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La noche sobre Europa

La libertad

Capítulo XI

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)
De lo que yo esperaba,
llegó mi costumbre de esperar.
Antonio Porchia

Bajo el sol, el tren repta por las colinas cambiando la sombra de lugar a lo largo del viaje. De vez en cuando levanto la vista del Corriere della Sera para mirar por la ventanilla, buscando alivio a tanta noticia devastadora:

«Me sacaron de mi casa con mi mujer y mis hijos», relataba un ignoto señor Hansfeld. «Los golpes en la noche cumplieron lo que el miedo prometía. Ya habíamos recibido amenazas en el negocio. Explotaron los vidrios a pedradas como luego explotarían nuestras vidas, pero más lentamente. Me mandaron a Dachau. Cuando me hicieron cavar fosas, creí que sería mi último destino; pero después de unos días me trasladaron a Buchenwald: necesitaban expertos bioquímicos. Debía preparar ácidos que se usan para la elaboración de telas de lino. Grandes piletones evaporan una nube tóxica que lleva a la muerte en poco tiempo si se permanece continuamente allí. Los encargados de ese trabajo debíamos dormir en cuchetas cercanas bajo el mismo techo. Yo lo sabía. Apoyé la frente sobre una pared y me puse a rezar. Alguien me tocó el hombro. Era un hombre que me decía: “Por favor, están pidiendo un electricista. Por qué no va, así mi hermano ocupa su lugar y podemos estar juntos.” Lo miré y no pude decirle que pronto iban a morir juntos; pero acaso lo que él buscaba era la compañía de su hermano para tolerar el final. Porque la idea de la muerte estaba en el aire. Nadie sabía con qué orden se iba a cumplir, qué gesto sería el último, qué imagen, qué sonido serían el corolario de esa agonía. No me dejó hablar. Sin embargo, la culpa de haber callado, la culpa de que otro tomara mi lugar me hizo decir apenas: “Hermano...” Pero él me apremió: “Vamos, que están llamando por el parlante.” Callé y fui hacia el capitán. Le dije que era voluntario electricista. Me dio un martillo y clavos que tenía que poner en lo alto de los postes. No sabía nada de electricidad, pero acepté, tal vez para atenuar mi remordimiento. Pensé que caer desde la altura era más rápido que esperar el envenenamiento lento del ácido. Además creo que merecía morir por no haber advertido del peligro al hombre que me habló. Sin embargo, ésa era una señal: no me caí de los postes; aprendí a escalarlos como un mono. Estoy vivo y quiero buscar razones para vivir. Fui salvado. Creo en los milagros. Yo soy uno de ellos.»

El periodista de la nota interrogaba a uno entre treinta y dos mil sobrevivientes de Buchenwald. El entrevistado había perdido treinta kilos, y de entre sus huesos perfilados salía la luz de un pensamiento fuerte.

«Voy a vivir», continuaba. «He recibido esa oportunidad, y contra toda razón tuve esperanza. Y aquí estoy. Aquí he vuelto para rediseñar la vida de un hombre que todavía no cerró su viaje en esta tierra. Aún no terminé. No me quitaron todo.

»¿Y su familia? ¿Sabe algo de ella?

»Busqué en listas, fui a otros campos. Han muerto. Sólo me entregaron un papel con unas manchas verdes. Los prisioneros hacían una tinta con pasto para imprimir las huellas digitales, como un testimonio de haber pasado por ese infierno. Éstas son las de mi hijo.

»¿Y si no lo fueran?

»No tiene importancia, igual son de mi hijo.»

Comprendí que su relato, sus palabras, tenían otra proyección, rozaban zonas límites del hombre. Las historias conocidas a partir de febrero evidenciaban la dimensión del heroísmo humano, y a la vez exhibían la culpa y la ceguera de quienes se decían «abanderados de la libertad»: los aliados, que no creyeron en las informaciones sobre los campos y dejaron que el horror sucediera. Ellos también fueron culpables al demostrar que las estrategias y las conveniencias políticas están antes que los hombres, antes que cada ser humano prisionero, perseguido, discriminado por su raza o por su creencia. A medida que se abría el pasado inmediato, que se iba conociendo la conducta de los dirigentes, yo iba ensamblando los hechos. Y el desánimo y la decepción me barrían en oleadas.

Las fotografías que se publicaron cuando los aliados entraron en los campos de concentración —Buchenwald, Dachau, Auschwitz, Bergen-Belsen y otros que acapararon la atención del mundo— fueron latigazos en el alma de la humanidad. A partir de febrero el mundo lo supo. En esas fotos estaba la certeza de aquello que los líderes aliados habían querido ignorar.

El Corriere también transcribía un texto hallado en una barraca. Lo había escrito una prisionera judía.

«Escribo este mensaje para mañana, para saber que pasé de hoy. Hace un mes que llegamos desde Varsovia los que quedamos con vida, los que no morimos incendiados en nuestras casas, los que no encontramos una bala feliz. Es de noche dentro y fuera de la barraca. Apagaron las luces cuando la última ronda confirmó que todos estábamos en nuestros lugares, clavados al piso, como mariposas secas, sobre andrajos mugrientos. Escuálidos y apenas respirando, manteniendo el latido de nuestro cuerpo listo para la muerte pero que aún se obstina en palpitar, en pensar, en no dejar de amar los recuerdos, la infancia, las viejas costumbres que este calvario interrumpió partiendo el tiempo en dos: antes y ahora, cuando nos sacaron de la vida y nos desviaron precipitadamente para ingresar al pabellón de los condenados. Hasta hacía poco no entendía las discusiones entre la comandante y las celadoras, disputas que acababan en violentísima pelea. Quieren hacer méritos, probar quién es más dura, más cruel. No había visto fieras como estas mujeres. Ahora comprendo: aunque nadie, en el fondo, sabe nada del otro, se pelean por nosotras. No nos comunicamos, estamos separadas por una barrera de sangre: yo soy judía, la comandante es aria. Esto es claro como un muro que nos divide. El odio es el nexo por el que llegan las vejaciones. De día, cuando estoy despierta, cuando arrastro con mis compañeras de destino estos últimos momentos, sin asomo de vida, sin vestigio de esperanza, no es extraño tener miedo. Y, de noche, las pesadillas le dan forma a ese miedo. Si abro los ojos, apenas me despego de los sueños, porque todo es casi lo mismo. No sé si el grito de la capitana, si los gemidos de mis hermanos, si la mirada asustada de mis hijos me destruyen más que el presagio de la muerte cercana. Al amanecer —pareciera que al amanecer tienen nuevos bríos— se escuchan los camiones por el patio, pero desde aquí no puedo ver qué hacen. Seguramente no traerán comida para nosotros. El ruido es sordo, el gran patio está en penumbra, apenas los focos dispersos esbozan siluetas tenebrosas. Como en una niebla se mueven minuciosos y alertas centinelas. A veces una frenada brusca me despabila. Entonces gateo hasta una grieta entre las maderas y veo los faros guiñando como una señal hasta que aparecen los guardianes. Intercambian papeles, hablan bajo. De pronto abren la parte trasera del camión y cargan cosas que traen en carretillas. Son bultos blancos que caen sin ruido sobre otros. Algo me hace suponer que es la misma mercancía. Vuelven a cerrar la tapa posterior, hay un ruido de cadenas y arrancan. Desde hace una semana se repiten y no dejan dormir. Cuando sale el sol desaparecen, y otros ruidos los reemplazan. Son las voces de mando, el tambor seco de los tacos, el chirriar de los portones pesados. Vuelvo a mi lugar a mirar el vacío, pendiente de un trozo de pan, del jarro de agua, del sueño y de la pesadilla rodeada de mártires.

»Quedamos los inútiles: los jóvenes, los valientes, ya se fueron con la secreta esperanza de poder trabajar en las fábricas. Los veía partir a las seis de la mañana por la calle Stawski hacia la estación del Norte. El gueto se fue despoblando. Soñaban con comer para seguir viviendo, aunque fuera fabricando armas o ropas con que se cubría el enemigo que nos mataba. Las armas convergían sobre cada uno que pasaba aquel portón. Aquí también intimidan: descargan un rayo mortal al primer movimiento. No quedan dudas de que sólo una acción se espera de nosotros: obedecer. Los amos arrogantes insultan, vociferan. Estamos en la piedra del sacrificio. Somos Isaac, trémulos y aullantes corderos esperando que baje el puñal sobre el pecho. Ahí, donde aún queda un resto de vida, donde algo aletea: que se silencie, que deje de susurrar. Viene a mi memoria un remoto tiempo de libertad en que el mundo había sido otro.

»Cuando suene la campana tendremos que salir en fila arrastrando nuestra sombra, que nos puede ser quitada en cualquier momento. Ya sonó. “¡Vamos, vamos arriba!”, la voz potente de la capitana levanta los tenues cuerpos servilmente humillados al extremo de casi ya no ser personas sino cosas, números tatuados, raciones de agua, duchas higiénicas. Ahora dice que nos van a bañar, que entremos en aquel galpón. No quieren piojos ni pestes, van a limpiarnos. Tal vez nos den ropas mejores, tal vez nos haga bien. Pero no dejo de temblar.

»Mañana continuaré.»

Sasha me sacudió. Me costó quitarme de la frente la imagen de los camiones repletos de lánguidos cuerpos blanqueados por la muerte. Los cuadros que encontraron los soldados helaron de espanto cualquier asombro. Las fotografías sintetizan el exterminio, después de las crueles y perdidas batallas por la vida, después de naufragar la certeza en el milagro que no llegó. Las palabras no pueden albergar el mal que se desató sin fronteras, en siniestra tortura. Se cruzó la barrera de lo verosímil. Por eso éste es el siglo de los santos y de los mártires. Nunca en la historia, a pesar de que abundaron persecuciones y hogueras, hubo tantos seres humanos sacrificados, hombres y mujeres que en el calvario de su condena no tuvieron opción alguna. En otro tiempo el arrepentimiento podía salvar la vida del condenado. Aquí se murió por la condición de ser lo que se era, y sólo muriendo se dejaba de serlo.

Al bajar del tren en Onsnabrück caminamos porque no había transporte posible. Pasamos delante de paredes que habían dejado de humear sus vahos terrosos, a veces pestilentes, como mamparas que ocultaban un poco de cielo, un poco de tierra llana. Pozos, cráteres de bombas, alguna cruz de madera. Sasha y yo marchábamos por calles mudas con el sol fuerte del verano. Se nos cruzaban seres solitarios, ambulantes entre las ruinas, que parecían buscar bajo los escombros restos del pasado de cada uno. Un hombre raído, como tantos, por fuera y por dentro, extendía su mano y recitaba:

—«El Señor me da leche y miel...»

Me detuve y lo miré.

—Pero —dije—, si no tienes nada...

—Tengo el Reino del Señor —respondió, con una sonrisa apacible.

—¿No ves dónde estás? —intervino el capitán Sasha, y agregó en voz baja, dirigiéndose a mí—: ¡Es un espantajo!

Un espantajo, exactamente. Eso era aquel guiñapo de cuerpo escaso. De entre los harapos le emergían los brazos huesudos, oscuros. Sus manos aladas gesticulaban curvas en el aire. Lo más notable eran sus ojos brillantes, su sonrisa confiada de estar en lo cierto.

—Tengo un lugar en el Reino del Señor —repetía constantemente—. ¿Sabes cuántos ángeles rondan por los escombros? ¿No los ves? Están en todas partes. Nos vienen a ayudar.

—¿Ayudar a qué? —pregunté, mientras el capitán comenzó a alejarse.

—A limpiar la tierra de los que odian, de los que matan. Necesitamos curarnos, alejar a Satanás, para recibir la miel del Señor.

—¡Sasha! —llamé, como diciendo «no te vayas».

Mi amigo se detuvo y nos miramos. Saqué un pan del bolso y se lo dejé al desdichado. Me estremecía esa presencia más que otros desamparados que había visto. Tal vez porque tenía la mirada quemante de un profeta y la conformidad de un santo.

Anduvimos en silencio, como para borrarlo, como para dejarlo a un costado con sus ángeles, en medio de la gran demolición.

La caminata hacia el campo de prisioneros en las afueras sirvió para amansarme. Desde el encuentro con el capitán Sasha, en Roma, me había preparado para este momento. Ahora, acercándonos al lugar, me sentía más calmo, como si hubiera recuperado cierto dominio sobre mis emociones.

Nos detuvimos frente al portón abierto. Mis compatriotas llevaban un uniforme con las letras K.G. en la espalda: las iniciales, en alemán, de «prisioneros de guerra». Recordé que aún seguían allí por miedo a regresar a la Yugoslavia de Tito. Detrás de la malla alambrada del perímetro que fue su prisión por cuatro años, iban y venían bajo el sol.

Sasha me palmeó el hombro. Miró con resignación mis ojos enrojecidos, a la vez que me daba coraje con un gesto, como empujándome. Entramos en el cuartel.

Pasamos el control a cargo de los ingleses, y Sasha me llevó a una barraca. Había en ella unos cincuenta hombres mayores. Cuando vieron de regreso al capitán, acompañado de un joven con uniforme norteamericano, se nos acercaron curiosos. Busqué a mi padre con la mirada.

—No está aquí —dije.

—Espérame un segundo —dijo Sasha—. No te muevas —y abriéndose paso entre aquellos hombres desesperados dejó el lugar.

Todos parecían muy viejos: algunos barbados, otros macilentos, de sonrisas frágiles que fácilmente escapaban de sus rostros. Eran sobrevivientes que aún no se habían acostumbrado a la libertad, y permanecían en el campamento pensando qué hacer de sus vidas —otros ya lo habían decidido: se fueron a vivir con viudas alemanas—. Al saber que yo venía de Italia, que no era oficial y que traía las noticias más frescas sobre nuestro país, se arremolinaron para preguntar y preguntar. Me acosaban queriendo arrancarme información sobre sus casas, como si el fugitivo en que me había convertido hubiera dejado ayer la patria y conociera a cada uno de sus familiares.

Yo tenía una mezcla de ansiedad, alegría y temor, como el deportista victorioso que dejó sus fuerzas en el camino y llega jadeante pero vivo a la meta. Esperaba ansioso el reencuentro, y todos los que me hablaban y palmeaban me aturdían. Ni sé qué les contesté: tenía el alma en otra parte. Me ahogaban. Serían unas cincuenta personas, o más. En ese momento hubiera querido estar solo.

Le había advertido al capitán que preparara a mi padre, que le dijera de a poco que nos íbamos a reencontrar. Sin embargo, de pronto ambos aparecieron en el galpón.

Sasha era un hombre tan simple como un chorro de agua —no muchos tienen el don de la palabra mesurada—: todo lo que hizo fue buscar a mi padre y traerlo de un brazo anunciándole una sorpresa. A veces una gran emoción desborda el corazón de un hombre y lo sepulta bajo su peso. Aquí el amor cautivo, confiscado también por la cárcel, iba a fluir como un torrente, lo presentía. A veces una gran emoción es la despedida de esta vida, y yo temía eso, a pesar de que Tata era un hombre fuerte y controlado. En la gran claridad del mediodía, sus figuras se detuvieron al entrar: seguramente venían encandilados por ese sol que persistía en iluminar el verde de los árboles antes de que desnudaran su follaje. El hombre mayor estaba más delgado, algo curvada la espalda y el gesto anhelante. El capitán, en forma cordial y ampulosa, le dijo:

—Ingeniero, aquí está su hijo.

Se hizo un breve silencio. Mi padre. Pensé en la última vez en Belgrado, después del bombardeo alemán. Pensé en la despedida presurosa a las pocas horas. No era la misma persona. Cuatro largos años habían pasado. Nadie era el mismo después de la guerra. Las bombas no sólo habían hecho boquetes en la tierra y derrumbado ciudades: habían segado una forma de vida, una filosofía de vivir; pensar el mañana y hacer el presente como si todo fuera previsible. Mi padre y yo nos miramos a la distancia. El uniforme humillante que lo cubría lo revelaba más desvalido de lo que había imaginado. El tiempo había clavado en él su diente filoso. Había tallado su rostro, dejando surcos de gestos repetidos, tristezas infinitas. El tiempo lo había labrado como a una obra de arte. Un rostro también es un espejo, fabricado al revés, desde adentro; atravesando capas de piel, como un fluido, el alma aparece y queda expuesta a la mirada ajena. Ahí nos encontramos, en la mirada. Y abrimos los brazos desde lejos, mientras nuestras voces se mezclaban en un grito de asombro, de asombro a pesar de todo. Porque nos sabíamos de memoria, pero una memoria detenida en otros años y lugares.

Corrí hacia él mientras los presentes arrugaban el entrecejo para esconder las lágrimas, conmovidos por sus propias ausencias, por sus propias nostalgias, por sus propias soledades.

Nos abrazamos con fuerza. Mi cuerpo tenso, que había resistido hasta entonces, ahora se arrugaba como un pañuelo, se volcaba sobre el otro para encontrar una parte de sí. Nos abrazamos dos memorias, dos gajos de un mismo tronco ancestral, que venía desde milenios para acabarse en nosotros en ese momento, fundidos en la misma emoción.

Todos nos miraban. Sus caras llorosas mostraban que aún estaban vivos, que el alma les latía debajo de la piel sufrida, que la guerra no se había llevado lo esencial. Que el corazón de un hombre siempre está habilitado para el llanto.

Salimos del lugar, palmeándonos, besándonos, tocándonos los rostros cambiados. Las primeras preguntas se atropellaron con las respuestas. No podíamos sino reír y llorar, tocarnos y besarnos otra vez.

—¿Estabas en Viena?

—No, en Roma.

—¿En Roma?

—Sí, escapando de los soviéticos.

Buscamos estar solos. Abrazados, caminamos hasta la barraca donde Tata tenía su cucheta, su rincón de suplicio, de oración y de esperanza. Donde cada día trozaba su pancito en cuatro partes, para consumirlo en etapas.

—El hambre primero rastrilla el vientre, Gastón —dijo—. Y luego consume el cuerpo que habita. Lo vuelve ínfimo, lo reduce a una extraña presencia de ojos moribundos; a un aliento que está por volar a otra parte, a un sitio menos cruel.

Gracias a esa fuerza de voluntad puesta en el racionamiento, mi padre sólo había bajado veinticinco kilos y no perdió los dientes ni el pelo, como otros. Por ser ingeniero lo obligaron a construir letrinas y algunas duchas que escaseaban en el campo. A pesar de eso, cada día lustraba sus botas, hacía gimnasia, caminaba. Tuvo fortaleza para subsistir a través de la rutina, para repetir los mismos hábitos durante esos cuatro años, sin saber cuál sería el último. Lo ayudó, también, participar en actividades culturales que organizaban entre los prisioneros. Dio conferencias sobre Dostoievski, a su vez asistió a cursos que daban otros profesionales cautivos. El valor del espíritu triunfó sobre una realidad lóbrega, con carencias de todo tipo. La fe pudo más que todas las pérdidas. La suma de la pobreza no era solamente no tener comida, sino haber perdido la libertad, vivir preso del enemigo y usurpador, y ser contado cada día como pieza de corral.

—Todavía la conservas —dije con voz quebrada, señalando en su cucheta la vieja y chamuscada colcha de piel: era la misma que solía abrigarnos las piernas en el auto. Tata la había arrastrado en el momento en que se detuvo frente al cine, cuando cayeron las bombas sobre Belgrado. Me acerqué a ella y la rocé con mis dedos como quien acaricia algo vivo, como una parte de mi propia piel. Y nos sentamos a llorar.

—¡Qué lindo es verte, hijo, qué bueno! —y volvimos a abrazarnos—. ¡Dios mío, qué alegría!

Y más aún, pensé, cuando logre sacarte de aquí.

Pero sabía que no podría hacerlo de un día para el otro.

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Fecha de publicaciónJunio 2007
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