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El tardío vuelo de la avucasta

Tal astilla

Dimas Mas
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Ahora me da la ventolera de contar lo que no es recuerdo y sí «palpitante actualidad», que suelen decir los periodistas cursis, porque veo que es el modo de relajar la tensión en que los ratimagos de Esperanza, mi hijastra, me hacen vivir de poco tiempo a esta parte.

Esperanza es confianzuda y dicharachera, hasta el punto de revelar confidencias y hacerlo con la naturalidad intrascendente de quien comenta el tiempo atmosférico o lo aburridos que, por lo general, son los programas de televisión. Resulta difícil, en verdad, llegar a saber qué tiene o a qué le da ella en esta vida importancia.

No hace mucho que ha regresado después de que se marchara «por ahí» unos años, durante los cuales sólo muy de vez en vez su madre y yo recibíamos noticias suyas. Sabemos, sí, que ha seguido viendo a su abuelo, al que le tiene un cariño inexplicable, sabiendo, como sabe, cómo se portó él con su madre; a no ser que la explicación consista en haber hallado en él un aliado en su particular lucha contra Orencia, pues, siendo madre e hija tan parejas de carácter, suelen chocar a menudo, y con estrépito de vajilla volandera.

Yo intento quedar al margen de sus querellas, pero muy a menudo me obligan a tomar partido por alguna de las dos, pues no están dispuestas a aceptarme como árbitro imparcial. Tengo para mí, por una parte, que sus últimos encontronazos tienen algo que ver con esa actitud seductora que adopta Esperanza para conmigo; y ella, por otra, la mantiene de una forma ostentosa, como restregándole a su madre por la cara los poderes que ésta tuvo y no ha retenido. De nada vale que yo me empeñe en convencer a Orencia de que todo es una chiquillada, una provocación infantil, tan pasajera como la nueva estancia de su hija entre nosotros. Yo digo diablesa; pero Orencia, tan fanatizada como está, habla de Diablo, con mayúscula, de Lucifer y del Maligno, también con mayúsculas, claro.

Aislarme, como ahora mismo, en este cuarto, para escribir estas líneas, o cualquier recuerdo de los muchos que en cuanto entro aquí y veo la resma de folios me incitan a coger la pluma, es una liberación, un descanso. O lo era, porque desde que Esperanza, como obedeciendo los pasos de una estrategia trazada antes de volver, me asedia como lo hace, entro aquí y la reflexión sobre sus actos se me come todo el tiempo, sin dejarme cumplir con mi propósito de acabar esta semblanza parcial de mí mismo, este ejercicio de autobiografía sesgada, casi segada... Con todo, estoy resignado a la certidumbre de que tal empeño es, por definición, imposible.

He llegado a pensar, entre tantas cavilaciones, si lo que Esperanza pretende es humillarme, utilizarme como víctima interpuesta para vengarse, en realidad, de su madre; pero lo que desarma mi reflexión es no hallar los motivos por los que ella hubiera de vengarse de Orencia, porque pensar que tuviera algunos para hacerlo de mí resulta a todas luces un pensamiento ridículo y disparatado.

Algo, en todo este asunto, sí que me rejuvenece, ésa es la verdad que no puedo dejar de negar sin dejar de ser sincero; y Esperanza se ha dado perfecta cuenta de ello, por eso, sin duda, ha dilatado las fases de su plan, si éste existe, o improvisa con un tacto que aleja cualquier posibilidad de acelerar bruscamente la cinegética jornada que vive. ¿Habrá, acaso, a mis espaldas, leído el contenido de los folios de esta carpeta? Me lo pregunto porque muchas insinuaciones, y algún que otro franco atrevimiento, tienen un no sé qué de conocido, de ya vivido con anterioridad, que me inducen a pensarlo.

La casa, con este plan de vida, se ha convertido, ahora, en algo así como un bélico «teatro de operaciones», y ninguno de sus rincones, salvo éste, está exento de ser el escenario de una escaramuza.

Lo que más excita a la moza, ya lo tengo advertido, es buscarme las cosquillas cuando mayor es la proximidad de su madre, como si deseara que ésta, al abrir una puerta, salir al pasillo o girar la cabeza desde el sofá, se llevara el sofocón de encontrarnos en el curso de un contacto indecoroso.

Otra cosa son las insinuaciones disimuladamente abiertas que, para irritarla, me hace en las comidas o en los momentos más insospechados: beber agua y limpiarse los labios de extremo a extremo con la punta de la lengua; comer un higo turco después de abrirlo por la mitad —con su aquel de coño que tiene cualquier higo, turco o pajarero, seco o fresco— cerrando los ojos como en un éxtasis; ajustarse el pecho con el sostén con una caricia impropia de un fin tan práctico; subirse las medias y de paso la falda hasta enseñar impúdicamente las bragas; despedirse de mí para irse a acostar y besarme con la puntita de su lengua, disimuladamente, en la comisura de mis labios para irritar a Orencia, a quien besa, por el contrario, casi en la patilla; salir del cuarto de baño, cuando yo espero para entrar, después de haberse ella duchado por la mañana, y cruzar por delante de mí con la toalla lazada a la altura del pecho, si bien con lazo tan tenue que, justo al pasar ante mí, la toalla se le resbala hasta los pies y se me ofrece a la vista con una desnudez de veinticinco años avasalladores; chocar deliberadamente contra mí al salir o entrar de la cocina, y arreglárselas siempre para magrearme el paquete con un par de apretones secos y rápidos, sentidos y no sentidos, y nunca vistos; ofrecerse para darme un masaje en las cervicales mientras vemos la televisión, después de haberme yo quejado de que me dolía la espalda por haber estado demasiadas horas sentado en esta habitación, y aprovechar que a su madre se le vencen los ojos y la cabeza por el sueño para darme en el oído un beso berbiquí con la lengua; tropezar adrede consigo misma y derramarme sobre la artillería la taza de café que me iba a servir, e ir rápidamente, ganándole la baza a Orencia, a por un paño y un sifón para, genuflexa ante mí, darme unos restregones y apreturas que de buena gana me hubiera bajado yo la cremallera para que me hiciera la mamada que estaba insinuando que me haría, y ello en vez del «trae aquí, que ya sigo yo» con que quise impedir, y lo logré, que Orencia saltara, hecha un basilisco, a «sacarle los ojos» a su hija; caer enferma, meterse en cama y, mientras estoy sentado a la orilla del lecho, interesándome por su dolencia, percibir que, bajo la colcha, ella se está masturbando sin dejar de mirarme fijamente a los ojos y manteniendo una sonrisa congelada en la boca, después de lo cual, ya con Orencia presente, ella saca de bajo la colcha su mano empapada de flujo y me hace una caricia filial que me impregna de su corrida, ante el ignorante enternecimiento de la madre; y cosas así...

Todo esto, ya decía, me halaga, sí, porque ¿quién que esté en el invierno de la vejez le va a hacer ascos a un vesubio que le derrita?, pero también me agota; y más que nada este tira y afloja, el amagar y no dar. Temo, a menudo, salir de este cuarto, pues salir de él es perder la paz, el sosiego y también, en gran medida, exponerme a perder la cabeza y acabar haciendo lo que, aun queriendo hacerlo, trato de evitar por respeto a Orencia, pues aunque en nuestro pacto no se especifica que su hija queda exenta de mis andanzas, yo lo doy por pactado, y a ello me atengo, de momento. ¿Cuánto tiempo podré mantener este compromiso represivo? Después de lo de esta mañana, creo que ya durante muy poco.

Orencia ha ido temprano al mercado, como cada sábado, pero yo no la he acompañado, pretextando un trabajo inaplazable aquí en mi despacho. «¡A saber qué trabajitos te traerás tú entre manos!», ha sido su réplica avinagrada. Ni la he hecho caso, ¿para qué repetirle lo de siempre, que estoy escribiendo, como así creo que lo hago, un tratado ascético, un libro piadoso? Me he levantado con ella, no obstante, y hemos desayunado juntos. Pues bien, como si Esperanza hubiera estado al acecho del portazo, ha salido de su cuarto inmediatamente después de que su madre hubiera salido y enseguida ha ido al cuarto de estar —donde yo leía el diario que cada día me sube el portero— a darme unos alegres buenos días repletos de arrumacos y cariños infantiles, ciertamente impropios de una mujer hecha y curvada como ella.

—Te voy a necesitar —me ha dicho misteriosamente antes de desaparecer camino del cuarto de baño, desnudándose ya de la parte superior del pijama.

Pasó un buen rato antes de que sus enigmáticas palabras cobraran cuerpo de luz inteligible:

—¡Antonio! —la oí gritar desde el cuarto de baño, interrumpiéndome la lectura de un perplejo artículo sobre el interés inusual que entre los herejes marxistas había suscitado la última encíclica papal, la «Populorum progressio»— ¡Antonio! —repitió la llamada.

Me hice el remolón, quizá para darle a entender que su variado surtido de provocaciones no hacían mella en mí, o quizás para preparar una respuesta adecuada, tal vez una actitud. El caso es que no acudí hasta que me oí llamar por tercera vez: un Antonio gritado que debió de llegar, rebotando de pared a pared por el patio interior, desde los bajos hasta el ático del edificio.

Entré, por fin, en el cuarto de baño y, como había sospechado, no se estaba duchando, sino bañando. Tenía la cortina recogida en un extremo de la barra y sólo se le veía, desde el umbral de la puerta, donde me detuve, la cabeza mojada. Sonreía.

—¿Te ahogabas...?

—Casi —contestó por contestar, un poco sorprendida por mi sorna.

De repente se levantó, provocando un fuerte oleaje en la bañera y derramando, en consecuencia, buena parte del agua por el piso.

—No está mal, nada mal. Demasiado estrecha de caderas para mi gusto. Pero eso sí, tienes unos pechos preciosos... —ella giró sobre sí misma, como si enseñara un vestido, sin perder la sonrisa—, y un culito muy aparente, ya lo creo: harás feliz a quien te lo propongas, o ya lo habrás hecho...

—O «los» habré hecho... —se dio aires de vampiresa.

—Pues también, ¿por qué no? —se los rebajé con mi espontánea indiferencia—. Bueno, y antes de que acabes cogiendo frío, ¿qué te urgía tanto?

—¿Te importaría frotarme la espalda? —dijo, al tiempo que se giraba hacia la pared, se apoyaba en ella con las manos, como una detenida a la que se ha de cachear, y dando por sobrentendido que yo recogería el guante, de crin...

—No, no me importa —lo recogí—, pero a tu madre supongo que mucho..., y que yo lo haga, claro.

—Mi madre no está, mi madre no existe, pues —afirmó con vehemencia pseudofilosófica.

—¿Por qué has escogido esta provocación tan clásica, Esperanza? Dice poco en favor de tu supuesto ingenio —le dije mientras acariciaba, en vez de frotar, aquella espalda tersa y arqueada, brillante y blanquísima, en la que mi mano enguantada levantaba un efímero color rosado—; y, sobre todo, ¿qué quieres conseguir con ella: reírte de un viejo al que se le caiga la baba por una jovencita tan tentadora como tú? ¿Dónde está el mérito de eso? —aproveché, para ser claro, que no le veía la cara; pero no dejé, sin embargo, de acariciarle la espalda, por la que descendí hasta las nalgas: dos esferas apretaditas y firmes. Sin cambiar de posición, Esperanza abrió el compás para que yo descendiera por el canalillo y me aventurara hacia su sexo y su vientre, aunque llevara la crin, o precisamente por eso...

—Porque, como bien debes de saber, nunca falla; por eso es clásica, Antonio —dijo, volviéndose hacia mí y llevándome la mano hacia sus pechos para que siguiera con mi masaje, si bien acentué el mimo para no arañarle los pezones, aunque fue ella la que me apretó la mano para exigir una dureza que a mí me asustaba—; y porque no pretendo reírme de ti, sino contigo...

Me cogió la cara por las mejillas, me atrajo hacia sí y me besó, con un moroso paseo de su lengua por el interior de mi boca, sellada contra sus labios mojados. Yo la abracé y, mis manos en su espalda, me liberé del guante, dejándolo caer al agua; después me apalanqué con las manos en el borde inferior de sus nalgas y la estreché furiosamente contra mi erección mientras ella me lamía toda la cara, y con especial delectación los párpados cerrados, como si quisiera vaciarme las cuencas y cegarme. Enseguida me liberé de su abrazo y yo a ella del mío y, tras un alto de estremecida succión en sus pezones erguidos, descendí, a medida que iba yo cayendo de rodillas ante ella, hasta su sexo. Ella subió un pie al borde de la bañera y yo, después de acamar hacia lados opuestos la mata lacia, porque empapada, que le ocultaba el semillero, progresé con los dedos hasta separar las grávidas portezuelas por entre las que llevé mi lengua, arrastrándola desde su ano, hojas arriba, hasta afincarme en el chupeteo de un clítoris como nunca había conocido otro igual: grosezuelo como la falangeta del índice de su propia mano. Abandoné aquella gloria después de que Esperanza, en su excitación, estuviera a punto de arrancarme el poco cabello que aún me adorna el cráneo, y, colocando mis labios paralelos a los suyos, merced a una buhesca torsión de cuello, la penetré con mi lengua con fiebres de sediento excavador de acuíferos en el desierto. La lengua sepultada en el nicho gozoso, me espabiló el gusto de un sabor fuerte y ácido; y percibí enseguida que un fluido espeso y tibio me descendía hasta los dientes, las encías, los labios... Retrocedí y contemplé, entonces, cómo de aquella caldera bullente rebosaba un menstruo abundante que pronto se deslizó por el muslo de su pierna derecha hasta llegar, sol poniente sobre la nieve, a la espuma de la bañera...

—¡Mierda! —concluyó Esperanza.

—Mera vida —la corregí, poniéndome de pie y dándole un beso de despedida, tras haberme aclarado la cara con agua de la bañera—. Será mejor que me cambie, antes de que regrese tu madre.

Y en estos puntos suspensivos están las cosas...

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Copyright ©Dimas Mas, 2005
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Fecha de publicaciónEnero 2007
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