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La falsa María

El monstruo de Tomás

Andrés Urrutia
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Por Dios, Matilde! Le has dado demasiado fuerte. Mira esa espalda —exclamó Tomás.

—¿No es una buena filmación? Es la ventaja de haber invitado a Carmen a mi departamento. Filmé todo para ti —dijo ella mientras congelaba la imagen pulsando el control remoto sin moverse del sofá. En el televisor se había visto nítidamente a Carmen atada de pies y manos a la cama. De su ano emergía un falo de goma y su espalda lucía enrojecida. Pese a las ataduras, su cuerpo se contorsionaba cada vez que Wanda dejaba caer una fusta de cuero sobre su espalda.

—Puedo asegurarte que le gustó —dijo Matilde—. Con cada golpe el ano se contrae y tiende a expulsar el pene, por eso, como ves, mientras la castigaba, debía mantenerlo dentro de ella con la otra mano. Es agotador.

Entonces Matilde se levantó del sofá y se irguió frente a Tomás, que permanecía con la vista fija en la imagen congelada. Ambos sabían en qué estaba pensando el otro.

—Tú también disfrutaste el ensayo —dijo Matilde—, así que no veo por qué Carmen no la habrá disfrutado también. Tú también estuviste atado de pies y manos a mi cama, y pasaste por lo mismo que Carmen.

En ese momento Tomás se sintió estrechamente unido a Carmen, recordó cómo Matilde le introducía el falo en su propio ano y revivió cada golpe en su espalda, su placer era extraño, consistía en sentirse usado, totalmente a merced de Wanda, su creación, ella se detendría cuando se le antojara, y si quería volvería a comenzar o lo dejaría esperando. Pero no se detuvo, golpeó y hundió con intensidad, golpeó y hundió, hasta hacerle rogar, pedir que cesara, llorar.

—Pero mira esto ahora —dijo Matilde.

Matilde activó nuevamente el video. Ahora se ve a Wanda cuando detiene el castigo y enseguida retira el falo. Lo retira suavemente, con una delicadeza que contrasta con la violencia anterior. Luego, con lentitud, desata los tobillos y las muñecas de Carmen. Ambas estaban desnudas. Wanda entonces se sentó en la cama y acarició la cabeza y el rostro de Carmen con inusual ternura, que pese a no estar atada continuaba tirada boca abajo en la cama como si lo estuviera, como si todavía permaneciera inmovilizada a la espera de la flagelación. De pronto, Carmen se yergue, arranca a llorar y abraza a Wanda, y del abrazo pasan a fundirse en un largo beso.

—No te imaginas cómo me besó —comentó Matilde—. Parecía estar dándome las gracias por algo.

—Por liberarla —le respondió Tomás con tono contundente y sin apartar la vista del televisor. En él, las dos mujeres estaban ahora acariciándose y masturbándose una a la otra.

—¿Y qué hicieron luego? —preguntó Tomás una vez que acabó la filmación.

—No vas a creerlo.

—Dime.

—Fuimos a tomar un helado y a caminar —le contestó Matilde riendo al ver la expresión de asombro de él—. Conversamos mucho una de la otra. Es una mujer muy cálida. Es curioso, luego de la primera cita te veía a ti como una especie de Viktor Frankenstein y a mí como tu monstruo. Hoy me siento como Madame de Saint Ange y a ti te veo como a Dolmancé. La filosofía en el tocador, del Marqués de Sade. Saint Ange y Dolmancé son los encargados de corromper a la joven Eugenia por encargo de su depravado padre. Eugenia cree que va al encuentro sólo de Saint Ange, pues está enamorada de ésta, pero Madame, sin aviso, hace ingresar otros hombres para, entre todos, corromper a la ingenua virgen. Dolmancé, el más corrupto de todos ellos, dirige la orquesta hasta el resultado final. Y tan bien cumplen su tarea que la joven Eugenia termina hasta instigando y participando en la tortura atroz de su propia madre, quien había acudido a su rescate.

Tomás hizo un gesto de desdén y dijo:

—Debiste continuar con la literatura.

—Esto da más dinero, quizás más adelante me dedique a ella —le respondió Matilde—. Pero, en serio, ¿te parece prudente seguir con esto? Podemos dejarlo, detenernos acá, que ella siga con su vida, seguramente encontrará una buena mujer y será feliz. No quiero que siga pensando en que soy una economista corporativa, que aborrezco a los hombres y que me he enamorado de ella a través de Internet, cuando lo que en verdad soy es una puta.

—Pero muy culta, creativa y cara —le respondió Tomás, mientras esbozando una media sonrisa se acercaba a ella con intención de besar su cuello. Matilde lo advirtió y se levantó del sofá antes de que Tomás cumpliera su propósito y comenzó a caminar dando rondas por la sala.

—Te estoy hablando en serio —le dijo.

—Vamos —respondió él—. No estamos haciendo nada malo. ¿Acaso la gente no se engaña a diario? Quítame a mí del medio e imagina que fuiste tú quien directamente contactó con ella. Sólo piensa que recorriste varios chats y entablaste una relación duradera a través de la red y que Tomás Zanek nada tiene que ver con ello. En el chat se miente todo el tiempo, hasta me sorprende que Carmen haya sido en verdad una mujer, pienso que la mayoría de las mujeres en un chat son hombres. Sólo le mentiste acerca de tu profesión y tu nombre, y la mentira, si llegara a descubrirse, tiene una justificación muy lógica: no querías decirle que eras una puta, pero eso no cambia el amor que sientes por ella. Hasta podría ser que nuestra Carmen no fuera ella y en verdad existiera otro hombre como yo jugando el mismo juego que jugamos nosotros. ¿Quién sería en ese caso el engañado?

—Sabes que a veces puedes ser un hombre muy cruel —le dijo ella sosegándose. El rostro ahora le había cambiado, como si su lucha interior entre abandonar el juego y continuarlo hubiera, aunque nada más fuera por el momento, terminado—. Dime una cosa —le dijo parándose frente a él, que permanecía impasible en el sofá—: ¿cuál es tu placer en esto? Yo al menos la disfruto a ella.

—El placer no se analiza, se siente —respondió Tomás sin moverse. En ese momento hablaba con una seguridad fría, calculada, diríase que hasta fingida, como nunca antes lo había hecho con Matilde. Ella siempre tenía la última palabra y él nunca podía sostenerle la mirada. Ahora era él quien la estaba mirando fija y directamente a sus ojos, pero ella tampoco cejaba.

—Pero ahora que lo dices, quizás sí me sienta como Viktor Frankenstein —continuó él sin bajar la mirada.

—Ten cuidado, Viktor —le contestó ella también sin bajar su vista— porque el monstruo se vuelve siempre contra su creador.

Él se rió, y en ese preciso momento desvió la mirada. Una vez más, Matilde había ganado la batalla.

—Bueno —dijo ella—, ¿no te ha excitado el video? Ven y haz el amor con tu monstruo. Hoy necesito que seas hombre.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 2001
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2007
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