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La falsa María

El regreso de Carmen

Andrés Urrutia
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Wanda estaba parada en la terminal de Tres Cruces mientras la gente hormigueaba a su alrededor. Eran las 17 horas, y el autobús proveniente de Minas estaba próximo a llegar. De él descendería Carmen junto con las noticias. Había viajado el día anterior a hablar con sus padres. Dos personas de más de sesenta años que toda su vida vivieron en una pequeña ciudad del interior y cuyos únicos desvelos eran la felicidad de su única hija. Eso, se dijo Matilde, debió de haber hecho mucho más traumática la confesión. Pero Carmen estaba decidida, quería sacarse el peso que la agobiaba, quería asumirse como era y que los demás la asumieran como tal. No podía ocultarle a sus padres que había encontrado el amor, aunque ese amor no fuera lo que sus padres desearan para ella. Años de prejuicios le debían de haber caído encima durante la conversación, y su liberación debió de haber sido en extremo dolorosa. Pudo haberla disuadido, pedirle que esperara, pero no lo hizo. La dejó ir, ingenua e inocente a confesar a su familia que estaba enamorada de una mujer. De una mujer inexistente, de una puta a sueldo de quien la había creado.

El autobús no tardó en llegar. Desde dentro del edificio Matilde vio cómo Carmen descendía hacia el andén, enfundada en un impermeable que la cubría de la delgada llovizna. ¿Por qué, se preguntó, los acontecimientos tristes deben siempre ocurrir en días grises?

Lo primero que hizo Carmen al verla fue echarse en sus brazos. La estrechó con fuerza, como lo harían dos amigas que hace años no se encuentran. Así estuvieron unos segundos. Wanda respondió al abrazo apretándola fuertemente contra su cuerpo.

—Tomemos un café —dijo Wanda, y ambas se dirigieron a una confitería en la misma terminal. Se acomodaron y aguardaron en silencio a que el mozo trajera el pedido.

—¿Cómo te fue? —preguntó por fin Wanda.

—Fue horrible —respondió Carmen. Sus ojos estaban vidriosos. Había llorado durante el viaje.

—¿Quieres hablar ahora de ello?

—No, no quiero entrar en detalles. Lo que sí quiero decirte es que ya no tengo más padres, sólo te tengo a ti.

La frase fue como un latigazo en el corazón de Matilde. Hacía tiempo que no experimentaba esa sensación con Carmen, sólo una vez antes la había sentido. Era extraño como un grupo de palabras podía obstruir el pecho, obstruirlo físicamente, causar una sensación de ahogo.

—¿Qué quieres decir con que ya no tienes más padres?

—Fue lo que me dijeron. Soy una vergüenza para ellos. Una pervertida que jamás les dará un nieto, maldijeron no haber tenido otros hijos, maldijeron que yo fuera su única hija —explicó Carmen mientras sus enrojecidos ojos se aguaban aún más. Parecía que iba a romper en llanto, a derrumbarse allí mismo, pero tuvo la entereza suficiente como para no hacerlo.

—¿Por qué lo hiciste? Podíamos haber seguido como estábamos.

—Debía hacerlo —afirmó, como hablándose a sí misma—. Pensé que un padre ama a sus hijos por encima de cualquier cosa, y no quería seguir viviendo en una mentira. Odio la mentira.

Wanda guardó silencio y bebió de un sorbo el café que todavía ni siquiera había tocado.

—¿Qué harás ahora? —le preguntó.

—Lo de siempre. Seguir con mi trabajo. Y amarte —dijo Carmen sonriéndole con tristeza.

—Vamos a mi departamento —dijo Wanda de pronto.

—Sí, vamos —aceptó Carmen.

Ambas tomaron un taxi desde la misma terminal y se dirigieron al piso que Tomás había alquilado para Wanda. Una vez allí las dos mujeres se fundieron en un extenso beso. Estuvieron largo rato sentadas en el sofá, besándose y acariciándose como dos adolescentes que no desean realizar otros avances. En determinado momento Carmen prorrumpió en un llanto ahogado, le había llegado el momento del derrumbe.

Wanda la consoló besándole la frente, las mejillas, los labios, acariciándole el largo cabello negro.

—¿Qué voy a hacer ahora? —dijo entonces Carmen enjugándose las lágrimas.

Wanda no le respondió, se limitó a mirar el piso. Carmen se veía tan frágil ahora, tan indefensa, que sintió poder hacer con ella lo que deseara.

—Cuéntame alguna historia —le pidió Carmen acurrucándose contra ella.

Wanda meditó algunos instantes y luego comenzó a decir:

—Te ves tan frágil hoy, como una pequeña mascota.

—Sí —asintió Carmen acurrucándose aún más a ella.

—Hay un libro llamado Ceremonia de mujeres. No lo escribió ninguna figura destacada, sino una Mistress profesional. ¿Sabes lo que es eso?

—Una prostituta especializada en dominación, lo sé.

—Bien, en ese libro cuenta diversas técnicas de humillación sexual. Cuenta de la utilidad de colocar un collar de perro a la mascota, que en el caso era un hombre, que sólo podía caminar a cuatro patas detrás de ella, completamente desnudo. Pero el toque distintivo consistía en poner un anillo que colgara del collar. En ese anillo ella introducía el taco de acero de aguja de su zapato con el propósito de dejar caer el peso de su pierna y pie sobre el cuello de su mascota. En esa posición, la mascota debía lamer y besar suave y dedicadamente el pie y el calzado de su ama.

—¿Y el ama quiere de verdad a su mascota? —preguntó Carmen mientras se secaba las lágrimas. Había dejado de llorar, y habló con una voz suave, leve, casi infantil, tan infantil como lo era el contenido de su pregunta.

—No puede vivir sin ella —le respondió Wanda sabiendo perfectamente el sentido de la pregunta de Carmen.

—¿Te gustaría que fuera tu mascota? —le preguntó Carmen apretándose aún mas fuertemente contra ella, como buscando mayor protección.

Wanda le correspondió rodeándola con sus brazos, atrayéndola hacia sí como si estuviera consolando a una hermana o a una amiga.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 2001
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Fecha de publicaciónMayo 2008
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