la cartera bien nutrida
y se ostenta la influencia necesaria
para que la dueña de casa quiera agasajarte
con tan exquisito y raro manjar.
De igual manera puedes buscar una
que acepte ser atormentada
mientras lucha indefensa sobre la cama
o atada fuertemente de algún pilar apropiado
con lazos de fina seda o rebumbioso metal.
Tal vez sea más interesante para ti
recibir que dar los latigazos
por mano de una espigada damisela
vestida solamente con altas y negras botas,
además de un cinturón y brazaletes
hechos con piel de oso o de cualquier otro animal
que funcione como símbolo de fortaleza.
En vez de latigazos
quizás prefieras una paliza con garfios,
tan popular entre aquellos que quieren santificarse,
o disfrutar otras torturas de diverso estilo
mientras una jovencita, bella y degenerada,
manipula tus partes con fruición perversa.
Si tus deseos van aún más lejos,
pueden darte a oler sus prendas íntimas
o taponarte la boca con unas tanguitas recién usadas
cuya tibieza evoque claramente su lugar de origen.
Es posible observar también desde un desván,
a través de la mirilla indiscreta,
los complicados ritos a que otros se someten
por su propio gusto,
o someten a sus lujuriosas víctimas,
si pagan la tarifa establecida para estos
y otros placeres especiales
como esas catárticas orgías.
Y así sucesivamente,
no carecerás de ninguna extravagancia
si haces los méritos adecuados para ello.
Te aseguro que Procusto
no hubiera creado nada más apetecible
para tus secretos e inconfesables deseos
en esta dulce y generosa calle de las Complacencias.

—Es de un tal Jorge Barros, lo bajé de la red —dijo Wanda inmediatamente que concluyó la lectura—. Quiero que mi casa sea para ti la casa de las complacencias, quiero que aquí liberes todas tus fantasías, y que no me reproches por liberar las mías.

Carmen se levantó del asiento donde había disfrutado de la lectura y se paró frente a Wanda.

—Entonces hoy serás como una prostituta para complacerme —le dijo divertida.

—Así es, imaginemos que soy una ramera de la calle de las Complacencias. Estoy para servirte —terminó diciendo Wanda con un brillo en los ojos.

—Bien, entonces desnúdate.

Wanda cumplió la orden con lentitud. Primero el suéter, luego la blusa y el sostén. Permaneció de pie, frente a Carmen con sus firmes pechos y su pantalón de jean oscuro. Luego de unos segundos se bajó el ajustado pantalón haciendo rítmicos movimientos y apareció lentamente la pequeña tanga negra que se dibujaba sobre su pubis.

—Dame la bombacha —casi le ordenó Carmen una vez que Wanda permanecía sólo con esa prenda cubriendo su cuerpo. Wanda se la sacó y la dejó caer a los pies de Carmen. Ella la tomó y comenzó a pasar su lengua por el interior que hasta unos segundos antes había servido de apoyo a la vagina de Wanda—. Ya sabes lo que deseo —le dijo sin dejar de oler y lamer la prenda íntima de Wanda. Entonces ésta se le acercó, tomó la bombacha en sus manos e hizo una pequeña pelota con ella, que luego introdujo íntegra en la boca de Carmen. Una vez que la boca estaba llena, cruzó su sostén por sobre los labios atándolo en la nuca. Inmediatamente se abocó a desnudarla. Luego de la tarea estaban frente a frente ambas mujeres completamente desnudas. Wanda otra vez imponente, Carmen amordazada con la ropa íntima de su amante, casi se diría que saboreando su gusto. Entonces Wanda descargó una cachetada sobre la mejilla de Carmen. Y otra, y otra, hasta llegar a seis. Ahí Carmen cayó de rodillas al piso y se acurrucó contra los pies de Wanda.

Wanda entonces la apartó colocando un pie en su cabeza y empujándola hacia un costado sin llegar a lastimarla, fue nuevamente hasta la biblioteca y extrajó otro poema del mismo autor de «La calle de las complacencias». Sin acercarse a Carmen, que permanecía amordazada y tirada en el piso, leyó el nuevo poema, que se llamaba «Diferencia»:

La puta normal se acuesta con el cliente,
le da confianza
y cumple su tarea lo mejor que puede,
luego de cobrar por los servicios prestados.
Agrega un «hasta pronto»
y se dispone para el nuevo acto.
La puta de clase, la que es inteligente,
sabe muy bien que su función principal
no es la subasta de un cuerpo
sino ponerle alas grandes, llenas de fantasía,
a los sueños reprimidos de todos sus parroquianos.

Luego caminó lentamente hacia su amante, quien la aguardaba ansiosa, todavía en el piso.

—Tráeme el collar —le ordenó secamente. Días atrás Tomás había enviado un mail a Carmen proponiéndole un juego. Debía ir a una tienda de animales y adquirir un collar de perro que se ajustara a su cuello, de esos que tienen pequeñas púas en su cara interna, destinadas a que el animal no pueda tironear del collar. Debía también comprar una cadena y una argolla. Carmen lo hizo con gran excitación, pues le quedaba claro que el pedido estaba relacionado con el pasaje que Wanda le había narrado del libro Ceremonia de mujeres. Sabía que ese collar le estaba destinado y ello le provocaba extrañas sensaciones. Luego de comprarlo había caminado por el parque sin rumbo fijo pensando en ello. Ese mismo día le entregó la compra a Wanda. «¿Me lo pondrás?», le preguntó ansiosa. «Cuando lo desee», le respondió ella, y no volvieron a hablar de ello por varios días. Ahora había llegado el momento. Carmen, amordazada y con la bombacha de Wanda llenando su boca, se paró y fue al dormitorio. Abrió el placard y volvió con el collar y la cadena.

—Póntelo —le ordenó Wanda sin acercársele.

Carmen la obedeció y ajustó el collar a su cuello. Estaba de pie, desnuda, amordazada con la ropa íntima de su amante, su cuello rodeado por el collar y sosteniendo la cadena que emergía de éste entre sus manos. Wanda entonces se le acercó, tomó el extremo de la cadena y dio un tirón con fuerza medida. De la boca sellada de Carmen salió un gemido, las púas se habían incrustado en su nuca, y entonces cayó al suelo. Ya Carmen sabía lo que debía hacer. Caminó en cuatro patas y se acercó lo más posible a los pies de Wanda. Wanda entonces comenzó a caminar por todo el departamento y Carmen la seguía siempre en cuatro patas. Cuando el dolor en las rodillas le era insoportable, cuando ya le parecía que sus huesos se perforaban e intentaba detenerse a descansar, Wanda tiraba de la cadena y las púas nuevamente se incrustaban en su cuello. No sabía qué era peor, si el dolor de las rodillas o el del cuello. Se sentía descendiendo a profundidades desconocidas, oscuras, pero cuando se detenía a reflexionar en ello automáticamente enlentecía su marcha y entonces el collar volvía a atenazar su cuello. Así estuvo casi media hora, hasta que Wanda fijó la cadena a un saliente de la pared. Lo hizo a la altura exacta que no le permitiera a Carmen ni pararse ni arrodillarse sin que las púas volvieran a herirla nuevamente, de modo que debía permanecer en cuclillas. Entonces tomó un abrigo y salió a dar una caminata dejando a su amante en esa postura. Bajó hasta la rambla, el mar ahora estaba revuelto y se mostraba de un color marrón oscuro que le desagradó profundamente. Sin embargo, la brisa salina la impulsó a caminar despacio unas cinco o seis cuadras por la costanera. Quería demorarse, dejar a Carmen un buen rato a solas, que sintiera la espera, que la aguardara ansiosa, que supiera que ella era su dueña. Luego vería el video, así sabría lo que Carmen estaba haciendo durante su caminata.

Entonces tomó el celular y llamó a Tomás. Le contó con detalles lo que estaba sucediendo.

—Quisiera verla —le dijo él.

—La verás, todo se está filmando.

—Iré para allí.

Matilde dudó unos segundos antes de responderle.

—No, lo estropearás todo, te prometo que luego veremos juntos el video —en el fondo la idea le excitó profundamente a Matilde, pero temía perder definitivamente a Wanda. Si aceptaba, la trinidad se consumaría, llegaría a su clímax, pero Wanda Soch dejaría de ser Wanda Soch; dejaría de ser esa persona creada, mezcla de Matilde y Tomás, quizás la hija que ella nunca tuvo. Tomás asintió, porque también comprendió que su creación podía desaparecer y allí terminó la llamada. Muy seguramente en el ánimo de Tomás se debatían el deseo de la realidad y el deseo de continuar como el creador del monstruo, esperando el momento en que su creación diera el paso final, el paso que necesariamente estaba latente en su naturaleza. Pero todavía Matilde no podía entender y volvió al departamento.

Habían transcurrido casi veinte minutos desde su salida. Abrió la puerta y se dirigió al dormitorio. Allí estaba Carmen, esperándola, todavía en cuclillas por temor al dolor que el collar podía provocarle. La miró directamente a los ojos. Los ojos de Carmen estaban vidriosos y enrojecidos. Había llorado. En silencio se le acercó y quitó el collar que le rodeaba el cuello. Una vez que lo hizo vio que había dejado una circunferencia enrojecida en la piel de Carmen y algunas pequeñas heridas cuya sangre había ya secado. La levantó en sus brazos. Carmen se dejaba hacer, tenía las rodillas entumecidas, y sintió un gran alivio cuando Wanda la tendió sobre la cama y liberó su boca. Primero desató el sostén que servía de mordaza, y luego con suavidad extrajo la bombacha de dentro de su boca, estaba empapada de la saliva de Carmen. Cuando la operación terminó Carmen respiró profundamente y rompió en un llanto ahogado. Se abrazó a Wanda sin dejar de llorar y gritar. Y en eso, cuando parecía calmarse, se alejó un poco del cuerpo de Wanda. Ambas mujeres estaban sentadas frente a frente y de pronto Carmen le dio con todas sus fuerzas una cachetada a Wanda. Su mejilla enrojeció enseguida, y sin decir palabra le dirigió una mirada helada que obligó a Carmen a bajar una mirada que hasta un momento antes había mantenido desafiantemente alta.

—Si fue demasiado para ti, lo siento —le dijo Wanda— pero no vuelvas a pegarme.

—No lo sé, no sé qué pensar —le respondió Carmen sin moverse —. No he sentido que me ames, me hiciste sufrir.

—Pensé que eso te excitaba.

—Sí, no sé, fue todo muy confuso, me sentí tan humillada. Cuando me pediste que comprara el collar me gustó la idea, pero hoy, cuando te fuiste, dejándome sola, no lo sé...

—No te excuses a ti misma, no lo hagas. Te contaré una historia y verás que de nada debes avergonzarte. Aristóteles daba extensos discursos en público sobre la superioridad del hombre, enseñando que la mujer simbolizaba la pasividad, la debilidad y destacaba sobre todo su carencia de inteligencia. Pero eso en sus discursos y sus tratados. Sin embargo, en su villa, en el propio jardín, expuesto a las miradas de cualquiera, se sometía a su ama, la hermosa Phyllis, que hacía de él un hombre-caballo. Imagínate al filósofo, con riendas y montado por la bella Phyllis, sometido a extensas cabalgatas hasta quedar exhausto. Se dice que es el primer «hombre-caballo de la historia». Y él también se excusaba. Hay pinturas famosas del filósofo montado por su amazona. Explicándolas, en un libro sobre arte, se contaba la excusa que el filósofo daba a sus vecinos. Él decía que se dejaba ensillar y cabalgar hasta el agotamiento porque ello era una lección educativa. Quería «proteger, alertar y enseñar» a su discípulo Alejandro acerca de los riesgos del amor. Esos riesgos terribles que a él mismo, al gran filósofo, le habían convertido en presa de una bella mujer.

Carmen la escuchaba en silencio, inmóvil y con la mirada todavía baja, como si no se atreviera a enfrentar nuevamente a Wanda.

—Sabes que te amo —continuó Wanda, acariciándole el cabello, y enseguida acercó sus labios a los de ella, los rozó suavemente, y acarició su mejilla—. ¿Entiendes la importancia de lo que has hecho? —dijo mientras la acariciaba.

Carmen la miró sorprendida, sin entender la pregunta. Pensó unos instantes, y allí creyó comprender.

—Sí —respondió con voz casi inaudible y haciendo a la par un gesto de asentimiento con su cabeza, mientras esbozaba una sonrisa apenas perceptible.

—Podías haberte liberado y no quisiste. Nada te impedía quitarte el collar, tus manos estaban libres, y sin embargo no lo hiciste.

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Fecha de publicaciónJunio 2008
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