No voy a decir el tiempo, no voy a decir el espacio. Los tiempos y los espacios de mis libros me han enseñado que el mal, mi mal, no tiene tiempos ni espacios. Es puro, como la misma muerte.
Somos un pueblo valiente. Y yo soy la oveja negra del pueblo. A veces, pienso que voy muriendo lentamente; muero un día tras otro. Lo que en otros es risa, en mí es el horror. Todo esto no eran más que pensamientos. Pero algo nos ha de suceder: a todos.
Recuerdo que en la milicia no me aceptaron. Los otros niños me dieron una paliza por la cual lloré varias semanas. Acaso, porque estas cosas se marcan como el fuego, todavía me la sigo llorando. Ver a mi hijo alivia un poco estas cosas. Otras veces, las hace más desagradables.
Los monjes me iban perdonando, pero mi cobardía era tan notoria que hubieron de llevarme a juicio. Aguardé el juicio con gran ansiedad. Sudé mucho. Los guerreros se burlaban de mí. Estaba agachado, cobarde; ellos parecían altos como árboles. Temblando, escuché la sentencia del juez:
Muerte.
Los días aquí son largos. Siempre estoy sudando, siempre voy a la bacinilla, o al mismo suelo. Mi familia viene a verme, pero ellos también son valientes.
A mi hijo ya le salió la barba. Preví, con lucidez, que la guerra lo reclamaría. Me besó la mano aquí, en mi mazmorra, a través de los barrotes, pero me pareció que había algo de vergüenza en él.
Incluso de falsedad.
Preguntaron por la ejecución.
Rompí a llorar; les rogué que me acompañaran en los últimos momentos de mi vida. Lo hice pensando en mi padre, que en mi niñez venía todas las noches a tomarme la mano: en la oscuridad. Mi padre era educado, correcto...; cuando pienso en él, sin embargo, también pienso en mi hijo.
Mi esposa estaba cargada de lágrimas. Habían traído a toda mi familia, y todos ellos me observaban delante de mi celda, junto a los guardianes. A través de los barrotes, ella me lanzó un beso.
¡Qué hermoso sería ese sol si no fuera mi muerte! ¡Qué bellos los ríos! ¡Qué rumorosos los árboles! ¡Qué ansias de charlar con la gente por las calles!
Muchas veces he pensado estas cosas. Es característico... Digo: para una persona como yo; para un cobarde. Pero me distraigo con ellas.
El monje me hace recordarlo todo. Estoy perdido. Le ruego que me dé valor.
Sólo la noche me da una limosna de descanso. Durante el día, incluidos los trémulos insomnios, soy demasiado despierto: veo los hierros que cercan mi celda y recuerdo un cuchillo, escucho un grito y pienso en el verdugo proclamando la ejecución, escucho los pájaros y pienso que seguramente habrá pájaros para mí: los últimos. El sol me aterra: ¿cuántos soles me quedarán? La luna me es más amable, porque por alguna razón me recuerda a la muerte. Es demasiado: la idea de la muerte es más horrorosa que la muerte misma. El monje me dice, pues, que debo ser valiente, como nuestro pueblo.
Discutimos mucho, claro; y yo argumento con febril, con delirante lucidez. El bondadoso anciano entra en la celda, entre las fiebres húmedas que exhalan las paredes de piedra, y termina sonriendo con una ternura que se me hace letal; me pone la mano en la cabeza (a veces me parece escucharle el murmullo de su religión en sus labios): el asunto queda zanjado.
¡Zanjado! No soy una persona que acabe con las cosas. Para mí siempre hay una continuación: hay un pasado y un futuro; ése es mi presente. Las cosas nunca terminan. Continúan —duelen— obsesivamente en mis infectos pensamientos.
El día de la ejecución me levanté cansado. Dos guardianes me anunciaron mi hora (siempre había pensado, durante toda mi vida, en «mi hora»). Me llevaron a empujones. A mi familia se le permitió ir conmigo una vez salido de la celda, lloraban detrás de mis pasos arrastrados, que resonaban en la húmeda y pestilente prisión en la que me habían encerrado. Los gemidos de los condenados de las otras celdas me perseguían como un coro de fantasmas mientras ascendíamos hacia la salida, que daba a la plaza de la ciudad. Pero ya no era uno de los condenados: al menos, fue lo que pensé entonces. Hoy pienso que, quizá, ellos aguardan la muerte, y yo aguardo no aguardar ya nada.
Afuera, en la plaza, me recibió un redoble de tambor. Los guerreros, vestidos a la usanza marcial, me escupían y maldecían, pues costumbre es hacerlo. Las gentes me lanzaban cosas: verduras y frutas podridas, estiércol...; todo lo que pudiera merecer. En el centro de la plaza, había un agujero en la tierra:
La tumba.
Mi tumba.
Unos heraldos, como hechos de oro y grana, proclamaron mi caso: el pueblo rió. Los verdugos me condujeron de los brazos, sufrí un leve desmayo; escuché el gemido de mi esposa, y después no vi nada más.
Desperté como si en el mundo sólo existiera mi cuerpo; lo demás me apretaba: ocupaba mi espacio. Hubo un olor extraño: pensé en mis tareas de labrador, cuando era niño. Todo estaba oscuro, y pensé que ya no sentía miedo. Pero de pronto, en aquel techo de oscuridad, vi una luz blanca:
Titilaba: una estrella..., la vida.... Comencé a sudar.
El olor, caí entonces en la cuenta de ello, era de tierra. Estaba en un agujero que tenía mis medidas exactas, y pensé que alguien me había metido en mi propia tumba. Sentí la asquerosa humedad en mis manos, las raíces que parecían hacerme cosquillas, los guijarros, quizá alguna rata. Quise gritar de espanto.
El miedo me lo impidió. Si alguien sudó los siete mares, ese fui yo entonces. Mi piel exhalaba como un hielo derretido, que se me escurría en mis ropas andrajosas. No podía ni moverme, fascinado por la rigidez del terror.
No puedo describir el hecho de estar en una tumba. Pienso que, si pudiera describirlo —si pudiera sentirlo en el papel, pero de veras—, no sería el hombre que soy... La persona que soy.
El tiempo fue eterno. A medida que me acostumbraba, las inocentes estrellas aumentaban en el cielo —allá arriba, tan silenciosas como lo era toda aquella noche.
Aguardaba la tierra sobre mi rostro, la inevitable asfixia. Pero nadie vino por mí; estaba tan sólo como la misma oscuridad que me rodeaba.
Apenas podía pensar. Me sentí frío, muy frío; tan frío como si de la abominable mujer —la muerte— ya fuera el desgraciado esclavo.
Finalmente, sin saber el tiempo que tuvo que pasar, comencé a moverme, con desdichada lentitud. No sé cuánto me moví: tal vez logré sentarme, cuando el rostro de un soldado apareció encima, bordeando mi sufrimiento.
Me escupió.
También arriba, cerca de la tumba, los heraldos proclamaron algo. Me subieron a rastras, blanco en medio de la noche. Las autoridades aún estaban allí; el pueblo, ya durmiendo, no me había prestado tanta atención. Los soldados me maldecían con todas sus fuerzas. Y yo pensé en mi hijo, y yo me avergoncé; y algo de mí había acabado..., para siempre. Pienso que hay cosas que acaban sin que nadie se percate de ello.
Los días aquí —doy fe, si algo me queda de ella— son largos. A veces me sacan para presentarme ante el juez, pero es un puro formalismo. En realidad, sé que es parte de la condena. Las otras condenas no sirven; sólo sirve la primera. Me hacen ir hasta ese hombre, justo y sabio, para que continúe bebiendo mi lento, mi largo veneno. Los soldados suelen ir algo silenciosos; sé que nuestro valiente pueblo combate en unas ásperas montañas, anhelando una roja y gloriosa derrota. Mi caso, en cambio, es una derrota a secas. La sentencia:
Muerte.
Mi esposa llora otra vez. Mis últimas horas se acercan. La próxima vez, tal vez, espero, se acercarán un poco más.
Las gentes del gobierno mantienen las líneas de mi tumba, me quitan el musgo, me conceden fresca y tierna tierra: como si prepararan una dulce cama, un dulce sueño.
¡Cuánto quisiera el sueño, el verdadero! Charlamos bastante con el monje: mis argumentos ahora son pastosos, llenos de mis evasivos tartamudeos.
(Algo se ha ido en mí: ¿quién se percata de ello? Solamente yo.)
Nunca voy a acostumbrarme a esto; sé que los años —que el resto de mi vida— en nada van a ayudarme: mi pueblo me hizo nacer cobarde.
Y mi pueblo suele hacerme morir, cada vez más cobarde.
Vienen a buscarme.
Otra vez. ¿Cuántas muertes?
Los verdugos me condujeron de los brazos, sufrí un leve desmayo; escuché el gemido de mi esposa, y después, como siempre, no vi nada más...
Copyright © | Daniel Alejandro Gómez, 2004 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Julio 2005 |
Colección | Fabulaciones |
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