Ninguna ciencia social tan vacuamente enaltecida cuan injustamente denigrada (una u otra cosa, o las dos, según las veleidades del crítico de turno) como la Demografía. Ninguna tan caprichosamente incomprendida. Se comienza alabándola pour la forme realzando su supuesto carácter de ciencia práctica, aplicada, útil («elogio» que habría espantado a Marcelo Mauss) para luego hacer llover sobre ella maremotos de calumnias. Así por ejemplo, se la sataniza por su presunto carácter de hermana menor de la sociología y de mera cliente de la estadística, notoria falsedad repetidamente desmentida por científicos sociales de la talla de Claudio Lévi-Strauss y de Pirucho Miguens. Así, también, es detractada por sus «limitaciones» en tanto disciplina —se dice— puramente descriptiva y, por tanto, huérfana de medios y horra de vocación en lo que a explicar se refiere, siendo que, como lo ha mostrado Pujol i Serrat, la demografía explica fenómeno.
Pero entre todos los despropósitos que se dicen o escriben acerca del conocer demográfico, ninguno tan injurioso, tan vecino de la calumnia, como el que lo acusa de conformar un cuerpo de saber tal vez atendible en términos de la fría convencionalidad epistémica, pero irremediablemente indigesto, infinitamente bostezable e insanablemente ramplón para el humanista que cada uno en el fondo es. ¡Grandísima mentira! Mentira, no sólo porque a la demografía débese, por ejemplo, nuestro cada vez mejor conocimiento de problemas que, como el de la mortalidad o el del casamiento, han sido desde siempre preocupación central del Hombre; no sólo, quiero decir, por la índole existencial de sus temáticas: también por esos dramas sordos, siempre dolorosos y a veces trágicos, que bien sabemos exaltar en tanto científico «duro» (Galileo, etc.) pero que rara vez mencionamos cuando se trata de cultores de las ciencias sociales y nunca —repito: nunca— cuando el protagonista es un demógrafo. La historia que sigue —espero— ayudará a ir poniendo las cosas en su sitio.
Para mejor referir esa historia, que me es casi ajena, debo comenzar hablando de la mía propia. Ya el agudo lector habrá sospechado que el que esto escribe es un científico social, demógrafo para más datos. Oriundo en efecto de una zona del sudoeste de Córdoba (Argentina) tan rala en habitantes que la población más grande se llama justamente «Población», de buena cuna y padre ilustrado, recorrí sin altibajos el periplo más o menos obligado de los jóvenes librepensadores cordobeses de posición desahogada de la generación del 45. Colegio primario y secundario de pago, religioso y rigorista, estudios de derecho en la Docta, licenciatura y luego doctorado (especialización: Población) en la Sorbona.
Obtuve mi diploma de doctor en 1959. Padre había hasta entonces financiado, sobrio pero no avaricioso, mi estadía y mis estudios en Francia. Fiel a su estilo de siempre, apenas me supo recibido se mandó a guardar definitivamente sin decir agua va, quiero decir que se murió. La más que aceptable herencia que recibí me permitió encarar el futuro sin sobresaltos. En esos lejanos años, la situación política argentina era confusa y la económica inestable. Yo, por lo demás, carecía del culto supersticioso de la familia y ningún lazo sentimental ni fervor patriótico me ataba a mi país natal. Pero aunque nada me atraía de la Argentina, tampoco me entusiasmaba la idea de eternizarme en París. Mi director de estudios, el inolvidable Pantaléon Tabac me hizo el favor de interrumpir mis cavilaciones obteniendo para mí un puesto bien rentado como asesor en cuestiones de población de la provincia de Barcelona, a cuya capital me di traslado, instalándome poco después en un pisito chiche del Paseo de Gracia. Así pues, a los 36 años de mi edad, célibe, profesionalmente calificado, comencé una etapa de mi vida que mi hábil estrategia de evitar todo incordio hizo que fuera sosegada, displicente y sin expectativas; en suma: feliz.
En 1966, tuvo lugar en Barcelona el IV Congreso Internacional de Demografía, organizado por el Population Center. Invitado de oficio en virtud de mis funciones, sacudí mi modorra y asistí a algunas sesiones. Mis preferencias académicas carecieron siempre de todo fanatismo, pero he acabado por reconocer en mí una clara inclinación hacia las cuestiones demográficas que atañen a grupos, categorías sociales y sociedades pequeñas. Sin ir más lejos, esa inclinación me había llevado a escoger al viejo Tabac, especialista en aldeas, «isolats» y comunidades endógamas, como director de estudios. En estricta coherencia con su proverbial demagogia, el Population Center había organizado una jornada entera para tratar problemas demográficos de los pueblos de habla catalana. En la sesión matutina de aquella jornada había un debate centrado en Andorra. Allí pude ver por primera vez en mi vida a los dos protagonistas de esta historia. Me refiero al joven y connotado experto andorrano Jordi Ramallets i Urgell, principal ponente de esa mañana y al veterano demógrafo americano John M. Stanton Jr., vicepresidente del Population Center, que debía ejercer en el mismo debate las funciones de Chairman.
La ponencia de Ramallets i Urgell —como se esperaba— se elevó a kilómetros luz por sobre la de los otros dos participantes. En ella defendió con enjundia, talento y buen acopio de información una hipótesis que todos juzgaron interesante y novedosa. Sostuvo en efecto Ramallets que la tasa de mortalidad era, aunque ligera, regularmente más alta entre los practicantes de las ciencias sociales que se desempeñaban en núcleos poblacionales más bien pequeños (15.000 almas o menos, sin contar los difuntos) que la de los que lo hacían en poblaciones medianas y grandes. Basaba su hipótesis en datos cuidadosamente elaborados por él mismo para Andorra la Vieja y en opiniones semejantes de otros investigadores para otras localidades (recuerdo que mencionó Montecarlo, Vaduz y Merlo, Provincia de San Luis, Argentina). Esos datos probaban de manera por demás convincente la tesis de Ramallets. Y, como era de esperar, lo probaban por medio de cálculos magistralmente refinados y una perspicacia teorética que sabía conferir a cada cifra, a cada mínima diferencia entre dos cifras una significación a la vez exacta e imprevista. Para explicar la tendencia en cuestión, Ramallets, apoyándose en recientes investigaciones de Perot y Manera, afirmaba la incidencia del síndrome desregulador de estreso-claustrofobia intelectual, bajo su variante «boba» (deprimitio balbus), en los profesionales citados.
La ponencia de Ramallets cerró el capítulo de la sesión dedicado a las exposiciones. Se hizo entonces una pausa-café, previa a la apertura del debate. Todos aprovecharon el intervalo para acercarse a Ramallets y felicitarlo: el primero y el más efusivo resultó ser el Chairman Stanton. Como dato curioso, anotaré que fue ésa la primera y única vez que vi a un experto en demografía firmando autógrafos.
La sesión de discusión prometía ser ditirámbica, monotemática y, por consiguiente, muy aburrida. Y, en efecto, comenzó siéndolo: se inscribieron para hacer uso de la palabra no pocos oradores, pero todos reiteraron (y a partir del segundo dijeron que habrían de reiterar) la ristra de elogios a Ramallets que a priori se descontaba. Unos pocos inscriptos, en ponderable actitud, limitaron su intervención a unas breves palabras en apoyo de lo dicho por sus antecesores.
Llegó finalmente el momento de cumplir con la inevitable formalidad de escuchar el comentario final a cargo del Chairman. Nadie había hasta entonces ni siquiera mencionado las ponencias de Massanet y de Pujol i Serrat. Se esperaba entonces, no sin resignación, que Stanton usara parte de su tiempo para hacer una alusión cortés al trabajo de los ninguneados colegas y una suave reprimenda a la olvidadiza audiencia que los ninguneó.
Nada de eso sucedió. El público, al comienzo distraído, fue reconcentrándose y mejorando su imperfecto silencio a medida que Stanton hablaba, al comprobar que el discurso del Chairman no era en absoluto el esperado. Progresivamente, la gente pasó de la ligera sorpresa al asombro escandalizado para finalmente hundirse, unánime e inmóvil, en un aplastante estupor que duró varios minutos después de que el orador hubo concluido.
El Chairman comenzó alabando la ponencia de Ramallets, cosa al fin y al cabo lógica a la que, lo que también era lógico, nadie prestó atención. Sentado en las filas traseras del auditorio Tallat i Tancat, oía mal las palabras de Stanton Jr., pero pronto noté algo raro. Primero, advertí con una brizna de impaciencia que el orador parecía seguir encomiando al joven demógrafo, sin pasar a ocuparse, como la prudencia aconsejaba, de los otros dos ponentes; luego noté al mismo tiempo que la voz del orador, debido al creciente silencio del público, llegaba con inesperada nitidez a mis oídos y que la frase que en ese momento estaba articulando Stanton Jr. concluía diciendo algo así como «...afectada por un insanable error». Al par de los demás, poco tardé en plegarme a la atónita verdad: Stanton estaba criticando la tesis de Ramallets. En un español de acento anglicizado pero muy correcto, con voz firme y mirada totalmente inexpresiva, sin ira ni humor, la réplica del Chairman no se andaba con vueltas; no discutía los conceptos, el método o los supuestos del trabajo de Ramallets, sino que se concentraba en la validez, a su juicio falaz, de los cálculos de este último respecto de Andorra la Vieja. Con minucia que pudo sonar casi sádica, el orador fue a sacando a luz lo que llamó «una inadvertencia apenas perceptible pero decisiva» en la manera en que Ramallets había manipulado ciertas cifras. Se acercó luego al pizarrón enorme que estaba a sus espaldas y, sin apunte alguno, hizo las enmiendas que juzgó necesarias y extrajo de inmediato sus conclusiones. Estas disconfirmaban inapelablemente la tesis de Ramallets. «La demografía es una ciencia cabal y precisa», terminó diciendo el Chairman, sin triunfalismo ni modestia.
Cuando Stanton Jr. concluyó no hubo aplausos ni abucheos sino, como dije antes, un largo y pesadísimo silencio. Siempre imperturbable, Stanton Jr. abandonó el estrado y la sala caminando con su habitual elegancia, como si tal cosa. En cuanto a Ramallets, a quien todos miramos de reojo, estaba previsiblemente demudado y muy pálido. Se mantuvo inmóvil en su sillón mientras el público, que había reemplazado el silencio por un ligero murmullo, abandonaba la sala. Yo estaba entre los últimos y pude notar, mezclada entre los que salían, a Begoña Guillem, la novia de Ramallets. Noté en su delgado rostro desengaño y odio. Eché una postrera mirada al estrado. Ramallets se había ido, sin duda precipitadamente, por la puerta reservada a los participantes.
No sé por qué me dio pena la situación del hombre, tan inesperadamente caído en desgracia. Resolví intentar ayudarlo, o por lo menos consolarlo. Sabía que se alojaba en una de las suites que acostumbra a reservar el Ayuntamiento en el Apart Hotel Palau. A la mañana siguiente, telefonée y pedí por él. Me atendió su secretaria, alegando que el doctor estaba muy ocupado. Me sorprendió que Ramallets viajara con su propia secretaria. Conjeturé que quien respondía era en realidad su novia que, fiel, estaba dando amoroso sostén al vapuleado demógrafo. Hice valer mi cargo e insistí, argumentando mentirosamente que la Secretaría de Población de la Generalitat me había asignado la misión de pedir asesoramiento, en la materia de su especialidad, al egregio doctor Ramallets. Obtuve así una entrevista para las cinco en punto de la tarde de ese mismo día. Almorcé liviano y, después de la siesta, me puse ropa seria y orienté mi dócil Citroën 2 Caballos hasta el domicilio del demógrafo.
Nueva sorpresa: me recibió en la salita de la suite una señorita mayor que resultó ser efectivamente su secretaria y que, según me dijo, acababa de llegar de Andorra para ayudar al jefe. Me hizo pasar a la habitación principal. Allí estaba, de espaldas, Ramallets, haciendo infinitas cuentas con varias máquinas de calcular y rodeado —casi sitiado— por largas tiras de papel.
—¡Hola! —dijo sin darse vuelta—, siéntese en la cama.
Iba a hacerlo cuando advertí que no había cama en la habitación, sino sólo una larga mesa en V, evidentemente improvisada, y un taburete que monopolizaba Ramallets. Por un décima de segundo pasó por mi mente la idea de que, aniquilado por el duro golpe recibido, el espíritu del demógrafo había naufragado abisalmente en la locura. Por suerte, la amenaza de un gran rectángulo de pared que se desprendió inesperadamente y casi me aplasta, y que resultó ser la cama camera, ahuyentó esa penosa idea. Tomé asiento.
—Le escucho —dijo Ramallets, siempre enfrascado en su tarea.
Así interpelado inicié una edificante perorata donde pasé de las alabanzas a mi interlocutor a la sibilina crítica a Stanton Jr. Sugerí que desde hace décadas aspiraba a la presidencia del Population Center pero que la esquelética endeblez de su currículo le vedaba el ascenso. Que tenía una docena de auxiliares que trabajaban full-time para él y prácticamente le escribían los trabajos, por ejemplo las ponencias, las intervenciones en coloquios... No acababa de decir esto, cuando Ramallets, algo bruscamente para mi gusto, hizo girar el taburete, me enfrentó y dijo:
—Usted es un caso raro. Mentiroso y sin escrúpulos, pero desinteresada y sinceramente partidario mío. Por esta última circunstancia, que muy a pesar mío me cae simpática, no lo hago expulsar a puntapiés por mi secretaria. En cambio, le obsequiaré un breve resumen aclaratorio, antes de la inevitable y definitiva despedida, porque tengo mucho trabajo.
»Primero le haré notar que debe usted ser archianalfabeto para ignorar que el doctor Stanton Jr. posee un portentoso curriculum, construido al precio de un enorme trabajo, por largos años magramente retribuido. Segundo, también es vox populi que ese trabajo ha sido siempre, y sigue siendo, solitario. Stanton costea de su peculio un asistente para tareas menores que, a sus 73 años, se han vuelto por demás fatigosas. Tercero, no es cierto que Stanton ambicione la presidencia del Population Center. Por el contrario, la ha rechazado decenas de veces y sólo ha aceptado la vicepresidencia (ad honorem, por lo demás), a condición de que no obstaculizara su trabajo de investigador.
»Baja actitud es aquella de buscar deshonrar a una persona —por añadidura de conducta intachable— simplemente porque discrepó abiertamente con uno. Usted es capaz de eso y de mucho más, pero admito que su condición de argentino obra como una circunstancia decididamente atenuante.
»Ni a usted soy capaz de negar que la réplica de Staton me ha golpeado. Y ahora, como me ve, en caliente y lejos de mi Andorra natal, estoy tratando de pergeñar una contrarréplica. Para reivindicarme, claro está, pero con armas limpias. Y no con ánimo de polemizar porque sí, sino porque tengo como una intuición de que en la demostración del profesor Stanton hay un punto débil. Recuerdo que en una parte de su exposición el subconsciente me hizo como sentir que ese punto débil existía y que una refutación de la refutación era posible. Estoy tratando de que esa posibilidad se concrete. La Vanguardia ha reservado para mí un ancho espacio en su suplemento dominical, esto es, pasado mañana. Trabajo contra reloj. Eso es todo.
—Daría mi vida por encontrar ese punto débil —atiné a decir con un hilo de voz.
Ramallets me miró fijamente a los ojos, durante una cierta cantidad de segundos.
—Ésas no son más que palabras, hombre —me contestó dando un nuevo medio giro y retomando sus cálculos.
Respetuoso como soy de lo privado, me fui casi en puntas de pie.
El sábado a la noche no pude dormir, ansioso como estaba por compulsar La Vanguardia dominguera. A las tres de la mañana decidí que la noche era joven y me fui a recorrer las Ramblas. Vi La Vanguardia con un gran titular que me asustó, pero, como no tardé en advertirlo, se refería al encuentro futbolero del Barça contra el Atleti de Madrid. Me hice del periódico. Me senté en la terraza del Ópera y comandé un carajillo. Abrí trémulo el suplemento dominical...
Lo abrí, lo recorrí, lo leí de punta a rabo. Había un bello texto sobre obras recientes de Miró, una entrevista al Secretario de Cultura del Ayuntamiento, en sus 90 años, y un fragmento de Cien años de soledad de un tal Márquez. En cuanto a Ramallets, brillaba por su ausencia. Decepcionado, pero aún más intrigado, tomé un coche de alquiler madrugador hasta el Apart Hotel Palau. El demógrafo —me informaron allí— había retornado a Andorra, en el Talgo de la 1:30. Se había marchado a toda prisa —agregaron— «como si le fuera la vida en ello».
Pasó el domingo, pasó el lunes, llegó el martes. Creí que la farsa había concluido. El mismo martes al mediodía, antes de almorzar, compré, por si las moscas y más bien escéptico, La Vanguardia. Ahí estaba Ramallets, pero no en el suplemento cultural, sino en primera plana. SE SUICIDA JOVEN SOCIÓLOGO ANDORRANO, titulaba el periódico. El pertinente cable explicaba que el novel científico social, doblemente abrumado por un doloroso traspié en el reciente Coloquio demográfico de Barcelona y, según versiones, por la no menos reciente ruptura con su novia, había puesto fin a sus días de un balazo en el corazón el 30 de junio pasado. Poco antes de la tragedia se lo había visto en el Correo, timbrando una carta con destinatario ignoto.
Mientras apuraba mi solomillo pensé y repensé en el triste destino de Ramallets. Me acongojó que no hubiera podido hallar la cifra de la ansiada reivindicación. Nada sabía del esquinazo de su prometida, pero la versión era verosímil. El detalle de la carta —seguramente una tendalada de amargos reproches póstumos enviada a la infiel— parecía confirmarlo. Filosóficamente, alcé la copa de Marqués de Pidal y brindé por el inmolado.
Un mes después se despejó la increíble incógnita. Era, lo recuerdo, jueves. Mientras esperaba la paella en el hoy desaparecido salón comedor del Ópera, mascando displicentemente pan amb tomàquet, me puse a hojear, como siempre, La Vanguardia. Me sorprendió la foto del alguien conocido en el Suplemento científico y un título intrigante: «Triunfo póstumo». El artículo, bastante largo, estaba firmado por un ex condíscipulo mío: el atorrante de Dagoberto Huaylupo, un centroamericano festivo y vividor, graduado por razones humanitarias en la Sorbona y ahora radicado en España. El texto era un compte-rendu de otro artículo, aparecido en La Depêche de Marsella con la firma de Jean-Loup Garou y titulado: «Le suicide poppérien de Jordi Ramallets i Urgell». Gracias a los datos de Garou no menos que al comentario-plagio de Huaylupo una nueva luz iluminaba el caso.
Garou, sólido demógrafo del Mediodía y amigo de Ramallets, había sido el destinatario de la carta que éste había enviado el día final. En ella Ramallets retomaba la refutación de Stanton Jr. y decía a Garou: «Tan prolija y minuciosa es la demostración del maestro Stanton que ella misma sugiere el camino, el único camino, para una réplica definitiva. Lo advertí el sábado 29 de junio a medianoche. Tuve que desechar la invitación de La Vanguardia, pero no importa: cuento contigo. El tiempo apremiaba. Para que mi argumento fuera impecable debía hacer las cosas antes de que comenzara julio. Después de la reforma gregoriana, los caprichosos registros municipales andorranos cuentan todo de mitad de año a mitad de año: el período estaba a punto de cerrar. Salí a los mil demonios para Andorra. Mi error era minúsculo y había que tener la sagacidad y la agudeza de Stanton para detectarlo. Recuerda, querido Jean-Loup, que discutíamos de la tasa de mortalidad entre los idóneos en ciencias sociales de Andorra la Vieja. Advertí entonces que un solo caso a mi favor enderezaría mis cálculos y anularía la demostración de ese talentoso viejo, a quien pido disculpas por lo que voy a hacer para contradecirlo. Conozco sus convicciones, su ética científica, y estoy seguro de que me dará la razón. Me marcho pensando en sus palabras finales.»
Todo se aclaraba: los datos manejados por Ramallets y Stanton correspondían a la más cercana actualidad. Una sola muerte más de científico social en aquel período (que concluía el 30 de junio) haría inclinarse la balanza en favor de Ramallets. Esa necesaria muerte anexa fue la que infirióse el propio Ramallets doblegando así, de hecho y de derecho, a la tesis de Stanton. «La demografía es una ciencia cabal y precisa», había dicho el Chairman. Entiendo que Ramallets no se suicidó para dejar con un palmo de narices a Stanton. Lo hizo porque es de regla que el investigador científico procure por todos los medios falsar las hipótesis vigentes en la disciplina que practica. La demostración de Stanton fue en su momento válida. Pero el progreso incontenible de nuestra ciencia hizo que ese momento fuera efímero: apenas una semana. Desde entonces y hasta vaya a saber cuándo, ha vuelto a reinar la ponencia de Ramallets. Q.E.D.
Copyright © | Emilio de Ípola, 1996 |
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Fecha de publicación | Febrero 2005 |
Colección | Complicidades |
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