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La falsa María

Carmen y Tomás

Andrés Urrutia
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La relación entre Wanda y Carmen se fortaleció aún más durante las dos semanas de ausencia de Matilde. Los mails de Carmen eran extrañamente dulces, cálidos, anunciaban los cuidados que le prodigaría en su próximo encuentro. Los de Wanda eran cautelosos. Casi reiteraban las añoranzas que Carmen decía sentir. Tomás temía romper la profundidad creciente del sentimiento que Carmen estaba experimentando.

Una tarde, luego de que Tomás quedara solo en su oficina, se concertaron para chatear. Carmen ya estaba en la sala cuando Wanda ingresó en ella.

—Hola, te demoraste —escribió Carmen.

Tomás pensó que no era un reproche. No porque las palabras que arrojaba el teclado pudieran interpretarse de otra manera que en su sentido literal. No hay gestos, ni tonos, sólo letras en la pantalla. Aun así, pensó Tomás, ¿por qué podemos enamorarnos a través de esto? ¿No sería el encanto de lo desconocido más que el verdadero amor? ¿O tal vez la posibilidad inicial de liberar lo más oscuro de nuestra persona de manera anónima, de modo engañoso, como él lo había hecho?

—Lo siento —respondió Wanda—, tuve una reunión que se demoró.

—Estaba ansiosa por encontrarnos.

—Lo mismo yo.

—Te extraño, mi amor. ¿Cómo fue tu día?

—Agotador, Buenos Aires es una ciudad alocada, reuniones, juntas, negocios. En fin, aburrido.

—Sí, sé que no te gusta lo que haces, que tu trabajo no te motiva, tengo guardado ese mail, fue una de tus primeras confesiones. ¿Recuerdas?

—Sí, lo recuerdo. Extraño tu cuerpo. Besarte. Cuéntame que has hecho hoy.

—Fui a la biblioteca luego de clase. Quería encontrar El jardín de los suplicios.

—¿Lo hallaste?

—Sí. Leí algunas partes. Tiene cosas realmente repulsivas y descripciones hermosas. Anoté ésta: «Por un refinamiento diabólico, enredábanse a los fustos de aquellas columnas de suplicio calistegias pubescentes, ipomeas de Dauria, lofospermos, coliquintidas, clemátides y astragenos... Escondidos entre las hojas de esas plantas, entonaban los pájaros canciones de amor.»

—Lo recuerdo —mintió Tomás, que jamás había leído el libro.

—Y las reflexiones del verdugo, en ese entorno floral, sobre la muerte y el refinamiento. Mira: «extraer la máxima cantidad de dolor con prodigiosos procedimientos que comprimen a esa carne contra el fondo de sus tinieblas y de sus misterios...» Lo dice luego de quejarse que ha sido el progreso occidental el que ha hecho que la ritualidad de la muerte sea «colectiva, administrativa y burocrática».

—¿Y no le encuentras razón?

—Pensando en ti no pude evitar asociar el ritual de la muerte con el amor. El amor es burocrático, y tú lo refinas.

—Gracias, es un halago.

—Sí. Te confieso que en parte me excitó la lectura, aunque no es mi literatura preferida. Pero me ayuda a conocerte.

—También he buscado en Internet —continuó Carmen— material sobre un personaje que me mencionaste al pasar.

—¿Cuál? —preguntó Tomás fingiendo no recordar—. Me he olvidado.

—Yo lo recuerdo todo de ti. Cuando me sometiste al suplicio de la masturbación, sin dejar de frotarme, y al hacerse mayores mis gritos, te acercaste a mi oído y me dijiste: contigo podría ser hasta la Condesa Bathory. Nunca más me lo mencionaste ni yo te pregunté. Pero recuerdo todo lo que me dices.

—Cuéntame, soy una aficionada a la condesa vampiro.

—Es horrendo. Leí una suerte de catálogo de sus torturas, la elección de jovencitas de entre 12 y 18 años, altas y fuertes para que duraran más en las sesiones de tortura. En la sala, la condesa vestida de blanco ordenaba a sus sirvientas que las flagelaran hasta desgarrarles la piel del cuerpo, esas muchachas se convertían en llagas vivas.

—Sigue.

—No sé, las quemaban con atizadores enrojecidos al fuego; también cercenaban sus dedos con enormes tijeras. En las propias llagas les clavaban agujas y les hacían cortes con navajas.

—Qué más —la urgió Tomás, quería saber hasta dónde había llegado Carmen y qué había experimentado ella con esa lectura.

—Leí que cuando los gritos eran demasiado fuertes y la condesa no quería oírlos ya, cosían la boca de la torturada, y que para proseguir la tortura cuando alguna se desmayaba se la volvía en sí colocando entre sus piernas un papel untado en aceite y se le hacía arder. Imagino la tenebrosa sala. Dicen también que uno de sus métodos era hacer morir a las jóvenes con agua helada. Parece que las sumergía en agua fría y así permanecían durante la noche entera. Viendo todo ello estallaba en crisis eróticas y gritaba que la tortura fuera más intensa, más cruel y fuerte.

—Una mujer terrible, una voyeur vampiro.

—¿Realmente te atrae ese personaje? ¿Por qué me dijiste aquello?

Tomás nada sabía sobre ese comentario que había hecho Matilde. Ella le había omitido toda referencia a él. Sólo le quedaba inventar algo.

—Es que en ese momento imaginaba que eras una de esas jóvenes torturadas por la condesa y eso me excitó.

Se hizo un largo silencio sin que en la pantalla apareciera la respuesta de Carmen, hasta que por fin las letras aparecieron una a una.

—¿Me harías daño, Wanda?

—Jamás —escribió Tomás—. Te amo.

—Es la primera vez que me lo dices.

—Es lo que realmente siento por ti.

—Te amo —escribió ella varias veces—. Te amo, te amo.

—Y yo necesito de ti.

—Puedes ser mi condesa —leyó Tomás en la pantalla de golpe— pero no me hagas daño.

—¿Cómo podría hacértelo?

—Dejándome.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 2001
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Fecha de publicaciónDiciembre 2007
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