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La noche sobre Europa

El ataque

Capítulo I

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)
Sobre las construcciones que levanta el cariño,
un viento desolado sopla desde lo eterno.
León Benarós

Todo tiene un comienzo, desconocido, que se presenta en el momento justo. Ya está señalado.

Amanecía ese 6 de abril de 1941 cuando mi padre, movilizado, partió hacia el cuartel. No era la primera vez que usaba el uniforme.

Esa misma mañana, un ruido ensordecedor, como fuegos de artificio, nos despertó a Bob y a mí. Tal vez el recuerdo de las fiestas patrias nos levantó con una sonrisa de asombro. Abrimos las ventanas y vimos caer bombas sobre la ciudad en primavera.

—¿Qué está pasando? —gritó mamá.

—¡Son aviones alemanes! —respondí, cerrando de un golpe los postigos.

A empellones bajamos las escaleras, como estábamos: en camisón. Con Milka, la mucama, y Antoinette, institutriz que nos enseñaba francés, Mamá nos llevó hasta el sótano.

Hitler atacaba Belgrado sin previo aviso a pesar de haber sido declarada ciudad abierta. Dos horas duró el estruendo. Durante el bombardeo sonó el timbre de la puerta varias veces, en forma tan frenética como la desesperación que desataron las bombas. A través de las ventanas bajas vi a los vecinos buscando amparo en esa mañana violenta. Muchos como nosotros, en ropa de dormir, traían en la mano las prendas que arrastraron en el apuro. A cada explosión, el sótano trepidaba y se llenaba de polvo. Múltiples silbidos herían el aire y la tierra. Apretujados, el miedo nos envolvía como una manta. Cada bomba parecía caer sobre nuestras cabezas, como espada filosa que sesgaba el aire; inminente bajaba cerca, pero no nos tocaba más que con el presagio de nuestro fin. Teníamos las gargantas secas, los ojos entrecerrados, y yo sabía, sentía, que alguien moría por nosotros, que otros se quebraban bajo las ruinas. En bandada descendía la muerte. Espanto, alivio, y de nuevo el miedo. Pero no gritábamos a cada explosión: sólo un quejido ahogado se derramaba en nuestros pechos, tensaba nuestros músculos. Y entonces empezamos a movernos como muñecos. Las bombas arrasaron con el prestigio de la razón, de toda razón, y de pronto nos volvimos animales que sólo se querían salvar.

Cuando el cielo se despejó de aviones, el silencio pareció más puro y profundo.

Pero otros sonidos surgieron.

Primero nos miramos con cautela. Y luego, como un enjambre, espiamos por las ventanas bajas del subsuelo. Vimos nubes de polvo entre la gente que había dejado sus casas y corría despavorida por las calles hacia las rutas. Corrían como si fueran a tener aliento para tan larga distancia.

—¡Dónde está papá! —gritó Bob.

—Sí, dónde está... —dijo mamá, desorbitada—. ¡Corre, Gastón! Ve al cuartel rápido, antes de otro ataque.

Subí a cambiarme.

—¡La chaqueta ! —gritó mamá.

Y me calcé, además, la infaltable gorra. Tomé la bicicleta, cerca de la cocina, y trepé la escalera hasta el patio posterior de la casa. Miré con pena la estatua al pequeño goleador que Tata me había regalado por mi pasión por el fútbol: en medio de las ruinas de Belgrado, estaba intacta; con un pie sobre la pelota, como solía ponerme yo antes de hacer un tiro. De pronto qué distancias engullía el tiempo. El recuerdo quiso hacer una cuña pero lo aventé.

Salí a la vereda y miré mi casa. Agradecí que había salido ilesa del desastre. A su costado, la casa de la familia de Rose estaba desmoronada en parte, y, como una cascada, se había repantingado sobre la base ancha y sólida. Algunos cuartos mostraban los muebles. Los juguetes, que, un rato antes, habían entretenido a sus hijos, quedaron despanzurrados entre los cascotes.

Monté la bicicleta y pedaleé como pude. Me sumé a la multitud de expresiones ya talladas por el horror: el filo de un buril siniestro había marcado grietas, ojos espantados, bocas que no cesaban de clamar. Si algo había cambiado con la misma violencia que la ciudad, era la cara de la gente. Aullaba una selva humana. La pesadilla seguía en las ruinas humeantes, que exhalaban bocanadas de polvo al aire saturado de sirenas y gritos. Beograd, la ciudad blanca, ardía. De pronto amanecimos en el infierno que cualquiera puede imaginar, pero que no lo estremece hasta que no siente que es auténtico, que las bombas explotan cerca y que el fuego le lengüetea el rostro.

Cada cuadra repetía el mismo paisaje de desolación, gritos de auxilio, voces desgarradas de entre los escombros. Todos corríamos, todos queríamos salvarnos, y a veces nos juntábamos para ayudar a alguien atrapado, alguien que ya no volvería a ser lo que fue. Caíamos en el caos. Y no sabíamos qué hacer en medio del aire caliginoso que nos enturbiaba las ideas.

Por fin, cruzando vahos de tierra y fogatas, llegué al cuartel y encontré a mi padre. Tata había sido veterano de 1914, ya había hecho su parte en la historia; pero lo volvieron a convocar. El destino era reincidente. Por eso su frente despejada estaba ceñida, se había agrietado, y sus ojos parecían agujas buscando claridad de pensamiento en ese pajar de incertidumbres. Su voz era más grave, y su gesto firme tenía el toque de lo perentorio. Al verme me abrazó.

—Hijo, qué suerte que llegaste. ¿Cómo están en casa?

—Bien —dije entre lágrimas.

Los dos lloramos abrazados, escondiendo el rostro en el hombro acogedor. Entonces me aflojé, me ablandé como un chico, cuando creía que ya era un hombre.

—¿Sabes, Gastón? Cuando vi caer las primeras bombas, hice detener el auto y corrí hasta un cine cercano. Apenas salvé la vida, porque una bomba lo incendió. El pobre conductor, que se detuvo a buscar la manta de piel con que nos cubríamos las piernas, sufrió algunas quemaduras. Luego caminamos entre ruinas y estruendos acurrucándonos en portales, cubriéndonos con la manta. Ya ves: un viaje imprevisto, algo nuevo que nos plantea el des... ¿Qué fue eso? —se interrumpió de pronto.

Otro ataque.

El zumbido rasgando el aire hacía intolerable el miedo; y, como si algo fuera a explotar dentro de nosotros, nos abrazábamos sin pensar que nos habíamos vuelto tan frágiles.

—Mi Gastón, es hora de partir. Voy a hablar con la familia Bosich para que los alojen en la casa de su hermano Milorad. Él vive en el campo. Ahí estarán más seguros. Por la tarde regresaré a casa con todo resuelto para ustedes.

—¿Y tú, papá?

—Yo tengo otras obligaciones. Ve tranquilo, dile a mamá que prepare unas pocas cosas para el viaje.

Me miró con ternura y tristeza, con esa incertidumbre de despedida. Soltó mi mano de su brazo con una caricia, y de a poco me alejé.

Mi padre —más de una vez me lo había contado— ya conocía las penurias de cualquier soldado raso cuando le tocó la retirada hacia Grecia: escasez de todo tipo, noches de intemperie entre valles y montañas, largos senderos de tierra pedregosa lacerando los pies. Y los soldados se apoyaban en el fusil, en un árbol; o se dejaban caer, respirar un momento de alivio, para luego sacar fuerzas del dolor y, a tropezones, acercar la distancia.

Cada tarde el sol se apagaba detrás de los montes. Y un rosado tintaba la noche, refugio del sueño en medio del rocío, bajo estrellas protectoras como ángeles. La mañana llegaba temprano en primavera para recomenzar otra vez y repetir ese andar deshojado de las órdenes. Los jóvenes, fuertes algunos, caían cada tanto; barbados, sucios y tristes, tampoco parecían tan jóvenes. Eran su otra cara y, a pesar de eso, a veces se hacían bromas sobre su aspecto: muchachos chamuscados que aún no podían disfrutar de su victoria. Llegaron a Grecia, y los dioses del Olimpo les habían preparado campos verdosos donde descansar, carpas para el reposo, alimento y ejercicio.

«Un año nos llevó recuperarnos, Gastón. Volver a ser personas, volver a creer en ideales, sostener en el cuerpo las arengas del comandante.»

Después de un año en que el ejército serbio se reabasteció en Grecia, después de su lucha contra los turcos, Tata participó con Italia, Francia, Inglaterra, Estados Unidos —los aliados de entonces— en recuperar nuestra tierra. Liberaron también Croacia y Eslovenia, lo que dio origen a la futura Yugoslavia, país formado por los «eslavos del sur». Decisión errada del rey Alejandro de Serbia, apoyada por los poderosos aliados.

Regresaba sucio de tanto ladrillo humeante, herido por los ruegos entrecortados que salían de las ruinas. De pronto oí una voz de mujer, una anciana que pedía auxilio...

—¡Ayúdeme, por Dios, tengo las piernas atrapadas...! ¡Auxilio!

—Ya vamos —le grité—. Respire tranquila, somos varios para levantar esa pared... No llore, por favor. Respire tranquila: hay una ambulancia cerca.

En casa comenzamos a meter lo que fuese dentro de las valijas. Debíamos partir. La situación era tan tensa, que Bob y yo nos cruzábamos con torpeza y no sabíamos qué hacer primero. Mamá, en cambio, aunque delgada y frágil, no dudaba. Repartió entre nosotros los restos del dinero. Era necesario prevenir cualquier emergencia. ¿Pero, acaso era posible?

Antoinette quiso regresar a Francia. Había sido como una hermana mayor para nosotros, pero ella tenía su familia en un país también ocupado. En esos momentos la patria escarbaba los ligamentos ocultos en cada persona, los amores secretos que amanecen con fuerza en las horas difíciles. Y la nostalgia entra también en la batalla. Con el dinero que tenía ahorrado podría enfrentar la dura situación en Francia. Necesitó las bombas de Hitler para decidirse y ver que nuestra familia cambiaría de hábitos; casi todos aprendíamos a hablar francés, además de alemán en el liceo, pero ya no podríamos continuar. Las rutinas se quebraban.

—Antoinette —le dijo mamá—, llévate este reloj y esta carpeta: la tejí yo. Además te doy el Ángel Blanco que siempre viste en los negocios y que una vez les quisiste comprar a los artesanos en Kalemegdan. Es como nuestra insignia espiritual. Para que nos recuerdes.

—Señora Danielle —respondió Antoinette estrechando el Ángel contra su pecho—, va a ser difícil olvidar los años que pasé en esta casa tan acogedora, y sobre todo su bondad.

La acompañé hasta la estación y, en medio del desorden, tomó un tren que la sacó de territorio yugoslavo.

Volví a casa pensando en que había llegado el tiempo de las despedidas, de los adioses presurosos. Los cortes violentos, como tajos, se ensartaron en nuestras vidas. Apenas las lágrimas se contenían en un esfuerzo de voluntad, pero el alma se inundaba, acopiaba pesares que acaso nunca se curarían.

Mamá y mi hermano ya tenían todo listo para partir.

Por la tarde llegó Tata en el coche de su amigo Bosich. Él nos llevaría a una granja en las montañas, a cien kilómetros de Belgrado. Tata, en cambio, regresaría al cuartel. Lo alcanzamos de paso, en una despedida rápida de manos tendidas, de voces llorosas y besos que apenas rozaron la piel. Tata se quedó mirándonos, cada vez más pequeño, saludando con la mano hasta que lo perdimos de vista.

Anochecía sobre la ciudad alumbrada por el fuego. En el silencio se oían las voces y los llantos. Nosotros también llorábamos mientras la caravana marchaba con lentitud por la ruta. A los costados, sobre las banquinas, largas filas de mujeres y niños con sus bultos también dejaban la ciudad. Era una peregrinación imprevista. Una expulsión masiva alimentada de pánico. Volviendo el rostro mirábamos a Belgrado alzar sus llamas sobre el horizonte azul. La ciudad blanca olía a ceniza, aullaba herida de sirenas.

El movimiento de tropas entorpecía el tránsito, además del éxodo. A medianoche pernoctamos en Arandjelovatz, un pueblo cercano. Éramos seis: Bosich, su esposa Marie, su hijo Ljuba; y mamá, Bob y yo. Las valijas iban en el pescante trasero.

Como a las tres horas, Bosich detuvo el coche para averiguar en dónde estábamos. Mientras, yo bajé también y golpeé con el llamador ante una casa, en busca de albergue.

Y entonces supe que, en medio del horror, aún quedaba lugar para las sorpresas gratas. Porque quien abrió la puerta fue nada menos que Alexandra, una mucama que tiempo atrás había trabajado para nosotros y que mamá despidió porque suponía que su juventud era un peligro para mí. En verdad el peligro era yo, pero mamá aún creía en mi inocencia. Cuando ella y Tata iban al teatro, Alexandra dejaba su cuarto sin llave. Y yo bajaba al sótano, después de haber convencido a Bob de que guardara el secreto. Pero esa inauguración de la virilidad, esas relaciones clandestinas, duraron hasta que mamá se dio cuenta —siempre fue muy observadora—. Alexandra lloró al partir, porque además nos quería a todos. «Ya eres un hombre, Gastón», me dijo al despedirse. «Sí, eso creo», le dije. «Fuiste tierna y alegre. Nunca te olvidaré.» Con los ojos bajos, me respondió triste: «Claro que no, tonto: nunca se olvida a la primera mujer, aunque sea la sirvienta...»

Tres años habían pasado desde aquella separación. Ahora, una mezcla de alegría y palabra indecisa me hacían titubear. La veía más mujer, sin aquellos rasgos adolescentes que me atrajeron entonces; pero seguía en sus ojos esa mirada tierna que siempre me había seducido. Sosteniéndose del marco de la puerta, Alexandra, tan asombrada como yo, reaccionó tras la sorpresa.

—¡Justamente a mi casa debías llamar! —dijo saltando de alegría y abrazándome.

Los demás miraban desde el auto, y desde la puerta noté que mamá se ponía incómoda, seguramente al ver quién era la dueña de casa.

Alexandra se acercó al coche y le dijo:

—¡Un milagro volverlos a ver, señora Danielle!

—Sí —dijo mamá—. Lástima que sea en esta circunstancia.

—Pero algo quiere decir, señora —Alexandra les abrió las portezuelas del coche. Bosich se les unió. La señora Marie, Ljuba y Bob bajaron después de mamá.

—No sé qué querrá decir —contestó con desgano—. Y ya puedes dejar de llamarme «señora».

—Yo siempre estuve pensando en ustedes —respondió Alexandra ignorándola y mirando hacia mí—. Y les estoy agradecida por lo que me enseñaron.

—No es nada, Alexandra. Entonces se podía vivir, compartir... pero ahora ya ves: se desconoce lo que te aguarda al día siguiente. Y nada será seguro.

—Cierto, señora, nada es seguro. Lo sé por mí misma. El destino desbarató mis proyectos.

—¿El destino?

—Sí. O la vida. O Dios, no sé. Pero lo que pensaba hacer, ahora que podría trabajar en una escuela... ¡la guerra! Porque durante estos años estuve estudiando como usted me aconsejó, señora —sacó un pañuelo del bolsillo y se secó las lágrimas.

Ya habíamos entrado en la salita, y Alexandra nos acomodó alrededor de la mesa mientras dejábamos los bolsos a un costado.

—No, Danielle —comentó la señora Marie—. Hubo varios avisos y no quisimos ver los preliminares de esta hecatombe. Pero sí lo vieron los amigos que escaparon justo antes del bombardeo, los que estaban en tu casa: ¿no eran judíos? ¿Birman, Berman se llamaban?

—Burman. Se llamaban Burman.

—Un día me contaste que su hijo menor jugaba a la pelota con Gastón, que le enseñaba a patear al arco. Los Burman pasaron días de tranquilidad en tu casa, pero igual se fueron. Es que ellos tienen más experiencia. Huelen el peligro a la distancia. Nosotros ni mandamos un poco de dinero a Suiza.

—Cierto, cierto —agregó mi madre y se dejó caer en una silla—. Yo quise retenerlos, pero partieron para Grecia.

—¿Ves, mamá? —dije—. Hay un destino prefijado: unos se salvan y otros mueren.

—¿Qué piensas, Alexandra? ¿Es como dice mi hijo?

—Puede ser, señora —ponía los cubiertos y una panera rebosante sobre la mesa que ya había vestido con un mantel blanco—. Hoy estoy confundida. No sé qué creer.

—Yo pensaba —continuó mamá— que cada uno hacía su destino de acuerdo a sus acciones, a sus proyectos. Pero esto nos ha caído de improviso.

—Mamá —dije—: Tata hace tres meses que está en las filas, algo tenías que intuir.

—Sí, por eso le aconsejé que enviara dinero a Suiza. Pero me contestó que eso no sería patriótico.

—¿Sí? Pues se equivocó.

—¡Es tu padre, Gastón!

—Pues se equivocó.

—También tú te vas a «equivocar». Ya verás: deja que toquen tus sentimientos, que pisoteen tus símbolos… y vamos a ver cómo reaccionas.

—Basta ya de enojarnos —intervino Bob—, que no nos hará bien. ¿No les parece que es demasiado lo que nos pasa?

—Sí, es demasiado, y todo se ve muy oscuro —se hizo un silencio. Mamá cambió el tono de la voz—. ¡Parece que les gustó el pan!

El señor Bosich, que había estado en silencio, se puso de pie y dijo:

—Si me permiten, quiero que recuerden este día: hoy es 6 de abril de 1941. Un día dramático para nuestro pueblo y para nuestras vidas. Hoy ya se produjo un cambio. Sería bueno que tomáramos este pan como la comunión y que cantemos el Padre Nuestro.

El coro comenzó suavemente a entonar: Oche nash....

Nos sentamos, y la oración aún flotaba en el ambiente. Alexandra distribuyó platos y cubiertos. Y del pan casero oloroso y tierno enseguida quedaron sólo migas. Mientras esperábamos calentó un guiso que logró saciar nuestra hambre y beligerancia. El tintinear de las cucharas me trajo recuerdos de cuando la vida era simple y normal.

Luego, cuando Alexandra levantó los platos, dijo, como si se tratara de un juego:

—Bien, necesito dos hombres para repartir los colchones —y me miró con complicidad—. Y Dios dirá qué sucederá mañana. Por hoy debemos celebrar que estamos vivos y que pudimos comer algo. ¿No es así, seño…? ¿No es así, Danielle?

—Sí, así es.

—Usted me lo enseñó. Si no se ofende, yo ahora se lo recuerdo. ¡Vamos, arriba el ánimo! Hay varios colchones para cuando nos visitan los primos del campo. Ahora mis padres están ahí. Ustedes llegaron en buen momento.

La ayudamos a bajar los colchones que se encimaban sobre las camas. Danielle y la señora Marie durmieron en la de los padres de Alexandra; ella, sobre un sillón; para los varones, el piso.

Antes de apagar la luz, Alexandra rozó mi mano como despidiéndose otra vez. O, acaso —quise ilusionarme—, en señal de bienvenida.

Por la mañana nos preparó una taza de té caliente y pan tostado con manteca casera, deliciosa. Cada sabor nos hacía volver a la vida.

Llegó el momento de partir. Nuevamente Alexandra lloriqueó en la puerta mientras nos acomodábamos en el auto.

—Gracias —le dijo mamá—, gracias por todo, y que tengas buena suerte.

Nos miramos con la última ternura que nos podíamos dar, y Alexandra cerró la puerta. Me quedé con su adiós, con sus ojos húmedos y con ese bullicio interior que la había llevado a mis brazos.

Continuamos viaje hasta Rudnik, la aldea en donde los Bosich tenían familiares. Íbamos a la granja de nuestro generoso anfitrión Milorad.

El campo sobre la colina era pulcro, dibujado como un damero por manos sabias que modelan surcos, que vetean de colores lo oscuro del manto virgen, para que luego la brisa arrastre un perfume a hierbas. La tierra y el hombre hermanados. El paisaje era sereno, ausente del drama. El ruido distante de los cañones quebraba el susurro del viento, como si fueran truenos de tormenta en otra parte.

Permanecimos un mes en Rudnik. A veces ayudaba a Milorad en sus tareas; criado en la ciudad, desperté a percepciones nuevas: por primera vez sentí el olor de un terrón y el tacto áspero al desmigajarlo. Me penetró la fuerza vital de la tierra; como una brisa me apacigüé y me dejé limpiar de tanto agobio. Estaba cerca de lo primordial, del brote que surge porque anida un lecho materno que lo nutre de lluvia y sol, y produce vida en el esplendor del fruto permanente. Solemos olvidar que la madre tierra protege, alimenta y también ordena la regularidad y los cuidados; pide el rito de los equinoccios, la devoción de unas manos y el sudor del labriego. Hombre hecho en el diálogo con la naturaleza, conocedor de sus señales, habituado a las largas miradas, a los largos silencios. Amanecer en la quietud de la llanura; a un costado, la fronda sombreada y el tímido viento primaveral pertenecían a un retazo de vida ajena, y ahí esperábamos. Se diluyó un poco nuestra aflicción en medio de la belleza de la campiña.

Durante ese tiempo vivimos en la incertidumbre, sin comunicaciones. Milorad carecía de radio, y tan sólo teníamos noticias por algún soldado que, escapando de los nazis, cruzaba los campos. Un día, por uno de ellos supimos que habíamos perdido la guerra. Dos semanas. En apenas dos semanas, los alemanes y sus aliados ocuparon nuestro país —a Hitler se le ocurrió adueñarse del petróleo de Bulgaria, y por eso dejó de atacar a Londres, ya casi destruida. Los ingleses dormían en los subterráneos, el lugar más seguro en la noche; y, al salir por la mañana, no encontraban sus casas en pie. Como un milagro permaneció intacta la cúpula de Saint Paul.

Mi madre resolvió volver a Belgrado para saber qué había sido de Tata. Barajábamos oscuras posibilidades: pensamos si compartiría, hacinado, raciones de hambre, o si lo obligarían a trabajos forzados, o si habría escapado a último momento y estaría deambulando o escondido quién sabía dónde. De todas ellas, sólo una era cierta. Después comprobé que la imaginación es más pobre que la realidad, que teje urdimbres aviesas.

En un carro tirado por bueyes acompañé a mamá. Bob y la familia Bosich quedaron en el campo. Dejamos la granja hacia la estación, trayecto que Milorad conocía mejor que nosotros. Mamá miraba el camino, parecía guardarlo en sus ojos azules, sumando padeceres en silencio. Todo fue un desgajarse, un esperar a que esa pesadilla terminara. Pero, en cambio, recién estaba comenzando.

Llegamos a Belgrado, salimos a empujones del tren repleto. Sentí que mi madre corría contra el tiempo, que ésa era una carrera definitiva en su vida. Su figura delgada se escurría entre el gentío de la estación, y yo debía apurarme para no perderla de vista. Por fin tomamos un tranvía para viajar: todos los automóviles habían sido confiscados.

Al llegar a casa, Milka, que se había quedado a cuidarla, abrió el portón. Sensibles, apegados al pasado, nos abrazamos por primera vez. Y tras Milka salió nuestra mascota, el lanudo Jacky, que saltó sobre mamá lamiendo sin orden, alborotado de alegría. Luego se me tiró encima para jugar. Mamá lloraba, besaba las paredes: la casa había permanecido intacta en medio de la destrucción. Entró despacio y se recostó en un sillón. Miró la sala con tristeza, reconociendo los lugares familiares.

—Señora —Milka le habló en voz baja, como para no romper ese hechizo—: ¿sabe que su esposo pasó por Belgrado?

—¡No! —se irguió con ansiedad—. ¿Cuándo? ¿Solo?

—No, iba con el contingente de prisioneros.

—¡Y dónde lo viste!

—Yo no lo vi, señora, lo vio su hermano Mihailo. Me contó que acamparon en un parque y que él se acercó para decirle que podía escapar. Pero su esposo se negó. ¿Sabe qué le dijo? «No puedo abandonar a mis compañeros.» ¡Se imagina, señora! Con cuánto dolor se habrán dicho adiós: el señor Louis ya era un prisionero de guerra que llevaban a un campo con destino desconocido. Lo único que supo el señor Mihailo era que la primera escala sería en Rumania. A los pocos días arribó su hermana Carla desde Viena y está con él.

—Algo tengo que hacer —Mamá se paseó desesperada—. No puedo pensar que no lo veré más.

Ni yo ni Milka lográbamos calmarla. Al contrario, parecía que la estimuláramos a tomar una decisión. Algo se le había ocurrido: sin decirnos nada, tomó su cartera y salió. La seguí mientras Milka cerraba la puerta a mis espaldas.

Entre las ruinas, nuestros soldados prisioneros limpiaban las calles bajo la mirada cuidadosa de los alemanes. Caminamos hasta la casa de tío Mihailo, con la esperanza de encontrar a Carla, la otra hermana de Tata —Carla vivía en Viena, y por estar casada con un austríaco tenía ciudadanía alemana desde la ocupación nazi. Hacía años que ella y mamá no se veían; pero eso no impediría que tía Carla ayudara a su hermano, que ya era un prisionero más.

Mamá entró con los brazos abiertos, como para abrazar a todos a la vez.

—Carla, Carla —dijo llorando—, por suerte estás aquí. Tienes que ayudarme. Louis es prisionero de los alemanes. Lo habían llamado como capitán de reserva, y ahora… ¡y ahora quién sabe dónde estará!

Carla la abrazó.

—Por supuesto que te voy a ayudar —dijo—. Ya me contó Mihailo que lo vio en una plaza y que rehusó escapar. Si no fuese un héroe, hubiera sido tan fácil... Pero vamos —tomó su bolso y salieron; yo iba detrás, ignorado, pero las seguía.

Recorrimos cuarteles alemanes en busca de un pase que las dejara ir a Temisvar, la ciudad rumana por donde pasaba el contingente de prisioneros. Al menos ya teníamos una información. De tanto visitar oficinas, íbamos perdiendo la cautela que imponían los uniformes alemanes.

Con temor e incertidumbre entramos por fin en el edificio que albergaba al cuartel general de ocupación. Carla pidió hablar con el secretario de transporte, cuyo apellido le resultó conocido. Después del saludo le preguntó:

—¿Usted es familiar del Doctor Von Klaus?

—Sí —dijo el oficial—, es mi padre.

Carla suspiró con entusiasmo ante el descubrimiento.

—Su padre y mi esposo, Hans Berger —dijo—, fueron compañeros en la facultad de medicina. Hicieron juntos las prácticas en Linz. ¿No le suena mi apellido, capitán?

—¿Börger?

—Berger. Hans Berger.

—Sí, señora, alguna vez se lo escuché a mi padre hablando de su época joven.

—La suerte nos acompaña, Danielle —dijo mi tía girando la cabeza entre uno y otro—. Joven capitán —había reverencia en su voz—: nosotras queremos ir hasta Temisvar a despedirnos de un pariente muy cercano. Está enfermo, lo tomaron prisionero... El contingente pasó por Belgrado y no pudimos verlo.

Las palabras de Carla crecían en desesperación. Se hizo un silencio.

—Bien, señora —el capitán sonrió—, yo le hago ese favor. ¿Pero usted podría hacerme otro, a cambio? Estoy buscando alojamiento para un oficial ingeniero. Tal vez la señora —señaló a mamá— lo pueda albergar en su casa.

Noté que mamá se alteraba al escuchar semejante pedido. ¿Hospedar a un nazi, al enemigo mismo?

—Cuente conmigo, capitán —respondió, temblorosa.

Creo que pensó que un precio tenía que pagar, tragándose el rechazo. En alguna parte todo se equilibra, y ella debía colaborar. Hasta entonces los hechos confluían para lograr su deseo. ¡Consiguió no sólo el pase para ellas, sino también la liberación de Tata para cuando llegaran a Temisvar! Una vez que los papeles estuvieron firmados y sellados, ella los tomó y los llevó en la cartera, junto al pecho. Gracias a ese oficial vienés, la esperanza desbordaba en alegría repentina.

Regresamos con Carla, agotados. El tranvía la dejó cerca de la casa de Mihailo, y nosotros continuamos un poco más, hasta la avenida Gran Milosh.

Al día siguiente, ambas viajarían a Temisvar, las acompañé para despedirlas. Subieron a los empujones a un tren que ya partía con bufidos humeantes. De milagro consiguieron asiento.

Desde el andén vi a mi madre mirar los papeles, revisarlos por enésima vez y volverlos a guardar. Imaginé que así pasaría el viaje. Le sonreía a Carla. Supuse que mi tía le hablaría todo el tiempo, como era su costumbre; en realidad, monologaba sin esperar respuesta a sus preguntas: se las respondía a sí misma, parecía que las tenía detrás de su frente como resolviendo enigmas. Enigmas de la vida. Por algo en la familia la llamábamos «la Esfinge»: todo lo sabía, y para todo tenía soluciones.

El tren arrancó. Me contó mamá que iban aliviadas, a pesar de la distancia que debían recorrer. Sobre su falda generosa, Carla abrió un paquete que desplegó a modo de bandeja. Ofreció comida a Danielle, que tan sólo pellizcó un pan para entretenerse. No pudo comer ni dormir; un poco por la charla inacabable de Carla, y otro poco por la ansiedad. Las palabras inconexas de la cuñada, yendo y viniendo por episodios y personas sin importancia alguna, la ayudaron a pasar el viaje. Fue como si se bañara —me dijo— en un lago lleno de hojas sin saber a qué árboles pertenecían. Así pasaba con el parloteo de Carla, de cuya boca salían las máximas del comportamiento del hombre; según ella, por ejemplo, a Tata le hubiera convenido escapar del parque cuando pasó por Belgrado, y entonces no tendrían que viajar a buscarlo. Creo que tenía razón, y esto hirió más a mamá. Era así, todos conocíamos a Carla.

Por fin arribaron a Temisvar a las diez de la noche. Los faroles mortecinos del andén dejaban campanas de luz sobre el gentío. En la oficina de la estación las recibió un oficial alemán. Miró los papeles y se los devolvió a Danielle:

—Lo siento —dijo—, llegaron tarde. El contingente pasó por aquí esta mañana.

—¿Llegamos tarde? —repitió mamá—. ¿El contingente pasó por aquí esta mañana?

«Me golpeaban las palabras en la cabeza...», me narró después. «Llegamos tarde». Y tenía razón, aquel dato era terrible: de esa misma estación ya había partido el contingente hacia Alemania. Unas horas, tan sólo unas horas marcaban el desencuentro final. Me dijo que sintió un ahogo y que miró las vías del tren que jugaban a perderse en el horizonte del campo oscuro y la noche encubridora. Tata había pasado. Había partido.

No tardó en aparecer un tren de regreso a Belgrado. En ningún momento tanta gente se movió de una ciudad a otra, de un país a otro, como durante la guerra. Interminables años de huida, de lucha, de muerte. Todos llorando alguna pérdida. O todas las pérdidas. Danielle caminó ese andén entre llantos y suspiros, Carla gastaba en vano palabras de consuelo. Regresaron. Danielle rompió los papeles y los miró volar por la ventanilla rota del tren. ¿Cuánto duraría la guerra? ¿Cuándo lo volvería a ver? ¿Cómo sería el futuro? Nada tenía respuesta. Arrinconada en el asiento, miraba su reflejo en el vidrio quebrado de la ventanilla como quien se asoma a un abismo. Ya sin lágrimas, sintió la extraña quietud de apoyar la mirada y no ver sino brumas. Carla le habló y volvió hacia ella el rostro triste que le conozco. Y, a pesar de todo, pensó en nosotros: en Bob, que era un chico; y en mí, que todavía no era un hombre. Ésa era su fuerza para seguir viviendo, se repitió. Carla también hizo silencio: ya no servían las palabras. El viento les golpeaba la cara. Mamá se cruzó el cuello del saco.

Al llegar a Belgrado se despidieron. Carla la abrazó contra su pecho mullido, quiso consolarla con la vaga esperanza de que al volver a Viena ella pudiera ubicarlo. Lo cierto era que Tata estaba prisionero de los alemanes en algún lugar, o tal vez muerto por el frío del invierno que acechaba...

Mientras, yo había regresado a la granja.

Mamá viajó hasta Rudnik a buscarnos. Otro tren. Después, una larga caminata por el campo, guiándose en senderos idénticos y reconociendo alguna casa que le sirvió de referencia. Se sentía pisando otro planeta, como si de pronto la hubieran transplantado del ruido al silencio, de la muerte a la vida.

Llegó, por fin. Con los pies hinchados, tiró los zapatos y se dejó caer en una silla. Anochecía. Milorad encendió el farol que desde la mesa dibujaba sombras en las paredes: mamá parecía gigante.

Corrimos al saber que había llegado, y al vernos nos calmó diciendo que ese trance era parte de su vida y que por eso tenía que continuar.

—Aceptarlo —dijo—, es aceptar que todo ha cambiado. Y para siempre.

—¿El futuro?

—Sobrevivir y esperar, hijos. Esperar.

Nos abrazamos con dolor. Su cuerpo delgado se engarzó a nosotros, y entonces lloró trenzada de brazos y caricias, hasta calmarse, casi mansamente. Y nos relató lo sucedido con Tata.

Al escuchar las voces, se acercó la familia de Milorad, y ella también los enteró del fracaso.

Tan sólo un mes había pasado desde el bombardeo alemán. El tiempo tiene la medida de los sentimientos que nos sacuden. Lo llevamos acotado como una camisa personal que recibimos al nacer. ¿Quién sabe si es ajustada o llegará al piso arrastrándose? Tampoco sabemos de qué material está hecha su trama: a fin de cuentas, cada uno es la suma de su propio tiempo, una escasa bocanada de tiempo. Tal vez por eso no estamos preparados para ser felices. No tenemos sabiduría. Somos carentes. La felicidad nos deslumbra en ralos momentos que vuelan como ráfagas; y luego pasamos el resto de la vida queriendo recuperarlos. Pero si hay algo que anula esa expectativa es la muerte, y la guerra es su demente expresión. En cambio, podemos resistir desgracia tras desgracia. Sobrevivir a las penurias fugándonos, a veces hacia la demencia, y, ahí sí, descansar: acurrucados en el fondo de un pozo sin buscar ya la salida. He visto a tantos hombres entregados al delirio o al silencio, en mundos propios. Excluidos. A veces la locura es un descanso, un amparo.

Desde entonces, desde abril, todo lo anterior quedó distante. Ser joven y tener a la muerte por compañera en las calles, a las puertas de nuestras casas, me enfrentó con el rostro oscuro de la vida (con el secreto del follaje verde: la flor que se pudre para alimentar un nuevo brote, las hojas nutricias que abastecen el suelo una vez que han caído). La ronda de la vida y la muerte encadenadas, inseparables, dejando que cada una haga su tarea, como dos hermanas laboriosas que se complementan.

Me prometí hacer algo, luchar yo también, no dejar que nos quitaran todo sin pelear. Los días en ese retiro maduraron mis ideas y mi rebeldía. Me sentí fuerte, acepté el desafío. Había que volver a la ciudad, encontrar a otros que pensaran igual. La señora Marie, que hacía caminatas con mamá, y su hijo, que a veces cabalgaba con nosotros, se quedaron en ese refugio.

Era noche cerrada sobre los campos que cruzábamos. Mamá iba en el carro que guiaba Milorad. Caminamos más de una hora hasta la estación por senderos negros, sin luna, alumbrando apenas con faroles que se balanceaban como luciérnagas. La oscuridad sin horizonte parecía un presagio.

Nos despedimos entre abrazos de gratitud y promesas de visitas para cuando retornara la normalidad. De madrugada, subimos a un tren repleto.

Al llegar a Belgrado nos cruzamos con tropas alemanas, italianas, búlgaras y húngaras que patrullaban las calles. Estábamos rodeados de desconocidos y nos sentimos temerosos, extranjeros en lo que fue nuestra ciudad. Tomamos un tranvía hasta casa. Volvíamos cambiados, incluso en la forma de hablar: todo se decía en voz baja, como si hubiera una criatura durmiendo. Me figuré que el alboroto se había fugado de nuestras vidas con el kóshava, aquel viento que cruza Belgrado arrastrando el otoño. Me veía a mí mismo menos vehemente: el niño que en parte me habitaba murió de pronto, para dejar desnudo a un muchacho sin la talla de un hombre.

Apresurado abrí el portón, crucé el jardín y golpeé la pared del frente como para confirmar su realidad. Sentí en mi puño la reacción del muro sólido. Y la miré: ahí estaba la casa, frente a mí, blanca, emergiendo de un contorno ruinoso. Cuando abrí la puerta, Jacky salió a nuestro encuentro, atolondrado y feliz. Fui el primero en cruzar el umbral, y luego cerramos pesadamente como si el mundo pudiera quedar afuera.

Pensé en la gran ambición de Tata, construir para varias generaciones: nosotros, nuestros hijos. En ese momento nos recordé deambulando por el salón en la planta baja, recibiendo visitas; papá en su escritorio dibujando planos de su empresa constructora. Comíamos en uno de los dos comedores que atendían las mucamas desde el pequeño elevador que venía del subsuelo. Aún veía allí las alacenas donde mamá guardaba los dulces para el invierno, que yo hurtaba con gula. También las habitaciones del personal y la leñera para las estufas. Subiendo las escaleras, se distribuían los dormitorios en el primer piso, y más arriba el desván que usábamos Bob y yo para estudiar. Desde la ventana se veían terrazas y balcones floridos que me distraían las tardes, mientras mamá se entretenía en el jardín enmarcado por verjas negras.

Y ahora estábamos de nuevo en nuestro refugio.

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Fecha de publicaciónAgosto 2006
Colección RSSNarrativas globales
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